El caso del alférez secretario del consejo de guerra que condenó a Miguel Hernández

25 junio, 2019 at 8:30 am

Ángel Viñas

Poco antes de irme de vacaciones este caso llegó a las páginas de EL PAÍS y de aquí se difundió viralmente por las redes sociales. Es sencillo: el hijo del alférez en cuestión, que no identificaré,  solicitó a la Universidad de Alicante que el nombre de su padre se retirara de los metadatos que permiten llegar a él en internet. En su opinión, por mor de la protección del derecho al honor. Numerosos historiadores se han pronunciado, alarmados, por las posibles repercusiones que la aceptación de tal petición por parte del gerente de la Universidad,  pueda tener sobre la libertad de cátedra y de investigación e incluso sobre la de expresión. Todas ellas bienes superiores amparados constitucionalmente.

 

Según he leído el hijo del citado alférez ha alegado que su padre no fue un personaje público. Su petición ha pasado a ser del dominio público. Ahora parece que en dicha Universidad (que hace años me concedió el honor de nombrarme doctor honoris causa) han aflorado disensiones y que muchos profesores (ciertamente los historiadores) no están de acuerdo con la decisión del gerente. Sin entrar en los pormenores del caso, que conozco solo por lo leído, en este post trataré de argumentar en favor de mis colegas ateniéndome a un razonamiento puramente epistemológico.

En primer lugar, la característica de haber sido, o no sido, “personaje público” en el pasado se me antoja estrictamente irrelevante. Basta con haber vivido y aparecer en documentos accesibles al investigador para tener la potencialidad de convertirse en objeto de investigación. Negar esta proposición es negar la historia, en la acepción en que hoy se la entiende en general. La historia es una reconstrucción del pasado y, en particular, de la acción humana en la inmensidad de este, que es por definición absolutamente incognoscible y aprehendible en su totalidad. El investigador lo que hace es proceder por cortes basándose en evidencias que le permitan iluminar alguna parcela, parcelilla o microparcela de ese pasado.

En este aspecto me limitaré a recordar un ejemplo que, en mis tiempos, me influyó poderosamente. En 1976 un historiador italiano llamado Carlo Ginzburg publicó un libro que lo hizo famoso en todo el mundo. Lo tituló de una manera llamativa: Il formaggio e i vermi, es decir, El queso y los gusanos. Pocos años después, en 1981, se tradujo al castellano. Ya le había precedido una edición en inglés. Desde entonces las reediciones han sido constantes y ha aparecido en muchos otros idiomas. Su protagonista fue un molinero italiano llamado Domenico Scandella y nacido en 1532. Ha afluído desde entonces mucha agua al Mediterráneo. Que más de cuatrocientos años después lo resucitara Ginzburg debe constituir, en mi modesta opinión, una llamada de alerta para la Universidad de Alicante. No puede haber personaje menos público y más desconocido hasta entonces que Scandella en una obra de alcance universal.

¿Por qué? Simplemente porque el autor, al estudiar los dos procesos a que la Santa Inquisición (algunos todavía la bendicen o la echan de menos en una forma más o menos adaptada a los usos y costumbres de nuestro tiempo) gracias a los documentos en que se reflejaron pudo identificar los rasgos fundamentales de la cosmogonía que sustentaba el molinero. Hoy nos parece absurda, grotesca, pero también habrá gente a la que la visión cosmológica de la Santa Madre Iglesia Católica asentada en el Concilio de Trento pocos años más tarde le parezca hoy no menos curiosa. Ginzburg puso en relación  la cosmogonía de Scanella con la aceptada comúnmente en la alta cultura del siglo XVI, muy dominada obviamente por la de origen greco-latino (mitología) y las creencias de la jerarquía eclesiástica, católica o protestante.  El libro se ha convertido en una obra de referencia metodológica para el estudio de la cultura popular particularmente en oposición a la de las clases dominantes, de la microhistoria, del peso de las tradiciones, etc y Scandella, que fue ajusticiado, es hoy una figura popular a pesar de su anonimato de más de cuatrocientos años. (Por lo demás, no hay que recordar aquí el caso de Galileo y los problemas que tuvo con la Santa Inquisición un puñado de años entrado el nuevo siglo).

