Septiembre de 1936: la República tiene perdida la guerra (III)

30 junio, 2020 at 8:30 am

Ángel Viñas

Tras la interrupción de esta serie la semana pasasa, por la que me excuso de nuevo, creo conveniente explicar por qué las opiniones de Azaña y del teniente coronel Morel, que expuse en los dos primeros posts de la misma, estuvieron fundadas en percepciones representativas. Se trata, no hay que subrayarlo, de un ejercicio teórico (la guerra continuó) pero no  irrelevante. Los hechos mismos se produjeron y fueron conocidos de sus contemporáneos. Para el historiador lo que cuenta es explicar la génesis y  lógica de los mismos. En la medida de lo posible, esto se hace indagando por debajo del relato o narrativa que los acompañaron cuando tuvieron lugar en el pasado. Su mera descripción es asunto de periodistas, de alevines de historiador o de aficionados. Su análisis y contextualización requieren un esfuerzo intelectual y técnico un poco más elaborado.

 

Existen diversas formas de abordar la cuestión. Una, muy extendida, estriba en recurrir a la prensa de la época. Es simple. Lo que publicó en su momento se encuentra en hemerotecas. Incluso, en la actualidad, con frecuencia en línea. La Biblioteca Nacional de Francia tiene por ejemplo una sección en la que es factible hacerlo sin moverse de casa. Lo mismo ocurre con la BNE. Son las que, últimamente, más he consultado. Hay decenas de websites especializadas. Los periódicos mismos, por ejemplo en castellano, ABC, La Vanguardia, El Socialista, son  consultables en internet. Pero, como ya demostró Herbert R. Southworth al abordar el reflejo de la destrucción de Gernika en la prensa de la época, es preciso saber algo que no es directamente captable acerca del tratamiento interno de la información, del proceso de selección y valoración de la misma y de los intereses operativos tras los medios que la publicaban. La prensa NUNCA es una fuente inocente y menos aún en tiempos de guerra.

Se me dirá, con razón, que tampoco están exentas de sesgos las fuentes archivísticas, relacionadas con las actividades de los órganos encargados de recoger informaciones para los respectivos Gobiernos. Pero esto es una cuestión para abordar la cual los historiadores disponen de una formación adecuada que les permite discernir y juzgar su grado y contenido de veracidad como guías para la aceptación crítica o el rechazo.

Objetivamente, la República estaba en mala situación en septiembre de 1936. Los sublevados no habían sido contenidos. Su avance territorial progresaba. Cuando hubo cambio de Gobierno el 4 de dicho mes, la guerra se acercaba a Madrid y el terreno no estaba bien defendido. La frontera con Francia había sido cortada, lo cual representó una catástrofe mayúscula. En España existía una guerra y el Gobierno llevaba la peor parte. ¿Cómo se vio la situación desde fuera? De nuevo, no cabe limitarse a la prensa que, naturalmente, acumuló noticias tras noticias. También difundió una serie de “explicaciones”, basadas con frecuencia en información incompleta y sesgada para generar un efecto determinado. Muchos de sus cuentos y falacias, por ejemplo, siguen siendo difundidos hoy como “verdadera historia” en ciertos círculos y por a veces conocidos autores.

En mi modesta opinión, es más productivo concentrarse en la información filtrada hacia los Gobiernos de la época por sus aparatos diplomáticos y de inteligencia.  Los que cuentan en este sentido fueron, aparte de Francia, los pertenecientes a los dos países que más podían influir en la balanza de fuerzas con todo su peso: Reino Unido y la URSS.  Algo que, desde tiempo inmemorial, han sabido y analizado los historiadores. Tradicionalmente se han concentrado sobre todo en los de carácter diplomático. Menos en los segundos.  El tema no es trivial porque, como ya he señalado en el post anterior, el acceso a ciertos servicios (MI 6 o NKVD-KGB, respectivamente) sigue estando muy restringido.

Existen, sin embargo, otros cuyos productos son consultables en mayor o menor medida. En el caso británico figuran, por ejemplo, los interceptos de comunicaciones extranjeras que realizó  la Government Code and Cypher School (GC&CS) así como los informes del Air Intelligence Service (AIS). En el segundo, los del GRU (Servicio de Inteligencia Militar, el 4ª Departamento del Ejército Rojo), al menos para el período considerado. Se trata de documentación que fue saliendo a la superficie a lo largo del proceso de desclasificación archivística operado en ambos países, ante todo en Reino Unido y más tarde en Rusia tras la implosión de la URSS.

