Una sombra sobre la España de la victoria

28 marzo, 2017 at 8:30 am

Ángel Viñas

Sobre el período inmediato tras la finalización de la guerra civil hay una inmensa literatura. Por lo general se ha concentrado en ámbitos como el de la sangrienta, permanente y duradera represión de los vencidos, la puesta en marcha del autoproclamado “nuevo Estado”, el enaltecimiento de la figura de Franco como supremo salvador de la PATRIA, etc. Menos en el ámbito económico en donde la atención se ha dirigido hacia los no demasiado impactantes esfuerzos de reconstrucción.

Esta atención no faltó del todo en la Administración del autoproclamado “nuevo Estado”. En el Ministerio de Agricultura, de corte falangista, preocupaba lo que podía avecinarse poco después del comenzo del militar en Cataluña. El 30 de enero de 1939 el delegado del Servicio Nacional del Trigo resaltó cómo la reducción de las siembras, una cosecha meramente regular y el aumento previsible del consumo iban a conducir a una situación deficitaria grave. Estimaba tan ilustre prohombre que el volumen de trigo que faltaba para el normal abastecimiento, sin restricciones, de la población se elevaba a casi 300.000 toneladas. Las necesidades iban a ser apremiantes y, para los siguientes meses hasta agosto, podían calcularse en unas 165.000.

Aunque la situación alimenticia de la autodenominada “zona nacional” no había estado nunca en peligro, los problemas se acumularían en el futuro inmediato. Las posibilidades de reducir la dependencia de las importaciones eran limitadas: el racionamiento, la mezcla del trigo con otros cereales y el aumento de los rendimientos harineros. El SNT se pronunció en contra de esta última alternativa, difícil, y elaboró una preciosa argumentación desechando la primera, porque presentaba “grandes inconvenientes económicos, sociales y políticos”.

Tal alternativa fue la que terminó adoptándose muy rápidamente. Estaba en consonancia con el espíritu falangista que reinaba en la dirección política de la agricultura española (había que buscar “Imperio” y repartirlo entre los nuevos conquistadores, un poco como en sus sueños Hitler hacía con las extensas superficies agrícolas soviéticas en busca de Lebensraum). Así, pues, se subrayó que la implantación del racionamiento era complicada; habría que introducir cartillas; fijar cupos de harina que entregar a los panaderos y ello produciría -suponemos que por aplicación de la “ley de hierro” inherente al derecho de conquista- un “reparto desigual en perjuicio de la parte más modesta de la población”. Las raciones, continuó el SNT, habrían de “establecerse en función de la situación económica de los individuos y la clase de trabajo que realicen”.

Los cálculos eran, en cualquier caso, estremecedores: la ración media necesaria para enjugar el déficit sería de menos de 300 grs por día, es decir  de dos tercios de la media que se aplicaba en aquellos momentos. Daría origen a una imputación de 330 calorías diarias, “imposible de sustituir por otros alimentos para la mayor parte de la población”. ¡Imagine el lector el caso de los obreros que realizaban trabajos físicos fuertes! Consumían hasta un kilo de pan al día. Además, el racionamiento fomentaría el comercio clandestino de harina y de pan a precios superiores a los de tasa “y produciría un retraimiento de las ofertas de trigo al SNT”. La ocultación aumentaría considerablemente.

Todo esto era cierto. Pero, ¿qué hacer? Como no había muchas divisas libres (el encorsetado comercio de la España de Franco no las generaba) el consejo de excelentísimos señores ministros, en su reunión del 10 de febrero de 1936, solo autorizó la adquisición de 200.000 toneladas de trigo en Argentina y de 50.000 en Rumania. Así, pues, se aceptaba de entrada un déficit equivalente a estas últimas.

¡Ah! Pero el hombre propone y la realidad dispone. La ocupación total del territorio incrementó las necesidades previstas. En base a las existencias de trigo al 1º de abril de 1939 [DÍA DE LA VICTORIA sobre los malvados que habían llevado a la PATRIA al desastre] las importaciones adicionales imprescindibles se cifraban en, por lo menos, otras 250.000 toneladas. El déficit triguero en la zona ocupada se estimaba en un mínimo de 200.000.

