Archivos españoles: la dura lucha por el derecho a conocer el pasado (I)

24 septiembre, 2019 at 8:30 am

Ángel Viñas

A finales del pasado curso la prensa, escrita y en el ciberespacio, se hizo eco, aunque no con muchos detalles, de la publicación de un libro en edición digital titulado EL ACCESO A LOS ARCHIVOS EN ESPAÑA. A pesar de que cualquier ciudadano, español o extranjero, puede descargarlo, imprimirlo y leerlo a su antojo (tiene 360 páginas) me temo que hasta el momento  no se ha comentado demasiado. El título, absolutamente correcto, quizá hubiera debido tener algo más de pimienta para llamar la atención. Es un reproche marginal, porque lo importante es su contenido, que no dudo de caracterizar de imprescindible. Me parece que es esencial para constatar que el derecho a conocer el pasado, establecido por las leyes y, de manera más o menos directa, por la propia Constitución Española, alabada por tantas fuerzas políticas y mediáticas amén de hacedores de opinión, está muy lejos todavía de incardinarse razonablemente en la actuación de las autoridades. Con ello constituye una llamada de atención para el futuro. Mi propósito, en estos comienzos del nuevo curso académico, es llamar la atención de los amables lectores de este blog sobre la importancia de dicho libro que puede descargarse fácilmente en las páginas de las dos Fundaciones que lo han elevado a la red: la Largo Caballero y la 1º de Mayo. Incluso hay algunas otras. Doy a continuación los vínculos correspondientes. Existen más.

 

http://fflc.ugt.org/Documentos%20de%20apoyo/El%20acceso%20a%20los%20Archivos%20en%20Espa%C3%B1a%20(avance).pdf

http://www.1mayo.ccoo.es/f9d833e22a0c7b5f4fc5f2dfdb44c9e9000001.pdf

https://www.bibliopos.es/el-acceso-a-los-archivos-en-espana/

https://universoabierto.org/2019/07/05/el-acceso-a-los-archivos-en-espana/

 

Se trata de un proyecto que ha estado en elaboración durante varios años. Hemos participado en él más de veinte historiadores y archiveros de diversas trayectorias y escuelas. Todos españoles, salvo un extranjero. Ha sido dirigido por un técnico bien conocido (Antonio González Quintana) y dos historiadores: uno relativamente joven (Sergio Gálvez Biesca) y otro  más talludito (Luis Castro Berrojo). Todos se han hecho un nombre por sus propios esfuerzos y dedicación y por su largo quehacer en los abstrusos vericuetos que en este país dan la razón al título de una popular obra del gran historiador francés Lucien Febvre: Combates por la historia.  En el libro se amplía este tipo de combates a los suscitados no solo por los de la guerra civil y el franquismo sino también por los de la recuperación de su memoria.

La combinación no gustará a numerosos periodistas de derechas; a seudohistoriadores; a historiadores profranquistas, metafranquistas y neofranquistas. Tampoco, me temo, a los responsables de varios Gobiernos y, en particular, a los que ocuparon carteras relevantes en los del Señor Rajoy. Me refiero a carteras tales como Defensa, Interior, Justicia y Presidencia. Hoy callados, afortunadamente, aunque algunos ya han aparecido en este blog por su desidia, cuentismo y galopadas escapistas.

Como muy bien señalan los presidentes de las fundaciones que han corrido con los gastos y la responsabilidad de dar a conocer al público de todo el mundo la situación en que se encuentra hoy el acceso a los archivos españoles, el libro se estructura en tres grandes partes. La primera se centra en el análisis crítico del marco normativo y regulatorio, a cargo de González Quintana y Eva Moraga; la segunda es la radiografía de una selección significativa de archivos; finalmente, una tercera cuenta las experiencias que en ellos han tenido cinco historiadores (entre ellos un servidor, acompañado de colegas y amigos como Matilde Eiroa, Juan José del Águila, Francisco Espinosa y Julián Vadillo). Cierran la obra tres anexos sobre bibliografía en torno a la conexión entre memoria histórica y acceso a archivos, un manifiesto del grupo de Archivos de la fenecida Cátedra de la Memoria Histórica del siglo XX de la Universidad Complutense, que creó y dirigió en primer lugar el añorado Julio Aróstegui, y breves semblanzas biográficas.

Los archivos examinados son los más importantes al respecto: el Centro Documental de la Memoria Histórica de Salamanca, el Archivo General de la Administración de Alcalá de Henares, los archivos militares, los de las Fuerzas del Orden Público, los penitenciarios, los fondos de los Gobiernos Civiles, el archivo del MAEC, los fondos referidos a las colonias africanas, los de las organizaciones políticas y sindicales y los cinematográficos. Dos historiadores, en primer lugar el francés François Godicheau, se pregunta acerca de la misteriosa volatilización de los archivos de la policía española y seguidamente Luis Castro se interroga en general acerca de los fondos públicos desaparecidos, destruídos o privatizados.

