Polémica sobre Juan de la Cierva (I)

29 enero, 2019 at 8:30 am

Ángel Viñas

 En Murcia ha estallado un debate público sobre si dar o no el nombre del inventor del autogiro al aeropuerto regional. Las proezas tecnológicas e ingenieriles que conllevó el desarrollo del aparato, precursor del helicóptero, serían motivos más que suficientes para justificar dicho galardón. Un ilustre hijo de la autonomía se vería así recompensado póstumamente. Pero, a veces hay un pero, tan ilustre personaje (que ya da sus nombres a conocidas becas de investigación postdoctoral y a un Premio Nacional) no está exento de sombras. Entre ellas figura en lugar destacado su papel en el alquiler del avión más famoso de la historia contemporánea de España, el Dragon Rapide. Hay más.

Hace algunas semanas me llamaron de Murcia para que dijera algo sobre la actividad del ilustre inventor en este sentido. Lo hice de forma, a lo que parece, insuficiente. Como he escrito en varias ocasiones sobre su actividad no ingenieril creo que conviene resumir lo que puede y debe ponerse en claro. Lo que sigue es una sucinta valoración en tres posts. Me apresuro a señalar que, para escribirlos, he hecho ante todo lo que probablemente han hecho también muchos participantes en la controversia de Murcia: ver lo que se dice en Wikipedia.

Esto no significa que crea que lo escrito en Wikipedia es palabra de Evangelio. En el presente caso, un dato común a la entrada española e inglesa es que Juan de la Cierva, después de varios intentos aeronáuticos en España, se marchó en 1925 a Inglaterra. Probablemente consideró que en un país mucho más avanzado tecnológicamente que el suyo podría tener más éxito. Al fin y al cabo, la aviación británica, civil y militar, se había desarrollado a toda velocidad en el curso de la primera guerra mundial. En Inglaterra permaneció hasta 1936. ¿Consecuencia? El ingeniero Juan de la Cierva no participó personalmente en los debates ideológicos y políticos españoles de la primera mitad de los años treinta. Su intervención se limitó a mediar en el alquiler del Dragon Rapide sin saber a ciencia cierta para qué serviría. No lo digo yo. Lo dice la Wikipedia en castellano. Cito: no se ha “confirmado nunca si Juan de la Cierva era conocedor del destino del avión, máxime cuando falleció en diciembre de 1936 y llevaba años viviendo en Londres y alejado de la política nacional”.  Esto es, con perdón, una estupidez producto bien del deseo de embaucar o de la ignorancia más roma.

Cualquier historiador hubiera podido, y debido, analizar algo del trasfondo. En Wikipedia se dice simplemente que la mediación la hizo a petición de Luis Bolín, corresponsal de ABC en la capital británica. Es no haber leído ni siquiera las memorias del intrépido periodista, por muy falaces que sean.

Hagamos un sucinto recorrido. El período 1931-1936 fue tumultuoso en España. Hubiera resultado sorprendente que los españoles asentados en Londres no se hubiesen visto interesados o incluso afectados por lo que pasaba en la madre patria. De la Cierva, de familia de recia raigambre monárquica, no estuvo al margen. Formó parte activa del mundillo, más o menos cerrado, de los clubes londinenses en el que existía una pequeña tertulia que agitaba contra la República española. La mayoría eran ingleses y con capacidad de influir sobre la opinión pública. Todos ellos se movieron mucho desde el fracaso en 1932 de la “Sanjurjada” para “vender” a los lectores sus peculiares ideas sobre la “inquietante” dirección en que se movía España.

El fundador fue sir Charles Petrie, historiador y católico a machamartillo. Si el lector echa un vistazo a su entrada en Wikipedia en inglés verá que flirteó con el fascismo, que escribió un libro laudatorio sobre Mussolini, que era un ferviente admirador de sir Oswald Mosley (el líder fascista inglés), que defendió la política de apaciguamiento británica hacia los dictadores fascistas, que fue un encendido propagandista de la ulterior “España nacional” en la guerra civil, etc. etc. No extrañará que destacara en el mundillo intelectual londinense por sus estruendosos ataques al decadente liberalismo y porque solía saludar efusivamente a las viriles potencias del futuro Eje. Por sus amigos los conocerás es una máxima aplicable en este caso a Juan de la Cierva.