Una consulta a Mr Google, siempre amable, permite a cualquier curioso que no haya leído el libro de Ginzburg que el gran problema de Scanella fue haber dicho a quien quisiera oirle que el mundo no había sido creado por Dios sino que parió de un caos primigenio. Se sirvió de una metáfora, la del queso y los gusanos. “Todo era un caos, es decir, tierra, aire, agua y fuego juntos; y aquel volumen poco a poco formó una masa, como se hace el queso con la leche y en él se forman gusanos, y estos fueron los ángeles; y la santísima majestad quiso que aquello fuese Dios y los ángeles y entre aquel número de ángeles también estaba Dios creado también él de aquella masa y al mismo tiempo, y fue hecho señor con cuatro capitanes Luzbel, Miguel, Gabriel y Rafael. Aquel Luzbel quiso hacerse señor comparándose al rey, que era la majestad de Dios, y por su soberbia Dios mandó que fuera echado del cielo con todos sus órdenes y compañía; y así Dios hizo después a Adán y Eva, y al pueblo, en gran multitud, para llenar los sitios de los ángeles echados. Y como dicha multitud no cumplía los mandamientos de Dios, mandó a su hijo …” Si Galileo, abjurando de sus “herejías” copernicanas pudo salvarse, es obvio que Sacanella no tuvo salvación posible. Lo cual no obsta para que la “teoría del caos” fuera resucitada en el siglo XX. (Los lectores interesados en saber más pueden acudir a la entrada Menocchio, apodo del molinero, en Wikipedia).

 

El caso anterior es una forma de decir que la caracterización como sujeto histórico depende, cuando menos, de dos factores: del descubrimiento de nuevas evidencias y, en segundo lugar, del uso que de ellas haga el historiador. Lo que para uno puede ser una figura marginal llega a ser, para otro, un protagonista de primera fila.

Servidor no llegaría a afirmar que el secretario del consejo de guerra que condenó a muerte a Miguel Hernández pueda ser, en el futuro, un personaje recubierto de significación histórica. Eso dependería de su papel en otros procesos, de las actividades que se desprendan de su hoja de servicios, de las menciones que de él puedan encontrarse en la amplia documentación relacionada con los consejos de guerra o de la represión y, no en último término, de los objetivos que persiga el investigador.

Lo que sí cabe afirmar es que recortar a priori la libertad de investigación sobre un pasado tenebroso, aunque no lo fue para todos por igual, es una actitud incompatible con los valores en los que se sustenta una sociedad democrática avanzada.

A tenor de lo difundido por los medios de comunicación, el investigador en cuestión, el profesor Juan Antonio Rios Carratalá, es un catedrático universitario, con una amplia obra a sus espaldas (dos de cuyos libros me he llevado para leerlos en vacaciones) y que en modo alguno ha pretendido insultar o vejar al señor alférez en cuestión.

Consideremos la alternativa: la represión franquista arrojó víctimas y para realizarse necesitó  protagonistas que la llevaron a cabo. En la Causa General, disponible en internet, no se han borrado -que yo sepa- los nombres de los victimarios republicanos. ¿Por qué, y en virtud de qué disposición legal, habrían de borrarse los de los victimarios franquistas? ¿No sería aplicar dos pesos y dos medidas?

No conozco la documentación de los consejos de guerra a que fue sometido Miguel Hernández (una gloria de las letras españolas y que ha dado su nombre a una universidad en la Comunidad Valenciana). Tampoco puedo saber si en ella se identifican acciones debidas a la actuación del señor secretario. Supongo que todos los miembros estarán protegidos convenientemente. Pero lo irritante es que se pretenda borrar de internet el nombre de uno de sus componentes.

¿Qué razones aduce el celoso descendiente del señor secretario? Porque imagino que, en los años de la guerra y de la posguerra, formar parte de un consejo que pronunciara penas capitales no podía figurar como desdoro y sí como un honor. Si imponían penas capitales la autoridad superior debía aceptarlas e incluso elevarlas a Su Excelencia el Jefe del Estado para que, en su sublime capacidad de jefe del Gobierno y fuente de ley por derecho seudonacionalsocialista, diese el “enterado”. O se pronunciara por una conmutación.

Con todo el respeto, y salvo mejor opinión, a mí me parece que la iniciativa hoy en discusión en la Universidad de Alicante puede abrir un avispero. En el caso más benévolo, quizá por precipitación. Pero si de él debiera derivarse un precedente es muy lógico que la grey de historiadores se pronuncie radicalmente en contra y que, llegado el momento, alguien considere la necesidad de que los tribunales decidan. Porque, de lo contrario, se obstaculizaría considerablemente la identificación futura de victimarios y esto, por un elemental sentido de justicia conmutativa, no debiera aceptarse. No estamos, que yo sepa, en tiempos de Inquisición.

Finalmente, ¿alguien podría decirme si, en un caso literalmente más sangriento, han aparecido susceptibilidades análogas? Siempre pienso, como paradigma, en el del capitán de la Guardia Civil Manuel Díaz Criado, el victimario preferido de aquel héroe de la guerra que fue el general Gonzalo Queipo de Llano, marqués de Queipo de Llano. Para los lectores que no conozcan el caso podrán familiarizarse en su entrada en Wikipedia con sus “ejemplares” hazañas. No se indica que nadie haya pedido que su nombre desaparezca de los metadatos.

