Testis unus, testis nullus

13 febrero, 2018 at 8:30 am

Ángel Viñas

El latinajo que da título a este post puede traducirse por “un testigo solo no tiene ningún valor”.  O, dicho de otra manera, un único testigo no es suficiente para corroborar un hecho. Es un principio clásico de frecuente uso entre historiadores. Hay situaciones, en efecto, para las cuales solo existe una fuente. ¿Es por ello necesariamente creíble? En otros casos, hay varias. Con tal de que sean dos se plantea un problema: ¿A cuál dar mayor credibilidad si muestran contradicciones entre sí? Raro es el historiador que no se haya visto confrontado con uno de estos dos dilemas. También forma parte de la experiencia diaria de periodistas y comunicadores de pro. ¿Puede creer uno todo lo que se le dice?, ¿todo lo que lee? Suscitar la pregunta es ya responderla. Las respuestas pueden ser múltiples, pero en general se anudan en torno a dos categorías. En primer lugar, es preciso examinar la consistencia interna de la fuente cuando ello es posible. En segundo término, es absolutamente preciso contextualizarla, encajándola con la evidencia que alumbre el entorno en el que se produjera o se diese a conocer. Y si nada de ello permite llegar a una conclusión definitiva, no hay más remedio que exponer las diferentes posibilidades que las pruebas arrojan. Yo siempre parto de una máxima atribuida a Bertrand Russell: “Cuando los expertos están de acuerdo entre sí, no cabe sostener que una opinión contraria pueda ser cierta; cuando tales expertos no están de acuerdo, un no experto no puede considerar cierta una determinada opinión propuesta por ellos; cuando todos los expertos mantienen que no existen suficientes razones para dar una opinión positiva, un hombre corriente haría bien en no adoptar  juicio al respecto”.

 

Sorprende, en cualquier caso, que periodistas, gacetilleros, pelotas del “Caudillo” y algún que otro historiador se hayan tragado enterita la versión que de lo ocurrido a Balmes el 16 de julio de 1936 expuso al día siguiente ante el juez militar instructor del sumario, el comandante José M. Pinto de la Rosa (citado por aquel autor tan distinguido como fue el profesor Ricardo de la Cierva), el chófer del general, que lo había conducido -según dijo- al campo de tiro. Más aún nos sorprende que algunos de los comentaristas en la prensa digital nos hayan criticado por haber hecho caso omiso al soldadito que llevó a Balmes adonde le aguardaba su destino.

A periodistas, gacetilleros, pelotas y aprendices de historiadores (hombres piadosos, no me cabe la menor duda) no estará de más recordar lo que dice el Deuteronomio (19, 15), que supongo habrán visto en alguna ocasión. (En la derecha pro-franquista todavía perdura algún relente del nacional-catolicismo y ya se sabe que en aquellas poco añoradas escuelas en la asignatura de “Religión”, que era “maría” pero no por ello optativa, solía hacerse referencia a los textos sagrados). Acudiré, pues, a la traducción on line de la Biblia de Jerusalén para recordárselo por si las moscas: «Un solo testigo no es suficiente para convencer a un hombre de cualquier culpa o delito; sea cual fuere el delito que haya cometido, sólo por declaración de dos o tres testigos será firme la causa«. Menciono ante todo esta traducción para que no se me acuse de prejuzgado. Personalmente, cuando consulto la Biblia siempre lo hago en primer lugar a la gran versión en inglés, de una belleza poética incomparable, del rey Jacobo I. La idea en ambos casos es, por supuesto, la misma si bien más reiterativa en el segundo: “one witness shall not rise up against a man for any iniquity, or for any sin, in any sin that he sinneth: at the mouth of two witnesses, or at the mouth of three witnesses, shall the matter be established”. En castellano castizo, más valen tres testigos que dos y dos siempre más que uno.

Este principio bíblico, muy razonable, tuvo entrada en el derecho romano. Como muchos de los defensores de la versión tradicional habrán estudiado Derecho (servidor se inclinó hacia otros saberes), seguro que saben que dicho principio fue tenido en cuenta por el Código de Justiniano. Este, para los no juristas, fue la recapitulación relativamente tardía de siglos de experiencia en la aplicación de lo que será fuente del derecho continental europeo, es decir, el romano. Es más, los que hayan sentido algo de curiosidad por la historia de su disciplina (que en mi época había que estudiar obligatoriamente en la Facultad) también quizá hayan leído que el dichoso principio lo aplicaron sistemáticamente los tribunales de justicia en la Edad Media. A lo mejor me equivoco, pero también sigue teniendo validez en el derecho anglosajón en donde se define como “a law principle expressing that a single witness is not enough to corroborate a story”.

Utilizado en nuestro caso me parece que se necesita ser un poco maxicrédulo para prestar, en un tema en lo que se dilucida es un asesinato, demasiada atención a las declaraciones de un simple chófer cuyo nombre se había perdido en las brumas del pasado. O, al menos, eso creí hace varios años al ocuparme de él en LA CONSPIRACIÓN DEL GENERAL FRANCO. Incluso pensé que podría haberle ocurrido un accidente. Cosas que a veces ocurren con testigos incómodos, como bien saben los lectores de novelas policíacas. En realidad aquel preciado testigo no experimentó el menor contratiempo. Me pasé de suspicaz. Al contrario, tuvo su recompensa.

Jamás, que se sepa, se vio expuesto a los riesgos y peligros de la guerra, a los piojos de las trincheras y al hedor de las letrinas colectivas. Pero tal vez los gacetilleros y comentaristas de pro tengan mejores informaciones. Servidor está siempre abierto a examinar todo tipo de pruebas documentales.

El chófer Escudero Díez, que tal fue su nombre, vivió, según se desprende de su impoluto expediente militar, una guerra extraordinariamente cómoda. A los pocos meses se le trasladó a la Península, se le movió de un lado para otro, nunca se le dejó que permaneciera demasiado tiempo en el mismo sitio y fue ascendiendo desde la modestia ínfima de un voluntario ingresado -al parecer- en el Ejército a nivel de turuta vulgar y corriente. Así pasó por los escalones de cabo primero, sargento, brigada y teniente. Desde fecha temprana siempre en la escala de tierra de lo que terminó siendo el Ejército del Aire. Incluso pretendió llegar a capitán pero no lo consiguió. No está explicado porqué. A lo mejor no fue tan listo. O alguien se enfadó con él.

Su expediente es rico en pormenores y a partir de su ascenso a teniente en 1953 resulta cansinamente detallado. Sin embargo, encierra algunos interrogantes. No pegó jamás en su vida un tiro, pero se le acreditó su valor, algo que exigía haber participado en combates y haber tenido la capacidad de demostrarlo. Hizo un servicio militar algo más que anodino, pero en 1940 se le reconocieron tres condecoraciones, incluso las dos relacionadas con actos de armas. Se trató de la Medalla de la Campaña, la Cruz Roja al Mérito Militar y la Cruz de Guerra. No está nada mal.

Su trayectoria en el Ejército se basó en lo que dijo a sus superiores en noviembre de 1936. Estos, caballeros cristianos, lo aceptaron como palabra de Evangelio, no en vano el coronel en cuestión que respaldó las declaraciones de Escudero con su firma se había destacado como notorio repressor tras la sublevación. El chófer afirmó que en julio la hoja de filiación no había llegado todavía a Canarias porque permaneció en Madrid y quedó en poder de los “rojos” (sic). El lector ya supondrá que no ha sido posible encontrarla en ningún archivo, pero quizá los historiadores pro-franquistas tengan en el futuro más suerte que nosotros que especulamos si no podría haber sido  incluso un pistolero a sueldo de cualquier organización de la extrema derecha o de la extrema izquierda (esto último algo menos probable). O, puestos a pensar mal, que alguien la destruyera después del “accidente” sobre el cual tuvo que declarar a Pinto de la Rosa.

Quizá por esa inescrutabilidad inherente a muchos de los designios del Alto Mando en forma de enrevesadas formulaciones burocráticas, su expediente personal fue corregido como consecuencia de órdenes de personajes de tanta enjundia como el general Subsecretario del Ejército del Aire o el general en jefe de la Región Aérea en donde Escudero prestaba servicios. No nos parece algo muy habitual para el caso de un mero brigada pero, como es sabido, tales designios son inescrutables.

El antiguo chófer murió, por desgracia, tempranamente, a los cincuenta años a consecuencia de una cirrosis hepática. Dada la etiología habitual de esta dolencia, tal vez podría especularse si no le disgustaría echarse (¿de vez en cuando?) un trago de más al coleto. Con él desapareció, el 27 de septiembre de 1965, uno de los testigos del caso Balmes.

Hay que decir uno porque hubo otro u otros, que naturalmente se abstuvieron de manifestarse. Dado que las lesiones orgánicas que sufrió el general solo pudieron proceder de un disparo hecho a quemarropa por debajo de la axila izquierda, el testimonio de tales personas no hubiera apoyado el argumento de que Balmes hubiese tenido la todavía más extraña costumbre de desencasquillar sus pistolas apoyándolas en aquel lugar del cuerpo. Ni siquiera los militares más dóciles a las ocurrencias de Franco y de sus inmediatos adlátares hubieran podido creérselo.

Es decir, en el campo de tiro en el que Balmes fue baleado no estuvo tan solo el chófer (que por consiguiente no fue el único testigo) sino, al menos, el baleador y quizá algún otro personaje. Hoy podemos tirar a la papelera los discursos y las versiones de Ricardo de la Cierva y de todos sus ilustres antecesores, empezando por Arrarás (el primer biógrafo del invicto Caudillo). Sus fantasias han hecho estragos entre los historiadores desde Ricardo de la Cierva, pasando por Luis Suárez Fernández (ambos autoridades en la materia) y hasta los que han rozado el tema en la actualidad. Incluso algún militar.

Es más, hemos argumentado en EL PRIMER ASESINATO DE FRANCO que uno de los conspiradores que necesariamente tuvo que estar metido hasta el cuello en el suceso fue el juez ante el cual el chófer hizo su deposición el día del entierro. Nos referimos a Pinto de la Rosa, a cuyas memorias (disponibles fácilmente en Internet) cabe retrotraer la extraña costumbre de desencasquillar pistolas “por la tripilla” que un comandante llamado José Fiol atribuyó a Balmes. Costumbres tomadas de su experiencia en las guerras contra los moros.

Pinto de la Rosa ha pasado como de rositas (nunca major dicho) por el episodio que narró a su manera intercalando granos de verosimilitud con montañas de paja. Tal combinación le permitió autopresentarse  como un jefe inspirado por el ejemplo de Franco cuando este decidió sublevarse el 18 de julio de madrugada y cual fiel cumplidor de las órdenes que le dio el sucesor de Balmes al frente de la guarnición de Las Palmas (un teniente coronel hiperdesconocido que, por cierto, también estaba mezclado en los preparativos de la rebelión). Innecesario es señalar que, con tales antecedentes y los servicios prestados al “GMN” (glorioso movimiento nacional), de la Rosa llegó a general. No sé si la fortuna sonríe a los valientes, pero a varios oficiales y jefes mezclado en la trama para liquidar a Balmes sí les sonrió la esclarecida bondad de Franco.

 

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Por el mar corren las liebres, por el monte las sardinas y sobre el papel la fantasía militar

6 febrero, 2018 at 8:30 am

Ángel Viñas

Ya he señalado en el post anterior que el gran “fasciculógrafo”, hagiógrafo y hermeneuta de Franco que fue el profesor y exministro Ricardo de la Cierva anunció en la biografía -obviamente fascicular- de 1982 que en el Servicio Histórico Militar había examinado un “exhaustivo” expediente sobre la muerte de Balmes. No dio el menor detalle y ninguna de las referencias que proporcionó se encuentran en él.  Pero sí hubo un expediente no sobre la muerte del general en sentido estricto sino sobre la concesión de una pensión a su viuda por haber fallecido su esposo “en acto de servicio”. En este expediente figuraron algunos papeles bastante desorganizados, pero sobre todo uno que muestra la fantasía que desplegaron los militares para ocultar el asesinato. En paralelo es instructivo meditar sobre los comentarios de algunas personas que se manifestaron de inmediato en las ediciones digitales de los medios de comunicación tan pronto como EL PAIS, amablemente, publicó un anticipo de EL PRIMER ASESINATO DE FRANCO.  No lo habían leído, pero como es habitual en el equivalente actual de los grafitis de los urinarios de antaño (caracterización que debo a Fernando Hernández Sánchez) pontificaron, despotricaron e insultaron. Una manera de mantener incólumes las esencias franco-patrioteras.