¿Qué significa esto? Que había mucho hambre comprimido y reprimido en el territorio que había quedado fiel a la República hasta el final y que algo más había que hacer. En la reunión del Consejo de Ministros del 20 de abril se adoptó la decisión de adquirir trigo en tal volumen y se anularon las importaciones previstas de Rumania.

Se firmaron, pues, los necesarios convenios hispano-argentinos y el pimpante ministro de Agricultura, el prócer falangista Raimundo Fernández-Cuesta, no se privó de ilustrar a sus no menos ilustres compañeros que las adquisiciones se veían sombreadas “por la posibilidad de un conflicto internacional”.

Hay que ver, pues, desde este ángulo la importancia y significación de los amables signos de Franco de creciente aproximación hacia las potencias del Eje, sobre todo el Tercer Reich, y su desprecio olímpico a recabar la ayuda de las democracias occidentales, en particular Inglaterra,cuyas peticiones de regularizar los intercambios comerciales se encontraron con el desprecio más absoluto. ¡Faltaría más!.

Esta demostración de orgullo miserable, típico de la política exterior para-fascista del “invicto Generalísimo”, siempre se topó de bruces con la realidad. El 14 de junio de 1939, en una de las sesiones habituales del Comité de Moneda (encargado de gestionar el volumen de divisas con criterios típicos de una vieja ama de llaves), se expuso la situación de divisas. Esta fue siempre uno de los secretos de Estado mejor guardados de la dictadura. En la guerra, en la posguerra (en realidad, hasta el plan de liberalización y estabilización de 1959) solo los iniciados -unos cuantos funcionarios del Instituto Español de Moneda Extranjera y del Ministerio de Comercio- pudieron correr los velos que recubrían este santo de los santos.  Más de veinte años de “absoluta discreción”, salvo cuando no hubo más remedio, a partir de 1956, que decir algo a una inquisitiva institución como fue  la Organización Europea de Cooperación Económica (OECE).

Pues bien, en el primer mes auténticamente de “paz” (aunque la “campaña” contra los malos continuaba), el de mayo, las entradas y salidas de divisas (en torno a los 1,5 y 2 millones de libras respectivamente) habían incrementado el déficit. Solo había podido cubrirse tirando de créditos (45.000 libras) y reduciendo la posición (475.000 libras). Las tenencias en divisas libras de la orgullosa ESPAÑA DE LA VICTORIA apenas si pasaban de 700.000 libras. No comment. Con esta precaria base monetaria exterior Franco se preparaba a la conquista de un “Imperio”.  

¿Qué hacer? En primer lugar, reconocer la realidad. Uno de los periodistas más “pelotas” del régimen militar, el hoy prácticamente olvidado Francisco Casares, había celebrado alborozado la desaparición de las cartillas de racionamiento introducidas durante la guerra. Las había calificado tan preclaro turiferario de “señal infamante del período rojo, vestigio de socialización..” (Debo la cita a Rafael Abella, qepd). Pero la verdad es que la desaparición no duró mucho.

La Ley de 10 de marzo de 1939 creó la CAT (es decir, la Comisaría General de Abastecimientos y Transportes), uno de los grandes órganos de intervención y de distribución de productos sometidos al racionamiento de la posguerra. Dependió del Ministerio de Industria y Comercio (a partir de 1951 solo de este último) y fue también uno de los organismos en que con mayor ferocidad anidó la corrupción sistémica de la dictadura. Dentro de la CAT hicieron metástasis los militares que se incorporaron a la Administración civil del orgulloso “nuevo Estado”. No pasaron hambre. Los vencidos, y muchos otros, sí. Lo veremos rápidamente.

Recursos agrícolas y población: Una de las claves de la guerra civil

21 marzo, 2017 at 11:48 am

Ángel Viñas

El balance recursos agrícolas-población es un concepto elemental. En la guerra civil jugó en favor de los sublevados. Desde este punto de vista el conflicto se caracterizó por el acompasamiento, desde una posición ventajosa para los insurrectos al crecimiento de la expansión geográfica del territorio bajo su control. En él no se pasó hambre. En la parte gubernamental las carencias no dejaron de intensificarse.

