Sobre las justificaciones primarias del 18 de Julio (VII). La salvaje violencia frentepopulista

26 abril, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

La primera de las instrucciones reservadas de Mola destinadas a organizar la sublevación comenzó afirmando tajantemente: «Las circunstancias gravísimas por las que atraviesa la Nación, debido a un pacto electoral que ha tenido como consecuencia inmediata que el Gobierno sea hecho prisionero de las Organizaciones revolucionarias, llevan fatalmente a España a una situación caótica, que no existe otro medio de evitar que mediante la acción violenta». El diagnóstico era falso. Ochenta años más tarde, sigue siendo el alfa y el omega de numerosas interpretaciones conservadoras y neofranquistas que justifican la sublevación. Fernando Puell lo ha explicado como reflejo de una mentalidad militar intervencionista, un victimismo paranoide, el impacto de la cuestión catalana y, naturalmente, el «peligro bolchevique» al que ya hemos aludido.

general molaSegún este mismo autor, aquella primera instrucción debió de redactarse a finales de abril, cuando Mola tenía ya las riendas de la organización de la sublevación. Había habido conatos previos, que en algunos casos pueden remontarse hasta los días siguientes al triunfo de la coalición electoral del Frente Popular en febrero. De manera algo más sistemática, hubo conciliábulos a más alto nivel a principios de marzo. Es decir, un sector de los militares más asilvestrados no perdieron el tiempo y tampoco esperaron demasiado. Francisco Alía ha documentado las trayectorias de la conspiración.

Que yo sepa, pero a lo mejor puedo equivocarme y el profesor Payne lo habrá hecho en el libro que tanto se ha anunciado, no se ha comentado una proclama que Mola dirigió a sus compañeros y que nuestro estimado Félix Maíz dio a conocer en la tercera versión de sus interesantes recuerdos como testigo (p. 163). Según afirma, Mola la difundió también a finales de abril. De haber sido así, hubiera coincidido con la primera instrucción reservada lo que me sorprende un pelín comparando los textos. Sin excluirlo (carezco de pruebas documentales) parecería más lógico que la hubiera circulado algunos días antes. Quizá después de los disturbios del 14/16 de abril, suscitados por grupos de extrema derecha con ocasión de la muerte y sepelio del alférez de la Guardia Civil, Anastasio de los Reyes. (De recordar es, por lo demás, el asesinato por pistoleros falangistas del magistrado Manuel Predegal, unos días antes). Todo ello estaba relacionado con el golpe de Estado que hubiera debido perpetrarse el 20 de abril (sobre el cual cabría decir bastante más y que a lo mejor el tan ensalzado historiador norteamericano habrá dicho).

Desgraciadamente Félix Maíz solo reprodujo el primero y el último párrafos de dicha proclama. Como era del todo esperable presentaba ya un cuadro apocalíptico. Juzgue el lector:

«La situación de España ha llegado a ser tal, y tan patente aparece su gravedad, que resulta imposible el empeño de disimularla e inútil el esfuerzo que se intentase para describirla. España, sepultada bajo una ola cada día más poderosa de desgobierno, de injusticia, de inmoralidad y de anarquía, no solo está próxima a su disgregación, a su ruina económica, a su desprestigio internacional, al sonrojo de ver borrado su nombre del cuadro de las naciones civilizadas, sino lo que es peor aún, a la situación de miseria moral en que caen los pueblos cuando, conscientes de la gravedad de sus males, se confiesan por egoísmo o cobardía impotentes para remediarlos».

Este catálogo de rasgos catastrofistas era un inventario de exageraciones, por no utilizar un término más rotundo. ¿Desgobierno?; ¿Era más ingobernable e injusta la situación en abril de 1936 que, digamos, la que preludió a la dictadura de Primo de Rivera? ¿Cómo medía la inmoralidad el tan alabado general?. ¿La comparaba con los escándalos que habían afectado en 1935 al Partido Radical? ¿Disgregación?, ¿a causa de Cataluña?, ¿o se trataba del País Vasco?, ¿o de Galicia?, pero ¿qué decían en realidad los estatutos que se habían negociado o estaban negociándose? ¿Ruina económica?, ¿acaso no sabía el tan sabihondo Mola que había una pequeña depresión en la economía mundial y que España se había arreglado algo mejor que otros países porque estaba menos abierta a la división internacional del trabajo? Por último, ¿con qué criterios valoraba tan esclarecido general el desprestigio internacional? ¿No había jugado España, y bien, su papel de miembro responsable de la Sociedad de Naciones? ¿Pensaba quizá que un golpe digno de una República bananera lo acrecentaría?

No se pidan peras al olmo. Todas y cada una de las afirmaciones de Mola eran exageraciones. Lo que no es refutable es que ya se había pensado muy seriamente en dar un golpe el 20 de abril. Nos tememos, pues, que la proclama podría haber servido de exculpatoria. Quizá esta posibilidad se desarrollara en los párrafos que Félix Maiz no se atrevió a reproducir.