 

Cuando la imprenta iba ya a tirar el texto de nuestro libro un amigo nos facilitó una foto. No era de muy buena calidad, pero nos pareció tan importante que la introdujimos en lugar de otra prevista. Procede de un archivo privado en Canarias. El propietario prefirió que no se le identificara. Muestra a Franco en un pequeño edificio en el cementerio esperando a que los forenses practicasen la autopsia. Tiene el gesto serio, adusto. Como correspondería, dirán algunos, por la pérdida de un compañero con quien contaba para llevar a cabo la sublevación unas cuantas horas más tarde. (Cabe pensar, sin embargo, que también podría haberlo adoptado por lo aliviado que estaría tras haberse quitado un peso de encima y por la necesidad de guardar las apariencias).

Este “guardar las apariencias” me trae a la memoria una cancioncilla que berreábamos los críos en el colegio en los años cuarenta cuando nos sacaban de excursión: “Ahora que vamos al campo, vamos a contar mentiras. Por el mar corren las liebres, por el monte las sardinas, tralará” (bis). Es la única estrofa que recuerdo. Franco y algunos de los militares que con él estaban sabían lo que había pasado, pero había que encubrirlo. ¿Cómo? De una forma muy simple. Dado que la autopsia era preceptiva y el no practicarla hubiese despertado sospechas, era preciso llamar a los forenses (dos mejor que uno), pero poniendo a su lado otros dos médicos militares para que les “echaran una mano”.

Los cuatro galenos se fueron al campo”santo” y a los uniformados se les ocurrió una brillante idea. (A lo mejor ya entonces se entonaba la cancioncilla de mi niñez). No había que redactar una autopsia, ni mucho menos un certificado de defunción. Eran tareas engorrosas, que debían atenerse a ciertas normas de forma y procedimiento. ¿Qué se ganaría con tanto despilfarro de tiempo? A los forenses se les dijo que con una declaración oral suya bastaba. Así que se fueron a ver a los señores juez y secretario del juzgado del distrito que correspondía al sitio en donde había tenido lugar el “accidente”. No sabemos si, tomando unas tazas de café o alguna copa, los médicos dictaron (si es que lo hicieron) sus conclusiones al secretario. Hay que suponer que los eminentes representantes de la jurisdicción ordinaria les creyeron religiosamente y los cuatro intervinientes (los militares se habrían excusado, sin duda por motivos urgentes) firmaron el papelín.  Lamentablemente, este no tiene el menor valor probatorio ni mucho menos legal. Tampoco se han visto las firmas ni el original que, por si las moscas, no figura en el expediente. En definitiva, LO QUE ALGUNOS EMBARULLANDO LOS TEMAS HAN DENOMINADO AUTOPSIA, NO ES TAL.

Afortunadamente uno de los coautores de ELPRIMER ASESINATO DE FRANCO es un patólogo reputado, con cincuenta años de experiencia haciendo autopsias. Si algún comentarista en las redes duda de los resultados de su análisis, lo mejor es que saque pecho patriotero y escriba su veredicto, siquiera en forma digital pero con su nombre y apellidos y el número de colegiado si es médico. Lo leeremos muy atentamente. En el bien entendido que la sedicente “autopsia” no es el único documento que nos induce a acusar a Franco de haber incitado un asesinato. Y la pregunta que uno ha de plantearse y que gacetilleros y brillantes autores o comentaristas pro-franquistas no parece que se hayan planteado, aunque el papelín se conoce desde 2015, es porqué un juez y su secretario firmaron que dos forenses habían dictado lo que es una auténtica paparrucha anatómica.

Para nuestra buena fortuna, en marzo de 1940 la Superioridad militar decretó que había que confirmar que Balmes falleció en “acto de servicio”. Como todo es subsanable en esta vida menos esquivar sistemáticamente los impuestos y la muerte, tal confirmación exigió un nuevo expediente informativo que, obvio es decirlo, jamás se hizo público. Franco podía haber decidido conferir la pensión directamente, al fin y al cabo era fuente de Derecho. Su palabra era ley en el superdegradado ordenamiento jurídico impuesto por los vencedores. Sin embargo, quizá se le hubiera podido tratar de favoritismo o, más bien, de querer acallar los rumores que ya habían corrido sobre el “accidente”. En tal expediente figura una copia del papelín sobre la “autopsia”. Repitieron secretario y el juez. Hay que suponer (aunque nosotros no lo creemos) que la copia la hicieron correctamente. En esta ocasión no llamaron a los forenses. Se les escapó, eso sí, un pequeño error. Tal vez las prisas. Fecharon la copia el 21 de abril de 1936.

Uno la lee y, si no es al menos enfermero/a, no se entera mucho de lo que significa. El titulado INFORME DE AUTOPSIA está lleno de detalles anatómicos pero lo que el lego capta con toda claridad es que en la transcripción se afirma claramente que el orificio de entrada del proyectil estuvo situado en la región epigástrica. Si tiene curiosidad va a Wikipedia y verá que dicha región contiene el estómago. Y, claro, el lego se dirá: no necesito más. Cuestión resuelta.

Sí, pero no. Se detectan, en realidad, muchos, muchos peros. Por ejemplo, si el proyectil hubiese penetrado por el estómago se habrían producido ciertos destrozos en el cuerpo del general. Ahora bien, las lesiones que los forenses describieron son anatómicamente incompatibles con la trayectoria que exponen. Para que se produjeran, la bala tendría que haber entrado por otro sitio. Este lugar fue identificado correctamente en la primera noticia que del “accidente” dio un vespertino, el Diario de Las Palmas, en la misma tarde del 16 de julio, a las pocas horas de ocurrido. Como no tenemos constancia de que ningún intrépido periodista hubiese presenciado la recepción del malherido en la Casa de Socorro, probablemente alguien se lo comunicó desde ella.  La bala, explicó el periódico, había entrado por el hipocondrio izquierdo. El lector se rasca la cabellera, busca en Wikipedia y lee que el hipocondrio es la región abdominal superior, a cada lado de la epigástrica, y que en el izquierdo se encuentra el bazo.  Y resulta, vaya por dios, que el bazo fue uno de los órganos más dañados, según la declaración verbal que firmaron los forenses y que la lesión se produjo de arriba a abajo.

Algo no cuadra. El orificio no podia estar a la altura del estómago. ¿Qué hacer? Pues lo que cualquier historiador normalito haría en este tipo de casos. Buscar información fehaciente. De aquí que en el librito (650 páginas) dos de los capítulos relacionados con el análisis de la supuesta autopsia lleven la autoría del Dr. Miguel Ull Laíta. Su prosa, puesta en la medida de lo posible de forma tal que sea comprensible para los no médicos, va de la página 175 a la 239. En estos dos capítulos se pasan en revista las condiciones legales exigidas en la práctica de las autopsias en 1936, las condiciones en que se llevó a cabo la conducción del general desde el campo de tiro a la Casa de Socorro y al Hospital Militar, las declaraciones de algunos intervinientes -a veces contradictorias-  y el análisis técnico-anatómico del supuesto INFORME. Y ¿qué encontrará el lector?

Simplemente que el orificio de entrada presuntamente indicado por los forenses no se corresponde con las lesiones que ellos especificaron y que faltan otras, que tuvieron que producirse necesariamente y que tampoco reseñaron. Es decir, las producidas por un disparo cuando el general se apoyó, según se trataba de “demostrar”, la pistola contra su cuerpo. Se corresponden, por el contrario, con las que generó un balazo disparado casi a quemarropa en el hipocondrio izquierdo, la parte del cuerpo situada en la región que más o menos está por debajo de la axila izquierda.

Los forenses, obviamente, tuvieron que advertir este pequeño detallito, que probablemente no se le pasara al médico más recientemente salido de la Facultad, pero declararon (si es que lo hicieron) un origen congruente con la leyenda inventada por los militares, sueltos como sardinas por el monte. Como los forenses tenían vida, familias y hacienda en Canarias, en donde al día siguiente iba a producirse una sublevación militar de la que ya corrían rumores (a no ser que Las Palmas viviera en otro mundo), hicieron lo normal: dejar que la fantasia de los galenos uniformados  se plasmara sobre el papel, como las liebres corretean por los mares. Alternativa:  ¿habría que pensar que el juez y el secretario se inventaran una barbaridad anatómica?

Evidentemente es difícil que todos los lectores del periódico tuviesen mucha idea de la ubicación del hipocondrio pero  habría entre ellos médicos civiles y, desde luego, los galenos militares sí la tenían. Ergo, hubo que improvisar sobre la marcha y maldecir para adentro al periodista de El Diario de Las Palmas que dio la noticia. Si en algún momento se pensó -no lo sabemos- en obviar el trámite de la autopsia, la mascarada exigió practicarla, pero en condiciones estrictamente controladas. Para mayor seguridad, “alguien” se apresuró a telegrafiar al venerable diario anti-republicano, el ABC madrileño los resultados de la supuesta autopsia. Esto significa que entre los conspiradores de la capital, por muy nerviosos que estuvieran ante la inminencia de la sublevación, no faltarían quienes se diesen cuenta de que el “asunto Balmes” se había “arreglado”.

Si el profesor Ricardo de la Cierva, químico y jesuita de profesión, llegó a ver el papelín médico es verosímil que consultara con algún amigo. Y, naturalmente, hizo lo que debía hacer: no mencionar ningún dato correcto e incluso pasar por alto el lugar en el que se encontraba, que no es el SHM sino la Dirección General de Personal del Ministerio de Defensa. Esto es, el centro administrativo en el que se remansa la documentación sobre algo muy importante para los funcionarios militares: las pensiones.

Ahora bien, tampoco crea el lector que fue solo la viuda del general Balmes la única en tener problemas o dilaciones a la hora de cobrar una pensión extraordinaria derivada de un óbito en acto de servicio. En nuestro libro encontrará referencias a otros casos y, en particular, al de los apuros monetarios de la señora viuda del capitán general (a título póstumo) Don José Sanjurjo y Sacanell, marqués del Rif. La persona que debía asumir el mando supremo del “Glorioso Movimiento Nacional”. Cositas de Franco. ¿Conoce el lector algún historiador o gacetillero de derechas que se haya detenido en este pequeño detalle? ¿Y qué dirán ahora los comentaristas digitales? Quizá que, malvados como somos, se nos ha ocurrido inventar cosas para mancillar, ennegrecer o incluso destruir el honor de Franco.

 

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Otros escenarios para Balmes y el de Ricardo de la Cierva

30 enero, 2018 at 8:30 am

Ángel Viñas

En el libro EL PRIMER ASESINATO DE FRANCO los autores, el Dr. Miguel Ull, mi primo hermano Cecilio Yusta y un servidor, hemos mantenido la especulación dentro de límites muy estrictos. Ha sido una investigación sobre documentos y datos que están en el dominio público. Cualquiera puede seguir nuestros razonamientos, ya que no hemos dejado nada de lado que nos pareciese relevante. En algunos momentos nos hemos, naturalmente, preguntado qué hubiera podido pasar si el comandante militar de Las Palmas no hubiese sido muerto el 16 de julio. No hemos apenas profundizado en la cuestión salvo para indicar que probablemente le habría ocurrido lo que a los generales Salcedo y Caridad Pita y al contralmirante Azarola les pasó en Galicia. En un blog como el presente, más desenfadado, sin faltar demasiado a la reconstrucción de los hechos, es posible diseñar escenarios alternativos. Los periodistas que la semana pasada nos han hecho preguntas sobre nuestra investigación siempre han preguntado por lo que podría haber pasado y no pasó. La especulación sobre escenarios contrafactuales es un hábito resistente. A los historiadores empíricos no nos gusta hacerlo, pero aquí lo intentaré someramente.