Otro de los tertulianos fue el marqués del Moral, angloespañol y también denodadísimo defensor de Franco cuando llegó el momento. Figuraba igualmente el duque de Alba, de rancia estirpe aristocrática española y escocesa, posterior “embajador” de la España de Franco. Hubo un diputado conservador, Victor Raikes, derechista furibundo, que cuando Hitler ocupó militarmente Renania en la primavera de 1936 destacó por oponerse a cualquier tipo de cooperación franco-británica porque podría llevar a la guerra. Un patriota de vía estrecha. Para nuestro tema el tertuliano fundamental fue Douglas Francis Jerrold, católico a machamartillo y que intervino en el asunto del Dragon Rapide. Participaron también Luis A. Bolín y Juan de la Cierva, únicos españoles de pura cepa. Tan insignes personajes contaban con acceso ilimitado a varios diarios de derechas como el Morning Post, el Daily Mail y el Daily Telegraph. Muy combativos todos ellos contra la experiencia republicana.

Como es lógico, este grupito filofascista ha sido objeto de estudio detallado en la historiografía. Sus resultados no nos interesan porque en ellos los tertulianos españoles no suelen destacarse. Sí nos interesa subrayar que Jerrold, el marqués del Moral y Bolín reelaboraron un opúsculo escrito por el político Don José Calvo Sotelo. El lector comprenderá que el opúsculo difícilmente era una obra científica. La reelaboración en forma de librito, The Spanish Republic, se publicó en 1933 y tuvo gran éxito en el mercado británico. Se trató de un ataque despiadado contra el nuevo régimen español. Ello animó a los tres autores a unirse a la tertulia de Petrie.

En algún momento se incorporó también Juan de la Cierva. Para entonces la empresa que había fundado en Londres desarrollaba un programa de pruebas en cooperación con el Ministerio del Aire. Esto lo ponía en contacto con militares británicos. No es exagerado afirmar que, con el apoyo intelectual y de contactos de Bolín y de la Cierva, los tertulianos se plantearon como objetivo fundamental contribuir a la salvación de España del inminente “peligro comunista”. Esto, como es sabido, constituyó el leit-motiv de los conspiradores españoles. La historiografía ha demostrado que se trató de una superchería, pero que sigue moviendo en España a almas cándidas.

A finales de mayo de 1936 el conde de los Andes, uno de los activistas más emperrados en derribar a la República y del que diré algo en un próximo libro, comunicó a Bolín en Londres que en España se estaba tramando una cosa seria. Era verdad. No sabemos si el corresponsal de ABC pasó tal noticia a de la Cierva, pero sería sorprendente que no lo hubiese hecho. Al fin y al cabo, pocos días más tarde Bolín dio, el 8 de junio, una interesante charla en un famoso hotel londinense. ¿Sería demasiado ilusorio suponer que de la Cierva no habría ido a escuchar a su amigo? La tesis que el eminente, pero falaz, periodista fue que en España existía un estado de guerra civil latente. Es decir, salvo que se demuestre que de la Cierva era más impermeable que el plexiglás al medio que lo rodeaba, hemos de suponer que el encargo del Dragon Rapide no le sorprendería demasiado. En cualquier caso, su fe monárquica se vería robustecida poco después cuando pudo charlar con el exrey Alfonso XIII en su visita a la capital británica. También estaba al corriente de lo que se preparaba y es difícil, por no decir imposible, que no charlaran de ello.  El lector puede suponer cuál sería la respuesta del ingeniero de la Cierva.