Personalmente me cabe el honor de haber sido, quizá, el primer historiador español en consultar ambos para el período en cuestión en combinación con los más conocidos documentos diplomáticos. No pretendo haber escrito la última palabra al respecto (en historia, nunca me cansaré de repetirlo, no existe jamás versión definitiva) pero sí de haber abierto un camino por el cual se han adentrado posteriormente otros historiadores.

Pues bien, cuando se ponen en comparación los documentos emanados de esas cuatro fuentes (diplomáticas y de inteligencia) de ambos países la conclusión es la misma. La República llevaba las de perder. ¿Por qué?

Por dos juegos de razones: internas y externas. Entre las primeras destacan: el mejor desempeño de las fuerzas sublevadas (adicionadas de las transvasadas a la Península con los Regulares y nuevos reclutas marroquíes del Protectorado más el Tercio allí instalado) y  la desorganización de las fuerzas republicanas, con una explosión miliciana de por medio sin la menor formación militar y una profunda desconfianza hacia los mandos. Entre las segundas la intervención a favor de los sublevados de las potencias nazi-fascistas, sobre todo con material aéreo y el personal que lo manejaba.

En los documentos de los servicios de inteligencia de la época no hay obviamente crítica alguna hacia los Gobiernos respectivos por seguir una línea de conducta que discurrió hasta entonces en paralelo: su retracción a prestar ayuda a una República reconocida internacionalmente. Sin embargo, en los informes de la Komintern y en las manifestaciones en Francia impulsadas por la SFIO (socialistas) y el PCF se sugería ya de forma clara la necesidad de acudir en apoyo urgente de los antifascistas españoles, bajo la invocación -reproducida mil veces con una conocida imagen de Miró´- de “¡Armas para España!” (el título por cierto de un libro fundamental de Gerald Howson).

La importancia y significación de la evolución subyacente han sido siempre desvirtuadas por los historiadores franquistas o pro-franquistas. No en vano se predicó (incluso desde los púlpitos, aunque hace tiempo que la Iglesia católica española empezó a dejarlo de lado) que el golpe militar del 18 de Julio fue una necesidad absoluta y apremiante. ¿Por qué? Para evitar que la PATRIA cayera en manos comunistas y que, con ello, se asestara un golpe demoledor a la civilización cristiana y occidental (los lectores podrán fácilmente recuperar ecos de la primera parte de tal invocación de la boca, en los momentos actuales, de una serie de voceros políticos y mediáticos de gran prestigio).

En paralelo se argumentó, y se argumenta, que tanto el Tercer Reich como la Italia fascista se comportaron de forma “defensiva”, una vez que en Berlín y en Roma se constató el suministro de AVIONES de guerra franceses al Gobierno republicano.  Por consiguiente, se deduce incorrectamente, corresponde a este la responsabilidad por haber introducido el factor foráneo en lo que debería haber sido un “ajuste de cuentas” puramente español.

A ello se añade un segundo elemento que ha caído un poco en desuso en estos tiempos: la argumentación paralela de que el golpe de Estado se adelantó a una inminente sublevación comunista  (manifestación infernal de las aviesas intenciones de la URSS sobre la pobre España), como ya he explicado hace años en este blog.  Así que, tal para cual.

¿Resultado? Al Gobierno republicano se le condena por partida doble: por haber tolerado la expansión de la amenaza comunista y por haber solicitado ayuda a Francia, “obligando” a nazis y fascistas (perdón, alemanes e italianos) a reaccionar.

Esto en cuanto al relato.

En cuanto a los hechos:

Los servicios de inteligencia por un lado y los informes diplomáticos por otro constataron a lo largo de agosto que las operaciones iban de mal en peor para los republicanos. En tales circunstancias, ¿qué hicieron los aparatos gubernamentales franceses y británicos? Pues desde fecha temprana preconizar la necesidad de “hacerse los locos”, es decir, practicar una política de no intervención. Empezó a hacerse operativa a principios de septiembre bajo los auspicios de la potencia diplomática e imperial de la época, es decir, el Reino Unido. ¿La idea? Dejar que los españoles, unos y otros, se masacraran entre sí y tuvieran la amabilidad de evitar que la pacífica Europa -que ya tenía bastante con digerir la crisis económica y la amenaza soviética, no tanto la nazi- se viera involucrada en asuntos que atañían a unos señores morenos y bajitos a los que tradicionalmente les gustaba verter sangre en contiendas civiles y en corridas de toros.