Sobre la sentencia del Tribunal Supremo y la jefatura del Estado de Francisco Franco

18 junio, 2019 at 8:30 am

Ángel Viñas

El tema objeto de este post ha generado una intensa polémica dirimida en los medios de comunicación a lo largo de las últimas semanas. La artillería de numerosos historiadores, individual y colectivamente, ha lanzado salvas de críticas contra los magistrados de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del TS. Se han unido diversos juristas y varias asociaciones. La polémica ha saltado al extranjero. Incluso servidor ha participado en ella, sorprendido, aunque quizá menos.  En este post me atrevo a aventurar una hipótesis, que no tesis, ya que no tengo forma de contrastarla dado que, como es habitual, ninguno de los magistrados que se pronunciaron sobre la consideración de Franco como jefe del Estado desde el 1º de octubre de 1936 ha efectuado la menor declaración sobre lo que les impulsó a introducir tan innecesaria precisión.

Mi hipótesis es que encaja, en primer lugar, con la doctrina contencioso-administrativa sentada en algún precedente a instancias del escalón competente de la Administración franquista, en un tiempo en que hablar de la separación de poderes fue totalmente ilusorio. En segundo lugar, que también encaja también, aunque no se explicite, con una conocida sentencia del TC de hace ya muchos años. A ambas les una cierta inclinación ante la fuerza normativa de los hechos y la nula consideración de la historia o del contexto histórico. Pero reconozco no ser jurista.

Recordemos lo obvio. Los militares sublevados del 18 de julio de 1936 se levantaron en armas contra el régimen constitucional y democrático al que habían jurado obediencia. Desvirtuaron torticeramente la Ley Constitutiva del Ejército de 1878, ya sin efecto y legalmente superada. En términos estrictos se situaron fuera de la ley. Las formulaciones a que acudieron -bandos de guerra parciales y el general dictado por la Junta de Defensa Nacional el 28 de julio- solo se basaron en la fuerza de las armas. Sus acciones fueron “legitimadas” a posteriori por el mero imperio de la violencia. Son numerosas las hoy expresa y explícitamente derogadas.

Dentro de aquellas disposiciones ha de ubicarse el Decreto 138 de la Junta de Defensa Nacional de 28 de septiembre (Boletín de la misma del 30) que nombró a Franco “jefe del Gobierno del Estado”. No hubo referencia explícita a otra norma. ¿Cómo explicarlo? Simplemente por el deseo de crear un orden jurídico propio, alternativo y en oposición al vigente en aquellos momentos. Por otro lado, es obvio que el 1º de octubre de 1936 no existía un Estado franquista.  Este se creó a lo largo de la guerra. Su existencia como sujeto de derecho internacional apareció de forma paulatina, a medida que fueron reconociéndolo la mayoría de las potencias extranjeras.

La cuestión de la licitud en 1936 (postura de la mayor parte de los historiadores) o de la ilicitud del Estado republicano (defendida por parte franquista) se dirimió en la guerra y en la postguerra.  Naturalmente el triunfo de las armas fue decisivo. Las declaraciones en 1936 del propio Franco en su alocución de final de año así lo hacían prever:

No es un Estado de hecho que tiene condicionada su licitud y legitimidad limitada por el tiempo necesario para recuperar la “normalidad” alterada, sino que él es el régimen históricamente normal y legítimo. Desde el primer instante “Estado de derecho”, y como tal se asentó sobre la aclamación, el plebiscito, la adhesión, el asentimiento y el consenso del pueblo español.

Para entonces la Junta Técnica del Estado ya había dado algunos pasos en tal sentido. La intención fue siempre borrar a la República y su marco jurídico sustituyéndolo por uno alternativo. El Dictamen sobre la ilegitimidad de los poderes actuantes en 18 de julio de 1936 discurrió en el mismo sentido.  Los juristas de la dictadura actuaron dentro de un marco estricto, limitado y excluyente.

En el caso de las controversias en materia contencioso-administrativa existe un ejemplo de gran importancia. Ignoro si en las recopilaciones doctrinales habrá salido a la luz  o no. Quizá pueda servir, en mi escasamente jurídica opinión, para explicar la postura de la Sala del TS. Se dilucidó en 1959 en el seno del Consejo de Estado, órgano asesor del Gobierno e integrado por la guardia pretoriana del régimen, militar y civil. Sus dictámenes no eran, ni son, vinculantes. Tuvo que ver con la petición cursada por el ministro de Hacienda, Mariano Navarro Rubio, para que el Consejo examinara si la evacuación del oro depositado en el Banco de España a la entonces Unión Soviética en 1936 se ajustaba a derecho o no. La peregrina idea que habían tenido Franco y su fiel ministro de Asuntos Exteriores Alberto Martín Artajo (a mayor abundamiento secretario del Consejo en 1959) era la de reclamar su devolución, incluso mediante un recurso ante el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya.