El libro en cuestión es el resultado de un proyecto que se ideó en los tiempos de Aróstegui. Como recuerda Matilde Eiroa, él consiguió que en el año 2010 el Ministerio de la Presidencia se mostrara favorable a la realización de un proyecto que tenía como título Judicatura, Investigación y Penitencia (el orden político y los instrumentos de la represión en el período 1939-1962). La fecha de autorización del proyecto indica que tuvo lugar durante el segundo gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, quien pocos años antes había logrado la aprobación de la Ley 52/2007, de 26 de diciembre, en contra de los alaridos combinados del PP y de la mayor parte de los medios de expresión de derecha y de extrema derecha. En aquellos años servidor daba clases en la Facultad de Geografía e Historia los martes y miércoles, compartía un exiguo despacho con Aróstegui y me hablaba muy ilusionado de su proyecto.

La profesora Eiroa, miembro de aquel equipo, cuenta con cierto detalle (pp. 281s) cómo los objetivos exigían consultar, lógicamente, fondos del Ministerio del Interior, del Archivo Central de la Policía, del AGA, del AHN y del Archivo General e Histórico de la Defensa. Todos ellos los visitaron participantes en el proyecto (entre los que figuraban, lo escribo claro y terminantemente, varios amigos y colegas míos de credenciales técnicas más que probadas). Se determinó que los fondos claves se encontraban, no es de extrañar, en el Archivo General del Ministerio del Interior. Pero, ¡ay!, pronto se puso de relieve la imposibilidad de acceder a los mismos por diversos motivos: cautelas legales, carencias de inventario, disposiciones políticas, normativas restrictivas, etc. En conclusión, el proyecto no llegó a realizarse. Me gustaría saber si algún proyecto de este tipo habrá sido saboteado recientemente por las autoridades respectivas en países tales como Portugal, Francia, Bélgica, Holanda o Italia. Si algún lector tiene noticias, me alegraría mucho que me contactara.

Hago esta sugerencia porque puedo equivocarme. Cuando se combina la experiencia que relata Matilde Eiroa con la comparativa general con otros países y las aventuras personales de François Godichot (pp. 173-184) en busca de documentación sobre el pasado de la política de orden público en España, para mí no es difícil llegar a la conclusión (más bien perogrullada) de que el lema favorito del gran ministro de (Des)información y Turismo, y eminentísimo darling de la derecha española, Manuel Fraga Iribarne puede aplicarse en buena medida a la situación actual: España, por desgracia, sigue siendo diferente.

Un ejemplo reciente. Hace poco la prensa se hizo eco de la reclamación de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH) para que el Gobierno desclasifique toda una serie de documentos en los que se reflejan ciertas relaciones entre el franquismo y el nazismo. Personalmente me apresuré a subirla a mi página de Facebook. Puede encontrarse con facilidad en el siguiente enlace: https://diario16.com/piden-que-el-gobierno-desclasifique-documentos-que-relacionan-el-franquismo-y-el-nazismo/?fbclid=IwAR1JCXg6OBuvjx0GuLYDWL5ZLyTkxQdV03x5RfFSik35FpfdxU73P4Nv87k.

Es un tema que me ha interesado desde la mitad de los años setenta del pasado siglo. Las concomitancias entre ambas dictaduras se han examinado en el plano ideológico, cultural, de relaciones bilaterales, de ayuda franquista a los huídos del Tercer Reich tras el hundimiento de la dictadura hitleriana, etc. Pero subsisten numerosas lagunas.  En mi libro SOBORNOS clamé porque se diera a conocer la documentación relativa a la gestión del tan alabado ministro de Asuntos Exteriores, Ramón Serrano Suñer, entre 1941 y 1943. Todavía hoy alabadísimo en ciertos medios. Pues bien, ya en los años lejanos de la Transición el profesor Antonio Marquina, de la Universidad Complutense, llamó repetidamente la atención sobre su insólita desaparición. Como se lee. Mis investigaciones en los fondos del Palacio de Santa Cruz la confirmaron tiempo después. Aunque los lectores puedan pensar que “me paso”, lo que está fuera de toda duda es que “alguien” SAQUEÓ la documentación del Ministerio y que hasta ahora la Administración -bajo el signo de los gobiernos de UCD, PSOE y PP de turno- se ha mostrado incapaz de recuperarla. Marquina y servidor hemos dado pistas. Con cierta claridad servidor lo hizo en SOBORNOS.  No se nos ha hecho el menor caso.

Se trata, sin embargo,  de un expolio, latrocinio -o como los amables lectores quieran denominarlo- que no tiene precedentes en la historia de la política exterior española. Tampoco conozco otro caso similar en ningún país en el que he trabajado y son más de media docena. Ciertamente nada hace pensar que un hueco de tamaña magnitud y de tan larga duración (dos años en medio de una guerra mundial) se haya producido en las antiguas dictaduras de derechas europeas ni, por lo que he leído, en el caso de la extinta Unión Soviética. La aplicabilidad a nuestro país de la máxima fragairibarnesca no es un producto de mi imaginación. Si algún historiador de derechas, franquista o neofranquista tiene detalles, me alegraría conocer su interpretación.