El último párrafo, que sí reprodujo, sustenta tal hipótesis. Era meramente retórico pero de una retórica barata. No busque el lector en Mola a un enamorado de la pluma:

«El puñado de soldados que suscribe este documento, que es a la vez grito de angustia ante el presente desolador y toque de clarín por nuestra inquebrantable confianza en un futuro venturoso, creería traicionar sus sentimientos y olvidar su historia si no se apresurara, con plena confianza de su responsabilidad y orgulloso del papel que la Providencia les ha reservado, en esta iniciación del vigoroso despertar de la voluntad y el sentimiento nacional, a luchar y a invitar a todos a que luchen por salvar la vida de España. Por el Honor, la Unidad y la Integridad de la Nación en que nacimos y por la que fervorosamente anhelamos que no fuera morir (sic). Españoles. Viva España. La Junta Suprema Militar».

Como se ve, vana palabrería. La firma también nos hace sospechar. No había una «Junta Suprema Militar». Sí había una junta de generales (que quizá hubiese adoptado de puertas adentro tan rimbombante apelativo). Se había reunido en torno al 8 de marzo precedente, tres semanas después de las elecciones. La integraban generales residentes en Madrid. Es muy conocida. Franco estuvo presente, un poco antes de irse trasladado a Canarias. Mola, si no lo estaba, lo respaldó después. En el plano operativo fue poco fructífera pero marcó la dirección a seguir. Ahora bien, una «Junta Suprema Militar» sí hubiera podido solidarizarse con el golpe de haberse llevado a cabo en aquel momento.

Alternativamente, podríamos suponer que Mola hubiese redactado sus patrióticas parrafadas en algún momento entre el 8 de marzo y el 20 de abril (si es que nos fiamos de Félix Maíz). Esta última fecha es sumamente importante y significativa porque coincide con los grandes ataques de los ínclitos prohombres de la derecha al Gobierno republicano. El 16 Calvo Sotelo y al día siguiente Gil Robles. Ambos presentaron un balance catastrofista, mezclando churras con merinas, sin distinguir violencias sociales, políticas, conflictos sociolaborales, delitos comunes, etc. Este totum revolutum es uno de los dos faros que ilumina con luz radiante las tinieblas del período. Remito al lector al libro de Eduardo González Calleja, Cifras cruentas, (pp. 262 y ss), ya mencionado en este blog.

Ahora bien, lo que estaba en marcha era una estrategia de deslegitimación del Gobierno salido de las elecciones de febrero que captó perfectamente el embajador norteamericano Claude G. Bowers. Las abultadísimas cifras de Calvo Sotelo se consideraron poco menos que palabra de Evangelio. Los voceros de la derecha más radical, afirma González Calleja, «continuaron denunciando el deterioro constante del principio de autoridad, que achacaban a la ausencia de un Gobierno fuerte que controlase los excesos de las masas, ya que las autoridades locales y provinciales campaban por sus respetos sin acatar las órdenes superiores, gracias al apoyo de las «milicias socialistas» » (p. 267). Este «diagnóstico» sigue haciendo autoridad hoy en día entre los autores comprensivos con el golpe militar. Calvo Sotelo, no hay que olvidarlo, ya contraponía «comunismo» y un «Estado nacional», de corte fascista y sumamente autoritario. ¡La solución al alcance de la mano!

Sin embargo, los Gobiernos no fueron tan débiles en el control del orden público. Las fuerzas de Seguridad y el Ejército provocaron casi el 30 por ciento de las víctimas mortales y representaron casi el 74 por ciento de los autores de muertes identificadas. La estrategia gubernamental, por muy confusa que fuera, se orientó más bien a practicar un tipo de coacción selectiva y a conceder rápidamente ciertas reivindicaciones sociales con el fin de estabilizar la situación. Otra cosa es que lo lograran.

Pero no podían lograrlo en la medida necesaria para aplacar a un sector del Ejército (apoyado por la correspondiente trama civil). Unos y otros estaban decididos a sublevarse fuera como fuese. Para lo cual necesitaban, por lo menos, una cosa: el que se difundiera la sensación de que, en último término, los uniformados, patrióticos ellos, tan respetables, responderían con sus espadones a aliviar a los españoles de los padecimientos que sufrían. Ya lo dijo Bolín, con otras palabras. La sublevación tuvo consecuencias terribles que los militares facciosos, y los civiles que rápidamente se aglutinaron en torno suyo, siguieron encubriendo bajo su esquema favorito de proyección. Había que imputar a los otros (los bolcheviques, los rojos, los frentepopulistas) un tipo de comportamiento que era el que ellos seguían. Lo veremos al final de esta serie.