(continuará)

Un libro para iniciarse en Historia

22 enero, 2019 at 8:30 am

Ángel Viñas

 Puedo asegurar a mis amables lectores que el director de la Editorial Comares granadina, y buen amigo mío, Miguel Ángel del Arco, no me da comisión por referirme a libros por él publicados. Sin embargo, vuelvo a ella por tercera vez en este nuevo año porque hace tiempo que quería dar a conocer otro libro de los de su colección. Se trata de una obrita del profesor Antoine Prost, aparecida hace pocos años en Francia y que ha tenido un éxito fulgurante en los países francófonos. También aquí, en Bélgica. Sin embargo, salvo error u omisión, no he visto muchos comentarios sobre ella en España. Es una pena, porque es de lectura fácil y amena, en la edición de Comares se ve enriquecida con un excelente prólogo de dos colegas españoles muy respetados, Justo Serna y Anaclet Pons. Tras finalizarla muchos serán los interesados que se den cuenta de que interpretar documentos no es una tarea tan fácil y sencilla, sino que requiere alguna destreza que, eso sí,  se adquiere con la experiencia.

 El libro se titula Doce lecciones sobre historia. Está pensado para estudiantes de grado en la Sorbona, pero Prost lo escribió con la mente puesta en un número amplio de lectores. Ciertamente los ejemplos y las referencias que da se refieren a la historia de Francia o a la sociedad francesa, pero esto no es óbice para su interés en otros países europeos occidentales.

En España, que yo sepa, el análisis de documentos, fundamentales para todo historiador empírico que se base en evidencias primarias, no se enseña en el grado y queda por lo general restringido a los alumnos de postgrado, y no en todas las facultades de Historia. Para unos y para otros este librito debería ser de lectura obligada. Ahorraría, probablemente, mucho tiempo y mucho esfuerzo para aprender cómo analizar e interpretar esa documentación elusiva que se conserva en los archivos. Y aunque en la España democrática las autoridades siguen guardando con singular celo la que todavía no se ha desclasificado, quizá por eso de que en los archivos anidan serpientes venenosas que pueden dar un susto no a quienes las despiertan sino a los que leen sus productos, no cabe descartar una posibilidad. Quizá dentro de un tiempo prudencial (25, 50 o incluso 100 años) las generaciones futuras puedan familiarizarse con ellos, cuando el veneno con que fueron emponzoñados haya dejado de surtir efectos. Mientras tanto, con los documentos ya abiertos y consultables hay para tener entretenida a, por lo menos, una generación de alevines de historiador. Son quienes aprenderán de este libro. Incluso algunos docentes, porque siempre es más fácil retornar a la rueda que inventar una alternativa. Prevalece la máxima de que solo escribiendo historia se convierte uno en historiador.

En este sentido, al menos dos capítulos introductorios son de obligado análisis y de exigente reflexión. Uno se refiere a los hechos y la crítica histórica; otro a las preguntas que se hace el historiador. La historia no puede definirse ni por su objeto ni por documentos. Puede hacerse historia casi de todo y con toda suerte de fuentes. Pero son las cuestiones que se plantea el historiador lo que constituye el objeto de la historia y, en consecuencia, lo que determina la base de su trabajo.

En mi próxima investigación, ya en vías de revisión previa a la maquetación, las cuestiones que me planteo determinan el tipo de fuentes necesarias. Son tales cuestiones las que me han llevado a seleccionar un tipo de EPRE, alguna conocida -pero no siempre bien interpretada- y otra desconocida. También me han llevado a descartar otras. La aplicación de esta distinción me ha costado bastante trabajo porque he procurado superar mis propios prejuicios y limitarme rígidamente a la exposición, crítica interna y externa, contextualización y explicación de una masa nada despreciable de documentos encontrados en una decena de archivos. En tal labor he simplificado la clasificación de las cadenas de causalidad que describe Prost entre causas finales, materiales y accidentales y la he reducido a dos: condiciones necesarias y condiciones suficientes. Sin la menor intención, por supuesto, de sentar cátedra. Y, naturalmente, las cuestiones planteadas, casi como hipótesis al principio de la investigación, me han llevado a dar la preferencia a ciertos autores (nunca se parte de cero) y a dejar de lado otros. Aun así, la bibliografía es abundante.