 

(Continuará)

Una placa en Capodistria

17 septiembre, 2019 at 8:30 am

Ángel Viñas

En el anterior post me he referido a uno de los lugares de historia que no conocía y que visitamos en Trieste. Desde esta ciudad descendimos por una autopista,  que no tiene nada que envidiar a las que discurren cerca del litoral español, hacia el sur a lo largo de la costa adriática. En Eslovenia el litoral no llega a los cincuenta kilómetros pero cuenta con lugares turísticos muy conocidos como Prian, Porto Rosso, Isola y Kuper. Bajo un calor de infierno visitamos el primero y el último. Capodistria, hoy rebautizado como Kuper,  fue, en tiempos lejanos, capital de la península de Istria. De aquí su nombre en italiano, que utilizo para titular este post.

 

Se trata de una pequeña ciudad muy pintoresca, con catedral y todo. El núcleo urbano es antiguo. Lo rodean barrios modernos y, en parte, con industria ligera. La passeggiata al borde del mar estaba muy concurrida: una mezcla de nativos y de turistas de varios países europeos y, por supuesto, norteamericanos. La mezcla lingúística no tenía nada que envidiar a la torre de Babel. El centro del núcleo urbano es una plaza de tono italianizado. A un lado se encuentra una loggia reconvertida en café. Enfrente se halla una parte del ayuntamiento en un edificio medieval. A la derecha están las oficinas de una Universidad de la que no había oído hablar jamás. En esta esquina nos topamos con varias placas en las que se recuerdan los nombres de aquellos ciudadanos de Kuper y de pueblos adyacentes caídos en la segunda guerra mundial luchando por la liberación del yugo nazi-fascista. Pero, ¡sorpresa, sorpresa!, también en las filas de las Brigadas Internacionales durante la guerra civil española. Esta última placa la colocaron en diciembre de 1970, año del jubileo (nótese la implicación católica) de Tito y de la Liga comunista de Eslovenia y de Yugoslavia, las organizaciones sociopolíticas de Kuper, Isola y Piran. Casi cincuenta años más tarde, allí siguen. Esto me parece que podría considerarse memoria histórica consensuada.

Los caídos de las Brigadas Internacionales, con nombre y apellidos, fechas y lugares de nacimiento y de muerte, fueron siete: Anton Babic, Ivan Debernardi, Nicola Depagner, Ivan Tremuli, Emilio Prioli, Salvatore Menis y Giordano Viezzoli. Sus nombres denotan la variedad de orígenes étnicos.

En España no abundan, que yo sepa, trabajos sobre la participación yugoslava en la guerra civil. Puede explicarse por la dificultad de acceso a los idiomas de la literatura que trata principalmente del tema: esloveno, croata y serbio. No he visto nada en macedonio. Las fuentes primarias no se encuentran, de nuevo que yo sepa, en francés, inglés, alemán o italiano sino en sus idiomas de origen. Hay, no obstante, traducidas memorias de políticos yugoslavos de las orientaciones más diversas. En lo que se refiere estrictamente a la participación yugoslava en las Brigadas y en la guerra civil, el libro más reciente -que se concentra en el impacto en Croacia- tiene una larga bibliografía en la que su contexto se explica por obras aparecidas, o traducidas, en inglés. La intrínsicamente yugoslava está disponible en los idiomas locales y un pelín en el último.

El autor es un historiador croata que en 2005 presentó una tesis doctoral en la Universidad de Washington sobre los comunistas y fascistas croatas y la guerra civil española. Hoy es profesor de la Universidad de Zagreb y ha colaborado con el profesor Juan Andrés Blanco y servidor en un libro colectivo en el que hemos pasado revista a la bibliografía reciente sobre la guerra civil tanto en España como en el extranjero.

En 2014 el Dr. Vjeran Pavlakovic, que tal es su nombre, publicó en Zagreb un libro basado en su tesis y en sus posteriores descubrimientos en archivos otrora yugoslavos. Lo tituló de manera muy sintomática: The Battle for Spain is Ours. Croatia and the Spanish Civil War. Aunque se concentra, obviamente, en el nuevo Estado croata surgido en 1991 de la desmembración de la antigua Yugoslavia, varios capítulos se refieren al Estado multiétnico creado tras la primera guerra mundial y que, tras la segunda, desembocó en la República Federativa Socialista de Yugoslavia (RFSY). No lo he visto citado en la literatura en castellano, pero quizá sea una omisión por mi parte.