 

El primer escenario que se me ocurre es que los conspiradores que rodeaban a Balmes lo habrían asesinado tan pronto como estalló la sublevación, es decir, el 17 de julio o, como mucho, el 18. Naturalmente Franco no hubiese estado en Las Palmas, ya que no habría habido motivo para su traslado. Hubiese tenido que sublevar él personalmente la guarnición de Santa Cruz. La primera consecuencia es que no habría podido crearse la ficción alternativa, pero con el Dragon Rapide en Las Palmas Franco hubiese podido trasladarse el 18 o 19 (tan pronto hubiera sido eliminado Balmes) y salir con destino a Tetuán, que es donde se le esperaba. Con un poco de decisión hubiera llegado un día más tarde o quizá dos.

Lo importante de este escenario es que el apretado calendario de Franco hubiese quedado algo desestabilizado porque, al no tener las espaldas aseguradas como las tuvo en realidad, quizá no hubiera echado mano en Tetuán del avión de la Lufthansa en el momento en que en realidad se apoderó de él. Este es el factor más importante del escenario alternativo. Porque en tal caso a lo mejor no hubiera enviado cuando lo hizo a dos emisarios miembros del partido nazi a ver si tenían fortuna en Berlín. O quizá estos se hubieran retrasado. ¿Y qué hubiera hecho Hitler? Entramos de lleno en la historia alternativa y contrafactual.

Hay un segundo escenario. Supongamos que Balmes se hubiese enterado de la llegada a Las Palmas del Dragon Rapide. En este caso, como antiguo Jefe Superior de Aeronáutica, es posible que se hubiera mosqueado. Que hubiese tomado medidas inmediatamente. Que hubiera telegrafiado a Madrid y, como Franco ya le había puesto al corriente de sus planes en la entrevista secreta que mantuvieron a principios de julio y a la que aludió veladamente su primo hermano Pacón en sus memorias, que hubiese tomado alguna medida de protección, tanto para sí mismo como para mantener el mando. Estaba rodeado de conspiradores, pero no cabe asumir que todos los jefes y oficiales de la guarnición lo eran. Un hombre enérgico y audaz podría haber deshecho el plan de sublevación diseñado por Franco para la guarnición. Habría habido retrasos porque, personalmente, doy por sentado que alguien habría “apiolado” a Balmes y deshecho la resistencia.

No es verosímil que un exjefe del Estado Mayor Central tan astuto, tan previsor, tan ungido por la mano de la Providencia como Franco no hubiese sopesado estas e incluso otras alternativas. De aquí que la llegada del Dragon Rapide a Las Palmas en el momento oportuno fuese la condición sine qua non para el éxito de la operación.

Esto es lo que quizá explique que subsistan tantas lagunas documentales en relación con el vuelo. Hemos aludido en nuestro libro a las inmensas carencias en lo que se refiere a su corta estancia en Cabo Juby. Un avión extranjero aterrizado en el pequeño aeródromo militar, sin preaviso ni la menor autorización, tuvo que generar necesariamente algún papeleo administrativo. Tanto con Madrid como con Las Palmas o Santa Cruz de Tenerife. Todo este papeleo ha desaparecido. Incluso las hojas de servicio de los componentes de la Escuadrilla del Sáhara fueron peinadas. No por casualidad.

Tales, y otras parecidas, son las preguntas que se hace un historiador normalito. Pero hay más. La mejor mentira es la que contiene un grano de verdad. Entre las absurdas declaraciones de algunos de los jefes y oficiales que testimoniaron, siguiendo instrucciones de la Superioridad, que Balmes había muerto “en acto de servicio”, hemos destacado las del comandante García González porque es fácil darles la vuelta y argumentar que Balmes bien pudiera haberse rodeado en realidad de algunos hombres de confianza. ¿No se le habría puesto una mosca tras la oreja? Es muy curioso que, por ejemplo, nada se haya sabido de la documentación (órdenes, papeles, telegramas, etc.) que Balmes tenía en su despacho. También lo es que dicho comandante, siempre jurando por su honor, exagerara notablemente el supuesto compromiso del general con el “Glorioso Movimiento Nacional”, pero que después no fuera recompensado adecuadamente, como si lo fueron otros. ¿Se trató de alguien que tuvo que poner al mal tiempo buena cara? Algunos oficiales hubo que dieron muestras de debilidad el 17 y el 18 de julio y lo pasaron fatal. Hemos documentado, al menos, el caso de uno.

Francamente, no hemos perdido demasiado tiempo en especulaciones alternativas. Simplemente porque estos, y otros escenarios, carecen de apoyatura documental. Tampoco hemos ideado o imaginado las circunstancias precisas en que Balmes fue asesinado. Hemos hecho lo que hacen los historiadores. Analizar críticamente lo que hay y denunciar las lagunas encontradas. De aquí que, aparte del examen pormenorizado de los relatos inconsistentes, contradictorios en ocasiones y siempre sesgados relacionados con el vuelo del Dragon Rapide, hayamos centrado nuestra atención en los documentos directamente relacionados con el caso: la supuesta autopsia, la declaración del chófer y las afirmaciones muy ulteriores de una serie de eminentes jefes y oficiales en un expediente informativo que se llevó a cabo de puertas adentro.

Hemos tenido en cuenta a los grandes hagiógrafos de Franco, en el bien entendido de que sin duda han llegado a conocer muchas más cosas de él que nosotros no sabemos (o que no nos inspiran ninguna confianza) pero desde el punto de vista de que incluso a los más preclaros “pelotas” puede, de vez en cuando, deslizárseles algún gazapo. El que más nos ha inspirado ha sido Ricardo de la Cierva quien describió lo que dijo había realmente ocurrido.

Franco tenía pensado solicitar autorización al Ministerio de la Guerra para visitar los establecimientos militares de Lanzarote y Fuerteventura, pertenecientes a la provincia de Las Palmas. No hemos perdido el tiempo en determinar si la necesidad de tal permiso, que no se ha demostrado documentalmente, respondía a hechos o no. Como jefe militar supremo del archipiélago no vemos la razón de que no pudiera moverse en él por su propia cuenta para atender a las necesidades del servicio. Ahora bien, este es un detalle fáctico que no hemos suscitado. Sin duda algún militar experto en las costumbres del Ejército de la época en Canarias estaría en condiciones de documentarlo en uno u otro sentido. Es decir, habría que invitar a los especialistas que nos indiquen la normativa militar vigente en la época que exigiera tal autorización para la más alta jerarquía en el archipiélago. Si no hubiese sido necesaria nos encontraríamos con otro clavo en el ataúd de la leyenda diseñada en las postrimerías del franquismo por Ricardo de la Cierva. A saber el viaje a Gran Canaria

resulta súbitamente facilitado por una trágica noticia que llega a Tenerife a primera hora de la tarde: la muerte del general Amado Balmes, comandante militar de Las Palmas y subordinado a la autoridad del comandante general. Se ha acumulado no poco misterio sobre este hecho, pero el detenido examen del sumario que inmediatamente se abrió sobre el caso —y cuyas primeras actuaciones llevan fecha y testimonios anteriores al alzamiento [sic]— no deja lugar a dudas. Amado Balmes estaba comprometido de lleno en la conspiración, como rectamente afirman los testimonios mejor informados, tanto indirectos (Arrarás y Fernández Cordón) como directos (doctor Guerrero —médico de cabecera del general Balmes— y los médicos militares que le atendieron antes de morir, capitanes López Tomasety y Galindo (sic)). El general se dirigía a media mañana del 16 de julio al campo de tiro de la Isleta para practicar; el comandante de Ingenieros Pinto de la Rosa —otro testigo directo—(sic) se ofreció para acompañarle, pero Balmes no lo consideró oportuno. Comenzó sus ejercicios con las cuatro pistolas que habitualmente utilizaba y al encasquillársele la tercera —una Astra del nueve largo— cedió a su vieja costumbre africana de desencasquillarla con el cañón apoyado en la cintura. Su chófer, que estaba al lado y conocía este peligroso hábito del general —uno de los mejores tiradores del Ejército— no prestó atención hasta que oyó el disparo y vio a su jefe tendido en un charco de sangre. El comandante del parque de Artillería le había advertido esa misma mañana que no fuera tan imprudente con sus armas…

Es imposible encontrar una sarta tan concentrada de embustes, distorsiones, mentiras y camelos en tan poco espacio. El ilustre hagiógrafo no añadió mucho, en sustancia, a lo que ya había dicho Arrarás en plena guerra civil. Lo nuevo es que el historiador de la corte del Caudillo  pareció insinuar que había visto el expediente sobre la muerte de Balmes y que, como es sabido, no saldría a la luz hasta muchos años después en 2015.  Dado que tan preclaro autor escribió lo que antecede en una obra que verosímilmente leyó Franco lo hemos considerado como punto de apoyo de nuestro análisis.

Naturalmente hemos dado grandes saltos de alegría, y enviado nubes de reverente humo a Manitú, porque en virtud de tal aparición en 2015 hemos podido añadir a sus resultados los del expediente de Fernández Cordón (que de Balmes no dice mucho). Gracias a la magia del Internet hemos invitado a nuestros lectores a que examinen el testimonio del comandante Pinto de la Rosa (quien, según sus memorias, no fue testigo directo). Del supuesto Dr. Guerrero ya podemos decir que todo hace pensar que se lo inventó el eminente hagiógrafo. Por ultimo hemos examinado críticamente la ejecutoria de los doctores militares, del que no da el nombre correcto de uno de ellos. Y ¿qué pasa? Pues que las construcciones del franquismo se desploman como vulgares castillos de naipes. La historia no se escribe con mitos. Este es precisamente el lema de este blog.

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A la chita callando Franco desata los perros de la guerra

23 enero, 2018 at 8:30 am

Ángel Viñas

¿Quién no habrá leído o visto el Julio César de William Shakespeare? ¿Qué cinéfilo no recordará a Marlon Brando pronunciar su lamento y luego su oración fúnebre ante el cadáver de Louis Calhern en la película que dirigió Joseph L. Mankiewicz? Fue el genio de Stratford-upon-Avon el que plasmó para siempre a Marco Antonio profetizando la muerte y desolación que desatarían los perros de la guerra tras el asesinato del prócer romano. Me viene aquella escena a la memoria hoy martes, 23 de enero de 2018, cuando la editorial CRITICA -que apadrina este blog- pone en venta el libro que hemos escrito Miguel Ull, Cecilio Yusta y servidor titulado EL PRIMER ASESINATO DE FRANCO.

 

El Caudillo por antonomasia no fue evidentemente un Casca (protagonizado por Edmond O´Brien), el primer conspirador en herir a César en el cuello. Pero sí fue, el 16 de julio de 1936, el primer militar español en poner en marcha, operativamente hablando, el proceso de lanzamiento de los perros de la guerra contra una población tranquila, inocente y desarmada. La sublevación militar no dio comienzo realmente en la lejana Melilla el 17 de julio. Sin posibilidad de retroceso fue en la víspera, en Las Palmas, muy a lo Franco: en sigilo, tirando la piedra y escondiendo la mano, pero -eso sí- adelantándose a todos los demás conspiradores: a Mola, a Goded, a Yagüe, a Queipo. Fue, por así decir, el paso definitivo y tras el cual no había ya marcha atrás. Franco lo había planificado cuidadosamente. Había especulado con la probable necesidad de apartar al comandante militar de Gran Canaria, el general Amado Balmes, en fecha tan temprana en la conspiración como mayo de 1936. Se manifestó en el asesinato de este en la mañana del 16 de julio. No es esta, por cierto, la historia que nos han contado.