(continuará)

Sobre la carta de Franco a Casares Quiroga de junio de 1936

23 junio, 2020 at 12:11 pm

Ángel Viñas

Interrumpo mis posts sobre cuándo perdió la República la guerra porque un amable lector hizo referencia en uno de sus comentarios al primero de ellos a tan famosa carta. Se apoyó en un despacho enviado al Foreign Office por el embajador británico en España Sir Henry Chilton (él lo presentó como encargado de Negocios, así que podría tratarse de este y no del embajador mismo, refugiado en Francia). La alusión despertó de inmediato mi vocación didáctica y metodológica. De aquí estos comentarios. Señalo que no he visto el despacho o, si lo vi alguna vez, no le di la menor importancia. La explicación la ofrezco en este post.

 

Que la embajada enviara la carta de Franco no tiene nada de extraño. Las representaciones diplomáticas sirven para informar sobre la situación de los países ante los cuales están acreditadas y dar análisis  -los suyos- sobre lo que haya detrás de la evolución que en los mismos se registra en sus diversas facetas: políticas, económicas, sociales, militares, culturales, etc. Todo ello con la esperanza de ofrecer un plus a lo publicado en la prensa o vehiculado de una u otra forma por los medios de comunicación. En ciertos puestos incluso lo que se trata es adelantar acontecimientos que vayan a producirse.

En 1936 no existían muchos canales alternativos para explorar los acontecimientos que ocurrían en otros países: se contaba, evidentemente, con la prensa, por supuesto, pero muchas embajadas recurrían a sus contactos con políticos, intelectuales, analistas, etc. para profundizar algo más. En el caso británico  la embajada, por ejemplo, rebatió con argumentos, sobre todo en el período anterior a Chilton, las en ocasiones sesgadas informaciones que transmitía el corresponsal en España del famoso The Times, Ernest De Caux. Como es sabido, en dicho medio los artículos de los corresponsales no llevaban firma.

Para el caso que aquí nos ocupa el valor probatorio del despacho en cuestión depende de dos variables fundamentales: el momento de su envío y la explicación al mismo dada por la embajada. Ambos están relacionados.

  1. Supongamos que el despacho se envió antes del 18 de julio de 1936. Esto implicaría que la embajada se habría hecho con el texto de la carta por medios confidenciales. Normalmente haber estado en contacto con círculos próximos a Franco o a Casares Quiroga. Deberíamos, pues, otorgarle un valor anticipatorio.
  2. La situación cambia drásticamente si el despacho se remitió una vez que la carta se hizo pública. En ese caso, los comentarios habrían tenido un valor meramente histórico. La diferencia es muy notable y debería tenerla en cuenta cualquier alevín de historiador.

Respecto a 1): la embajada sabía que el golpe de Estado llevaba preparándose desde hacía tiempo. No por méritos propios esencialmente. Un sector de los conspiradores le “soplaba” informaciones porque lo que se pretendía era que el Reino Unido se inhibiera de dar cualquier apoyo a la República cuando llegara el momento. Por consiguiente, la carta abonaría cuando menos la interpretación de que incluso uno de los generales más prestigiosos del Ejército español alertaba al Gobierno de lo que podría ocurrir en España.

Las informaciones sobre España ya desclasificadas que llegaban al Foreign Office en la primavera de 1936 de todas las procedencias (embajada, consulados, servicios de inteligencia e interceptaciones de las comunicaciones de la Komintern con el PCE) las analicé, en sus rasgos generales, en mi libro La conspiración del general Franco, capítulo II. Nunca pude obtener (ni, a lo que yo sé, ningún otro autor lo ha conseguido, excepto un historiador oficial del organismo) sumergirme en los archivos del Secret Service (servicio de inteligencia exterior o MI 6). Siguen cerrados a cal y canto con excepción de algunos relacionados con España en la segunda guerra mundial que se encuentran en los Archivos Nacionales. Hube de contentarme con los del Servicio de Inteligencia Naval.