Con independencia de las curiosas ausencias procedimentales (no se escuchó a la Abogacía del Estado ni a la Asesoría Jurídica Internacional del Ministerio de Asuntos Exteriores) la petición se abordó a los tres niveles habituales: el de la formación de un proyecto de dictamen, el de la discusión del mismo en el seno de la comisión competente y, por último, en su elevación al pleno del Consejo. En las sucesivas etapas interesa subrayar la postura del representante del Ministerio de Hacienda y director general de lo Contencioso José María Zabía Pérez.

Este distinguido caballero solicitó desde el primer momento que al dictamen final debía incorporarse nada menos que una afirmación tajante relacionada con la “ilicitud radical que […] tuvieron los actos del llamado Gobierno de la República”.  Es decir exhibió la postura franquista más dura. Mentes más preclaras que la mía podrán elucidar si el aserto de la sentencia de la Sala de lo contencioso-administrativo del TS no será quizá, mutatis mutandis, un trasunto. En la preparación del dictamen final Zabía lanzó con fuerza sus torpedos: los actos del Gobierno republicano era nulos, con ilicitud absoluta y plena. Se basó para ello en el decreto número 1 de la Junta de Defensa Nacional del 24 de julio que simplemente afirmó su constitución y su capacidad de representar al Estado español ante naciones extranjeras.

Sin embargo el pleno del Consejo de Estado aprobó, a pesar de las objeciones de Zabía, el proyecto de dictamen -que no las hizo suyas- y lo elevó al Gobierno con el voto contrario del director general.  ¿Y qué hizo el Gobierno? Desestimó totalmente el dictamen -lo cual era su buen derecho- y asumió por el contrario la postura de Zabía. Es decir, asentó la total primacía de las nuevas autoridades de 1936. No recurrió al hecho, bien conocido, que tras estas tronaba el general Franco con su capacidad, de tono nazi, de ser fuente del Derecho: su voluntad era ley, como reconoció la Orgánica del Estado de 1967 en su maravillosa disposición transitoria primera. Dado que tal norma superior fue derogada en los albores de la Transición el recurso a la misma y a sus antecedentes se me hace un poco cuesta arriba.

Es cierto que la Sala de lo contencioso-administrativo del TS podría acudir, aunque no lo hizo de manera explícita, a la de la Sala segunda del TC de 26 de mayo de 1982. A su tenor, “al término de la guerra civil, cuya proyección jurídica es precisamente la ruptura del ordenamiento, se integraron en este como únicas normas válidas las que efectivamente habían tenido vigencia en el territorio sustraído a la acción del poder republicano, a cuyas disposiciones no se les otorgó otra consideración que de puros facta, no solo carentes de fuerza de obligar, sino susceptibles incluso de ser considerados como hechos delictivos”.

No sé si esta bien conocida sentencia habrá dado origen a disputas entre expertos. No me parece que el haber reconocido, en dicho año, fuerza normativa a  hechos acaecidos entre 1936 y 1975 fuese una gran aportación pero Dios me libre de nadar en aguas ajenas. En qué medida pesó esta sentencia en la mente de los magistrados en junio de 2019 tampoco se ha explicitado. Por lo que se refiere a la argumentación de Zabía sesenta años antes, y a la adhesión del Gobierno a su postura (probablemente inducida desde el Ministerio de Hacienda), hay que constatar que no tuvo absolutamente el menor efecto.

El régimen de Franco jamás acudió al TIJ, pero es que ya el 1º de abril de 1939, en el momento dulce del día de la VICTORIA, el ministro de Asuntos Exteriores, teniente general Francisco Gómez-Jordana, dirigió una carta al Secretariado de la Sociedad de Naciones para denunciar  la adhesión de España al Acta general para el arreglo pacífico de las controversias internacionales. En 1959 carecía, pues, de la capacidad de pleitear contra la URSS, con independencia de que el oro hubiese sido vendido en su totalidad, tanto a ella como a Francia, durante la guerra civil.

La ley 52/2007 de 26 de diciembre, en su preámbulo, se remitió a la condena del franquismo contenida en el informe de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa de 17 de marzo de 2006. En él se denunciaron las graves violaciones de derechos humanos cometidas en España entre los años 1939 y 1975. Añadiré que al amparo de la normativa franquista  y con el beneplácito de las autoridades judiciales, incluido el venerable TS de la época. Sería, pues, de desear que la puesta al día y la adecuación de dicha ley -en mi modesta opinión deseables- a las condiciones creadas desde su entrada en vigor se utilizaran para actualizar la repulsa a los mismos y su reiterada condena. La idea estribaría en hacerla congruente con lo que a lo largo de estos últimos doce años los historiadores, sociólogos, politólogos, juristas y otros expertos hemos aprendido sobre el funcionamiento de la dictadura franquista, sus mecanismos y sus engaños, esos que siguen teniendo curso en ciertos sectores de una sociedad como la española que no termina de ajustar cuentas con el pasado común.

Dicho lo que antecede salvo mejor opinión.