La sublevación del 18 de julio de 1936 triunfó sin grandes dificultades en las zonas productoras de alimentos y relativamente escasas de población. Así ocurrió, por ejemplo, en Canarias, Baleares (salvo Menorca), Navarra, La Rioja, Castilla la Vieja, Galicia, Guinea y amplias zonas de Andalucía. Todos ellos territorios que generaban grandes excedentes de cereales, aceite, vino, hortalizas y pesca. Tales excedentes se destinaron al consumo propio y, crecientemente, a la exportación. Por el contrario, en manos del Gobierno quedaron las zonas más densamente pobladas e industrializadas (Bilbao, Barcelona, Madrid) y otras con recursos agrícolas relativamente más limitados, salvo Levante.
Si la guerra civil hubiera sido corta, el desequilibrio no hubiera tenido grandes efectos pero no fue así. Desde el punto de vista adoptado en este post la guerra puede caracterizarse por una ampliación del espacio geográfico y de la población bajo control de los sublevados, la correspondiente contracción del territorio gubernamental y los movimientos migratorios tendentes a huir del primero, ya fuesen directos -probablemente no muy grandes- o indirectos -a través de la frontera francesa. Las zonas receptoras fueron Barcelona, Madrid y Valencia en 1936. En 1937 se añadieron  Vizcaya y Málaga. en 1937. En 1938 la concentración continuó en Madrid, Barcelona y Valencia, apareciendo Valencia y Córdoba. A  finales de 1936 un 50,6 por ciento de la población estaba ubicado en territorio republicano. Un año más tarde, ya era el 42,2 y a finales de 1938 un 39,4 por ciento.  Todo ello según los cálculos de José Antonio Ortega y Javier Silvestre, ya mencionados en una ocasión anterior en este blog.

En el espacio geográfico republicano la presión poblacional sobre los recursos fue aumentando y, en ocasiones, generó movimientos de rechazo (muy perceptibles, por ejemplo, en Cataluña). En Madrid, en gran medida aislada durante la mayor parte del conflicto, el problema de las subsistencias fue intensificándose durante la misma con efectos que ha analizado recientemente Ainhoa Campos Posada en un libro colectivo sobre la capital en la guerra civil.  Tales presiones no se dieron en el creciente territorio bajo control franquista.

Esto no quiere decir que en ella se mantuvieran los niveles de producción de preguerra, pero en general, como ya señaló Carlos Barciela hace muchos años, el volumen producido fue siempre superior al republicano. En el cereal que más se consumía por excelencia y una de las bases de la alimentación popular, el trigo, la diferencia inicial fue creciendo rápidamente. En otros cereales (centeno, avena, maíz) las discrepancias no fueron tan amplias, pero sí suficientes. Solo en cebada hubo una relativa aproximación de las producciones. Numerosos son los autores que han documentado que entre 1936 y 1937 se produjo un declive de la producción y de los rendimientos, como ha resumido Elena Martínez.

Así, pues, la carencia relativa de cereales afectó a las disponibilidades de pan. Cierto es que, disponiendo del contravalor en divisas de las existencias de oro y plata que fueron vendiéndose a diversos compradores (Francia, URSS, Estados Unidos), la República pudo adquirir, a lo largo de 1937, grandes suministros de alimentos en el extranjero. No se olvidarán fácilmente los garbanzos mexicanos. Sin embargo el flujo se vio dificultado por el bloqueo que la Armada franquista impuso sobre las costas de Levante o del Norte. No muy efectivo en todo momento pero la libertad de comercio se vio siempre cortocircuitada.

En 1938 el problema de la alimentación comenzó a adquirir caracteres de gravedad en zona republicana. Con las carencias aumentaron los síntomas de resquebrajamiento de la moral de la retaguardia. Se expandieron el derrotismo y el pasotismo y la moral de resistencia se vio minada. Todo ello fue creando el caldo de cultivo en el que prosperaron querellas internas, la actividad de las quintas columnas y la propaganda franquista. La combinación resultó absolutamente letal en el Madrid aislado, tras el hundimiento de Cataluña.

Aunque los métodos para racionar los abastecimientos no están demasiado bien estudiados, sí sabemos que los puestos en práctica por los gubernamentales no fueron muy eficientes. Las memorias de Antonio Cordón, subsecretario del Ejército, dejaron testimonio de que en la última fase de la guerra, la Intendencia republicana había conservado grandes stocks de alimentos en Barcelona con el fin de atender a las necesidades prioritarias del Ejército Popular. No supieron, o no quisieron, distribuirlas y su destino fue el fuego o caer en manos del enemigo.