Lo que nos han contado y nos cuentan es lo siguiente:

A Balmes se le disparó una pistola cargada que se le había encasquillado y con la cual hacía ejercicios de tiro al blanco. Solía desencasquillar sus armas cortas, a pesar de ser un excelente tirador, apoyándolas contra su bajo vientre, costumbre que había adquirido en las guerras de Marruecos. Pocos días antes, un solícito comandante le había advertido de que tal costumbre era peligrosa, pero Balmes -hombre campechano- se había echado a reir. Se preparaba, en estrecho contacto con Franco, comandante general del archipiélago con sede en Santa Cruz de Tenerife, a desencadenar el Glorioso Movimiento Nacional. Ambos estaban de acuerdo en poner fin a los meses de anarquía y violencia culminados en el alevoso asesinato del gran patriota que fue don José Calvo Sotelo. Todos los esfuerzos realizados para salvarlo fueron en vano. Balmes falleció poco después en el Hospital Militar. Al día siguiente, 17 de julio, se celebró su sepelio a primera hora de la tarde. Lo presidió el propio Franco. Había acudido desde Tenerife durante la noche del 16 debidamente autorizado por el Gobierno. La muerte de Balmes fue, obviamente, un lamentabilísimo accidente, porque privó a Franco de un compañero y apoyo esencial. Sin embargo, por esa feliz suerte (la baraka) que siempre acompañó a Franco le permitió tomar en el aeródromo de Gando un avión inglés, el Dragon Rapide. Había llegado un día antes del accidente y llevaba a bordo a uno de esos excéntricos ingleses (un excomandante) con instrucciones para el comandante general de Canarias. Gracias, pues, al famoso Dragon Rapide Franco se trasladó a Marruecos y se puso al frente del Ejército de África. La rebelión en el Protectorado ya tenía jefe. No tardaría en encontrarlo también la España nacional que luchaba por evitar que la PATRIA (siempre con mayúsculas) cayera víctima de las asechanzas moscovitas.

Tal versión, declinada en diversas variantes desde 1936 y mantenida contra viento y marea hasta 2016 cuando se cumplió el LXXX aniversario del estallido de la sublevación, e incluso hoy en día, es rotunda y absolutamente falsa. Roza tan solo algunos hechos cuidadosamente seleccionados. Se trata de una mera construcción ideológica justificativa que ya hizo acto de aparición en los primeros meses de la contienda. Sigue teniendo curso en cierta subliteratura y en comentarios que aparecen, en general bajo seudónimos, en las redes sociales. Ahora bien, incluso subsisten historiadores que la defienden contra viento y marea. Coinciden civiles y militares, españoles y extranjeros.  De periodistas y aficionados no digamos nada, pues el número es legión.

La dura realidad es que Balmes no se mató. Lo mataron.  La rebelión de Franco no fue una respuesta al asesinato de Calvo Sotelo. Al contrario, fue minuciosamente planeada y, en sus rasgos generales, sincronizada con la que preparaba y dirigía Mola desde Pamplona. El futuro Caudillo ya había oteado un golpe de fuerza “legal” en febrero. Uno de sus futuros “perros de la guerra” había tratado de ponerlo en práctica en Tenerife. Los preparativos de Franco para el “Alzamiento” dieron comienzo tras llegar al archipiélago.  No malgastó su tiempo de ocio en las islas —en lo que algunos incluso han descrito como su «destierro»— aprendiendo a jugar al golf y unos rudimentos de inglés. Lo utilizó ante todo para establecer una red de conspiradores que desde Tenerife se expandió hacia Gran Canaria -amén de otras islas, está documentada La Palma-  y con la cual rodeó a Balmes. La llegada, esperada con ansia, del Dragon Rapide fue parte esencial de ese mismo proyecto. Franco mantuvo hasta el último momento sus contactos con la conspiración peninsular y la del Protectorado. Este último vía Yagüe. Podría haberse ido a Marruecos desde el aeródromo tinerfeño de Los Rodeos, pero lo hizo desde el de Las Palmas. Los motivos que se adujeron en contra del primero y que continúan manejándose en la actualidad, son totalmente espurios y carentes de cualquier fundamento técnico, geográfico o climático.

En un anterior libro, SOBORNOS, anuncié que una contratesis que seguía la versión tradicional y que se esparció en 2015 por las redes como el fuego por las praderas del Oeste norteamericano no me había convencido a pesar de haber aportado ciertas “pruebas” hasta entonces desconocidas. También anuncié que con dos colegas estaba trabajando para recuperar la realidad de los hechos. Preveía sus resultados para finales de 2017. Desgraciadamente hemos tenido que demorarlos unos cuantos meses. Esencialmente por dos razones. La primera porque el relato de la conspiración de Franco se nos complicó dada la abundancia de material y el libro amenazó con desbordar las dimensiones que exigía la editorial. La segunda porque tratamos de conseguir que un archivo público, que no hemos identificado para no sacar los colores a sus responsables, nos dejara ver un documento, también de acceso público, que pensamos nos permitiría atar un cabo suelto. No era fundamental para nuestra investigación, aunque hubiera coronado con un broche de oro nuestra interpretación del comportamiento de un oscuro personaje. ¡Ah!, pero se trató de un archivo español. Y ya se sabe que en ciertos archivos todavía hoy la discrecionalidad es la regla, diga la norma lo que diga.

En septiembre pasado llegamos a la conclusión de que el archivo no abriría sus joyas, habida cuenta de que los argumentos que se nos aducían eran espurios, meros pretextos, y decidimos cerrar el texto. Tenemos, no obstante, la razonable seguridad -de esto no nos cabe la menor duda- de que nuestras tesis se verán todavía más corroboradas cuando alguien más afortunado que nosotros penetre por fin en la cueva de Alí Babá en que parece haberse convertido tal archivo.

Huelga decir que la supuesta “renovación” en 2015 de la versión tradicional se basó en una sarta de tergiversaciones, manipulaciones y mentiras. Esencialmente consta de tres documentos: las declaraciones ante un juez militar del chófer del general Balmes y que fue el único testigo del “accidente” aparte del asesino; una supuesta “autopsia” realizada al cadáver de la víctima y un conjunto de declaraciones de puertas adentro ante otro juez militar por parte de un amplio abanico de jefes y oficiales que en su mayor parte rodearon a Balmes, estaban en el ajo y que testificaron por su honor que el general preparaba activamente el “Glorioso Movimiento Nacional” en su demarcación de Gran Canaria.

Los tres documentos son originales, genuinos. Pero no responden a los hechos. Cualquier alevín de historiador se hubiera mosqueado al leerlos y procedido a las imprescindibles comprobaciones internas y externas, es decir, los hubiera examinado con ojos críticos y contextualizado adecuadamente. También hubiese echado mano a muchos otros, en particular los relacionados con el medio de escape que utilizó Franco para darse el piro de Canarias. Quizá se hubiera preguntado acerca del reflejo en el archipiélago de la preparación de la sublevación que dirigía Mola de cara a la Península, Baleares y el Protectorado y no hubiese eludido la cuestión esencial de la llegada del Dragon Rapide a Las Palmas y no a Santa Cruz de Tenerife. La versión aggiornata lo despachó con una mera referencia a que ya se conocía lo suficiente el papel del mismo, misteriosamente caracterizado de hidroavión.

¿Por qué se han ocultado durante más de ochenta años los hechos de 1936?

En mi modesta opinión, por dos razones. La primera porque el asesinato de Balmes afecta de manera directa e inmediata al honor de Franco. Secundariamente porque también afecta al honor de los jefes y oficiales (algunos de los cuales llegaron al empleo de general) que encubrieron el hecho. Ya se sabe que, al menos en teoría, el honor y el respeto a la verdad son cualidades muy estimables en los militares. Incontables son los que encararon el supremo sacrificio para evitar mancillarlos. En España y fuera de España. Franco y su cuadrilla lo devaluaron hasta profundidades insondables.

La segunda razón quizá sea porque el asesinato de Balmes y su preparación, que nunca tuvieron nada que ver con el caso de Calvo Sotelo, pasaría a este a un segundo plano. Si durante decenas de años se ligó el asesinato del calificado de “proto-mártir” a vesania de las autoridades republicanas, imaginen los amables lectores lo que hubiera podido decirse caso de haberse demostrado que, sin la menor relación con él, Franco se había decidido a eliminar a un compañero de generalato a sangre fría.

Personalmente tengo la impresión que el derrumbado honor de Franco por su papel en la represión más dura de la España contemporánea sufrirá aun más, si cabe, con la demostración documentada de cómo fue preparando su sublevación en el lejano archipiélago canario.

NOTA: He revisado el texto de este post teniendo en cuenta la amabilidad de EL PAIS, que el pasado sábado publicó un artículo sobre nuestro libro. En la edición digital se recogió también un vídeo promocional preparado por CRITICA. Reconozco mi agradecimiento a ambos. No quisiera dejar de mencionar que en la versión digital pueden consultarse, como perita en dulce, cerca de 400 comentarios de lectores del periódico acerca del artículo. He visto corroborados muchas de las apreciaciones cuya anticipación nos ha guiado en la redacción del libro. Me alegro de no habernos equivocado, pero son para llorar.  

 

Próximo post, «Otros escenarios para Balmes y el de Ricardo de la Cierva»

Deshaciendo mitos sobre Franco: otro capítulo

16 enero, 2018 at 8:30 am

Ángel Viñas

En los posts anteriores me he concentrado en la relación de Negrín con Cataluña. He dejado de lado algo que en los últimos años me ha tenido muchísimo más ocupado que este blog. Cómo seguir penetrando en el comportamiento genuino de Franco en momentos claves de su carrera. Escribir sobre él es, tras la monumental biografía de Paul Preston, buscar lo que hubo por debajo de algunos de los mitos que el Caudillo amamantó y que una prensa dócil e infantilizada, unos gacetilleros a sus pies, una pléyade autores variopintos de militares a clérigos, de “pelotas” a policías, de diplomáticos a catedráticos de Universidad y un conjunto de excelsas instituciones potenciaron hasta extremos inimaginables. Casi como los alemanes con Hitler o los italianos con Mussolini o los rusos con Stalin. Para ver lo que hay por debajo de ciertos mitos es imprescindible trabajar en los archivos y explorar la documentación crítica y contextualizadamente.

La divergencia entre alabanzas sin fisuras y demonización radical es algo que diferencia a Franco de Negrín. Entre los defensores de este nadie, que yo sepa, ha dejado de analizar su comportamiento tal y como se desprende de innumerables documentos de archivo. Los turiferarios de Franco no suelen deglutir críticamente lo que es el pan y la sal del genuino trabajo del historiador.

En los últimos años he ido poniendo de relieve algunos aspectos poco conocidos, o incluso desconocidos, del comportamiento de Su Excelencia el Jefe del Estado (SEJE). Sus canciones sobre “el oro de Moscú”; su deseo de alargar la guerra civil; su querencia por Hitler y el nazismo como polos de atracción en aspectos esenciales para su dictadura; su aspiración a ser reconocido como “centinela de Occidente”, con su peloteo a Estados Unidos; su actitud eminentemente pasiva ante la necesidad de dar un giro copernicano a la política económica española a finales de los años cincuenta, etc.

Cuando, a principios de este siglo, reanudé mi actividad como historiador también retorné a viejas preocupaciones. La primera, indagar sobre los antecedentes inmediatos de la sublevación de julio de 1936. Lo hice en dos direcciones: la forma y manera en que se produjo la inserción de los vectores internacionales y el comportamiento de Franco. En ocasiones, de forma combinada.

Fruto de esta actividad fue la demostración documental del papel desempeñado por los monárquicos calvosotelistas en inducir una toma de posición activa por parte de Mussolini para echarles una mano (de oro en forma de aviación) de cara al 18 de julio. O el análisis de la actitud británica durante los años republicanos, aprovechando la desclasificación de documentos procedentes de los servicios de inteligencia (pero en ningún caso del MI6 no fuese que hubiera tigres y serpientes ocultos).

También me adentré en una veta desconocida de la actividad de Franco. Su aprovechamiento de la guerra civil para “forrarse el riñón”, algo que no terminó de reconocer la recientemente fallecida duquesa de Franco, aunque sus curiosas declaraciones al respecto eludieron cualquier alusión a las evidencias primarias. No todas las incógnitas están resueltas, pero al menos se sabe que Franco no tardó mucho, apenas tres semanas desde su “exaltación” a la Jefatura del naciente Estado, para empezar a desviar fondos procedentes de suscripciones populares a sus cuentas corrientes. Unido esto a la venta, al final de la guerra, de 800 toneladas de café a la CAT (Comisaría de Abastecimientos y Transportes) y a otras actividades no documentadas con la plenitud deseable. En definitiva, no fue su sueldo como jefe del Estado y capitán general, y su preferencia por la cocina espartana como militar curtido en la guerra de África, lo que le permitió hacerse con los fondos necesarios para comprar los terrenos que integraron la finca agropecuaria administrada por Valdefuentes S.A. Es más, Franco tampoco dudó en servirse de todas las posibilidades que le permitía la ingeniería jurídico-financiera de la época.