Represalias: el caso francés tras la Liberación (II)

11 junio, 2019 at 8:07 am

Ángel Viñas

La obra de Novick a que me he referido en el post anterior representó una corriente de aire fresco. En paralelo a la que también representó el trabajo de Robert Paxton sobre la Francia de Vichy. A pesar de mi predilección por los autores autóctonos (sean franceses o españoles) jamás cabe dejar de lado las aportaciones genuinas de quienes no lo son (en particular en el caso español). Simplemente señalo que los primeros tienen ventajas comparativas: están próximos a los archivos, comprenden mejor la mentalidad de sus conciudadanos (lo cual no les exime de caer en riesgos) y pueden dedicar más tiempo a la investigación que quienes, por muchas ayudas financieras y académicas de que dispongan, no se detienen tantos años en los países en cuestión.

 

Dando un salto en el tiempo (y obviando a muchos otros autores como, por ejemplo, Henry Rousso o Henri Noguères) creo interesante referirme a la obra de Philippe Bourdrel sobre la depuración “salvaje” (adjetivo frecuentemente empleado y que dicho autor acepta sin más)  acaecida en Francia al borde de la Liberación, es decir, la que tuvo lugar entre junio y septiembre de 1944. Tal depuración fue multiforme y, aparte de las ejecuciones legales y los procedimientos judiciales que se incoaron en la época y después, ha despertado atención por las ejecuciones sumarias y los millares de detenciones más o menos arbitrarias que tuvieron lugar. Todo ello en circunstancias extra-legales.

La concreción temporal es importante. Antes de que se atisbara la Liberación, es decir, antes de la invasión aliada en Normandía y Provenza, es posible argumentar, y yo lo hago, que las acciones emprendidas por la Résistance contra las fuerzas nazi-fascistas pueden considerarse como ejemplos de guerra irregular en condiciones extraordinarias. Que un resistente atentase contra oficiales alemanes o italianos, o contra soldados en patrulla, puede considerarse deplorable (y con frecuencia los autores fueron fusilados sin el menor proceso o, en ciertos casos, sometidos a consejos de guerra por los ocupantes). Sin embargo, fueron muestra de la lucha del débil contra el fuerte. Lo que está en discusión es la naturaleza, motivos y extensión de la depuración extralegal por parte de los recién liberados.

No me detenderé demasiado en los dos primeros términos de la expresión anterior ya que ello me llevaría a entrar en un dominio que no es el mío. Hay quienes divisan en ellos, por ejemplo,  una manifestación esencialmente de carácter político e ideológico, relacionada con las aspiraciones y deseos de grupos heterogéneos de resistentes respecto a la naturaleza que debía tener una Francia liberada del yugo de los ocupantes. No veo forma de actuación más humana y, si se me apura, más obvia que el dar rienda más o menos suelta al furor, a la rabia, a los deseos de venganza por las humillaciones, exacciones y violaciones ocasionados por los invasores. De aquí que uno de los campos más trillados por la literatura sea la comparación entre las situaciones creadas por la ocupación pardi-negra en Austria, Croacia, Hungría, Italia, Francia, Noruega y  Países Bajos, amén de la acaecida en la Unión Soviética, entre otros.

En sus memorias, el general De Gaulle, que supongo tuvo acceso a información relevante, publicada y no publicada, señaló que los muertos sin proceso regular, es decir, extrajudicialmente, habían ascendido a 10.842, de los cuales 6.675 habían acaecido durante los combates de los maquis con los ocupantes antes de la Liberación y el resto después. Cifró en 779 el número de ejecuciones a consecuencia de las sentencias dictadas por los tribunales. Obsérvese la disparidad de estas cifras con otras.

La obra posterior de Bourdrel examinó detenidamente las manifestaciones de lo que él llamó una guerra civil dentro de la guerra civil que asoló Francia desde la ocupación hasta la Liberación. Mostró la variedad de situaciones a lo largo y a lo ancho del territorio. En algunas partes la Resistance era fuerte. En otras regiones partió de una situación de extrema debilidad. Comparó las cifras estimadas por el Comité de Historia de la Segunda Guerra Mundial y las del Instituto del Tiempo Presente. Las diferencias fueron considerables según los  departamentos (equivalentes a las provincias españolas). Destacó los más notables: 83 contra 174 en Puy-de-Dôme, 117 contra 475 en el Finisterre, 170 contra 294 en el Ródano, etc. También subrayó que en varios casos las cifras, depuradas por investigaciones sucesivas, variaron en el tiempo. Así, por ejemplo, en el departamento de Corrèze cayeron de 124 en 1971 a 85 en 1986. En el de Vaucluse hubo un movimiento inverso: de 97 a 120. Sus propias estimaciones lo acreditan en otros casos.

Bourdrel concluyó que los medios de investigación aplicados en el tema de las ejecuciones sumarias están afectados por un hándicap importante. Las encuestas y los estudios basados en los registros civiles no siempre permiten apreciar en su justo término una realidad que se disimula y que tampoco las familias de las víctimas suelen aclarar: ¿cómo distinguir entre un crimen mondo y lirondo y una ejecución que se presenta como motivada políticamente? ¿Cómo admitir que un pariente o un deudo cayó fulminado a consecuencia de uno u otro factor?