Por el contrario, en la zona franquista pudieron regularse fácilmente los suministros a la población y aun así dejar un amplio excedente para la exportación. Sabemos que los nazis echaron sus ojos codiciosos sobre él, aunque no lo suficiente para que Franco se viera constreñido a reducir las ventas al mercado británico. Era en este donde las exportaciones agrícolas (y minerales) podían generar divisas libres en tanto que el comercio hispano-alemán estaba encajonado por una serie de mecanismos que no las desgajaba en cuantía suficiente. Los excedentes alimentarios se aplicaron a la compensación de las importaciones de productos industriales (en particular armamentos nazis) con la idea de reducir en lo posible el volumen de endeudamiento que iba creciendo exponencialmente.

El resultado de estos movimientos asimétricos fue que en la zona franquista la gente, en general, no sufrió privaciones a la hora de comer en tanto que en la gubernamental se extendió el hambre ¿Quiénes, de mi generación, no recuerdan a sus padres mencionar las “píldoras del Dr. Negrín”? Es decir, las lentejas que se convirtieron en un rasgo permanente del menú republicano.

En definitiva, desde la perspectiva del balance de recursos agrícolas-población los sublevados tuvieron una buena guerra. También supieron llevar a cabo una eficaz propaganda. En ocasiones, la Aviación se utilizó como medio para arrojar pan blanco, en vez de bombas, a las poblaciones de la zona resistente. El mensaje siempre fue muy claro y muy burdo: rendíos o venid a nuestra zona. En ella siempre tendreís que comer.

Este tipo de incentivos -amén del reconocimiento creciente de que la guerra iba mal para la República- explica que el volumen de deserciones del Ejército Popular fuera in crescendo a lo largo de 1938. Tras la ruputura de la zona gubernamental en Vinaroz los feraces territorios agrícolas del Levante dejaron de aportar su contribución a la subzona al norte del Ebro: Cataluña.

Siempre me ha llamado la atención que en cuanto empezó la campaña de Cataluña los franquistas, muy al loro, solicitaran a los italianos que, además de seguir suministrando material de guerra,  enviaran también alimentos. Los primeros navíos que llevaron víveres  a la España franquista fueron el Sivigliano y el Paganini. Los desembarcaron el 2 y el 4 de enero de 1939. En febrero hubo tres expediciones más a bordo del Barletta. Todas ellas dejaron su preciosa carga en Cádiz.

La alegría que produjeron las distribuciones de panecillos blancos (que la población republicana llevaba tiempo sin ver) y los suspiros de alivio (cuando se exhalaron) no fueron de larga duración. Era evidente que el hasta entonces favorable balance de recursos alimenticios-población terminaría desapareciendo.

La España de la VICTORIA tendría, así, que  alimentar a la población total (disminuida en las víctimas, directas e indirectas, de la guerra), pero desde una situación de partida muy diferente de la que había existido hasta julio de 1936.

La agricultura había sufrido. También la red de transportes. Los sistemas de distribución habían quedado muy quebrantados. El hambre acumulado en las zonas últimamente ocupadas era considerable. A Franco y los vencedores podría preocuparles poco lo que pasara a los vencidos pero no podían dejarlos perecer de inanición. ¿Qué hacer? Se necesitaba de todo: alimentos, sí, pero también abonos y pesticidas en volumen considerable.

¿Echarían una mano quienes habían sido valedores y protectores de Franco en la guerra civil? ¿Cómo funcionarían, en la paz, aquellos mecanismos económicos que, al decir de algunos historiadores más o menos pro-franquistas, habían permitido la VICTORIA?

Sobre los años del hambre: una presentación

14 marzo, 2017 at 11:30 am

Ángel Viñas

Varios amables lectores de este blog me han pedido que diga algo sobre el extendido fenómeno del hambre en los años cuarenta. No es un tema desconocido, aunque tampoco muy tratado. La evidencia empírica de que se dispone es la obtenida por medio de estadísticas demográficas, médicas, sanitarias y de otros tipos. O por reconstrucciones hechas en obras de ficción. O por recuerdos transmitidos a lo largo de las cadenas familiares. Es un ámbito con respecto al cual no cabe fiarse de la prensa de la época. No había libertad alguna de publicación. La censura era omnicomprensiva y de guerra. En tales condiciones, suponer que los periódicos dijeran algo remotamente parecido a la realidad es mero wishful thinking.