El resultado de estas pesquisas ha permitido a los historiadores, gacetilleros y “pelotas” pro-franquistas ponerme a caldo. No me quejo porque con evidencias en la mano he sacado los colores a eminentes autores que manipulan, tergiversan y mienten. En mi último trabajo, SOBORNOS, lo demostré suficientemente con el profesor Luis Suárez Fernández, miembro de la RAH y gran hagiógrafo de SEJE. Tampoco he eludido destripar los procedimientos “científicos” utilizados por el no menos eximio profesor Stanley G. Payne. Que haya historiadores en alguna Universidad española todavía obnubilados por su metodología es algo que supera mis pobres entendederas.

Con todo, hay un tema que me ha obsesionado al leer algunos de los libros sobre los preparativos, en general bien estudiados, de la sublevación de 1936. Me llamó la atención el escaso interés que en ellos se presta a un Franco “desterrado” a Canarias. También me sorprendió constatar la pervivencia de mitos sobre su supuesto comportamiento, caracterizado hasta hoy de pasivo. Son mitos que tienen su raíz en los ditirambos y burdos camelos de su primer biógrafo, Joaquín Arrarás. O en el vergonzoso peloteo de que le hizo objeto otro periodista de pro, Luis Antonio Bolín.

Así que he vuelto a Franco. A lo largo de los últimos años he trabajado con dos colegas. Uno es comandante de Iberia jubilado y primo hermano mío, Cecilio Yusta Viñas. En los primeros años de su carrera años voló casi diariamente desde y hacia Tenerife-Norte. Hace unos meses tomó los mandos para volar el único Dragon Rapide operativo que existe en España. El segundo es un patólogo, el Dr. Miguel Ull Laita, con más de cuarenta años de intensa práctica profesional y docente en una actividad sumamente interesante, aunque un tanto desagradable e imprescindible. Los lectores recordarán el caso de la infortunada Diana Quer.

Los tres hemos querido abordar críticamente algunos de los mitos esenciales todavía no aclarados que rodean la figura de Franco en Canarias. Ante todo, su supuesta postura escasamente proclive hacia la rebelión, a la que terminó viéndose impelido para “salvar España”. O cómo se las arregló para salir puntualmente de las islas con el fin de ponerse al frente del Ejército de África (que no fue como se ha escrito, y sigue escribiéndose, en la literatura).

En el plano historiográfico son temas a los que hace años presté alguna atención. El primero no lo profundicé lo suficiente en un libro, LA CONSPIRACIÓN DEL GENERAL FRANCO. Me interesó más examinar hasta qué punto las autoridades británicas estuvieron implicadas en el vuelo del Dragon Rapide. En cuanto al segundo planteé una tesis que me ha valido improperios sin cuento: la vinculación entre dicho vuelo y la muerte del general Amado Balmes.

Si los amables lectores buscan con la ayuda del siempre generoso Mr Google la conexión entre mi nombre y la del mencionado general podrán apreciar algo de lo que se ha dicho de mí por haber caracterizado a Franco de asesino antes del 18 de julio. No dejen, por favor, de echar también un vistazo a youtube y a las elocuentes alocuciones de algunos preclaros autores pro-franquistas.

Ahora bien, en historia -es decir, en una reconstrucción siempre insuficiente del pasado- hay temas que pueden resolverse y otros a cuya “solución” hay que acercarse lentamente. Los primeros son pocos. Los segundos por desgracia demasiado abundantes.

De entre los primeros me es muy grato adelantar que la semana que viene se pondrá a la venta el libro (unas 650 páginas con un muy detallado índice analítico que, espero, facilite su consulta y me ha llevado un mes de trabajo) en el que los tres investigadores hemos aclarado con un cien por cien de certidumbre que Balmes no se mató. Lo mataron. Su trágico fin fue condición necesaria, y con el Dragon Rapide en Las Palmas no por casualidad, suficiente para que el comandante militar del archipiélago despegara hacia su gloria. El libro lleva por título EL PRIMER ASESINATO DE FRANCO.

Es más, como se trata de un relato negro, aunque no una novela de tal color, lo hemos redactado en flash-back. Hemos empezado por el final, ese que ha sido objeto de tantas distorsiones, y hemos retrocedido desde él hacia los comienzos. Esto nos ha permitido examinar la dinámica a la que se atuvo el comportamiento del general de división Francisco Franco Bahamonde tras su fracasado intento de inducir un golpe de Estado “blando” desde las alturas del poder, coincidiendo con los previsibles malos resultados para las derechas en las elecciones de febrero de 1936. Con ello hemos reubicado otros mitos que, empezando por Arrarás, sus sucesores han ido colgando hasta ahora de la inmarcesible figura de SEJE, a quien ponemos donde debe ser puesto, gracias a la evidencia primaria relevante de época debidamente analizada y contextualizada.

Laus Deo.

Próximo post, «A la chita callando Franco desata los perros de la guerra»

Negrín y Cataluña (y VII)

9 enero, 2018 at 9:40 am

Ángel Viñas

En la demonización de Negrín han coincidido tradicionalmente anarquistas, trotskistas, poumistas, franquistas de pura cepa durante la dictadura y los neo-franquistas de hoy. En las entradas biográficas que se le dedican en la Wikipedia en castellano y catalán se obvia su relación con Cataluña. No faltan quienes le acusan de falta de empatía hacia las dos autonomías creadas bajo la República (aunque este no es, probablemente, el “pecado” más gordo que se le atribuye). En este post final, en vez de perderme en divagaciones, voy a recurrir al propio Negrín y a sus contactos epistolares con catalanes. El primero de los que traigo a colación es conocido. El segundo, no. En ambos Negrín puso de relieve que no era en modo alguno anti-catalán. Antes al contrario. Las acusaciones catalanas contra Negrín se deben a otras razones.  

 En una famosa carta a Pere Corominas, que fue presidente del Consejo de Estado, Negrín expuso francamente sus sentimientos. Merece la pena reproducirlos in extenso:

“Yo no tengo ninguna duda acerca del porvenir de Cataluña. Cataluña tiene, en sus excelsas cualidades y con sus defectos, que están en la superficie, pero que no salen más allá de la superficie, una personalidad tan individual que sería trabajo de Sísifo desvirtuarla. Y sólo el intentarlo es herir en lo vital a España. Porque España es eso. Una unión de pueblos de rasgos peculiares y vigorosos, diversos pero congruentes, con vicios y virtudes, intereses y afectos que se complementan. Y la unión sería más fuerte e indisoluble mientras más se respete la espontaneidad y el albedrío. Unidad, para mí, no significa troquelar con el mismo cuño ni estandarizar. La unidad ha de realizarse dentro de los límites, con los matices y modalidades que la voluntad del pueblo fija y el sentimiento tradicional añora. Lo “impuesto” es efímero, contraproducente y disgregante. Y como yo, científica y filosóficamente materialista, sirvo al pragmatismo a que me lleva la “razón práctica” y creo en los grandes resortes espirituales, tengo (…) una fe ciega en los destinos y el futuro de Cataluña”.

El párrafo anterior es importante no solo por sus referencias a la colectividad española sino también por la autodefinición que Negrín ofreció de su enfoque. En el plano de las ideas y de la acción se autodescribió como materialista, algo que naturalmente erizaría el pelo de los cruzados de la guerra y sus soportes atávicos.

Igualmente es interesante la afirmación de que sus concepciones filosóficas no le impedían ser pragmático. Por ello, abordó de cierta manera, y no de otra, la situación concreta, en una guerra concreta, en la que él y la República se movían. En la misma carta dejó constancia de lo que le animaba:

“Pero estamos en guerra y en la guerra lo esencial no es el modus vivendi sino el modus operandi. Y hay que ganar la guerra. Y la guerra no se gana sin concentración de mando. En manos del organismo que sea, pero concentración. La armazón jurídica de la guerra no puede ser más que una, la que logre el mando único y eficaz. La armazón jurídica de la paz puede ser varia, pero un espíritu democrático y liberal no admitiría más modalidades que las que permitan una convivencia en el culto y en el sacrificio por los sagrados destinos del país, porque país que no cree en sus destinos es país que sucumbe”.

Tres elementos se conjugan aquí: la necesidad de ganar implicaba unidad de mando en la contienda (no de otra forma habían triunfado los aliados en la primera guerra mundial) pero luego no sería posible olvidar el espíritu democrático y liberal. No faltaba, por último, un toque del mejor sentimiento patriótico (a pesar de que eran los franquistas quienes se autodenominaban -y todavía se les denomina, aunque no lo hace servidor, “nacionales”). Había que creer en España y en su futuro. De lo contrario, ¿para qué luchar?

En contraposición a esta postura, las gestiones vasco-catalanas de 1938 debilitaron la imagen del Gobierno central pero no le hicieron más daño que el que le habían infligido los acuerdos de Munich. El Gobierno británico jamás apoyó a la República, pero sí contribuyó a dar ánimos a Franco. El francés siempre anduvo a la zaga, con devaneos intermitentes que reforzaron en ocasiones la resistencia republicana, pero nunca quiso ir más allá.

Al final, y salvo por el intermitente apoyo soviético, la República se vio sola, luchó sola y murió sola. Negrín fue el hombre que necesitaba para resistir tratando de enlazar con el conflicto europeo que se veía venir. Sus cartas a la troika soviética tras Munich así lo demuestran.  Las puñaladitas no dieron con Negrín al traste, pero tampoco contribuyeron a reforzar la resistencia republicana. Lo que después se hizo fue alentar los mitos. Esos mitos cuya demolición es, en esencia, una de las tareas del historiador.

Como es sabido, Negrín se exilió primero a Francia y luego a Inglaterra, en donde pasó la guerra mundial desde julio de 1940 hasta su traslado a París, al poco de su finalización. En Londres, los nacionalistas catalanes y vascos siguieron manteniendo enhiestas sus aspiraciones a que las democracias, tras la victoria, les reconocieran su pretensión de crear Estados propios. Tropezaron con un muro. A pesar del apoyo que prestaron (más los vascos que los catalanes) a la causa aliada, ninguno de los vencedores prefirió indisponerse con la dictadura de Franco.

A través de las memorias de Pablo de Azcárate, consejero áulico de Negrín durante su estancia en Londres, sabemos algo de los sinsabores que las gestiones vasco-catalanas provocaron a ambos. No es cuestión de reproducirlos aquí del texto que organicé y presenté en un libro (cuyo autor obviamente se identificó como el embajador Azcárate) que apareció hace ya algunos años. Prefiero dejar constancia de una carta, fechada el 13 de septiembre y en mi opinión hasta ahora desconocida, en que Negrín reflejó sus sentimientos procatalanes. La ocasión se le ofreció al no poder asistir a la conmemoración del 11 de septiembre en el Llar Català de Londres en 1941. Debo su conocimiento al presidente de la Fundación Negrín, José A. Medina, a quien desde estas líneas agradezco su gentileza.

Negrín no pudo asistir. No había podido esquivar compromisos ineludibles. Había participado, eso sí, en tal conmemoración en 1938, en compañía de Lluis Companys (el “presidente mártir”) y las demás autoridades de la Generalitat. A la comisión organizadora del homenaje en 1941 le hubiera gustado escribir en catalán, pero no era un Ángel Guimerá que, nacido en Santa Cruz de Tenerife de madre canaria, había sido el inmortal autor de Terra Baixa.

Negrín subrayó ante todo los lazos entre Canarias y Cataluña, unidas siempre por “un cordial espíritu de inteligencia avivado por intensas corrientes de orden cultural. Quizá ninguna otra región de España -salvo Cataluña misma- ha dado a la Universidad de Barcelona un contingente proporcional de escolares tan nutrido como mi país”.

Él se sentía orgulloso de que Canarias hubiese sido el sujeto mitológico de La Atlántida, obra cumbre de Jacint Verdaguer y de las literaturas provenzal y catalana. Tenía o había tenido muchos entrañables amigos catalanes: Rusiñol, Bagaría, su gran maestro Ramón Turró, el malogrado biólogo Manuel Dalmau, los hermanos Trías, amén de colegas fraternales como Augusto Pi i Suñer y Jesús María Bellido. Extractos de sus primeros trabajos se habían publicado en el Arxiu del Institut d´Estudis Catalans y él y sus colaboradores habían contribuido con trabajos al Butlletí de la Societat de Biología.