La guerra civil española tuvo un impacto inmenso en la antigua Yugoslavia, no solo en su política exterior sino, y sobre todo, también interna. En esta última azuzó las tendencias anticomunistas de los partidos del establishment, con el comunista en primer lugar ya que había sido declarado ilegal. En la primera, acentuó la tendencia al acercamiento a las potencias fascistas que se había iniciado anteriormente.

Los antiguos combatientes yugoslavos en España gozaron de gran prominencia en la RFSY, en parte porque muchos participaron en puestos de organización y liderazgo en la guerra desencadenada por los partisanos contra los ocupantes nazi-fascistas, los yugoslavos partidarios de la Monarquía (chetniks) y las marionetas locales del Eje, en particular en Croacia con una brutal dictadura dirigida por un casi sicópata, Ante Pavelic, que murió en el exilio en Barcelona. El conflicto, iniciado tras la invasión italiana y alemana en 1941, tuvo pues una doble vertiente de guerra contra los extranjeros, pero también de guerra civil en la que los comunistas, dirigidos por Tito, lograron imponerse. Fue sumamente sangriento.

El impacto de los veteranos de España fue esencialmente cualitativo. Se ha estimado que cerca de unos 350 regresaron a Yugoslavia y que de ellos más de 250 se unieron a los partisanos. La diferencia se explica, en parte, porque había muchos gravemente heridos o discapacitados.  Otros, sin embargo, no aceptaron la visión ideológica de que en Yugoslavia se continuaba el combate iniciado en España.

Después de la segunda guerra mundial tales veteranos (generalmente caracterizados como “nuestros españoles”) ocuparon puestos de gran responsabilidad. En el Comité Central del PCY hubo no menos de veinte; varios fueron vicepresidentes de la RSFY  y/o ministros de Defensa y del Interior. Otros sirvieron como embajadores y altos cargos de los servicios de inteligencia. También hubo quienes se pusieron del otro lado tras el cisma entre Tito y Stalin y fueron encarcelados.

Cuando por edad dejaron de participar activamente en política muchos constituyeron la Asociación de Voluntarios del Ejército Popular de la República y redoblaron sus esfuerzos para promover la memoria de la guerra civil española y su propio papel. En el cuarto congreso que celebraron en 1971 en Ljubljana, uno de los participantes leyó una proclama ante Tito en la que afirmó que “en la guerra en las trincheras de España, con un fusil entre las manos, mostramos cómo ya luchábamos por la libertad e independencia de Yugoslavia. Nuestra guerra de liberación fue una continuación de la guerra española (…) En ambas y en la reconstrucción subsiguiente en Yugoslavia las diferencias entre sus naciones componentes nunca nos molestaron. Como hijos de ellas siempre luchamos en tierras extranjeras y en nuestro país tanto por nuestros derechos como por los de los demás. En la batalla siempre nos sentimos imbuidos, querido camarada Tito, del espíritu del yugoslavismo y del internacionalismo”.

No extrañará que en las pugnas internas intra-yugoslavas tales veteranos siempre sostuvieran sin vacilación la política del mariscal. Cuando Tito falleció en 1980 eran ya, sin embargo, muy pocos los que todavía estaban en activo, aunque algunos participaron en las controversias posteriores y se mostraron críticos con la deriva política. Todavía en 1986, al conmemorarse el cincuenta aniversario del estallido de la guerra civil, los veteranos tuvieron un último momento de exaltación, vinculándolo a las glorias de la tradición revolucionaria yugoslava. El último combatiente en España falleció en California en 2009.

Algo de lo que antecede es en lo que reflexioné al pasear por las calles de Kuper en una calurosa noche de agosto. El mismo día habíamos estado en Prian, abarrotado de turistas eslovenos y extranjeros bajo un sol abrasador. Eslovenia declaró su independencia en 1991, tras un breve conflicto con el Ejército Yugoslavo, pero todavía en las callejuelas del pueblito turístico cabe encontrar nombres de la tradición comunista, entre ellos a los fundadores, Karl Marx y Friedrich Engels.

Otro país. Otra memoria.

Un testimonio que desconocía de la barbarie nazi

10 septiembre, 2019 at 5:59 pm

Ángel Viñas

En la segunda semana de (cortas) vacaciones de este verano estuvimos en Trieste y Eslovenia. Desde hacía tiempo tenía gana de visitar la región. La primera y única vez que viajé a ella fue en 1968 (¡) acompañando al Profesor José Luis Sampedro y a Pedro Solbes para participar en un seminario internacional en Ljubljana organizado por los cuáqueros norteamericanos. Entonces Pedro y servidor éramos dos jovencísimos funcionarios que habíamos ganado las oposiciones en el mes de marzo anterior. Desde Ljubljana hice un largo recorrido por los que entonces se llamaban países del este (salvo la URSS y Albania) durante mes y medio. Por unos días no me sorprendió la invasión de Checoslovaquia. Por motivos profesionales había regresado varias veces a Croacia y Bosnia tras las guerras de la antigua Yugoslavia, pero no había vuelto ni a Trieste ni a Eslovenia.