Sobre las justificaciones primarias del 18 de Julio (VI). Días de gloria y días de ocaso

19 abril, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

El carácter estúpido de las referencias a «fuentes» de los posts anteriores en relación con los bolcheviques y la Komintern se confirma no solo a través de la exploración de cada una de ellas, lo que alargaría esta serie. Baste con recordar que, a pesar de todas las proclamaciones del SHM y recogidas de forma ampliada por Félix Maíz, lo que pasaban por servicios de información de los sublevados (y luego del franquismo) fueron incapaces de identificar a los delegados de la Komintern en España y ni siquiera se dieron cuenta de que tras el tan mencionado Ventura se ocultaba, simplemente, Jesús Hernández. En realidad, los posts que anteceden reflejan una de las «justificaciones primarias» de la sublevación, pero no hay que olvidar que esta justificación no tardaría en adquirir una importancia incluso mayo y que hechos sucesivos la potenciaron hasta el infinito.

Captura de pantalla 2016-03-21 a la(s) 11.36.14En la jerga militar y política de los primeros años de la dictadura la guerra fue proclamada, orgullosamente, como «guerra de liberación». ¿De quién? Esencialmente del yugo comunista que hubiese atenazado a España de no haber sido por los valientes patriotas que se alzaron contra aquella amenaza existencial.

La intervención soviética en la contienda se presentó como la lógica continuación de las maniobras que la Komintern había llevado a cabo durante los años de paz. Con respecto a la intervención misma a partir de julio de 1936 eminentes historiadores militares franquistas exageraron sus dimensiones, su significado político y su papel. En ello siguieron las pautas propagandísticas que difundía el Eje por doquier y a las que se atuvo la contrapropaganda de los sublevados. El análisis daría para un libro, además de los dos ya mencionados de Southworth. No en vano desde el Madrid de la victoria, capital del futuro Imperio franco-falangista, se proclamó a voz en grito en todas las declinaciones posibles que en España había estado en juego el futuro de la civilización occidental. La Iglesia católica española colaboró con entusiasmo. Su caso es más comprensible. Había sido víctima de una repulsiva ola de violencia durante los primeros meses de la sublevación.

Desde la histérica exageración del asalto «comunista» a la España eterna tres acontecimientos posteriores a la guerra civil cogieron a la incipiente dictadura con el paso cambiado. El pacto germano-soviético de agosto de 1939. El estallido de la guerra europea tras la invasión nazi de la católica Polonia y el envío de la «División Azul» al frente del Este.

La línea argumental se descompuso entonces en tres grandes direcciones. La primera, y más sustantiva, fue la de que el régimen español fue siempre anticomunista desde su instauración y que así permanecería contra viento y contra marea. Nunca se había dejado engañar por los cantos de sirena del Kremlin y no se dejaría en el futuro. Ni en 1939 ni en 1941. (Implícitamente esto significa que otros, sí: léase británicos y norteamericanos un tanto bobalicones). La segunda dirección, corolario de la anterior, fue la teoría de las «tres guerras»: España era «neutral» en el Oeste, combativa contra el comunismo en el frente del Este y mera espectadora en el Pacífico. No engañó a nadie pero la teoría sirvió de hoja de parra mínima, todavía elevada por algunos historiadores profranquistas a la categoría de «gran estrategia». La tercera dirección acentuó el anticomunismo ferviente desde 1936. Ganó en intensidad con Franco autoelevado a la dignidad suprema de «centinela de Occidente» como el único hombre de Estado que había ganado al comunismo por las armas en la mano y en campo abierto, mientras se acogía encantado a la sombra protectora de Estados Unidos en plena guerra fría.

Representativa de toda esta argumentación (podría fácilmente acudirse a otros ejemplos) es el relato que Luis Antonio Bolín trazó, con toda desvergüenza, en su engañoso libro España. Los años vitales. En mi opinión debería republicarse con un buen estudio introductorio y las notas correspondientes. Bolín siempre fue desmesurado en sus mentiras. Así, con la mayor cara dura, aludió a fantasmagóricas muestras de la ayuda soviética a los comunistas españoles antes de la salvadora, y salvífica, sublevación militar de 1936. Algunos de sus párrafos provocan sonrojo. (Como solo tengo la edición en inglés, destinada a mantener encendida la llama de simpatía por el régimen franquista entre la derecha británica, me referiré a ella).

Combinando inteligentemente supuestas vicisitudes personales y un cuadro general pintado a la medida, Bolín -uno de los creadores del mito de Guernica- no tuvo el menor reparo en echar mano a algunas de las estupideces del SHM y/o de Félix Maíz: así, por ejemplo, al VII Congreso de la Komintern y sus supuestos planes sobre España (p. 144) o a los ditirambos cantados en loor de la URSS (pp. 145s). No pudo faltar la mención al envío de egregios agitadores soviéticos (en primer lugar Bela Kun, un canard que se remontaba a una intoxicación nazi coetánea) pero también otros para mi desconocidos (p. 149).