No puedo decir que el libro de Prost me haya alumbrado el camino (tras cuarenta años de investigación en media docena de países y en una treintena de archivos algo he aprendido) pero sí me ha servido de consuelo. Por lo demás, no se me ha ocurrido sistematizar las técnicas de análisis tal y como lo hace él para ligarlas al desarrollo del estudio de la porción de pasado que me interesa atravesando las etapas que median desde las primeras interpretaciones de esa porción hasta desembocar en unas tesis que remedan la formación de un texto histórico con vocación científica, es decir, contrastable, sujeta a la crítica interpares y siempre provisional. No siempre es fácil agotar todas las fuentes existentes que incidan en una determinada cuestión. Sin duda habrá documentos y archivos todavía cerrados a la investigación.

Hubo una época en que escribir historia tenía mucho de literatura. ¿Quién no se ha confesado absorto o trascendido al leer la Historia de la decadencia y caída del Imperio romano de Gibbon? A mí se me cayó la baba, cuando hace muchos años leí la edición abreviada que me regaló Hugh Thomas. En alguno de mis traslados se traspapeló y ahora, cuando me concederé un buen descanso, me he apresurado a adquirir la versión completa. Espero pasar unas buenas semanas leyéndola y comparándola con alguno de los libros de Mary Beard.

Hace ya mucho tiempo que la Historia, sobre todo la contemporánea, se ha hecho “científica”. Pongo el adjetivo entre comillas porque no es obviamente una ciencia como la química. Es una ciencia social, una ciencia blanda. Los resultados que arroja son contingentes. Nuevas fuentes, nuevos descubrimientos, nuevos enfoques pueden dar al trasto, y frecuentemente lo hacen, con los conocimientos que creíamos seguros.

En pocos casos se parte de cero. Para la historia, por ejemplo, del siglo XX mucho de lo que pueda decirse, ya se ha dicho. En algún momento, en algún tiempo, en algún lugar. Esto se aplica a las sociedades occidentales y también a la española. El papel del historiador estriba entonces en separar el trigo de la paja y en calificar como relevantes, irrelevantes, verdaderas o falsas afirmaciones que en algún momento hicieron autoridad. O que, como en las dictaduras, estuvieron protegidas por esas autoridades. Todo lo que he escrito está pasado por ese cendal.

Desde este punto de vista el librito de Prost tiene una utilidad suma. Su lema podría ser el que la historia no explica el pasado completamente, pero sí algo del mismo. La explicación dada no es totalmente determinante pero tampoco es totalmente aleatoria. Todo lo posible no puede ocurrir al mismo tiempo, recuerda Prost. El historiador tiene que establecer un diagnóstico y determinar las situaciones en que se producen contingencias. Por utilizar la terminología anglosajona: si el historiador analiza la dinámica a que se han atenido los fenómenos históricamente constatables (the road taken), tampoco puede dejar de identificar aquellos puntos de inflexión a partir de los cuales, de haberse producido, los fenómenos subsiguientes hubieran sido otros (the road not taken). Es una metodología modesta. Personalmente, no estoy muy de acuerdo con los intentos de “historia alternativa” o “historia contrafactual”, un enfoque reciente tan de moda.  Ni los hombres ni las sociedades actúan como prevén los algoritmos de los war games o de los juegos de ordenador. El número de variables a considerar es inmenso. Sus interacciones, imprevisibles.

Comares publicó esta obra en 2014. Según tengo entendido ya va por la segunda edición. Es una buena señal. Merecería penetrar más entre los lectores españoles y familiarizarlos con una serie de observaciones que les permitirían dilucidar las profundas diferencias entre historiadores serios y los seudohistoriadores con escasos escrúpulos que disertan como si fuesen profesores sobre los temas más complicados de, sobre todo, nuestra historia contemporánea. En definitiva, un libro claro, sucinto, sumamente interesante y de lectura obligada para quien quiera penetrar rápidamente en el trabajo nada misterioso, por cierto, del historiador. Un ejercicio interesante podría estribar en sustituir los ejemplos tomados de la historia francesa por otros de la española. Es lo que yo invitaría a hacer si tuviese que dar un curso de postgrado.