Se trata, pues, de un tema en el que, con  todo el respeto debido a los autores de ficción, no vale fiarse demasiado de sus reconstrucciones. Tampoco de las memorias individuales transmitidas de generación en generación. Menos aún de “representaciones” colectivas. Muchos de los pertenecientes a mi generación, nacidos después de la guerra civil, tendrán recuerdos de lo que les contaran sus padres o familiares, pero aun en el supuesto de que se aglomeraran sería difícil hacer un análisis fiable. De una cosa podemos estar seguros: mucha gente pasó hambre. Otros, no. Es impensable que en El Pardo o en la mesa de los prohombres y paniaguados de la dictadura se sufriera por falta de alimentos.

A partir de esta premisa en los próximos posts voy a tratar de decir algo menos elemental, aunque sin pretender acercarme demasiado a la Verdad, esa que es solo patrimonio del Señor.

Me apresuro a señalar que el tema puede ser de alguna actualidad. En estos años de crisis la prensa, las estadísticas, los informes, los comentaristas, la evidencia visual, etc. nos dicen que la desigualdad ha aumentado en España, que el paro de larga duración subsiste, que las ayudas sociales se recortan, que vuelve a recurrirse a los apoyos familiares, que las ONGs están desempeñando un papel insustituible para que mucha gente no sufra demasiado y que el Gobierno, en general, no sabe, no contesta. Ciertamente España no es el único caso. Desde que se inició la crisis hace ya casi diez años en las calles de Bruselas, por ejemplo, vuelven a verse mendigos. Incluso en los barrios de altos ingresos per cápita.

Pero, aparte de que este blog suele concentrarse en temas españoles, hay una consideración de tipo histórico que me hace volver la mirada a los años del hambre en la primera mitad de la década de los cuarenta. Es esa idea, tan cara por ejemplo al profesor Stanley G. Payne, de que Franco fue el artífice del “milagro económico español” en los años sesenta. O de que sentó las bases de la España moderna. O de que, con su legado, contribuyó a que se tejiera la tela social sobre la cual se construyó la Transición. No es del todo cierto, aunque si lo fuera también podría argumentarse que Franco se resistió como gato panza arriba a modificar de modelo económico y mantener el que empobreció a España durante la primera mitad de su dictadura. Pero es que, además, lo que sí es posible demostrar es que a Franco no puede eximírsele de responsabilidad por las hambrunas de los años cuarenta. Ciertamente no las produjo él (hubiera debido ser un supermán, pero nunca dio con los mecanismos que hubiese debido evitarlas).

Así, pues, en los posts de esta serie aparecerá un Franco diferente. No es de extrañar que sus más excelsos corifeos (Ricardo de la Cierva, Luis Suárez Fernández y el propio Payne) hayan rehuído profundizar en la economía de la primera mitad de los años cuarenta. Unas cuantas pinceladas en el plano que convencionalmente se denomina de high politics (política exterior, desarrollo de las instituciones, pugnas entre los distintos segmentos de la dictadura, etc.) no son un sustituto de la necesidad de buscar evidencias más primarias, más próximas a los movimientos del cuerpo social (lo que también se advierte en el, digamos, recato de tal tipo de autores por abordar otras facetas sombrías como las que concurrieron en la represión, amedrentación y liquidación de toda disidencia “subversiva”). La economía, el comercio, el racionamiento, etc, son por el contrario ámbitos que tipifican lo que suele denominarse low politics, en lo que los historiadores de su altura no se dignan ensuciarse las manos.

No quiero pensar, naturalmente, que los posts venideros sirvan para algo. Ahora bien, si al menos constituyeran un modesto recuerdo de que cuántos de nuestros antepasados se vieron en condiciones similares a las que hoy sufren numerosos inmigrantes me daría con un canto en los dientes. Tan depauperados como están hoy estos, lo estuvieron muchos de nuestros padres y abuelos.