Bolín, ignoro si sentando un precedente o como mero «pelota» del SHM, no dejó de enfatizar el programa de las izquierdas de cara a las elecciones de febrero de 1936. Con él, aportación fundamental, entremezcló las aterradoras visiones que se desprendían de los supuestos planes de la Komintern (p. 150) y que después tanto hicieron las delicias de algunos profesores «objetivos». Esta entremezcla muestra la suprema desfachatez del excorresponsal de ABC, pero que yo sepa nadie se ha molestado en destacarla.

La cereza sobre el pastel la representó, en otro golpe de audacia, su acusación de que en mayo de 1936 armas bastante más contundentes que pistolas, mosquetones y escopetas (que las izquierdas habrían blandido en el desfile del 1º de mayo en representación de unidades de combate dotadas con 150.000 hombres, de grupos de resistencia con otros 100.000 y de sindicatos que contaban con 200.000 más) habían sido transportadas por barcos soviéticos a Sevilla y Algeciras (p. 151). ¿Se lo imagina el lector? Barcos que descargarían, hemos de suponer, a lo largo de las riberas del Guadalquivir o pegados al Estrecho armamento algo más pesado que el ligero. ¿Ametralladoras?, ¿cañones?, ¿tanques?… No es de extrañar que en el elegante hotel Claridge, tranquilamente pero jugando sucio, Bolín discurseara afirmando que en algún momento cualquier alzamiento nacional podría estallar ante el riesgo inminente de una sublevación comunista (p. 153).

Me permito recordar que el libro de Bolín, en un alarde de coordinación, se publicó simultáneamente en castellano (Espasa Calpe) y en inglés (Cassell) en 1967 y que la edición española contó con el apoyo del insigne ministro de Asuntos Exteriores Don Fernando María Castiella (un ancien de la División Azul y Cruz de Hierro) y con un apéndice, el VI, en el que se reprodujeron varios papeles relacionados con el «oro de Moscú».

Esto no fue ninguna casualidad. A las maniobras soviéticas para desencadenar una revolución rojísima en España y a la ayuda vital a una República no menos roja, para mantenerla en vida en función de los aviesos designios del Kremlin, el franquismo añadió desde 1936 hasta 1975 el mito del oro. El gran expolio perpetrado por la «escoria de la nación» para satisfacer a sus amiguetes o jefecillos soviéticos. (El lector que desee conocer cómo la dictadura trató tal tema puede acudir al segundo capítulo de mi libro Las armas y el oro. Palancas de la guerra, mitos del franquismo. Lo más probable es que se ría). Todo fue en vano. El mito del oro se disipó en el cielo azulado de las camisas falangistas (¿alguien recuerda a algún Gobierno español que lo haya reclamado oficialmente?).

Sin embargo las maniobras soviéticas para lanzar la revolución y mantener una guerra no menos revolucionaria dejaron de interesar políticamente a las autoridades españolas tan pronto como se afianzó la transición, desapareció la censura y se instauró la libertad de expresión. Hoy solo mantienen matices o resabios de aquellas tesis algunos historiadores norteamericanos poco al día de la literatura española. Lo que había sido una de las más importantes justificaciones primarias del 18 de Julio llegó a su ocaso operativo. En la actualidad cabe ojear obras de autores muy conservadores y antirrepublicanos y no leer apenas algo interesante al respecto.

La justificación principal, y hoy ya casi única, fue la segunda: la anarquía, el hundimiento de la ley y el orden, las oleadas de violencia registradas en la primavera de 1936. Fue coetánea de los hechos. ¿Quién no ha oído hablar de los discursos de Gil Robles y de Calvo Sotelo en las Cortes denunciando todas las vesanias del Frente Popular? Y, como corolario, dos tesis presentadas como si fueran afirmaciones bíblicas: el Gobierno republicano dejó hacer a las turbas porque, en el fondo, también quería una revolución.

En definitiva, hubo que torcer un poco la dirección del navío historiográfico. A la mayor gloria de la VERDAD, única e indivisible.

Sobre las justificaciones primarias del 18 de Julio (V). El Servicio Histórico Militar sienta cátedra para el futuro

12 abril, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

Hoy los historiadores sabemos que todas las afirmaciones del testigo Félix Maíz recogidas en los posts anteriores en relación al «vector kominterniano» o soviético no corresponden a los hechos. La cuestión es saber si: a) repitieron los esfuerzos de intoxicación de los conspiradores, militares y civiles, para mejor preparar el golpe y anudar voluntades en favor del mismo; b) los copió de algunos esfuerzos anteriores a sus «memorias»; c) se los inventó. Las tres posibilidades no se autoexcluyen. Quizá se trató de una combinación. En cualquier caso, como muestran los ejemplos de los profesores Suárez Verdeguer y Togores, tienen influencia hasta la más rabiosa actualidad.