La fe y la furia: un libro sobre el anticlericalismo en España

15 enero, 2019 at 8:30 am

Ángel Viñas

En el post de la semana pasada me referí a uno de los libros publicados por la granadina Editorial Comares. En este debo recomendar otro que aborda un tema parecido desde otro ángulo. La sempiterna cuestión del anticlericalismo en España. De todos es sabido que la SMICAR lleva años, curiosamente en el período en que ha florecido el movimiento en pos de la memoria histórica, reivindicando la suya. Numerosos son los integrantes del clero regular y secular asesinados en la guerra civil que han sido beatificados y, en algún caso, elevados a los altares. Muchos de ellos incluso encontraron acogida en las páginas del Diccionario Biográfico Español de la Real Academia de la Historia. Por otro lado, con perspectivas históricas modernas la compleja relación de la SMICAR con la sociedad española ha dado origen a una abundante literatura que ha roto moldes tradicionales.

Entre los numerosos títulos publicados en los últimos años hay uno que quisiera destacar aquí porque tiene alguna relación con mi anterior post. Es la conversión en libro de la tesis doctoral de la profesora Mary Thomas. Le costó cuatro años de trabajo revisar una inmensa bibliografía, sobre un tema no menos inmenso, y acuñar un marco analítico para reabordarlo con nueva EPRE, obtenida en media docena de archivos y con las aportaciones desde campos tan diversos como la sociología, la psicología social y la antropología. El subtítulo explica de lo que se trata: la violencia y el iconoclasmo anticlericales y populares en la España de 1931 a 1936. Va prologado por Sir Paul Preston, que fue uno de los examinadores de la tesis.

En un plano de historia estrictamente política la aversión a la Iglesia católica (la única posible en la España del XIX y hasta 1931) se explica por su triple papel como soporte de la Monarquía, su apoyo a la oligarquía y su lucha más o menos abierta contra los embates del mundo moderno a la vez que predicaba la sumisión al orden establecido como si este hubiera sido un resultado del designio divino. Nadie tan cualificado como el Conde de Jordana en su segunda etapa de ministro de Asuntos Exteriores de la dictadura franquista al recordar que de lo que se trataba era de combatir los destrozos ocasionados por el comunismo alentando a las masas a apropiarse y disfrutar de los frutos de esta vida en vez de aguardar, esperanzados, las delicias de la vida eterna a la sombra del Señor. La SMICAR fue el basamento esencial que apoyó tales teorías.

Sin embargo, la historia política no explica suficientemente el tenor y la evolución del anticlericalismo en España que, tras la guerra de la Independencia, terminó estallando tras la muerte del rey felón por excelencia. Su duración de más de cien años no puede explicarse exclusivamente por variables políticas. Mary Thomas hace una disección precisa de las más importantes variables, de diversa naturaleza, que lo marcaron y condujeron a lo largo del XIX. A principios del siglo XX el asalto de la modernidad sobre la sociedad española se hizo imparable, aunque a trancas y barrancas. Los grilletes con los que la SMICAR la atenazaba empezaron a aflojarse. Se soltaron tras 1931 cuando la intelligentsia republicana, no anticatólica por naturaleza, pero deseosa de reducir el papel de la Iglesia sobre la sociedad ocupó los resortes del poder público, a nivel nacional, provincial e incluso local.

La obra de Mary Thomas explica, no obstante, los asaltos contra las propiedades y rituales eclesiásticos por parte de amplias capas del campesinado rural y del proletariado industrial por la desazón generada por la reticencia de los poderes públicos en contrarrestar el vasto poder político y social detentado por la SMICAR. Cuando el golpe de Estado, semivictorioso pero también semifrustrado, determinó el colapso de la autoridad republicana en la zona en que no triunfaron los rebeldes, las masas obreras y campesinas descargaron su furor sobre una institución que habían divisado siempre como el sustento y apoyo esencial del orden económico y social tradicional. El iconoclasmo contra los símbolos católicos y la violencia contra el clero (que generó más de siete mil víctimas entre el regular y el secular) dejó tras de sí innumerables destrozos de edificios religiosos. Nada parecido había tenido lugar durante los años anteriores, ciertamente un tanto convulsos. Es más, algunas investigaciones empíricas como las publicadas recientemente sobre la protección del arte religioso en la provincia de Ciudad Real muestran que entre 1931 y julio de 1936 apenas sufrió daños.