No hay que remontarse a la Edad Media o a los albores de la moderna para encontrar ejemplos de hambrunas. Tampoco hay que volver la mirada a los tan denostados siglos XVIII y XIX e iluminar las denominadas crisis de subsistencias. Pueden verse más próximas en los años de la postguerra civil.

Finalmente, los posts que seguirán ofrecerán un contrapunto a las tesis expuestas por algunos historiadores (no deseo citar nombres) de que Franco ganó la guerra porque supo manejar la economía infinitamente mejor que sus adversarios (por tantos motivos dignos de ser condenados al fuego eterno que alimenta -nunca mejor dicho- las calderas de Pedro Botero).

Veremos que en cuanto Franco ganó la guerra se encontró con los problemas que habían ocasionado tantos quebraderos de cabeza al Gobierno republicano. Y veremos también que la respuesta que dio el “invicto Generalísimo” estuvo en consonancia con sus ideas sobre la economía cuartelera que tan bien dominaba, esas en la que la “tríada” de apologetas del Generalísimo antes mencionada no suele detener sus avizores ojos analíticos.

En resumen, echaremos un pequeño vistazo a uno de los lados más negros de la España de la VICTORIA. No es correcto que los historiadores pro-franquistas tiendan a fijarse en las “luces” de la dictadura (Franco, anticomunista de pro; Franco, vencedor en cien combates; Franco, genio de la estrategia patria; Franco, presunto “reconciliador”) y eviten en lo posible sus aspectos más sombríos. Lo que no haré es introducirme en el mundo carcelario. Historiadores como Francisco Moreno Gómez, Gutmaro Gómez Bravo, Jorge Marco y Javier Rodrigo, entre otros, lo han hecho ya y mucho mejor de lo que podría hacer. Baste con recordar el análisis del primero sobre las condiciones auschwitzianas que reinaron en la cárcel de Córdoba tras la VICTORIA y del que ya me hice eco en su tiempo en este mismo blog.

Los posts ulteriores no se marcarán numéricamente. Cada uno tendrá un título distinto con el fin de diferenciarlos con facilidad.

Inseguridad colectiva. La república y la sociedad de naciones (y II)

7 marzo, 2017 at 8:30 am

Ángel Viñas

Uno de los grandes méritos del libro de David Jorge es que también hace honor a su subtítulo. No es la SdN “contra” la República. Es igualmente la República en la SdN. Para ello ha tenido que bucear, naturalmente, en archivos republicanos. Algo que pocos historiadores de los que han escrito en el contexto de la SdN han hecho. A decir verdad, David Jorge ha sido, si no me equivoco demasiado, el primer historiador en arramplar documentación de una amplia gama de archivos de tal procedencia. 

Generalmente hasta ahora se había escrito sobre la República en la SdN en base a la glosa de los discursos pronunciados por parte de representantes cualificados del Gobierno republicano. O acudiendo a obras de credibilidad dudosa, como las memorias del cuñado de Azaña, Cipriano Rivas-Cherif. O a las de Álvarez del Vayo, en sucesivas y no siempre armoniosas versiones.

En realidad, aunque instrumentos necesarios, tales fuentes no solo no agotan el tema. A veces ni siquiera identifican problemas fundamentales. Algunos fueron internos. Otros externos. David Jorge, como excelente historiador, no se ha movido en la superficie del oleaje del pasado. Ha buceado en busca de fuentes primarias. El abanico de archivos, españoles y extranjeros, en media docena de países, así lo testimonia.

Para mí, que nunca he mostrado demasiada simpatía por Rivas-Cherif en tanto que memorialista y diplomático aficionado, lo que David Jorge ha aflorado a la superficie sobre él es, simplemente, dramático. Director de teatro, y representante improvisado del Gobierno republicano en Ginebra en su calidad de cónsul general, su comportamiento fue un auténtico desastre. Cometió estropicio tras estropicio, indujo a error a su cuñado el presidente de la República en numerosas ocasiones sobre las perspectivas desde las cuales podría “remediarse” la situación según él la veía y mantuvo una relación algo más que tensa con el Ministerio de Estado. Es como si un embajador jugara a la contra con respecto a sus jefes. Naturalmente pudo permitírselo por ser pariente de quien era. Que Azaña obstaculizase los intentos para quitarle de aquel puesto es humanamente comprensible. Pero muestra un lado oscuro poco congruente del presidente con su tan alabada (aunque no siempre por mi) comprensión operativa de la escena internacional y de las necesidades que se planteaban a la República. Brillante analista, el mundo exterior no era el fuerte de Azaña. Al final, Negrín, cuando llegó a la Presidencia del Gobierno, se deshizo de Rivas-Cherif.