Captura de pantalla 2016-03-21 a la(s) 11.21.08Sin haber realizado un análisis más en profundidad, que se escaparía de los propósitos de este blog, me inclino a pensar que la clave se encuentra en las dos primeras alternativas. En la primavera de 1936 es sabido que los conspiradores (quizá la trama civil esencialmente) circularon octavillas y papeles entre los militares. Algunos incluso se entregaron a diplomáticos británicos (en un caso, muy conocido, la embajada los transmitió a Londres en donde se manifestó un gran escepticismo). Probablemente se potenciaron las noticias que aparecían constantemente en la prensa de derechas sobre presuntos manejos comunistas. Más tarde, cuando estalló la guerra civil y se produjo una explosión propagandística en Francia para mantener en la más absoluta neutralidad al Gobierno de París, mucho de lo que se publicó en el país vecino se importó como «prueba» de los aviesos designios de Moscú sobre España. También se inventaron (probablemente de la ardiente fantasía de Tomás Borrás) los documentos que analizó Southworth y que pretendían probar definitivamente la conspiración comunista.

Como es sabido en Francia se los creyeron algunos militares. En el Reino Unido no tuvieron tanta suerte. Pero, para entonces, las máquinas propagandísticas nazi y fascista ya se habían lanzado a todo trapo denunciando los manejos moscovitas para encubrir su propia ayuda a Franco. Para defender, por supuesto, la civilización occidental. No lo olvidemos.

Todo esto nos lleva hacia el ámbito bien estudiado de la propaganda y contrapropaganda respectivas pero no es lo que nos interesa aquí. Gracias al Señor, existe la prueba concreta, firme, sin fisuras de que el mito de la revolución comunista, inspirada por Moscú, formó parte integrante de los primeros esfuerzos intoxicadores de alto nivel que llevó a cabo la dictadura tan pronto como terminó la guerra civil.

En el período de oscilación entre neutralidad benevolente a favor del Eje, no-beligerancia más benevolente aún y vuelta a la neutralidad en 1943, pero también con amplias concomitancias con el Eje, las autoridades militares, supongo que bajo el control de Franco o de sus inmediatos sicarios, se lanzaron con paso decidido y firme el ademán en sentar para el futuro lo que fue realmente la Guerra de Liberación y, en particular, sus antecedentes. Porque es en los antecedentes en donde estaba, y sigue todavía, la fuente de todos los males y, para enderezarlos, de todos los bienes que sobre la devastada España derramó Franco a manos llenas.

Así, el Estado Mayor Central del Ejército publicó en 1945 el primer volumen de lo que había de ser la historia del conflicto. Se trató de un tocho de 457 páginas en un formato mas bien grande. Impreso en rústica. Sin alharacas. Como correspondía a un régimen que, gravemente y consciente de la importancia de la obra, se aprestaba a describir lo que le impulsó a aparecer en la historia. Con mayúsculas.

De las 457 páginas nada menos que 243 (el 53 por ciento) se dedicaron a abordar los antecedentes remotos (es decir, la trayectoria histórica de España y las luchas civiles del siglo XIX —me complace señalar que no fue necesario remontarse a los tiempos visigodos) y los antecedentes próximos (la crisis europea entre 1876 y 1936, la Restauración, la Regencia y el Reinado de Alfonso XIII)—.

Las restantes páginas se dedicaron a la República y de estas el período crucial, el del Frente Popular, ocupó de la 423 hasta el final. Treinta páginas para poco más de seis meses. El análisis pormenorizado de sus tesis exigiría un largo artículo académico. Afortunadamente, no es el caso que que se examina en esta serie de posts. La apelación al vector soviético es prácticamente una constante. Medite el amable lector en, por ejemplo, los nueve puntos siguientes.

1.º Tanto el Gobierno de Azaña como el de Casares Quiroga carecieron de autoridad sobre las masas. Estas «solo obedecían las consignas de Moscú y aun en muchos casos las rebasaban para seguir únicamente a sus instintos depravados» (p. 423). La misma tesis la repitió Félix Maíz, como hemos visto. Por consiguiente, nuestro estimado testigo no hizo sino constatar, en su testimonio, la veracidad de aquellas aseveraciones de los militares franquistas. Cabe suponer que, entre ellos, habría habido incluso alguno que hubiese vivido el período de anteguerra. Al fin y al cabo, solo habían transcurrido nueve o diez años.

2.º El lector recordará las presuntas consignas de la Komintern de febrero de 1936. Como fueron las que «encauzaron» la evolución posterior Félix Maíz las destacó basándose en su experto conocimiento de los manejos de la III Internacional. Pues bien, podríamos establecer la hipótesis de que, en realidad, no hizo más que copiarlas de los heroicos historiadores militares que, con autoridad, decisión, sin pelos en la lengua, se hicieron eco de aquellas consignas en lo que habría de ser la obra magna del servicio (pp. 425s). Para que no hubiese la menor duda repitió tan malvada estrategia en 1976. No debe extrañar por consiguiente que tal apreciación histórica haya merecido todos los parabienes de, entre otros, el profesor Togores.