También cabe preguntarse cómo hubiera podido obtener la embajada la carta en cuestión. Hay dos posibilidades: a) que alguien se la diera en Madrid o b) que la consiguiera el cónsul británico en Santa Cruz de Tenerife. Si bien los fondos de la primera están ya abiertos, los del segundo han desaparecido casi en su totalidad. Es un misterio profundo. Faltan en puntos esenciales y los huecos se notan por los saltos en la numeración. Por consiguiente no veo muy claro cómo mi amable lector o algún otro historiador hubiera podido ver el despacho si fue anterior al 18 de Julio.

Respecto a 2): en este caso la situación se aclararía enormemente. La embajada no hubiera hecho sino cumplir con su deber. No le corresponde ningún mérito salvo el de la mayor o menor profundidad del análisis histórico. He de señalar a mis amables lectores que la carta se difundió enormemente por la zona sublevada. Se publicó, detalle importante, en las propias islas Canarias, en La Gaceta de Tenerife, el 26 de agosto de 1936. Este periódico la presentó como un “documento histórico del que toda la Prensa mundial habla”. El cónsul hubiera faltado a su deber de no haberla enviado.

Desde entonces hasta la más rabiosa actualidad raro es el autor que haya escrito sobre Franco y la guerra civil que no haya mencionado la carta (pinchar aquí y leer comentarios: https://www.elmundo.es/la-aventura-de-la-historia/2016/06/23/576c0098468aeb05268b467a.html). En general los de querencias profranquistas como muestra de hasta qué punto Franco se habría preocupado de evitar la guerra con su invocación para que el Gobierno cambiase su curso de actuación. Los que no tienen tales querencias se hacen luces sobre lo alambicado de su estilo y llegan a plantearse si Franco no hubiera querido convertirse en el espadón del régimen republicano. Hay más y cualquier trabajo de fin de curso en un postgrado de historia podría pasar revista a las diversas categorías de explicación esgrimidas.

De los millares de comentarios que ha suscitado subrayo el del ayudante, primo hermano, íntimo colaborador y confidente del futuro Caudillo, junto con él en aquellos tiempos, el posterior teniente general Francisco Franco Salgado-Araujo. Según esta impecable fuente, obró “impulsado por su patriotismo y buena fé”, al expresar “la inquietud de la oficialidad por las arbitrariedades que se estaban cometiendo”. De aquí a derivar la conclusión de que quiso evitar la catástrofe solo hay un paso.

Quisiera, no obstante, señalar que su principal y más importante hagiógrafo que fue el periodista Joaquín Arrarás dio una explicación que ya no suele tener curso, pero que es también muy verosímil:

“Inquieta y preocupa especialmente a Franco la poda que el ministro de la Guerra viene haciendo en la oficialidad del Ejército y de la Guardia Civil; desmoche que va reduciendo las posibilidades de resistencia, pues la mayoría de los excluídos y postergados son partidarios del movimiento que cada vez se ve más ineludible e inmediato. Entonces el general Franco se decide a escribirle (…) una carta con la secreta intención de contener aquella carrera de destituciones y de remociones, que ponían en evidente riesgo el éxito del movimiento en alunas capitales y regiones”.

La carta suscita, además, tres cuestiones fundamentales: a) ¿la envió o no la envió?; b) si la envió, ¿cómo?; c) ¿con qué texto?.

Salvo error u omisión no conozco a ningún autor (con lo cual revelo mi propia ignorancia) que las haya abordado sistemáticamente, por ejemplo como hicimos en el libro escrito con mi primo hermano (qepd) Cecilio Yusta y el Dr. Miguel Ull bajo el título El primer asesinato de Franco. Basándonos, entre otras indicaciones, en las memorias de Franco Salgado-Araujo ya lanzamos la idea de que Franco estaba pensando en su sublevación desde, certificadamente, el 27 de mayo anterior al menos.

Las tres cuestiones anteriores coinciden en una. A tenor de lo que Franco escribió a Mola (en carta reproducida por Tusell) había enviado una misiva a Casares Quiroga y le incluyó una copia de aquélla. Decía así:

Nada te digo de asuntos de política. Estoy conforme con tus apreciaciones y precisamente comulgando con ellas y en evitación de los estragos que en la moral y virtudes del Ejército están produciendo las disposiciones oficiales, consecuencia de la labor de una docena de militares tendenciosos y sectarios que engañan al ministro, le he escrito esta carta cuya copia te adjunto con la que estoy convencido estarás conforme.