¡Ay! A la lenidad de Azaña se añadieron las deficiencias del Ministerio de Estado y aquí los responsables fueron los ministros correspondientes: Álvarez del Vayo (en dos turnos) y José Giral, expresidente del Consejo de Ministros e íntimo amigo de Azaña. Por lo demás, un hombre cumplidor e injustamente ignorado hasta fecha muy reciente. Siendo Ginebra un puesto del máximo interés político y diplomático para la República, sorprende que no se enviara allí a un peso pesado (como ocurrió con Londres, Moscú y, después de algunos endebles representantes aunque uno de ellos vociferante (Araquistaín), con París).

Es curioso, y no está suficientemente explicado, que la República enviara a amateurs sin especiales cualificaciones a Ginebra y a Washington (Fernando de los Ríos) para ambos puestos. En modo alguno estuvo ninguno a la altura de sus responsabilidades. Cuando Negrín decidió enviar un peso pesado a Ginebra (la elección recayó en Jiménez de Asúa) fue ya demasiado tarde. Que en situaciones desesperadas se podía trabajar bien, y a veces superbien, en lo bilateral lo demuestran los casos de Praga, Estocolmo y México, entre otros, cuyo entorno por lo demás era muy diferente en cada uno.

También es sorprendente que la República atendiera a los asuntos de la SdN con una representación parca y limitada. David Jorge ha sacado a la luz, sin embargo, el brillante papel del jefe de Sección correspondiente en el Ministerio de Estado, un profesor titular de Derecho Internacional, que por razón de su empuje y consistencia política e intelectual abogó por una línea razonable que presentar en Ginebra pero no fue suficientemente aprovechado. Se llamaba  Miguel Ángel Marín Luna. Ha buceado en su archivo. Marín Luna se exilió a México y uno de sus hijos terminó siendo un distinguido diplomático mexicano.

Cabría señalar que las circunstancias internacionales en que se desarrolló la guerra de España fueron tales que incluso los mejores embajadores de que dispuso la República no pudieron hacer mucho. El ejemplo paradigmático es, naturalmente, Pablo de Azcárate en Londres. Pero dejar la delegación en Ginebra tanto tiempo en manos de un advenedizo como Rivas Cherif y luego descabezada es, literalmente, incomprensible.

Con todo, el papel de la República en Ginebra no fue desairado. Si aceptó el papel del Comité de No Intervención, si no luchó ferozmente contra la imposición de un sistema de control que impidiese la llegada de extranjeros y de material foráneo a España y si no logró focalizar su atención en la SdN hasta que Negrín cogió las riendas por su cuenta, queda con todo el hecho de que se batió por la defensa del derecho internacional de la época y que siempre presentó la guerra en España como lo que era: el primer zarpazo nazi-fascista en tierras europeas.

La República tampoco estuvo totalmente sola. La URSS, México y Nueva Zelanda fueron aliados constantes. Los dos primeros casos se han estudiado exhaustivamente. No así el tercero que es, por lo demás, muy significativo. Nueva Zelanda no siguió como los restantes Dominios británicos el carro del que tiraba Londres. El equipo que formaron su primer ministro Michael J. Savage (laborista) y su embajador (alto representante en Londres) William J. (Bill) Jordan, delegado ante la SdN, constituyó un apoyo permanente que debería haber sacado los colores de las viejas élites del Foreign Office y, en particular, también de Chamberlain. Por lo demás, no hay que recurrir a David Jorge para hundir en las catacumbas al ministro de Asuntos Exteriores británico de la época, Anthony Eden, que curiosamente apenas si dice algo veraz sobre España en unas memorias tituladas, de forma abusiva, Facing the Dictators.

En resumen, si los lectores que siguen amablemente este blog quieren sumergirse en un período que no ha perdido un ápice de relevancia en materia de enseñanzas que pueden extraerse de la historia, les recomiendo muy encarecidamente que echen mano de la obra de David Jorge. Bienvenida es. Hacía falta. Mucha falta.