Habitualmente la furia anti eclesiástica de, sobre todo, la primera mitad de 1936 se ha explicado por motivaciones irracionales o acciones criminales, cuando las turbas (sic) se hicieron dueñas de las calles y plazas. Este libro muestra que durante las décadas precedentes de rápido cambio social, económico y cultural los actos anticlericales habían ido adquiriendo un claro significado político y fueron a su vez una manifestación de los cambios acaecidos en una España en la que la transformación estructural chocaba con la impavidez del sistema político y, en particular, de la propia Iglesia española.

En el fondo no es de extrañar que cuando llegaron al Vaticano oleadas de noticias sobre los desastres que se habían abatido sobre la Iglesia y el clero españoles el sustituto del secretario de Estado Giuseppe Pizzardo acudiera a una explicación antropológica de andar por casa, pero que a la vez representaba un fracaso de la dirección de la Iglesia en España: los españoles, no habían sido nunca realmente un pueblo católico en la plena acepción de este término. No habían alcanzado el ideal y la disciplina morales que constituían el corazón mismo de lo católico, a pesar de toda la devoción que prestaban a las formas externas y al ceremonial. La pregunta es, ¿quiénes habían sido los responsables? Sin duda a la Iglesia católica española le correspondía algún tanto de culpa.  La obra de Mary Thomas muestra hasta qué punto había sido responsable por no haber sabido afrontar, como en otros países europeos occidentales, los desafíos de la modernidad.  Y eso a pesar de todos los esfuerzos emprendidos.

Hasta el advenimiento de la República la SMICAR había registrado un fracaso total y absoluto en adaptarse a los cambios que tenían lugar entre las clases desposeídas, tanto en el campo como en las ciudades, y que habían pasado años y años tratando de enfrentarse al insoportable peso que ejercía sobre todas sus actividades. Las pequeñas actividades por atenderlos, bien intencionadas o no, habían incluso reforzado un anticlericalismo visceral que, tras la dictadura primorriverista, penetró en el ámbito político.

Ciertamente la receta que la SMICAR distribuyó a grandes cucharones tras la guerra fue la menos adecuada posible para conseguir un triunfo duradero. En cuanto, a partir de 1959, se abrió la espita de la emigración y se reanudó el proceso de cambio económico y social, el apartamiento de las masas de la jerarquía se acentuó. La transición y la consolidación democrática abrieron los repertorios de elección pública. La “descatolización” dio pasos de gigante. Hoy, según ha revelado EL PAÍS (27 de diciembre de 2018) con datos del Pew Research Center norteamericano, España es uno de los países en los que tres de cada cinco encuestados han dejado de considerar la religión católica como aportadora de una significación especial para la identidad nacional. En proporción al número de habitantes la caída de la fe católica en España es la más marcada en Europa occidental y solo va por detrás de la ocurrida en Noruega o Bélgica.

Cuando se examinen las relaciones entre la SMICAR y la sociedad española desde la perspectiva del largo plazo (la clásica longue durée) es posible que se advierta que la dictadura de Franco consagró un triunfo de la primera que, por lo impuesto con las armas y en buena medida ahistórico, ni fue sostenible ni pudo sobrevivir demasiado tiempo a un clima de libertad política y de pluralismo social, como el que bien o mal representó la Segunda República Española.

Obras como la de Mary Thomas están destinadas a durar y a explicar unos fenómenos sociales que la guerra y la dictadura bruscamente interrumpieron. De seguir al ritmo de los últimos años los cerebros que dirigen la Conferencia Episcopal tendrán du pain sur la planche (es decir, no los faltará curro). La reacción del señor obispo de Córdoba a los resultados de las recientes elecciones andaluzas quizá muestre que, como pasó en tantos otros países, al menos una parte de la jerarquía católica sigue sin aprender nada. Mientras tanto, seguiremos esperando años y años a que aparezcan los Teilhard de Chardin, los Mauriac, los Maritain y los Mounier que, tal vez, en alguna ocasión la SMICAR española regalará al mundo.