He puesto en itálicas lo más importante. Mola estaba metido de pies a cabeza en la conspiración y Franco pensaba como él. Desde Canarias echaba la culpa de lo que pasaba a la supuesta “camarilla” que rodeaba a Casares, monigote de la misma. Pregunta: ¿envió Franco a Pamplona la carta que dio a conocer dos meses después?

Posteriormente, conocedor de la carta ya divulgada por toda España y parte del extranjero,  uno de los factótums de Azaña, el coronel Juan Hernández Saravia, confesó a Antonio Cordón, incorporado tras el golpe al Ministerio de la Guerra, que Franco “había enviado recientemente una carta muy respetuosa, en la cual hacía protesta de fidelidad a la República y aseguraba que eran falsas las noticias que circulaban sobre un supuesto complot del Ejército”.

El amable lector comprenderá que tal texto, desconocido, difícilmente sería el mismo que se publicó en agosto y que Franco, tal vez, envió a Casares. Salvo que comentara posteriormente a Mola algunas de sus razones para hacerlo, algo francamente difícil de tragar. De lo contrario es de suponer que este no se hubiera apeado de su berrinche. ¡Caramba con “Franquito”, intentando jugar a dos barajas! Es lo menos que hubiese podido pensar en la línea que luego escribió Franco Salgado-Araujo.

Arrarás se anticipó: “Franco consiguió en buena parte lo que se proponía pues al recibo de la carta amainó la furia demoledora del ministro”. Ni fue así ni se modificó a causa de Franco la política, insuficiente, de remoción de peligros.

Por lo demás, no entramos en investigar cómo envió Franco la carta a Casares Quiroga. Nadie lo ha hecho. Exceptuando el uso de palomas mensajeras o un telegrama oficial y cifrado, no había muchas posibilidades a una carta personal que solo podría remitirse por: a) mensajero o b) conducto oficial en sobre cerrado y lacrado. En este caso únicamente por dos medios: correo aéreo o la vía mucho más lenta de la Compañía Mediterránea que aseguraba el enlace marítimo con la península. El lector puede elegir, porque nadie ha documentado la cuestión hasta el momento de manera satisfactoria.

Ahora ya pueden los amables lectores situar adecuadamente el abanico de interpretaciones posibles sobre la importancia, grande, chica o rutinaria, del despacho de la embajada británica al Foreign Office.

¡Ah! Por falta de tiempo no me he molestado en buscar en mis papeles dicho despacho. Si le atribuí alguna significación estará entre ellos. Si no, es que no le atribuí importancia y me doy los imprescindibles golpes de pecho. Guardo todos los despachos y telegramas políticos de la embajada británica al Foreign Office desde poco antes del 14 de abril de 1931 hasta finales de 1936. A ver si algún día me decido a buscar ellos. No tengo tiempo.

Septiembre de 1936: la República tiene perdida la guerra (II)

16 junio, 2020 at 8:30 am

Ángel Viñas

Es posible que, para algunos lectores, la afirmación de que para el presidente de la República en septiembre de 1936 la República ya no tenía posibilidades de victoria les parezca inaudita. No era el único que así pensaba. Si sus Apuntes son dignos de crédito, otros políticos republicanos no diferían mucho de su diagnóstico. Debo destacar entre ellos el nombre del destacado dirigente socialista Julián Besteiro. Uno podría argüir (quien esto escribe no lo hace) que quien entraba en la guerra con tales ánimos difícilmente saldría de ella con los opuestos. En este post demostraré, con EPRE que creo desconocida, que un testigo importante de la guerra de España también auguraba una derrota de la República y que lo hacía poco más o menos al mismo tiempo que Azaña.

 

El 26 de septiembre de 1936 el nuevo agregado militar francés, el teniente coronel Henri Morel, llegado a España el 18 de julio, envió una nota importante a su superior, Edouard Daladier, a la sazón  ministro de Defensa Nacional y de la Guerra en el Gobierno Blum del Frente Popular francés. Morel suele aparecer en los informes políticos y militares relacionados con la contienda y, desde luego, en lugar destacado en el caso de las relaciones bilaterales. Como agregado militar no solo estaba a cargo de las tareas de información político-militar habituales que pudieran interesar al Gobierno de París. También coordinaba en España la actividad de los agentes del Deuxième Bureau sobre el terreno y de sus colaboradores. Es decir, tenía una visión más en profundidad como la que procedía de los servicios secretos militares, con frecuencia erróneos. En muchas otras ocasiones, no.