 

En Trieste en la segunda mitad de los años setenta se ha recuperado el testimonio a que alude el título de este post y de lo que servidor no se había enterado. Se trata de un campo nazi de prisioneros un tanto especial. Fue establecido hacia 1943 para albergar a los soldados italianos tras la volte face del primer gobierno postmussoliniano. Se trata de unos edificios que habían sido primero una descascarilladora de arroz (de aquí el nombre de risiera), después un almacén del Regio Esercito y desde 1940 un cuartel. Estaba situado fuera de los estrechos confines de la ciudad, pero hoy se encuentra dentro del casco urbano.

En la jerga nazi fue un Polizeihaftlager (PHL), es decir, una serie de edificios en los que se encarcelaba a detenidos policiales (un eufemismo propio de la afición nazi-fascista -y franquista- a tender sobre la dura realidad el manto de la ambigüedad burocrática). Por él pasaron, aparte de soldados italianos que habían hecho armas contra los invasores, ciudadanos judíos desprovistos de sus derechos, partisanos contra el fascismo y el nazismo y resistentes de toda laya contra ambos regímenes, generalmente en tránsito hacia otros campos mucho más letales, pero con frecuencia también para ejecutarlos en Trieste.

Se trata, en realidad, del único PHL de los cuatro que existieron en territorio italiano. Los otros tres se encuentran en Fossoli (Emilia-Romagna), Borgo San Dalmazio (Piamonte) y Bolzano (Alto Adigio). Es también el único en haber contado con un crematorio. Naturalmente no por casualidad. A partir de 1949, remozado, sirvió de campo de alojamiento de refugiados procedentes de ciertos países del Este. En esta época dio acogida por término medio hasta 1.500 personas, pero el número de llegadas solía ascender a unas 8.000 al año. Fueron, en su mayor parte, yugoslavos y también rusos, búlgaros, rumanos y albaneses. Se mezclaron igualmente refugiados privados de su nacionalidad por los gobiernos respectivos. Muchos permanecieron en la Risiera hasta cinco años.

Según la historia oficial del campo lo que quedaba de sus edificios fue declarado monumento nacional en 1965. Lo hizo el presidente de la República, el socialista Giuseppe Saragat. Más adelante, se derribaron en su mayoría  (el crematorio lo habían hecho los propios nazis para ocultar sus crímenes) y se reconstruyeron como tal monumento con una estructura en la que la simbología desempeña un papel determinante. Hoy se conoce como Risiera di San Sabba y fue inaugurado oficialmente en abril de 1975. No extrañará que a mi no me sonara de nada durante mi primera corta visita siete años antes.

En la Risiera (arrocería) los detenidos no llevaban uniformes rayados, ni tampoco tenían un número tatuado en el antebrazo. No conocían los triángulos de colores (para judíos, políticos, gitanos, homosexuales, testigos de Jehová, delincuentes de derecho común, etc.) que se usaban en otros campos. Como, oficialmente, no era un campo de “trabajo” propiamente dicho (Arbeitslager), los prisioneros solo estaban obligados a cortar leña, afanarse en talleres, hacer de carpinteros o mantener los edificios.

Se ha reconstruido en lo posible con los materiales originales toda una serie de micro-celdas (17) que en condiciones normales servirían para albergar a un prisionero pero en las que se metían hasta media docena e incluso a veces más. También se ha conservado la celda de los condenados a muerte, adonde iban a parar aquellos cuya estancia en el campo iba a ser muy corta. En el lugar del crematorio se elevan hacia el firmamento infinito tres largas flechas de hierro.

En mi “biblia” de los campos nazis, el conocido libro de Nikolaus Wachsmann (publicado por Crítica y ya en su tercera edición) la Risiera no figura. Tras larguísimas dilaciones en 1976 se realizó una investigación judicial en toda regla para determinar, entre otros aspectos, el número de víctimas y sus funciones en el mapa del universo concentracionario nazi a la vez que se buscaba depurar responsabilidades. Según la historia oficial, el juicio duró desde el 16 de febrero al 28 de abril y participaron casi doscientos testigos. De los dos grandes responsables, el llamado August Dietrich Allers falleció durante el procedimiento. El segundo, Josef Oberhauser, no compareció y, refugiado en la RFA, se quedó tan pancho.

En lo que se refiere a las víctimas las estimaciones varían entre un mínimo de dos mil y un máximo de cinco mil. Es evidente que en comparación con los “típicos” campos nazis la cifra es diminuta, pero no hay que olvidar que formaba parte del escalón (por así decir) más bajo en la escala de letalidad. En la Risiera se han identificado con nombre y apellidos tan solo unas 350 personas. No es de extrañar porque los nazis parece que destruyeron sus libros de “contabilidad”. Se trató, en su mayor parte, de elementos de la Resistencia (italianos, eslovenos y croatas esencialmente) aunque también civiles sospechosos de colaborar con los partisanos y, por supuesto, judíos, aunque de estos pocos porque la mayoría solo estuvieron en tránsito. Su destino eran los campos de exterminación, la gran “aportación” nazi a la barbarie y que ha manchado para siempre el nombre de Alemania.