3.º Como es lógico, y en función de las directivas moscovitas, el Gobierno del Frente Popular no tardó mucho en atender a las instrucciones que llegaban de fuera. Los historiadores militares no se atrevieron a pensar de que a lo mejor los sicarios de las logias y los vendidos a Moscú podían sospechar de generales «patriotas». No. Lo que ocurrió es que hacia el mes de marzo «empiezan a cumplirse las consignas rojas acerca de la depuración de mandos del Ejército» (p. 427). Afectaron, no podían por menos de recordarlo con lágrimas de cocodrilo, a los generales Franco y Goded. Pero les salió, añado yo, el tiro por la culata. Lo tenían bien merecido por malvados. Goded, Franco y otros no se resignaron a cruzarse de brazos. Por el bien de España.

4.º Esto era lógico. Los inteligentes y agudos historiadores militares recordaron que Franco se había convencido desde hacía tiempo «de la locura que presidía la política española … Solo él conocía lo cerca que estuvo España… de la implantación del comunismo» cuando la revolución de Octubre (p. 428). Es decir, que en octubre de 1934 España estuvo en un tris de ser anegada ya por la marea moscovita. Si lo sabría él, que había pasado las noches en vela estudiando los telegramas que recibía de Asturias en su soledad en el Palacio de Buenavista.

(¡Ah!, que no se me olvide. Los «pelotas» del SHM introdujeron un dato de importancia capital. Era Franco quien había encargado a Mola de la dirección del Movimiento como su hombre de confianza (p. 429). En 1945 era de todo punto imprescindible dar un pellizquito a la historia porque con las oscuras nubes que se amontonaban en el horizonte era absolutamente preciso hacer todo lo posible para no reducir lo más mínimo la inmensa significación histórica del inmarcesible Caudillo).

5.º Pero es que, además, nada menos que un prohombre, un estadista, de la talla de Calvo Sotelo había denunciado el 16 de abril de 1936 «la progresiva sovietización de España» (p. 435). Y, como es obvio, Calvo Sotelo no podía estar mal informado. Sobre todo porque esa sovietización se palpaba en la calle.

6.º Coincidiendo con un período de desmanes lanzados por las turbas sedientas de sangre, el 21 de abril «la Komintern redacta un plan completo para reducir la resistencia del Ejército, único obstáculo serio que se atraviesa en el camino de los revolucionarios». El SHM lo extractó. Era del todo imprescindible dar a conocer al pueblo español y a los extranjeros que se interesasen por España hasta qué punto la vesania roja superaba todos los límites creíbles. Ese plan alumbró uno de los documentos que se entregaron a los británicos por la extraña vía del cónsul en Vigo, que lo remitió a la Embajada en Madrid. Era de chiste. El lector puede leerlo en mi obra La conspiración del general Franco, versión revisada de 2012, páginas 275-280, algo más ampliado.

7.º Es más. Todo estaba cronometrado exactamente. El SHM subrayó la importancia trascendental de la reunión del 16 de mayo en Valencia. Fue, sin embargo, algo menos preciso que Félix Maiz.

«Asistieron el delegado de la Tercera Internacional, Ventura, y en representación del Comité Revolucionario español (sic) los delegados Aznar y Rafael Pérez. En dicha reunión se acordó realizar en España para mediados del mes de junio un movimiento revolucionario simultáneo con otro que estallaría en Francia en el momento de hacerse allí cargo del Poder el Frente Popular. Entre otros acuerdos complementarios se tomó también el de eliminar a personajes políticos y militares destinados a jugar un papel de interés en la contrarrevolución, de cuya misión se encargaría en Madrid el radio comunista número 25, compuesto por agentes en activo de la Policía gubernativa».

Pero, añadieron, con toda la autoridad de los bregados historiadores militares que se suponían eran, en nota a pie de página: «véase como el asesinato de Calvo Sotelo se hallaba ya previsto con bastante anticipación hasta en sus menores detalles» (p. 444).

Exacto. Los comunistas lo tenían todo pensado. Calvo Sotelo molestaba. Así que había que liquidarlo sin compunción alguna. Lo que nos sorprende es que los tan bregados defensores de la ley y el orden, sabiendo lo que antecede y que Félix Maíz también reprodujo, a ninguno de los conspiradores se le hubiera ocurrido que más valía poner protección al valiente diputado.

8.º El SHM constató un hecho evidente. No se hizo problemas con los motivos. Afirmó, sobriamente, sin pestañear un segundo, que el PCE» es el único que sabe dónde va, o lo saben sus inspiradores moscovitas, que es lo mismo». Por eso experimentó un gran auge (p. 446). Como se ve, unos grandes analistas.

9.º Finalmente, el asesinato de Calvo Sotelo, «como el de otros significados Jefes de derechas, se hallaba, como ya hemos visto, decidido en las instrucciones de la Komintern» (p. 453). Es decir, que oscuros funcionarios habrían estado estudiando España y elevado sus malvadas sugerencias a sus superiores. A Calvo Sotelo se le liquidó como a un conejo, sin la menor compunción. Siempre había estado en el punto de mira de los asesinos manipulados por los planificadores moscovitas.