Negrín hizo una referencia a la historia y a la relación entre el pasado y el presente. En lo primero destacó la proclama del conseller en cap Casanova invitando a los barceloneses a sucumbir en las ruinas de Barcelona antes que permitir la entrada de las tropas de Felipe V. Lo interpretó como un anticipo del “No Pasarán” que salvó a Madrid dos siglos más tarde. La bravura de Casanova al caer herido en Portal Nou recordaba a su vez la de los comuneros Padilla, Bravo y Maldonado, decapitados dos siglos antes.

¿Su veredicto?

En uno y otro caso “la nación se levantaba contra influjos de extranjeros que querían cercenar sus libertades expresadas en fueros y privilegios antes de surgir las nuevas ideas democráticas posteriores a la Revolución Francesa. Y en el fondo de todo ello, como en nuestra guerra actual, latía el propósito de luchar por la independencia ante la amenaza del dominio extranjero, puesta en peligro por la desunión entre los que habitamos el mismo suelo. Y común a los tres episodios, la lucha contra los Austrias, contra los Borbones y contra el nazismo alemán, en un ansia progresiva que ha permitido a los pueblos de la tierra hispana sobrevivir a su accidentada historia. Que estos ejemplos consoliden una mancomunidad que las tormentas del presente y los avatares de un porvenir inmediato harán vitalmente indispensable para todos”.

Ante la disgregación, unidad y respeto. Por eso Negrín cerró su carta con un amistoso saludo y entonó un “VISCA CATALUNYA”.

¿Dónde se encuentra, por ventura, el supuesto anticatalanismo de Juan Negrín?

FIN

 

(En próximos posts cambiaré de tercio: el libro en el que con dos colegas he estado trabajando en los últimos años aparecerá el 23 de enero y creo que merecerá la pena hacer alguna reflexión al respecto)

Negrín y Cataluña (VI)

2 enero, 2018 at 12:42 pm

¡FELIZ AÑO NUEVO! Confiemos en que, a pesar de todos los pesares, el año que ahora se inicia sea algo mejor que el ya pasado. En el último post de 2017 me quedé exponiendo las reivindicaciones que los catalanes tomando la delantera y los vascos en su apoyo dirigieron a Francia y al Reino Unido. La idea matriz era llegar a algún tipo de acuerdo con Franco por mediación de París y Londres y al margen del asediado Gobierno de la República. Era obvio que en lo que pensaban era en salir del atolladero, aunque las posiciones de partida eran diferentes. El País Vasco ya había sido ocupado totalmente por las tropas franquistas. La franja Norte había dejado de existir. Incluso, desde abril, las tropas de Yagüe mantenían a Lleida bajo su bota. En Vinaroz, en mayo, se había roto la continuidad geográfica del espacio republicano. Negrín, en su doble calidad de presidente del Consejo y ministro de Defensa Nacional, había encajado mal que el nuevo Gobierno francés, presidido por Daladier, hubiese cerrado de nuevo, y esta vez herméticamente, la frontera franco-catalana a mitad de junio. Es decir, el momento escogido por vascos y catalanes no podía ser más lábil para la resistencia republicana. Una buena traición es la que sabe incidir en el momento neurálgico.

 

En cualquier caso, me parece difícil exagerar lo que implicaban las reivindicaciones expuestas en el post anterior. En mi modesta opinión traducían:

  • Un desprecio por los apoyos manifiestos de que se nutría la política de resistencia negrinista. Procedían del partido comunista plenamente movilizado, de los anarquistas y de un sector amplio de la opinión moderada que veía con buenos ojos la derogación parcial del Estatuto de autonomía. Sin contar con la fidelidad del Ejército Popular.
  • Por consiguiente, un desconocimiento profundo de las relaciones de fuerza en Cataluña, tras la aprobación y difusión de los “13 puntos” con los “war aims” de la República.
  • Una ignorancia masiva de los propósitos de las potencias fascistas que no habían jamás cejado de enviar suministros a Franco en armas y hombres.
  • Una ligereza absoluta ante las consecuencias que podría tener el crucial cierre de la frontera.

A las anteriores implicaciones se añadían dos consideraciones. La primera es que los buscadores de paz a espaldas del Gobierno se mecían en el limbo de los limbos. Parecían no intuir siquiera las intenciones de Franco. Estas, sin embargo, podían descifrarlas fácilmente. No tenían sino analizar la conducta del implacable Generalísimo en las zonas que había ido ocupando. En particular los vascos no tenían la menor excusa. Conocían lo que había ocurrido en Euzkadi.

No menos sorprendente era el hecho de que, por muy nacionalistas que fuesen, ignorasen la potencia de los designios hiperespañolistas e hipercentralistas que alentaban a la mayor parte de las fuerzas coligadas detrás de los militares franquistas. A fuer de listos menospreciaban incluso la propia propaganda republicana.

Julián Zugazagoitia, a la sazón secretario general del Ministerio de Defensa Nacional, registró la postura de Negrín ante lo que calificó como “un separatismo estúpido y pueblerino”. Por Rafael Méndez, exdirector general de Carabineros, también sabemos de la reacción del presidente del Consejo:

“Antes de consentir campañas nacionalistas que nos lleven a desmembraciones, que de ningún modo admito, cedería el paso a Franco sin otra condición que se desprendiese de italianos y alemanes. En punto a la integridad de España soy irreductible”.

En Barcelona tuvo lugar una reunión de Irujo y Companys con varios consellers de la Generalitat y el ministro Ayguadé. Después acudieron a otros ministros con el fin de alcanzar una mayoría en el Gobierno. Hubo un choque en medio de grandes fricciones que llevaron en agosto de 1938, en plena batalla del Ebro, a la dimisión de Irujo y Ayguadé. Este último argumentó que se debía a la decisión de Negrín de poner bajo el control del Gobierno las fábricas de material de guerra de Cataluña. Era un tema que había lastrado las relaciones con la Generalitat casi dos años. Es curiosa tal argumentación porque en su propio partido, el PSUC, había mucha gente que la abanderaba. Corramos un tupido velo.

No puede negarse una cierta reluctancia a ver la situación en términos realistas, tal y como era. A finales de septiembre Hitler consiguió un triunfo diplomático extraordinario eliminando el riesgo de estallido de un conflicto europeo en los acuerdos de Munich. No era difícil percibirlo y los políticos vascos y catalanes se pasaron de nuevo de ilusos.

Fue entonces en efecto cuando reanudaron sus esfuerzos en una nueva andanada para obtener algún tipo de implicación de los Gobiernos francés y británico en apoyo de sus reivindicaciones. La argumentación fue de antología. Si las potencias democráticas habían reconocido el derecho de autodeterminación de los alemanes en los Sudetes, ¿por qué no lo harían con respecto al de tan avispados nacionalistas?

Ni que decir tiene que tanto Franco como Negrín seguían de cerca estas aproximaciones, incluso más absurdas que las de junio. Para entonces el desenlace de la batalla del Ebro se inclinaba decididamente a favor de Franco y las posibilidades de que el endiosado Caudillo prestara a los esfuerzos nacionalistas la más mínima atención eran menos que cero. Por otro lado, creer que británicos y franceses fueran a interceder ante Franco, cuando se habían plegado en Munich ante su protector, el Führer, rayaba en el desvarío.

Fue en este clima cuando Companys se entrevistó con Marcelino Pascua, embajador en París. Le entregó un memorial de agravios contra el Gobierno. Empezaban con los privilegios que, sobre todo en alimentación, se concedían a elementos no catalanes, por ejemplo, a los funcionarios. Pasaban por la movilización de hombres de 37 y 38 años, en tanto que las carreteras catalanas abundaban en carabineros y guardias de Asalto que no iban al frente. El, Companys, había tenido que solicitar autorización para ir en coche a Francia, aunque los ministros no la necesitaban. Su tesis era que aminorar la autoridad de la Generalitat podría justificarse si el Gobierno central lograba que las cosas marcharan mejor pero tal no era el caso. Reprochó a Negrín que se aislara y que a él, Companys, lo aislase, que no discutiera ni debatiese sino que se limitase a mandar.

Habida cuenta de que las gestiones en Londres y Paris habían aumentado en intensidad y ambición, es verosímil que la gestión de Companys con Pascua fuese una mera cobertura. Por si las moscas. En cualquier caso, las gestiones ante las democracias no dieron, como era de prever, el menor resultado.

Finalizará en el próximo post.

Negrín y Cataluña (V)

26 diciembre, 2017 at 8:30 am

En el post anterior terminé indicando que el cambio de la sede del Gobierno republicano de Valencia a Barcelona tuvo algunos efectos positivos. No suelen subrayarse y muchos historiadores tienden a ponderar más los negativos. Claro que quienes se oponen, como servidor, a tal contraposición comparten con los primeros el conocimiento de lo que pasó después, pero dado que la reconstrucción del pasado no es un ejercicio que se atenga al efecto del funcionamiento de algoritmos predeterminados las valoraciones difieren. En este post, subrayaré los dos efectos positivos que me parecen más importantes.

El traslado a la Ciudad Condal, en el otoño de 1937

1º Indujo un mayor compromiso francés, aunque soterrado

2º Ralentizó las tendencias autonomistas (que resurgirían al año siguiente).

El primero se tradujo en la atenuación de los efectos operativos de la política de no intervención que funcionaba en negativo para la República. No se subrayará lo suficiente que esto no implicó la pública desavenencia entre los Gobiernos francés y británico. Londres se calló ante los nuevos bríos del primero, con tal de que el debilitamiento de la no intervención no saliera crudamente a la superficie. ¿Victoria pírrica republicana? No tanto. El comportamiento del Gobierno Chautemps no merecerá un óscar, pero fue, sin duda, más ajustado a la realidad del período que la atrofiada visión del primer Gobierno Blum que había condenado al Gobierno de Valencia. Es más, cabría considerar que la apertura de frontera, también secreta, que apoyó el segundo Gobierno Blum a partir de marzo de 1938 fue una profundización de la iniciada, más o menos tibiamente, por su antecesor.

A ello también contribuyó la despedida al embajador francés, Jean Herbette, que atrincherado en Biarritz despotricaba contra los republicanos. Cuando, a finales de noviembre de 1937, su sucesor Eirik Labonne se entrevistó con Negrín dejó del presidente del Consejo una imagen muy positiva: sonriente, afable, calmo, sencillo, bienhumorado. También encontró palabras amables para el ministro de Estado Giral: hábil, conciliador. Que fueran ambos quienes dirigiesen los destinos de la España republicana pareció a Labonne un síntoma inequívoco de la profunda evolución que ya se había registrado en la zona republicana. No para mal.

Tras año y medio de guerra, recordó, un ejército que saludaba con el puño en alto y unas masas igualadas tanto por la miseria como por la doctrina, es decir “la canalla” o las “hordas marxistas” de la propaganda franquista, estaban dirigidos por dos catedráticos de universidad, hombres de gran distinción y desprovistos de sectarismo, al frente de un Gobierno que comprendía bien la política francesa y que la seguía con atención. ¿Resultado? Francia no podría desear como líderes españoles a nadie mejor que a tales personas, que nunca aceptarían que España se alinease en contra de los intereses franceses. En aquella entrevista, Negrín le confió que las relaciones con Cataluña habían mejorado, aunque corriesen rumores muy abultados.

No hay que exagerar la influencia de los embajadores. La política se hacía en las capitales. No en las embajadas. Pero, en ocasiones, las visiones sobre el terreno ayudan. Esta fue una de ellas y funcionó en favor, limitadamente, del Gobierno republicano.

Sin embargo, la suerte de las armas no le acompañó. Después de la recaída de Teruel en manos franquistas y la batalla por Aragón los republicanos entraron en crisis.