Los encargados de las ejecuciones fueron miembros de las SS y sus auxiliares ucranianos. Se utilizaron todo tipo de procedimientos: piquetes, horca, gas y el palo limpio, en una mezcla de enfoques clásicos y modernos, pero siempre bárbaros. Se hacían generalmente de noche y al amparo de músicas marciales para ahogar los gritos de los prisioneros. La vecindad nunca supo muy bien lo que ocurría en aquellas sombrías construcciones, aunque la rumorología era abundante.

Más adelante, en 1944 se añadió a la guarnición del campo cerca de un centenar de soldados italianos que servían en las filas del ejército de la República mussoliniana de Salò. Dos de ellos se negaron a participar y fueron fusilados a la luz del día como ejemplo para los demás. En 1945 llegaron como prisioneros dos compañías de Alpini (montañeros).

Los prisioneros que quedaban en el campo fueron liberados el 29 de abril. Trieste fue ocupado por el Ejército Popular Yugoslavo el 1º de mayo. La guarnición nazi resistió hasta el día siguiente para rendirse a las fuerzas neozelandesas del Ejército británico, temiendo la cólera de los primeros ocupantes. No era de extrañar, habida cuenta de que Mussolini no sólo invadió Yugoslavia sino que, en busca de su ansiado Impero, se anexionó una parte de Eslovenia y Croacia, donde las exacciones y humillaciones de las poblaciones locales fueron continuas durante casi cuatro años.

Lo que más me impresionó fueron dos muestras. La primera, una gran sala de exposiciones en la que se exhibe la concepción subyacente a las leyes raciales italianas (un grotesco pero letal mejunje inspirado del nazismo). En los gráficos  los españoles aparecemos como ejemplos de la raza aria europea (los italianos constituían la raza aria mediterránea). No sorprenderá al amable lector que podría escribirse un artículo de lo más sugestivo en base a tales distinciones, pero a mi me falla la imaginación en que abundaban los académicos, antropólogos, genetistas y demás ralea que se prestaron a tales pantomimas (y hundieron la respetabilidad de la Universidad e investigación italianas). La persecución de los judíos se ilustra con ejemplos de la expulsión de los institutos oficiales de Enseñanza Media de los alumnos de “raza hebraica” y, en algunos casos, su destino ulterior (los crematorios, la emigración y, en ciertos ejemplos, su regreso a Trieste después de la guerra).

La segunda muestra es una colección de lápidas en recuerdo de los partisanos, soldados italianos, homosexuales u hombres y mujeres, con nombre y apellidos, que no lograron salir con vida del infierno nazi. La más emocionante es la que refiere el caso de un esloveno escrita en este idioma, en inglés y en italiano. Es una despedida fechada el 5 de abril de 1945 (poco más de veinte días antes de la liberación). Bajo el lema Dietro di noi una notte penosa. Davanti l´alba della libertà, figuran las palabras:

Cara Mamma,

Ti scribo per dirti che oggi

Verró fucilato.

Dunque addio per sempre

Cara mamma addio

Cara sorella addio

Caro papa addio

Un facsímil del original escrito a mano figura en la placa. Lo protege un cristal.

Quizá algunos lectores se sorprendan de este caso de un campo nazi ubicado en los alrededores de una ciudad. Sin embargo, la represión franquista -con harta frecuencia innovadora- había anticipado el caso. Como cualquier lector puede comprobar ojeando un libro reciente de gran éxito, Los campos de concentración de Franco, de Carlos Hernández de Miguel, campos similares (con celdas superabarrotadas pero sin crematorio) se habían instalado en la España “redimida del yugo marxista” en numerosas ciudades, pueblos y descampados. Por ejemplo, en Bilbao, Irún, León o Santander. En el primer caso incluso en los locales de la Universidad de Deusto. Las condiciones físicas de hacinación, mugre, miseria, sufrimientos, vejaciones y muertes por inanición no parece que fuesen muy disimilares. Anticipaban, evidentemente, el infierno sur terre.

En comparación, los jardines del castillo de San Justo, al lado de la catedral, son lugares de otra memoria. La de los caídos triestinos en la gran guerra (curiosamente denominada de liberación), la de los caídos en la aventura imperial mussoliniana del Africa oriental italiana, la de los caídos en la segunda guerra mundial y….. la de los caídos del “cuerpo de tropas voluntarias” en la guerra civil española.