Morel había experimentado la guerra en vivo y una guerra más encarnizada que la española: la  mundial. En ella había logrado la codiciada Legión de Honor y sobrevivido, que ya es, a los combates en torno a Verdún. Después, había caído prisionero de los alemanes que lo habían deportado a Alemania. No regresó a Francia hasta 1919. De orientación monárquica nada menos que en la muy poco monárquica República Francesa, ingresó en la Escuela Superior de Guerra y, tras brillantes estudios, entró después, ya capitán, en el Deuxième Bureau, donde se le consideró como un oficial altamente prometedor. Pasó por la sección inglesa y en 1933 se hizo cargo de la Sección del Mediterráneo. En este puesto muy delicado no dudó en criticar la política mussoliniana y tampoco tardó en romper con la Action Française.

A lo largo de su estancia en España, prácticamente hasta casi el final de la guerra, fue desarrollando primero una comprensión y luego una clara simpatía hacia la causa republicana que no siempre encontró buena acogida en el EM parisino. Mantuvo en lugar primordial una concepción constante de los intereses franceses. A pesar de algunos roces, no se le llamó al orden. Cuando llegó el conflicto mundial, del que sus interlocutores republicanos tanto le habían prevenido, estaba destinado en Africa del norte. Amigo de larga fecha del posteriormente famoso general de Lattre de Tassigny, fue detenido por la Gestapo en junio de 1944 y deportado a Alemania. Murió tres meses después en el campo de concentración de Neuengamme.

Existe una excelente biografía sobre él y yo mismo me hecho eco de algunos de sus despachos en varias de mis obras.  Es necesario que el lector tenga en mente lo que antecede, porque  desde el primer momento de su llegada a España dio muestras de un espíritu crítico que no siempre fue del gusto de la colonia francesa, de su embajador (que veía los acontecimientos desde la barrera, instalado en Francia) y a veces de sus superiores.

En su informe del 26 de septiembre de 1936 Morel expuso cómo veía el futuro de la guerra desde el punto de vista militar, teniendo en cuenta la evolución de las operaciones hasta aquel momento. Consideraba como posible, si no probable, la victoria de los rebeldes. En esto su valoración no fue muy diferente de la del presidente de la República. No tenemos, sin embargo, constancia de que se hubiesen encontrado y mucho menos de que Azaña le hubiera hecho objeto de ninguna confidencia. La distancia jerárquica era tal que a pesar de sus conocidas proclividades hacia Francia no creo que Azaña en aquella época lo hubiera pensado.

Morel dejó sentado de entrada que no era un ignorante del marco general de las relaciones hispano-francesas. “Dejando de lado las naturales simpatías de orden político y social que Francia pueda tener en favor de un Gobierno análogo al suyo y por una organización social que tiende a aproximarse a la organización propia mediante el desarrollo progresivo de una clase media urbana y campesina era evidente que, desde el comienzo de la crisis, la actitud de las potencias en Europa trataría de afirmarse y que las simpatías de origen no servirían sino para encubrir las pugnas de interés en el plano internacional”. Así empezó su despacho.

Esto no significaba sino afirmar que en el momento mismo del estallido de la sublevación la fundamental variable internacional iba a hacer acto de presencia. Morel, por supuesto, ignoraba que un sector de  los futuros rebeldes ya llevaba conspirando desde hacía años con Mussolini precisamente para orientar en su favor el resultado de su futuro recurso a las armas. Queda por ver si hubieran sido menos diligentes de haber creído que, con sus propias fuerzas, hubieran podido derrotar fácilmente al Gobierno republicano. Lo cierto es que casi toda la literatura ulterior, salvo la de origen izquierdista o ultraizquierdista, así lo presentó. Con fuerzas italianas y alemanas sobre el terreno Morel tenía ya la impresión de que el hundimiento del régimen republicano constituiría para las potencias fascistas un éxito de amor propio y de prestigio que, naturalmente, tratarían de explotar al máximo. Como así fue.