Este autor termina reconociendo algo que ya señaló Novick. Los esfuerzos de cuantificación de la depuración caracterizada de “salvaje” no permiten llegar a una cifra concluyente. Bourdrel estima que pudo encontrarse a la mitad del camino entre los 10.000 y 15.000. En tales circunstancias es mejor centrarse en los aspectos cualitativos por razones de clase social (aunque las víctimas no se dejan aherrojar en una clase determinada), situación geográfica, desbordamientos concretos, etc. Que no todas las víctimas respondieron a motivaciones políticas o ideológicas o de actos contra la Resistencia o de connivencia con el ocupante parece lógico pero no puede demostrarse mucho más.

La situación en Francia fue muy diferente de la que se creó en España con la sublevación de 1936, la supuesta necesidad de ajustar cuentas con los militares que no se sumaron al golpe, la “necesidad” sentida por los rebeldes de matar con la mayor velocidad posible todo conato de resistencia y la de estatuir un ejemplo que sirviera de desestímulo para quienes no aceptaran sumisamente el nuevo yugo castrense, hubieran destacado por sus ideas “revolucionarias “ en los tiempos de paz o sirvieran de carne de venganza o de “corderitos” llevados al sacrificio.

Termino con una referencia a una obra reciente que ha puesto patas arriba todo un edificio historiográfico penosamente construído. Es un producto de los avances registrados en Francia en los últimos veinte años a medida que han ido abriéndose los archivos. Debo recordar aquí que la desaparición de las últimas trabas legales que dificultaban el acceso se debe a las decisiones adoptadas por Manuel Valls en su época de primer ministro, aunque ya antes la concesión de autorizaciones para entrar en ellos se concedía más o menos liberalmente, aunque de forma no exenta de una cierta arbitrariedad.

François Rouquet et Fabrice Virgili han superado viejos traumas : los relacionados con la noción de que entrar en el tema de la depuración podía despertar viejas fracturas y afectar a circunstancias personales. Este es, incidentalmente, el grito de guerra de las derechas españolas cuando los historiadores queremos saber más y más acerca de las actividades terroristas de los sublevados de 1936 y vencedores de 1939. No en vano ya en 1994 Sonia Combe había publicado un libro sintomático: Les peurs françaises face à l´histoire contemporaine. Mucha de su argumentación podría aplicarse, mutatis mutandis, a España.

El dúo Rouquet/Virgili ha arrasado con antiguas concepciones y preconcepciones. Ha puesto de manifiesto que la depuración fue, esencialmente, un fenómeno local, en gran medida porque los grandes responsables de la colaboración y todos aquellos colaboradores que pudieron hacerlo se habían largado a lugar seguro. A ello se añadió que la ayuda del “pueblo” la solicitaron las “autoridades” que habían “liberado” de ocupantes los lugares, con frecuencia de la retaguardia, en que triunfaron las mil y una, pequeñas y grandes, insurecciones. Fue, a su manera, la manifestación de una violencia liberadora. Un autor como Pierre Laborie ha conjugado tres factores para explicarla: la violencia previa de los ocupantes y de los colaboradores, la incapacidad de las nuevas autoridades por mantener el orden en un período de cierto aislamiento y de desmigajamiento del poder público y, no en último término, los arraigados sentimientos de venganza en unas y otras localidades.

Estamos, pues, muy lejos de la represión organizada, brutalizada, bestializada de un ejército de ocupación, africanista y dirigido por jefes y oficiales con la misma crueldad que la que habían aprendido en las campañas de Marruecos.

Volveré, probablemente, al caso francés. Quedan unas comparaciones que me gustaría efectuar. Por el momento solo quiero advertir que un sector de las derechas francesas ni ha terminado de aceptarlo. Tampoco lo han hecho, en su caso, las españolas.

 

Referencias

Philippe Bourdrel, L´épuration sauvage, París, Perrin, 2002.

Peter Novick, L´épuration française, 1944-1949, prefacio de Jean-Pierre Roux, París, Balland, 1985.

François Rouquet y Fabrice Virgili, Les Françaises, les Français et l´Épuration (1940 à nos jours), París, Gallimard, 2018.