Quienes deseen contemplar fotografías del campo de la Risiera di San Sabba pueden echar un vistazo al vínculo siguiente que he encontrado en tripadvisor.

https://www.tripadvisor.es/Attraction_Review-g187813-d592221-Reviews-Civico_Museo_della_Risiera_di_San_Sabba-Trieste_Province_of_Trieste_Friuli_Venezia.html

Sobre el Juzgado Especial de Prensa y la represión franquista

3 septiembre, 2019 at 8:30 am

Ángel Viñas

¿FELIZ, EN TODO LO POSIBLE, NUEVO CURSO! PARA TODOS LOS AMABLES LECTORES. SERÁ INTERESANTE EN LO POLÍTICO, ECONÓMICO Y SOCIAL, CON CONSECUENCIAS QUE NO ME ATREVO A CALIFICAR. SOY DE QUIENES CREEN QUE, COMO AFIRMABA UN PRIMER MINISTRO JAPONÉS, YASUHIRO NAKASONE, EN LO QUE SE REFIERE A POLÍTICA AVANZARSE UN MERO CENTÍMETRO ES YA PENETRAR EN TERRITORIO DESCONOCIDO.

 

Poco después de cerrar este blog de cara al mes de agosto, y poco antes de salir pitando de nuevo de cortas vacaciones, la prensa anunció (El PAÍS, 31 de julio de 2019) que la Universidad de Alicante había, por fin, llegado a la conclusión de que la restricción temporal de la mención en los metadatos del nombre del secretario del consejo de guerra que condenó a muerte a Miguel Hernández, el alférez Antonio Luis Baena Tocón, debía revocarse. En consecuencia, la solicitud del hijo fue desestimada. Como se recordará, el caso había levantado en armas a numerosos historiadores, incluído servidor. El catedrático de dicha Universidad de Literatura Española Juan Antonio Ríos Carratalá, que lo había identificado en dos textos, se vio reivindicado y su honor de investigador puesto a salvo.

 

Lo que la prensa no destacó -tampoco era su papel- es que, a pesar de la explicable piedad filial del Señor Baena jr., al secretario judicial le corresponde un papel histórico por muchas otras actividades en la postguerra. Fue tan sintomático como el de haber participado en aquel consejo de guerra. Ese papel histórico el el que el profesor Ríos Carratalá había puesto de relieve abundantemente en un libro (Nos vemos en Chicote. Imágenes del cinismo y el silencio en la cultura franquista, Renacimiento, Los Cuatro Vientos, Sevilla, 2015). Agradezco al autor que me lo hiciera llegar. Lo he devorado durante las vacaciones.

El libro en cuestión es un estudio cuyo objeto principal lo constituye la represión realizada por el denominado Juzgado Especial de Prensa (JEP), uno de los múltiples órganos punitivos en que se materializaron los esfuerzos de los vencedores por salvar a España de los supuestos desastres ocasionados por el vencido “rojerío”. En la secuela, todo hay que decir, de aquellos textos tan salvíficos como los sucesivos Bandos de Guerra iniciales y, al final, en la Ley para la Represión de la Masonería y el Comunismo, entre otras cínicas disposiciones.

El JEP volcó su atención en las actividades de periodistas que hubiesen sido favorables a la República, al Frente Popular y/o que defendieron la causa derrotada. Lo hizo desde el punto de vista de que los vencidos no solo habían conculcado -anticipadamente- la “legislación” de los vencedores sino que además se habían hecho reos de “delitos” perseguibles por su propia naturaleza. A su frente se situó un juez acomodaticio y cuya trayectoria -que yo sepa- no había aflorado demasiado en la literatura sobre la represión franquista: Manuel Martínez Gargallo.  El fiscal del JEP se llamaba Juan Pérez de la Ossa y Rodríguez. El juzgado contaba, lógicamente, con un secretario: era, precisamente, Don Antonio Luis de la Santísima Trinidad Baena Tocón, antiguo quintacolumnista y alférez recién nombrado en circunstancias poco iluminadas. Su tarea estribó en ejercer “la instrucción de los sumarios” desde el 17 de abril de 1939 hasta el 3 de septiembre de 1941. En las pp. 150 a 156 de la obra figura un breve resumen biográfico con mención de sus actividades, siempre a las órdenes del juez Martínez Gargallo, tratando de buscar pruebas de los “delitos” cometidos por los periodistas sometidos a juicio, que “agravaba con resúmenes o comentarios cuyas consecuencias podían ser una condena a muerte”.

La represión de los periodistas republicanos ha sido objeto de varios trabajos. A tenor de los datos aportados por Almudena Sánchez Camacho y Mirta Núñez Díaz-Balart, y precisados o cualificados por Ríos Carratalá, once fueron fusilados o ejecutados (Julián Zugazagoitia, Francisco Cruz Salido, Manuel Navarro Ballesteros, Javier Bueno, Augusto Vivero, Luis Díaz Carreño, Federico Sánchez Monreal,  Fernando Mora, etc.), veintidós condenados a muerte (entre ellos Eduardo de Guzmán, Ángel María de Lera -su novela Las últimas banderas todavía la conservo-, Eduardo Haro, Federico de la Morena, etc.) y a quienes se les conmutó poner la espalda contra el paredón por penas de treinta años de cárcel (en 20 casos), o de veinte años (en 12) más otros represaliados con sentencias que oscilaban entre los doce y los treinta años de reclusión mayor.