 

Franco, Queipo, la Iglesia… y la España soñada

La Iglesia de Trento contra la Masonería

8 enero, 2019 at 10:08 am

Ángel Viñas

En ese enciclopédico estudio, bendecido por las espadas vengadoras del Estado Mayor Central y escrita por el Servicio Histórico Militar a la que he hecho tantas veces referencias en este blog, queda inmortalizada para la posterioridad la visión de los vencedores. La guerra fue absolutamente necesaria para derrotar a la Anti-España. Estaba en juego la supervivencia de la PATRIA y con la PATRIA no se juega. Entre la Anti-España, aparte de los consabidos comunistas, socialistas, liberales, librepensadores, ateos etc. figuró siempre en lugar destacado la Masonería. De aquí que el nuevo poder militar instaurado por la fuerza no tuviera la menor compulsión en, haciendo una finta dialéctica que ya hubiesen querido para sí los redactores de los evangelios -con las consabidas disculpas por la ucronía-, no tardara en sacar la Ley para la represión de la Masonería y el Comunismo (LRMC). De todos es sabido que los uniformados y sus asesores jurídicos consideraron ambos términos como hermanos o equivalentes. Aberraciones peores se han visto. Sin embargo, las penas previstas no eran moco de pavo y fueron aplicadas a muchos de los oficiales y jefes del Ejército de la VICTORIA. Fuera de ellos o con ellos algunos miembros de lo que también se denominaba la “secta diabólica” se distanciaran lo más posible. Por supuesto, a muchos -quizá la mayoría- de los masones no les sirvió de nada. Aquí expondré una de las humillaciones que les aguardaba.

 

La Santa Madre Iglesia Católica Apostólica Romana (SMICAR) preparó, como los hechiceros de las tribus lejanas en el siglo de la expansión imperialista, rituales de recuperación. Debían aceptarlos quienes se mostrasen dispuestos a abjurar de sus creencias masónicas. Una pieza fundamental fue el documento de abjuración.

Dice una expresión común que la mejor venganza es la que se sirve en frío. La SMICAR, que había salido de la guerra (perdón: de la “Cruzada”) con apetitos exterminadores (no en vano la represión republicana se había cebado en el clero secular y regular durante la misma), debió de reflexionar largamente sobre los requisitos que habrían de cumplir quienes desearan acogerse a su seno materno. ¡Ojo! Eso no les eximía de cumplir las penas que les impusiera la justicia de los hombres. La Iglesia, ya se sabe, no es de este mundo sino eterna y siempre ha predicado que hay que dar a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César. Al menos en teoría.

Pero, ¿qué pasa cuando el César, que sí es de este mundo, se pone en la práctica al servicio de la Iglesia? En tales casos toda la fuerza del César se aplica a los contraventores de los dogmas, principios o intereses de la Iglesia. Esto es lo que ocurrió tras la guerra civil. La legislación positiva del César subsumió en categorías comparables la pertenencia al comunismo y a la masonería.

Hace algunos años un investigador en la historia del Derecho, Guillermo Portilla, publicó su tesis doctoral en la Editorial Comares, de Granada, que viene distinguiéndose por dar a la luz una serie de obras fundamentales sobre la represión. En este caso el libro tenía un título un tanto desalentador para quienes no hemos estudiado Derecho: La consagración del Derecho penal de autor durante el franquismo: El Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo. Apareció en 2010.  A mí me llamó la atención la referencia al tribunal. Al ojearlo me di cuenta de que “el derecho penal de autor” es un concepto perfectamente definido: es el que se impone a los delincuentes no por el hecho de haber cometido delitos, sino porque pertenecen a una determinada categoría. En resumen, se aplica no por lo que hacen, sino por lo que son. El concepto es familiar a todos los que hemos leído algo sobre la “Justicia” en el Tercer Reich. Los tribunales nazis aplicaron leyes dictadas en función de amplias categorías, en su caso la más llamativa fue la racial. Así, a un judío se le podía condenar por el hecho de ser judío, aunque hubiese sido un héroe condecorado con la cruz de hierro de primera clase por méritos militares al servicio de su patria y contraídos en la primera guerra mundial.