A principios de abril de 1938 se dieron cita tres grandes acontecimientos simultáneamente. El menos conocido (adivinen los amables lectores porqué) fue el sabotaje de un banco londinense, el British Overseas Bank (BOB). Esta distinguida entidad de la City paralizó de golpe y porrazo absolutamente todos los pagos que el Gobierno de Barcelona hacía a la red de embajadas y consulados. Ya puede imaginarse lo que esto suponía. Sin apenas reservas (que normalmente las representaciones diplomáticas y consulares no acumulan), los diplomáticos y propagandistas republicanos se encontraron en dique seco. La segunda crisis es muy conocida, ya que afectó al propio Gobierno. Fue la más dura de las habidas hasta entonces y dejó chiquita a la de mayo del año anterior. Finalmente, la crisis militar, con la amenaza directa de Franco contra Cataluña cuando sus tropas ocuparon Lleida el día 6. El que no avanzaran rápidamente hacia Barcelona, pues tenían el camino abierto, prolongó la contienda. Fue el momento en el que con mayor claridad se percibe el interés de Franco por sostener una guerra larga. Creo que haré un servicio a los amables lectores que siguen este blog si en un próximo futuro me ocupo de ella algo más detenidamente.

Negrín resolvió las tres crisis. La bancaria acudiendo al banco soviético que, en Occidente, realizaba las transferencias financieras internacionales del Gobierno republicano. Si el sabotaje bancario tuvo, como cabe suponer, intencionalidad estratégica para triturar la resistencia republicana, sus objetivos se malograron. Lo que no sabemos es si la había alentado el propio BOB o actuó a sugerencia de algún tercero (léase alguna agencia británica).

La crisis gubernamental la abordó Negrín prescindiendo de Prieto y asumiendo él mismo la cartera de Defensa Nacional. Redujo la presencia comunista (y no la eliminó del todo como había querido Stalin) y dio de nuevo entrada a la CNT en Instrucción Pública y Sanidad. El ministro de Justicia, Manuel de Irujo, permaneció por el PNV, pero sin cartera y formando un dúo con el incombustible Giral. El PSOE continuó siendo la columna vertebral del esfuerzo de resistencia.

En este panorama enrarecido, en el que Negrín dio a conocer los objetivos de guerra (“war aims”) de la República en sus famosos “13 puntos”, cabe situar lo que cabe caracterizar como una traición de la Generalitat y del PNV. Por no hablar de una puñalada trapera que pudo tener efectos mortales.  Se desarrolló en dos etapas. La primera es la más conocida.

Catalanes y vascos presentaron a finales de junio de 1938 sendos memorándos en los ministerios de Negocios Extranjeros de París y Londres. En ellos reflejaron sus aspiraciones. Anunciaron que también se les unían los nacionalistas gallegos. Todos se comprometían, dijeron, a tratar de persuadir al Gobierno para que aceptara, entre otros, los siguientes aspectos:

  • Un proyecto británico de retirada de fuerzas extranjeras que había atravesado por diversas modalidades e incidencias y que estaba a punto de aprobarse en el Comité de No Intervención londinense.
  • Cualquier plan que condujera a un cese de las hostilidades.
  • Un acuerdo que impidiese los refuerzos de los frentes y que estableciera zonas de demarcación en las cuales pudiera concentrarse la población no combatiente.
  • El nombramiento de árbitros internacionales para supervisar y garantizar el canje de prisioneros y la prevención de represalias.

Se trataba de temas que habían aflorado de alguna u otra manera en las discusiones públicas en la escena internacional. Su alcance era diferente. Los puntos 1, 3 y 4 eran de naturaleza más bien operativa. El 2 era diferente porque atañía al meollo de la cuestión: ¿cómo terminar la guerra? Es algo que había obsesionado a numerosos políticos republicanos de puertas adentro y lo único que se divisaban eran tres posibilidades: la rendición pura y simple; la mediación internacional o continuar la resistencia. La primera era todavía inconcebible para muchos. La segunda es algo que se había intentado sin el menor resultado. La tercera era la preferida de Negrín, de los anarquistas, del PCE y de numerosos cuadros socialistas y del Ejército Popular.

La Generalitat y el Gobierno vasco (también asentado en Barcelona) aprovecharon, sin embargo, la presentación de sus memorándos para hacer valer cuatro reivindicaciones específicas:

  • Presencia propia en una conferencia de paz
  • Respeto por todas las partes que intervinieran en la misma a sus estatutos de autonomía.
  • Plebiscitos separados en cada territorio sobre la naturaleza de su futuro régimen político.
  • Desmilitarización del País Vasco y de Cataluña.

Los catalanes vocearon su preocupación por el establecimiento de la autonomía gallega, que eliminaría el riesgo de que sus rías y puertos “pudieran utilizarse como bases de operaciones navales que amenazasen las rutas marítimas atlánticas”.

Tales añadidos, todos de gran calado estratégico y político, merecen un análisis pormenorizado que dejo para el siguiente post. Este no sería el de fin de año si no aprovechara la ocasión para expresar mi esperanza de que todos los amables lectores hayan tenido unas felices fiestas de Nochebuena y Navidad. Con el deseo de que repitan la experiencia en el próximo fin de año y que, dentro de lo que cabe, el 2018 les sea todo lo próspero que ambicionen. Será, previsiblemente, un año duro y a todos nos hará falta algo más sustancial que el regocijo al uso en estas fiestas.

Negrin y Cataluña (IV)

19 diciembre, 2017 at 8:30 am

Ángel Viñas 

Los “hechos de mayo” han tenido más fortuna en la literatura que en la realidad de 1937. Son incontables los libros y artículos que sobre ellos se han escrito. No exagero si afirmo que, proporcionalmente, han tenido más eco en la historiografía foránea que en la propiamente escrita en castellano. Como siempre, se trata de una valoración del pasado y percibida desde las necesidades del presente. Cuando el grueso de aquella historiografía escrita en otros idiomas se formó, batía la guerra fría y por supuesto intelectuales e historiadores a ambos lados del telón de acero se disputaron dónde estaban los “buenos” y dónde los “malos”. Así, para la corriente liderada por Gorkín y Bolloten (con innumerables seguidores) los “hechos” se interpretaron como una “guerra” dentro de la guerra civil y en la que vencieron los comunistas (con el supuesto deseo de apoderarse de todos los resortes del poder en la España republicana).

Esta interpretación, de gran éxito en el mundo de habla inglesa (impulsada, además, por San George Orwell) y alemana, afectó a Negrín. Se ignoró limpiamente que, en parte a consecuencia de tales hechos, Azaña no tardó en comprender que era Negrín y no Largo Caballero quién debía hacerse cargo de las riendas de la guerra. Este cambio no fue ni una imposición de Moscú ni del PCE. Sin embargo, todavía hoy en la dulce Francia, que va un poco a la zaga de la literatura sobre la guerra de España, es ahora cuando se ha traducido la obra cumbre de Bolloten. Calentará, sin duda, el corazoncito de todos los trotskistas francófonos de pro.

Menos fortuna ha tenido el análisis de las disfuncionalidades de los gobiernos anteriores. Se reconoce, desde luego, la ligada a que había sido el propio Largo Caballero quien asumió directamente la cartera de Guerra. Se ha puesto mucho menor énfasis en que, en una situación de confrontación bélica y en una economía poco compleja como era la española de la época, la distribución de competencias entre Hacienda y Comercio no había sido la más conveniente. También en este campo, como en el militar, era imprescindible la unidad de mando. La distinción administrativa y política entre generación de divisas y su aplicación a las adquisiciones en el exterior fue una medida poco afortunada.

La historiografía también ha rozado sin demasiada profundidad las disfuncionalidades resultantes en materia de compras y pagos de armas en el extranjero. En la senda de Gerald Howson, a quien siempre recuerdo con gran nostalgia, uno de mis antiguos doctorandos, Miguel Íñiguez Campos, presentó con gran éxito hace año y pico una tesis doctoral. Ahora está convirtiéndola en libro. En él abordará con masas de evidencia primaria relevante de época, española y extranjera, hasta qué punto el funcionamiento del triángulo Largo Caballero-Prieto-Negrín resultó ineficaz. Me atrevo a asegurar que no por desidia del último.

Entre septiembre de 1936 y abril de 1937 Negrín había comprobado con amargura que el reparto de competencias ministeriales no funcionaba. De aquí que cuando asumió la presidencia del Consejo el 17 de mayo de 1937 amplió Hacienda con Economía e hizo desaparecer la inoperante cartera de Comercio. También refundió Guerra, Aire y Marina junto con la Comisaría de Armamento en un Ministerio de Defensa Nacional, dirigido por Prieto. Su antiguo mentor se convirtió, a efectos operativos, en el zar de la guerra. Las carteras claves quedaron, pues, sólidamente en manos socialistas ya que Julián Zugazagoitia pasó a Gobernación. La medida de poner a Giral en Estado fue inteligente, pues tendía un puente entre Negrín y Azaña (cuya relación, sin embargo, no tardó en sufrir algún embate y no por culpa del primero). El ministro Jaume Ayguadé pasó a desempeñar la cartera de Trabajo y Previsión Social.

Negrín, en particular, no anduvo con contemplaciones a la hora de determinar la significación política de su Gobierno. La CNT/FAI planteó peticiones exageradas, por lo que simplemente prescindió de ella. Ahora bien, los comunistas habían solicitado su pedazo de carne: la prohibición del POUM.

Tras ello fue imposible impedir que en una operación relámpago, cuidadosamente planificada, la NKVD eliminase a Nin, el gran teórico de la victoria de la revolución casi como condición necesaria y suficiente para ganar la guerra. La imagen del nuevo presidente del Consejo quedó manchada imborrablemente, muy en particular en ciertos medios catalanes. Todavía hoy alguna que otra voz le acusa por no haber roto las relaciones diplomáticas con la URSS…

Negrín se encontró con una situación militar extremadamente difícil. Al mes de su toma de posesión, cayó Bilbao. Para contrarrestarlo, desplegó una gran actividad personal en el único foro internacional en el que se permitía hablar a la República. David Jorge ha estudiado en un libro brillante la lucha republicana en la Sociedad de Naciones. Incluso pensó en hacer un viaje a Moscú, que no llegó a realizar. En cuanto al taifismo residual en la zona centro, se barrió del mapa el Consejo de Aragón y con él la preeminencia anarcosindicalista sobre una porción del territorio.

La tendencia al fortalecimiento en el Gobierno de Valencia del poder político y de las palancas de la guerra despertó recelos en Cataluña. Fueron constantes a lo largo de 1937. Los puntos de fricción que se hicieron valer desde el primero se referían a la falta de cooperación para investigar casos de ocultación de oro y valores extranjeros, a la laxitud en la prohibición de su exportación ilegal (en lo que corrían rumores, apoyados por informaciones que llegaban a Negrín, de que ciertos políticos catalanes tenían interés) y las sempiternas dificultades con las industrias de guerra. La Generalitat, a su vez, no fue remisa en apuntar agravios: desconsideración hacia Companys, actuaciones sentidas como violaciones del Estatuto, disposiciones sobre el comercio exterior, deudas no saldadas, quejas contra la censura, etc.

Quizá lo que fuese el meollo de la cuestión lo apuntó el conseller de Cultura, Carles Pi i Sunyer: la influencia de Cataluña en los años de paz había sido, en general, más o menos proporcional a su importancia en relación con el territorio. Al disminuir el republicano como consecuencia de las victorias franquistas aumentó en el resto que quedaba el peso del catalán. De aquí se pensaba que la influencia de las autoridades catalanas debería haberse incrementado. Lo que ocurría era, precisamente, lo contrario.

Esta argumentación traducía un claro localismo, aunque se reconociera que no era fácil romper la baraja. Lo que más preocupaba en los círculos catalanistas era lo que vendría después: ¿recobraría Cataluña su régimen propio aprobado por las Cortes republicanas? En esta y otras cuestiones el catalanismo estuvo dividido. Para muchos, pero no para todos, la República era mejor apuesta que la derrota o la rendición.

En el otoño el Gobierno se trasladó a Barcelona. Se ha discutido largo y tendido acerca de los motivos. Por documentación de origen comunista se sabe hoy que la situación en Cataluña tuvo un papel determinante. El traslado comenzó a finales de octubre de 1937 y concluyó un mes más tarde. El último en marcharse fue Prieto. La idea había ido cociéndose durante meses. Tenía ventajas e inconvenientes. Las primeras no eran obvias y las razones que las justificaban no se divulgaron. Los dos mayores inconvenientes fueron, sin embargo, muy visibles:

  • Reforzamiento del carácter peripatético del Gobierno
  • Impresión de que la República estaba contra las cuerdas.