Lo que Morel trató de hacer llegar a sus superiores fue que, en su opinión, tal éxito permitiría que el Ejército sublevado albergase inicialmente sentimientos muy favorables hacia italianos y alemanes. Por el contrario, a la desconfianza tradicional de los sectores conservadores españoles para con Francia se uniría la procedente de los partidos de derechas, falangistas y tradicionalistas que los republicanos solían denominar genéricamente como “fascistas”. Morel no creía que este movimiento de simpatía fuese duradero. En aquellos momentos (recordemos que Morel no podía saber que Franco estaba ya inmerso en una pugna por convertirse en Generalísimo y Jefe del Estado, haciendo todo tipo de promesas a los italianos en el sentido de seguir, ¡cómo no!, sus orientaciones) tampoco suponía que fuese un sentimiento muy profundo. Los militares, “superada la primera represión ciega y sin límites”, reservarían su ferocidad contra sus adversarios tachados de marxistas, de socialistas comunistizados y de comunistas puros y duros. Sin embargo, los anarquistas, una vez que se deshicieran de los elementos criminales que se habían introducido entre sus filas, podrían encontrar algo en común con los militares. (Precisemos que si no entre los militares, más bien entre los falangistas).

Italia no tenía, en la opinión de Morel, grandes posibilidades de ejercer una influencia duradera en España y sería probablemente la primera víctima del nacionalismo español. Los vencedores se negarían a reconocer la superioridad italiana porque en España existía un menosprecio profundo hacia Italia. Una vieja nación guerrera no podía sentir otra cosa hacia un parvenu como el fascismo. La idea italiana de dominar, gracias a España, el Mediterráneo occidental [recordemos: una de las ideas maestras del dúo Mussolini-Ciano] podría ser un sueño de la política, pero chocaría frontalmente contra el sentimiento casi unánime del Ejército y del pueblo españoles. Morel veía perfectamente lo que iba a producirse: Franco se arrastraría un poco en demanda de ayuda, pero no estaría dispuesto a enajenar la soberanía española (y su propia soberanía) por deferencia hacia Mussolini. Le fortalecería en ello el comportamiento italiano en Baleares.

Otra cosa era la influencia alemana. Los nazis no se esforzarían demasiado por influir en España.  Se concentrarían en obtener ventajas en campos menos susceptibles de despertar el orgullo y el nacionalismo españoles. A los alemanes se les respetaba mucho en los campos intelectual, económico, militar. Por eso, en todos ellos su influencia se dejaría sentir en mayor medida.

Hasta entonces la guerra civil había puesto de manifiesto la pobre calidad estratégica y táctica del Mando español, tal y como la juzgaba Morel. Una de las lecciones que cabría esperar sería que Francia no tenía demasiadas razones de temer o desarrollar un sentimiento de grave amenaza sobre su frontera sur en el caso de una victoria rebelde. Porque, y esta fue la conclusión del flamante agregado militar, lo que había que esperar era que los sublevados se alzaran con la victoria. Tras ella las buenas relaciones con Francia que habían caracterizado los años republicanos se disiparían. El Ejército español no era germanófilo en sí salvo porque tradicionalmente había sido antifrancés.

Hacer pronósticos a largo plazo, cuando el fenómeno observado solo tenía dos meses de antigüedad, siempre es peliagudo. Morel no podía anticipar hasta qué punto la ayuda material y técnica alemana penetraría en un ejército que solo tenía como experiencia bélica las campañas un tanto pedestres de Marruecos. También creyó que la contienda no tardaría mucho tiempo en dirimirse.

Mucho de lo que atisbó al poco tiempo de llegar a España fue cumpliéndose. Minusvaloró el deslumbramiento que algunos generales, incluído Franco, sintieron por el Tercer Reich, pero lo que es significativo de este informe fue que, en contra de lo que se afirmaba en la propaganda de los contendientes y en la prensa de la época, de uno y otro signo, el nuevo agregado militar tenía claro que la República difícilmente iba a ganar la guerra y que los condicionantes internacionales tendrían un impacto decisorio sobre la evolución de las hostilidadesEn este sentido, Morel -aunque llegando a sus conclusiones por una vía diferente a la de Azaña- alcanzaba un resultado similar.