De todas maneras, como por desgracia no soy jurista, lo que más me impactó del libro de Portilla, que recomiendo encarecidamente a todos los lectores, es la impresionante colección de documentos de su anexo. Entre ellos figura, ¡cómo no!, un ejemplar del documento de retractación que debían firmar todos aquellos que estuviesen dispuestos a abjurar de su pertenencia a la Masonería. Su lectura nos devuelve a los más negros capítulos de la Iglesia triunfante, a la tradición nacionalcatólica menendezpelayista, a las tinieblas de las guerras de religión, en una demostración de que la SMICAR en su versión española ni había olvidado nada ni tampoco aprendido nada. Me da un poco de reparo reconocer que, por motivos de edad, pertenezco a aquellas generaciones nacidas después de la guerra que tuvieron que pasar en la escuela por las doctrinas que se describen en el documento que ahora retomo de Portilla para información de los amables lectores. Espero y confío que sin haber sufrido un daño irreparable.

Sería interesante saber, por medio de encuestas bien dirigidas, el porcentaje de españoles y españolas que en la actualidad haría profesión de fé y estarían dispuest@s a defender hasta las últimas consecuencias planteamientos como los que figuraban en aquel documento:

“La Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica, Romana, es la única y verdadera Iglesia fundada por Jesucristo en la Tierra, a la cual de todo corazón me someto. Creo todos los Artículos que me propone creer; repruebo y condeno cuanto Ella reprueba y condena y esto pronto a observar cuanto me manda, y especialmente prometo creer: la doctrina católica sobre la Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo y la unión hipostática de las dos naturalezas, divina y humana; la divina maternidad de María Santísima, así como su integérrima virginidad e Inmaculada Concepción; la presencia verdadera, real y sustancial del Cuerpo, juntamente con la Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía; los siete Sacramentos instituidos por Jesucristo para salvación del género humano, a saber: Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Penitencia, Extremaunción, Orden y Matrimonio; el Purgatorio, la resurrección de los muertos, la vida eterna; el Primado, no tan solo de honor, sino también de jurisdicción, del Romano Pontífice, sucesor de San Pedro, Príncipe de loa Apóstoles y Vicario infalible de Cristo; el culto de los Santos y de sus imágenes; la autoridad de las apostólicas y eclesiásticas tradiciones y de las Sagradas Escrituras, que no deben interpretarse y entenderse sino en el sentido que ha tenido y tiene la Santa Madre Iglesia Católica; y todo lo demás que por los Sagrados Cánones y por los Concilios Ecuménicos, especialmente por el Sagrado Concilio Tridentino  y por el del Vaticano ha sido definido y declarado…”

¿Qué decir? Ningún buen cristiano no católico (evangelistas, metodistas, luteranos, anglicanos, presbiterianos, etc.) se adheriría a lo que antecede. El documento proclamaba la absoluta soberanía del catolicismo más intransigente. Retrocedía a un período anterior a las guerras de religión de los siglos XVI y XVII. Chocaba con las Luces del XVIII. Con los progresos científicos ulteriores del XIX y XX. Orgullosamente, al proclamar la referencia al concilio de Trento, justificaba la apelación de tal iglesia como “trentina”. Por lo demás, obsérvese la importancia otorgada a las interpretaciones de la jerarquía. Con ello la SMICAR pronunciaba su papel supremo para entender en asuntos de la fe y de las buenas costumbres.

No hizo falta esperar al Concordato de 1953 (un texto jurídico y un tratado internacional entre el Estado Español y el Vaticano absolutamente aberrante, apenas si corregido por los acuerdos parciales anteriores a la transición política). El Estado naciente reconoció poderes omnímodos a la Iglesia en el curso de la guerra civil, siempre y cuando no chocara con actuaciones del Caudillo que, como nuevo Führer reencarnado a la manera española y en aplicación de su suprema voluntad como última fuente de ley, podía hacer teóricamente lo que le viniera en gana. Constreñida entre dos autoridades absolutas, la política y la eclesiástica, a la sociedad española le aguardaban años como ni siquiera se habían conocido en los tiempos de la supuesta grandeza del Imperio, aquél en el que nunca se ponía el sol.

Eso sí: en plena mitad del siglo XX.