Todo lo anterior está tomado, no lo olvidemos de una historia oficial. Como el lector comprenderá, la primera justificación primaria de la sublevación está más que apuntalada. Que fuera falsa no tendría la menor importancia. En los años 1945 y siguientes nadie iba a leer en las escuelas, cuarteles y universidades de España algo que se apartara del punto esencial del canon franquista.

Por razones desconocidas, que lamentamos amargamente, el volumen I de aquella Historia de la Guerra de Liberación no tuvo seguimiento. No había peligro, desde luego, de que los españoles olvidaran la justificación del 18 de julio por la prevención de un golpe parasoviético. Quedaban treinta años para remacharlo y moldear a placer las jóvenes conciencias.

Sobre las justificaciones primarias del 18 de Julio (IV): Y en la recta final, el dogal moscovita

5 abril, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

Los historiadores académicos no hemos solido detenernos en los parrafitos antisoviéticos y antimasónicos de Félix Maíz. Pero la verdad es que estos se mantienen a lo largo de toda su obra testimonial. Si acaso, disminuyen en cadencia a medida que se acerca a la sublevación. La narrativa, pura y dura, se impone en este último trecho. Incluso hay gente que piensa que podía contar de verdad lo ocurrido. En cualquier caso, sus tics no desaparecen. Aquí daré una pequeña muestra.

Captura de pantalla 2016-03-10 a la(s) 12.03.52Así, por ejemplo, cuando el 18 de junio nuestro eminente testigo se desplazó a Zaragoza a aclarar una falsa interpretación dada a una de las directivas de Mola se encontró que en Las Delicias la policía fue bastante escrupulosa en el control del coche y su documentación. ¿No estarían ya en vigor las disposiciones kominternianas, se preguntó? (p. 179)

La pregunta era lógica porque, a pesar de que la colaboración política de los Frentes Populares español y francés renqueaba, la Komintern apretaba fuertemente (p. 184). A finales de mes Félix Maiz comentó un «proyecto de licenciamiento de la tropa». Ocultaba designios no siniestros sino supersiniestros. Se buscaba que los «soldados abandonasen los cuarteles dejando libres los fusiles». Estos eran los que, según órdenes de Moscú, debía tomar el Ejército «Rojo» para poder formar sus cuadros y actuar. Pues se me ocurre pensar que la revolución inminente andaba un poco flojilla si tenía que armarse de tal manera. Pero la verdad es que sería una cosa de lo más sencillo (p. 199).

El mismo 30 de junio Félix Maíz ojeó las disposiciones de la «Oposición Sindical Revolucionaria» con las consignas e instrucciones de Moscú. Nueve páginas. Daban la impresión de que los revolucionarios estaban en condiciones «de actuar, esperando la orden». Con fusiles, supongo, o sin ellos. Quizá con los cuchillos afilados entre dientes.

Al testigo debieron abrírsele las carnes. No en vano leyó en tales consignas e instrucciones que no había que tener «ni compasión ni miedo ante el acto de ejecutar. Despreciar la vida con serenidad y no olvidar el odio que nos mueve… Hasta cumplir» (p. 209). Todo ello en negrita. Las perspectivas eran sombrías. Los revolucionarios amenazaban con emular a los «novios de la muerte» propios, el Tercio de Extranjeros. Las tropas de choque del Ejército de África.

Pero es que, además, no se trataba de instrucciones a ras de suelo. A Largo Caballero se le había «ordenado que haga caso omiso de toda colaboración o concurso que tienda a retrasar o entorpecer la rápida instauración de la dictadura soviética» (p. 219). Menos mal que «nuestro Ejército ya está dispuesto». Eso, por si Largo tenía alguna duda. No podía desfallecer en aquel momento cumbre.

Un sindicalista informador identificado por T (avezado espía de Mola) dijo a Félix Maíz pocos días después (la fecha no se indica) que en Madrid funcionaba «una célula comunista perfectamente organizada y que depende de la logia Regional Centro. Me señalaron una casa de la calle Príncipe». Su actividad radicaba en el Cuartel de Asalto de Pontejos. Sus protagonistas eran un capitán (Moreno), un teniente (Castillo) y un oficial de seguridad (p. 236). Me permito llamar la atención del lector porque esta información, tan supercontrastada, apunta a un hecho no ya luctuoso sino luctuosísimo. Y, para terminar de aguar la fiesta a los valientes conspiradores, los esbirros soviéticos propagaban mientras tanto en Tetuán la consigna de que «atiendan aviso instrucciones asesinato jefes y oficiales» (p. 243). Es decir. Era una situación de vida o muerte.