Por lo que sabemos fueron dos los factores determinantes que más pesaron en el ánimo de Negrín. El primero la sospecha de que pudiera producirse una traición por parte catalanista. Fuera verdad (los soviéticos en tierras españolas enviaron numerosos informes a Moscú que así lo sugerían) o no, todo hace pensar que el presidente lo temía. Zugazagoitia, en sus memorias, destacó la necesidad de incorporar más plenamente a Cataluña a la guerra y de recortar las extralimitaciones de la Generalitat. El segundo factor fue el temor de que, tarde o temprano, pudiera producirse un corte entre Cataluña y el resto de la España republicana. Esto dejaría fuera del control gubernamental la esencial frontera con Francia.

No se subrayará lo suficiente este último aspecto. Era imprescindible prevenir tal posibilidad a la vez que tratar de forzar el envío de suministros militares desde Francia. A medida que el entorno internacional se degradaba, con las acometidas fascistas y los episodios de piratería en el Mediterráneo, en los círculos militares franceses empezó a cundir el temor a un próximo desplome de la resistencia republicana y al envalentonamiento que iba apoderándose de Mussolini. Para Negrín uno de sus objetivos fue siempre estimular este doble temor francés. El gobierno Chautemps se mostró crecientemente receptivo hacia finales de septiembre de 1937. Perder la frontera hubiese equivalido a perder la guerra de inmediato. El mismo Azaña era consciente de ello.

El PCE, sin embargo, estaba en contra. No entró a discutir las razones de Negrín, pero tampoco se pronunció públicamente por los cuatro motivos siguientes:

1º Debilitación del prestigio del Gobierno, tras la normalización y control ya conseguidos en la zona republicana

2º Impacto negativo al alejarse de los puntos vitales del país y de los frentes.

3º Baza a los adversarios internos (en un sector del PSOE, en la CNT/FAI, en el ilegalizado POUM) para que acentuasen sus críticas, dado que el Gobierno no podía explicar sus motivaciones verdaderas

4º Y, no en último término, posibilidad de exacerbación de los problemas con las autoridades catalanas.

No obstante, los comunistas se plegaron ante la amenaza de Negrín de plantear la cuestión de confianza. El traslado tuvo con todo, no conviene olvidarlo, algunos efectos positivos inmediatos. Son materia del próximo post, que por eso del calendario y del ritmo caerá en plenas vacaciones de Navidad. Confío en que ello no desaliente a los amables lectores.

(Continuará)

Negrín y Cataluña (III)

12 diciembre, 2017 at 8:30 am

Ángel Viñas

En los dos posts anteriores he esquematizado brevemente la figura política de Negrín antes de la sublevación militar en julio de 1936 (sobre la que unos colegas y servidor diremos algo nuevo en un próximo libro ya en prensa) y su talante como ministro de Hacienda en el Gobierno de Largo Caballero. Ambos posts podrían haberse ampliado considerablemente (el tema, por ejemplo, del “oro de Moscú” que todavía agitan algunos en la más pura tradición franquista por el mundo cibernético da para mucho) pero no constituyen el meollo de esta pequeña serie. En el presente post abordaré muy esquemáticamente (con mis excusas a los expertos) los rasgos fundamentales que me parecen esenciales para entrar en materia y que delimitaron las pautas del comportamiento del profesor Juan Negrín.

El desplome del aparato estatal en la zona leal al Gobierno y los rápidos avances territoriales de los sublevados crearon una dificilísima situación para la conducción de la guerra. Es un tema bien conocido. No en vano operó como un toque de alarma el que toda la franja norte, de Vizcaya hasta las fronteras con Galicia, estuviera aislada del grueso de la zona republicana en el momento en que Largo Caballero asumió la presidencia del Consejo. Un mes más tarde, los rebeldes, alcanzada la unidad de mando el 1º de octubre (sobre la cual se ha escrito mucho, pero sin pesar sistemáticamente todos los factores en juego en la larga historiografía pro-franquista) estaban a las puertas de Madrid.

En tales circunstancias no sorprende lo más mínimo que la racionalidad económica que abanderaba Negrín chocase con frecuencia con la situación política. El lugar en donde, potencialmente, se jugaba a medio plazo el destino de la República era Cataluña. Lo avalaban tres factores: estaba, afortunadamente, en la retaguardia; tenía la condición de ser el único territorio fronterizo con pasos francos hacia el país vecino y disponía de una, para la época, importante capacidad industrial. Por el contrario, la aportación del Norte podía, prácticamente, descontarse. Los envíos habían de realizarse o bien por tierra a través de Francia o por vía marítima. Las circunstancias no eran demasiado propicias en ninguno de ambos casos.

Ahora bien, no extrañará lo más mínimo que la Generalitat se colapsara al igual que el aparato del Gobierno central, durante los cruciales meses iniciales. La autoridad se vio inerme en un contexto en el que el poder efectivo florecía de las bocas de los mosquetones. Apareció un fenómeno revolucionario que continúa inspirando a todo antisistema de pro, en España y fuera de España (¿hemos de recordar al Enzensberger del corto verano de la anarquía?). Como en la región Centro llevó cierto tiempo restablecer un semblante de autoridad capaz de asumir las responsabilidades no tanto para luchar en el frente (las milicias nunca consiguieron penetrar demasiado en Aragón) sino para abordar una tarea menos exaltante: la de proporcionar recursos y elementos que permitieran potenciar la capacidad de combate allí donde efectivamente se combatía.

Los principales desafíos se advirtieron pronto. Son sobradamente conocidos y han sido estudiados ad nauseam. Había que construir (y no solo reconvertir) una administración para la guerra. En segundo lugar, era preciso reestructurar radicalmente el aparato productivo, sobre todo el industrial, y reorientarlo hacia el esfuerzo bélico. En tercer lugar, era imprescindible disciplinar las corrientes comerciales con el exterior con el fin de canalizar sus aportaciones hacia el sector militar de la economía.

Este triple desafío se vio cortocircuitado. Las variopintas fuerzas políticas y sindicales divisaron en la nueva situación la posibilidad no solo de hacer la revolución que, según Orwell, tanto le impresionó sino de sobrepasar las competencias estatutarias. El Gobierno central no estaba en condiciones de imponerse (que no tardó demasiado en evacuar Madrid, por si las moscas). La situación en Cataluña, y en particular sus implicaciones “antisistémicas”, reforzaron los prejuicios de los diplomáticos británicos in situ, liderados por un exaltado cónsul general cuyos despachos causaron un daño a la República imposible de reparar. La exultante “revolución” se convirtió en susto y rabia hoy inimaginables para el Gobierno de Londres.

Al cabo de dos meses se suprimió el Comité Central de Milicias Antifascistas y apareció un remedo de gobierno con la constitución de un nuevo Consejo de la Generalitat y la creación de un Consejo de Economía. Con la industria desorganizada y atenazada por las incautaciones y las colectivizaciones, con los propietarios y cuadros técnicos amedrentados y, en ocasiones, en fuga o liquidados pura y simplemente era difícil que la mejora se tradujese rápidamente en contribuciones al combate.

Los historiadores y economistas catalanes, sin ocultar las dificultades, presentan por lo general un panorama relativamente positivo de estas contribuciones.  Yo confieso estar influido por los análisis e informaciones del consejero comercial y económico soviético Artur Stajewski, cuyos telegramas y despachos consulté hace muchos años en Moscú.

Se trata de un personaje injustamente olvidado. Cuando se le menciona, suele caracterizársele como el negro inspirador de Negrín. No fue así. Para los últimos meses de 1936 y principios de 1937 lo que aparece en sus despachos es una realidad caótica, a una distancia sideral con las disposiciones legales, una inagotable y extenuante confrontación política y sindical y, no en último término, débiles niveles de producción. El deseo de realizar operaciones económicas con países extranjeros, la apropiación de una buena parte de lo producido y una gran desconfianza -cuando no clara hostilidad- hacia el gobierno de Valencia fueron rasgos permanentes.

Un episodio revelado y mal interpretado por un par de guerreros de la guerra fría (Ronald Radosh y Mary Habeck) es ilustrativo. En diciembre de 1936 el conseller de Economía, el cenetista Joan P. Fábregas, quiso importar carbón desde el Reino Unido. Como no había divisas para pagarlo, pensó en obtener una garantía soviética. La compensaría, afirmó, con la fabricación de locomotoras y motores diésel. Los soviéticos replicaron que lo que tenía que hacer era solicitar al Ministerio de Hacienda la autorización para obtener las divisas. Sin necesidad de subrayar la estupidez de la propuesta lo cierto es que llovía sobre mojado.

Mencionaré otro episodio. A finales de octubre o principios de noviembre de 1936 la Generalitat quiso comprar a la URSS materias primas tales como cobre, manganeso, níquel, wolframio, cinc, antimonio, cianuro de potasio y sosa. No sé si había consultado con los ministros competentes (Negrín, de Gracia o López), pero sí que nada menos que el Politburó decidió rechazar la propuesta. Autorizó en cambio la exportación de los productos designados por el Gobierno de Valencia y cuya financiación correría a cargo de los rusos.

Un tercer ejemplo. Los ministros Joan García Oliver y Federica Montseny y el secretario general de la CNT Mariano R. Vázquez se entrevistaron con Stajewski. Este les preguntó sobre lo que pensaban hacer en cuanto a producción industrial para la guerra, ya que no existían planes coordinados. La respuesta fue que estaban a favor de ellos siempre y cuando un cierto porcentaje de la producción se quedara en Barcelona. Añadiré que lo que subyacía era la idea de que hiciera o no hiciese falta.

¿Resultados? No se aprovechaba suficientemente el potencial catalán ni para el combate ni para cubrir las necesidades de la población. Este fue un veredicto que Prieto y Negrín compartieron con Stajewski. Viajaron a Barcelona con el fin de organizar una comisión paritaria que analizase lo que había ocurrido desde julio. Poco a poco fueron acercándose posiciones. Es un tema interesante, pero en el que no es posible entrar aquí. También se lograron avances en coordinación de la política de divisas, siempre con grandes dificultades. Negrín accedió a suministrar ciertos montantes a la Generalitat o a reembolsar pagos por importaciones.

Los desencuentros más acusados se presentaron en el terreno de la coordinación de la producción de material de guerra. Fugazmente aparecieron tendencias en favor de la creación de un ejército catalán, quizá en remedo del autoproclamado “Ejército de Euzkadi”. Ahora bien, lo que pudo hacerse, más o menos figurativamente, en una región aislada de los teatros de operaciones como era el norte, hubiese debilitado considerablemente la capacidad política del Gobierno central de haberse llevado a cabo en Cataluña.

En la documentación sobre estas y otras querellas destaca la relativa a una reunión de consellers con Negrín y Prieto. Entre los primeros figuraban Tarradellas, Abad de Santillán y Comorera.  La actitud del cónsul soviético, Vladimir Antonov-Ovseenko, enfureció a Negrín quien le acusó de ser “más catalán que los catalanes”. La áspera réplica fue que él era “un revolucionario, no un burócrata”. Negrín amenazó entonces con dimitir y añadió, medio en broma, que el Gobierno podía luchar también contra los vascos y los catalanes, pero no contra la URSS.

Este episodio fue muy trascendente. El Politburó moscovita reprobó oficialmente y con toda dureza al cónsul, algo bastante notable y, por lo que sé, poco frecuente. En aquella época una censura a tan alto nivel podía preludiar las más serias consecuencias. Por su parte, Negrín logró asegurarse el control, gracias a los Carabineros, de la frontera franco-catalana.

Como si danzasen en la cubierta del Titanic, la demediada Generalitat y el angustiado Gobierno de Valencia se vieron afectados por los denominados hechos de mayo. Vista la impotencia de la primera en ahogar la mini-sublevación anarquista/poumista el segundo rescató las responsabilidades en materia de orden público y apagó sin la menor vacilación unos encontronazos mitificados hasta hoy en la literatura.

(Continuará)