Un aspecto que se destaca una y otra vez en el libro de Ríos Carratalá es el revoloteo del “ángel de los milagros” sobre la documentación generada por el JEP y la relacionada con las hojas de servicio de muchos de los militares o personajes y personajillos “militarizados” que intervinieron en las causas, en los procesos y en los consejos de guerra. Es algo conocido por los investigadores que han hurgado en los archivos en que se ha depositado (cuando se ha depositado) documentación de los condenados y de los perpetradores. Hay casos absolutamente flagrantes, en particular entre aquellos prohombres de la “Justicia” franquista que llegaron a alcanzar los más altos honores de la nueva Patria.

Si el profesor Ríos Carratalá ha logrado avanzar en la reconstrucción de ciertos aspectos, nada agradables, de la actuación del JEP y de su titular, Martínez Gargallo, ha sido por haber dispuesto del archivo familiar de uno de los procesados, Diego San José, al que se dedica todo un capítulo (“El expediente judicial de un periodista”, pp. 183-223). El autor contrasta este caso (en el que el acusado pudo salvar la vida) con la actuación de otros “compañeros”  hiperfranquistas, también periodistas cuyos artículos se leían en la prensa de los años cuarenta e incluso de los cincuenta. Deben figurar en todo fresco de la ignominia los nombres, por ejemplo, de Francisco Casares, Juan Pujol, Víctor de la Serna, Víctor Ruiz Albéniz, César González-Ruano, etc. etc. A las nuevas generaciones no les dirán nada. Servidor todavía  recuerda algunos de sus artículos.

Dos aspectos me gustaría resaltar. El primero es que el profesor Ríos Carratalá ha inscrito su análisis de la actuación del JEP en el marco del engranaje de las instituciones represivas dirigidas, manipuladas y cohesionadas por militares, con agentes civiles -luego militarizados- trabajando con la suavidad de un mecanismo bien engrasado, atentos a sus carreras profesionales, entregados al cumplimiento de las disposiciones de los dioses (iba a decir nazis, pero sustituiré este adjetivo por el de franquistas). En este sentido, el trabajo que comento me parece absolutamente fundamental para profundizar en el mundillo institucional, mental y anímico de los perpetradores, aunque solo fuesen de pluma. De los pelotones de ejecución ya se encargarían otros.

El segundo aspecto se refiere a las fuentes. De no haber podido consultar el archivo privado de Diego de San José no hubiera sido posible al autor de esta monografía ejemplificar el funcionamiento de la maquinaria represiva, cuya letalidad, falta de escrúpulos, desprecio del Derecho y sumisión a las órdenes del mando sirven para clarificar tanto el caso franquista como -aunque fue en más- el caso nazi y la perversión paralela de la “Justicia”. No en vano los vencedores la habían tomado como ejemplo nada despreciable y se habían asesorado con instructores sobradamente capacitados. Es una pena que poco de este “asesoramiento” por la Gestapo, las SS, los fiscales nazis, etc. se haya plasmado en papeles que hoy se encuentren en los archivos españoles.

Esto me lleva a subrayar lo que ya he escrito en más de una ocasión: la disponibilidad o no disponibilidad de archivos privados. Para mi último libro he echado de menos la documentación que hubieran podido conservar prohombres como Calvo Sotelo, Goicoechea, Mola o Franco y que, hasta ahora, no ha aparecido.

Sin citar nombres (por respeto a mis fuentes) terminaré con una anécdota. Hace unos meses me contó un colega que trató de reconstruir la actuación en la guerra civil de un distinguido militar (no daré ni su graduación). Localizó por fin a su hijo, también militar, y naturalmente le preguntó por ella. Se quedó paralizado de estupor al oirle decir que la había quemado en 1982, cuando el PSOE llegó al gobierno por primera vez desde la guerra civil. Pensaría, probablemente, que o bien se le decomisaría, o que se le detendría o que le vejarían de la forma que el mejor arbitrio de los amables lectores podrá suponer. El hecho es que se volatilizó una documentación preciosa no para condenar expost al militar en cuestión sino para ubicar su papel en el contexto histórico en que actuó y desgajar así otra veta del magma ignoto que constituye el pasado.

En el caso del JEP, y a pesar de todas las lagunas, el libro del profesor Ríos Carratalá ha extraído una de esas vetas y con ella los papeles del responsable, del fiscal y del secretario de la acción represiva. Quizá el hijo de  este último pueda contribuir a perfilarla mejor. Por el momento, la editorial Renacimiento ya está preparando una segunda edición de la monografía en cuestión.