Represalias: el caso francés tras la Liberación (I)

4 junio, 2019 at 8:13 am

Ángel Viñas

Fui amigo del coronel, luego general, Ramón Salas Larrazábal. Su Historia del Ejército Popular constituyó un hito en las postrimerías del franquismo. Su intención había sido escribir una historia del Ejército sublevado, pero los mandos no se lo permitieron. Así que tornó su atención al adversario. Después, se diversificó y, entre otras, abordó la represión franquista tras la guerra civil poniéndola en paralelo con la infligida en Francia a los colaboracionistas y sostenedores del régimen de Pétain. Como si fueran similares. La comparación tuvo cierto éxito en España, en la que el conocimiento de las obras francesas no ha calado demasiado. En ambos casos se encuentran, en efecto, similaridades. Sobre todo, en la sobreactuación de las derechas. En respuesta a un comentario de un amable lector trataré de sintetizar los resultados de las investigaciones más recientes en el vecino país, no sin advertir que se trata de un resumen muy rápido y que no pretende en modo alguno abordar toda la complejidad del tema.

 

Primera diferencia: en España las conocidas instrucciones del general Mola, jefe del Estado Mayor de la futura insurrección, ya ordenaban no tener piedad alguna con los compañeros que no se sublevaran. Debía tratárselos como lo que serían, enemigos.

Segunda diferencia: los sublevados subvirtieron torticeramente la legislación vigente y crearon una nueva figura “jurídica”. A saber, quienes permanecieron fieles al Gobierno republicano eran los “sublevados”, en tanto que los insurrectos eran los “leales”. La aberración no puede ir más lejos. El mundo, literalmente, al revés.

Tercera diferencia: antes del 18 de julio no había peligro de insurrección comunista. La única que existía era la que se preparaba, con ayuda italiana, desde 1932.

En Francia, por el contrario, coincidieron una guerra exterior y otra interior, esta como consecuencia de la primera, a partir del llamamiento (l´appel) del general De Gaulle, en el exilio, el 18 de junio de 1940. La segunda con un decalaje con respecto a la que llevó al derrumbamiento de la República tras la acometida de los Panzer nazis.

La guerra interior no se manifestó duramente hasta después de la invasión de la Unión Soviética por el Tercer Reich. Se dirigió contra el régimen colaboracionista de Vichy y lo que, en diversos círculos, se percibió como traición de su líder, el mariscal Philippe Pétain, héroe de la primera guerra mundial.

Los esfuerzos por unificar la resistencia interior contra el ocupante, liderados en gran medida por Jean Moulin, tardaron en cuajar, pero se desarrollaron rápidamente tras la implantación de un Consejo Nacional de la Resistencia. Se completó con las Forces Françaises de l´Intérieur (FFI), también en 1943. La presencia comunista fue notable en ambas formaciones.

Después de la invasión aliada de la Francia ocupada por Normandía y Provenza en junio de 1944, la resistencia interior -que había sido fuertemente apoyada por los británicos- cobró nuevos bríos y coordinó, hasta cierto punto, los ataques a las fuerzas alemanas y a sus colaboradores, en cuyo seno se había creado en 1943 una formación paramilitar (“la Milice Française”). Actuó vilmente al servicio de un régimen marioneta como había llegado a ser el de Vichy y en estrecho contacto con la Gestapo, las Waffen-SS y la Wehrmacht.

Si la guerra exterior, hasta el empuje territorial aliado de 1944, no presentó dificultades políticas y organizativas que siempre superó el genio militar y político de De Gaulle, la interior estuvo marcada por las rencilas entre las diversas fuerzas en pugna entre sí y con el ocupante, la aspiración a marcar puntos en la búsqueda de una cierta supremacía tras la liberación del territorio, las disparidades respecto al futuro de una República, cuya tercera versión había quedado deshecha por el régimen de Vichy, y la influencia de factores exteriores, ya preexistentes antes de la derrota de Francia.

Ninguna de las anteriores circunstancias se parece lo más mínimo a lo sucedido en España entre 1935 y 1939. Si algún lector la detecta le agradecería que me lo comunicase. Lo que tienen en común son dos rasgos. En primer lugar, la duración, aunque fue más larga en el caso francés (cuatro años y medio pero, en la práctica, algo más de tres). En segundo lugar, el ansia acumulada de venganza por parte de los vencedores, aunque sus raíces fueron muy diferentes en los dos casos.

Mi amable lector, dispuesto a darme una lección, ha subido a este blog en la página de FB varios artículos (no demasiado científicos) y una entrevista con Herbert Lottman, periodista y biógrafo norteamericano. En ellos se entremezclan diversas categorías de asesinatos, ejecuciones, emprisonamientos, en algún caso con llorosas lamentaciones por lo mal que trataron las autoridades francesas después de la Liberación a sus propios compatriotas.

No soy un experto en la depuración, pero tengo en mi biblioteca algunas obras de referencia. En Francia, como en España, ocurre que autores anglosajones dictan sentencias como si alcanzaran el “final de la historia”. No todos, desde luego, pero como si los historiadores franceses fuesen incapaces de arrojar luz sobre uno de los períodos más oscuros de su pasado. Aunque, todo hay que decirlo, como en la viña del Señor algunos de sus crudos son mejores que otros.