En 1976 (pp. 207s) se esfumó misteriosamente la referencia a Moscú en la preparación de un posible golpe «rojo» a finales de junio. Pero el lector no debería inquietarse. En Toulouse, Perpiñán y Barcelona hubo reuniones entre comunistas y anarquistas convocadas por la «Federación Anarquista Internacional» (¡qué combinación! o ¿no sería la FAI?). El espía en la DGS, el comisario Martín Báguenas (1976, p. 219), se entrevistó con Mola el 1.º de julio. Le informó de un plan «rojo» para asaltar el poder que se iniciaría en Madrid y sería secundado en Barcelona, Zaragoza, Asturias, País Vasco y Andalucía.

Obsérvese la astucia. El golpe de Mola, ya no lejano a su estallido, se adelantaba a otro que tenía, ¡horror de los horrores!, las siguientes características:

«Bajo la dirección de una Plana Mayor presidida por Largo Caballero, asistido de Galán, Hernández Zancajo y el delegado de la Komintern, Ventura, se habían celebrado diversas reuniones con los jefes de la zona (….) Resaltaban los acuerdos tomados en una reunión celebrada en París entre delegados del Consejo español y representantes de la CGT francesa, presididos por el agente soviético Turochoff (sic), elemento activo de la sección al servicio de la Secretaría de la Komintern para los asuntos de Occidente….» Lagarto, lagarto.

Mola no tardó en obtener más información.

«Por lo menos en Madrid el trío presidencial Largo Caballero-Ventura-Hernández Zancajo esperaba la HORA, dentro del plan acordado (…) Será dada a conocer por medio de una emisora en la casa central de la UGT. La HORA señalará el comienzo del día R. Todos los jefes de radio estarán personalmente en las operaciones de movilización en los 26 puestos de mando (…) Será dada con cinco petardos que estallarán simultáneamente al anochecer. Inmediatamente se simulará una agresión fascista al centro de la UGT, declarándose la huelga general y sublevándose dentro de sus cuarteles los soldados comprometidos» (1976, p. 221). Y así sucesivamente.

En este momento la composición del futuro Comisariado al servicio soviético reapareció en esta versión más avanzada. Las disensiones entre los líderes de una presunta Alianza revolucionaria sobre si debía tratarse de una autoridad puente o si la futura República debía ser federal o soviética (sic) no permitieron que la lista cuajara. Y afirmó Félix Maíz sentenciosamente: «ese fue el principal motivo del golpe rojo del 30 de junio» (obsérvese que ya había adelantado prudentemente la fecha) (1976, p. 222). Menos mal, debió de pensar Mola. Dios ha venido en nuestra ayuda. Los «rojos» no saben ponerse de acuerdo.

En julio la prensa roja (sic) habló mucho de la Komintern, como partido internacional de combate del proletariado. En su primera versión Félix Maíz lo confirmó. Era «el partido que hoy en día obedece ciegamente las instrucciones del supergobierno que trata de conquistar el Poder en el mundo (…) Anuncian con toda claridad su programa: ´Es preciso destruir la civilización cristiana para conseguir nuestro objetivo´» (p. 254). Había, pues, que echarse a temblar y prevenirlo. A toda costa.

En estas condiciones el asesinato de Calvo Sotelo (p. 266) fue, ni más ni menos, la comprobación de «cómo los esbirros de Moscú han cumplido la amenaza que oficialmente lanzó el Gobierno de la República Española, por boca de uno de sus ministros: el señor Casares Quiroga». Menos mal que poco después (p. 273) «la primera columna saldría al campo» para combatir al comunismo. España emprendía el camino de su salvación.

Se salvaba, sí, pero esto no significaba en absoluto que el golpe rojo se hubiera eliminado. Al contrario, a pesar de su postergación los preparativos continuaban (1976, pp. 225s). Queipo de Llano visitó Málaga, se entrevistó con el general Patxot y rindió informe a Mola: «dice que es imposible dominar la avalancha revolucionaria, bien instruida por los dirigentes anarcosindicalistas y anarcomasónicos dependientes de comandos soviéticos establecidos en Ceuta y Tetuán». ¡Caramba! ¡Comandos ya! En la primera guerra mundial los alemanes habían hecho uso de Stosstruppen, pequeños grupos de asalto, pero los rusos innovaban.

La última distribución de fuerzas del «Comité Nacional Revolucionario» (sic) de la que estaba informado Mola presentaba un total de 150.000 hombres en la primera fase, 80.000 en la segunda y 100.000 al asalto (1976, p. 265). En total 330.000 hombres. Pregunta ingenua: ¿cuánto tiempo le tomó al Ejército Popular llegar a tal cifra en la guerra civil?

El amable lector observará la continuidad en la argumentación. Era lógica. En la primera intentona de la dictadura franquista por esbozar una historia oficial de la guerra civil (perdón «de liberación») se había sentado cátedra en 1945. Fue un clarinazo para mantener prietas las filas en torno a una interpretación única. Casi hasta hoy.