Durante muchos años Robert Aron fue el papa de tales estudios (en primer lugar con su masiva Histoire de Vichy, aparecida en 1954, y luego con sus Histoire de la Libération y, sobre todo, con su Histoire de l´Épuration, incluso más masiva). Afirmó que el número de muertos oscilaría entre 30 y 40.000.  En todo caso, lejos del “baño de sangre” ocasionado por los maquis o los furibundos “vengadores” y que llegaron a la formidable cifra de 100.000, propagada por ciertos periodistas norteamericanos y los círculos de extrema derecha franceses, emulados por los copistas franquistas en la senda de Ricardo de la Cierva.

Pocos años después, un joven historiador norteamericano, Peter Novick, desembarcó en Francia. Hizo su trabajo de campo, estudió archivos, se entrevistó con Aron, detectó sus fallos y en 1968 publicó The Resistance versus Vichy. The Purge of Collaborators in Liberated France. Introdujo una nueva contabilidad: el número de presos tras la liberación ascendió a unos 126.000 y hubo unas 87.000 condenados a penas que oscilaron entre la degradación nacional y la capital (esta, afirmó, en poco más de 8.000 casos). El general De Gaulle conmutó esta última, según Rioux, en un 63 por ciento, que cabe comparar con el 16 por ciento en Noruega y 50 por ciento en Dinamarca. Es más, el porcentaje de personas detenidas u objeto de investigación fue, en Francia, del 0,94 por mil habitantes en comparación con el 3,74 en Dinamarca, 4, 19 en los Países Bajos, 5,96 en Bélgica y 6,33 en Noruega. Posteriormente Bourdrel precisó que de las 7.037 condenas a muerte que contabilizó solo 791 fueron ejecutadas. Muchas menos que las calculadas por Novick. En cualquier caso, y sin entrar en detalles, no parece que, a diferencia de su contrapartida hispánica (SEJE), al triunfante general se le fuera la mano. Lo que ha escrito sobre el ansia de sangre de De Gaulle un amable lector al respecto, y las referencias por él utilizadas, son pura filfa.

Hablamos de la depuración legal. Hubo, obviamente, otra de carácter extra-legal, del tipo más o menos de tomarse la justicia por su mano. Algo difícil de impedir, por cuanto o no había autoridades o estas podían incluso estar bajo sospecha.  Aquí, simplemente, indicaré que el apéndice C de la obra de Novick contiene una detallada comparación de las exageradísimas cifras “pro-vichistas”. Sus cálculos oscilan entre un máximo de 5.234 de víctimas antes de la Liberación y de 4.439 y 3.724 después de ella. Con ejecuciones para las cuales no ha podido establecerse un móvil que se elevan a 1.532 y 423 respectivamente. En total, y en los máximos, 10.822. No obstante, podría llegarse hasta casi 15.000, según las cifras recopiladas por las fuerzas de la Gendarmería. En realidad, Novick terminó afirmando que no podría afirmarse nada seguro respecto a la cifra de las ejecuciones sumarísimas y extra-legales.  Algo que la investigación subsiguiente ha precisado dentro de los límites por él señalados.

No hay que fiarse, en todo caso, de una aparente exactitud y Novick lo enfatizó a lo largo de su libro. No me parece presiso detenerse en la rabia, el encono, la furia (y los ajustes personales de cuentas y los resultados de viejas y nuevas rencillas) con que los maquis de toda índole (comunistas y otros) procedieron contra quienes habían traicionado a Francia, colaborando con los nazis y la milice. Tampoco a las discordias entre fuerzas heteróclitas dentro de los movimientos de resistencia  He preferido, en este post, subrayar la depuración “legal” ya que, desde el momento inicial, los sublevados en España procedieron a sus sangrientas hazañas bajo el control de la autoridad militar y con conocimiento de esta. Las del entonces comandante de la Guardia Civil Manuel Díaz Criado en Sevilla son bien conocidas. Hubo otros militares y guardias civiles que no se quedaron atrás. Muchos de ellos han sido identificados y merecen ser puestos en el catálogo de la infamia en España.

En mi reciente libro he exhumado el testimonio de uno de los fascistas menos tolerantes, amigo personal del conde Ciano y a quién este envió a Marruecos y Andalucía, con la primera expedición de aviadores, como sus “ojos y oídos” para que le informase fuera de los canales diplomáticos y militares regulares. El entonces capitán de complemento de Aviación y luego coronel de la Milicia Fascista, Ettore Muti, cumplió su encargo y pronto se hizo eco de que en Sevilla se fusilaban diariamente al menos a 30 personas y que cuando llegó se estimaba que ya se habían liquidado al menos a unas 1.300. Evidentemente, se quedó corto, como muestran los detallados estudios de, entre otros, Francisco Espinosa. Fusilamiento implica participación de soldados. Los asesinatos a sangre fría, en los campos, en los pueblos “bajo la tiranía roja” (como se decía), no se cuentan en tal cifra. Recordemos algún testimonio directo como el de Antonio Bahamonde.

(Continuará)