He querido acercar, en lo posible, las posturas de ambos, un jefe del Estado sin la menor experiencia militar y un observador extranjero que había hecho sus armas en las batallas de la primera guerra mundial y en el mundo de los servicios de espionaje, porque los dos apuntaban a un denominador común: la influencia del vector exterior sobre los acontecimientos que se producían en España. Lo hicieron prácticamente en el mismo período de tiempo.  A tales análisis, que prefiguraban la derrota republicana, les faltaba otro vector: la posibilidad de una intervención soviética. La pregunta que ha de hacerse todo historiador a la altura del mes de septiembre es doble: ¿cómo se llegó a tal situación? ¿cómo se salió de ella?

(continuará, pero atención a la siguiente advertencia:

En mi próximo post voy a plantear un jueguecito. Daré a conocer unas reflexiones metodológicas elementales sobre cómo enmarcar la famosa carta de Franco a Casares Quiroga de junio de 1936. Me incita a ello la afirmación un tanto rotunda hecha por un amable lector de que su texto fue conocido por los ingleses. Espero no tener que tragarme mi interpretación. Pero si hay que hacerlo, hay que hacerlo.)

 

Referencias:

La única biografía de Morel que conozco (pero que no menciona el anterior despacho) es la de Anne-Aurore Inquimbert, Un officier français dans la guerre d´Espagne. Carrière et écrits d´Henri Morel (1919-1944), Presses Universitaires de Rennes/Service Historique de la Défense, 2009.

El informe de Morel se encuentra en los archivos del Service Historique de la Défense, Vincennes, París, pero afortunadamente no hay que ir allí (aunque servidor lo ha hecho por otras razones). El Centro de Documentación del Bombardeo de Gernika dispone de un ejemplar.

Septiembre de 1936: la República tiene perdida la guerra (I)

9 junio, 2020 at 10:45 am

Ángel Viñas

En este blog he escrito en ocasiones sobre las escasas posibilidades de la República de salir con bien de la guerra civil. En los comentarios de los amables lectores en la página equivalente de Facebook se han reflejado recientemente ideas que me parecen un tanto desenfocadas. Voy, pues, en vez de dar respuestas directas a elegir un camino indirecto en este y en los próximos posts. Combinaré temas conocidos con EPRE desconocida. No pretendo, por supuesto, escribir algo final. Solo los incautos, los prepotentes o los estúpidos creen en la historia definitiva. Personalmente, después de haber cambiado tantas veces de opinión sobre ciertos temas en función de nuevas evidencias, estoy a prueba de sorpresas y por ello procuro mantener la mente abierta a lo que pueda descubrir u otros descubran. Únicamente hay dos cosas superseguras en la vida: hay qe pagar impuestos y hay que viajar, en tren rápido o lento, según los casos,  al más allá (remedando a B. Franklin).

 

Para prevenir que algunos lectores me tiren a degüello por el título de este post tengo que empezar diciendo que la afirmación de que la República había perdido la guerra en septiembre de 1936 no es mía. Es una forma impactante de traducir en lenguaje de nuestros días lo que pensaba el presidente Don Manuel Azaña en aquellos momentos. Él lo escribió, por supuesto, con mayor donosura: “LA VICTORIA ES UNA ILUSIÓN”.

No lo dijo, por supuesto, en uno de sus escasos discursos de la época. El primero que había dado, tras la sublevación, contenía tonos heroicos. Fue una alocución por radio, en la noche del 23 de julio. Dirigió sus palabras, de aliento y gratitud, a todos los defensores de la causa de la ley, que era la de la República, y de admonición grave y severa a los culpables del “horrendo delito que tiene destrozado el corazón de los españoles”. El pabellón nacional, aseguró, ni se había arriado ni se arriaría. Del esfuerzo y sacrificio colectivo saldrían la República y España más “fuerte e indisolublemente unidas con sus libertades”.

Expresó su gratitud a quienes combatían por la libertad y la República y mencionó específicamente a los cuerpos y unidades del Ejército que se habían mantenido fieles al régimen, a la Guardia Civil, a otros institutos gubernativos, a la aviación republicana y a las muchedumbres populares.

En lo que se refería a los sublevados, a quienes habían desgarrado el corazón de la Patria, a los culpables de que se vertiera tanta sangre, ¿no veían que su empresa había fracasado? Responderían ante la conciencia nacional, “como un día han de responder ante la historia”.

Pero mes y medio más tarde las cosas habían cambiado. La rebelión no se había extinguido. Al contrario: avanzaba impetuosa hacia Madrid.  El Gobierno del 19 de julio se había tambaleado. No era representativo de la nueva correlación de fuerzas ni de la situación tal y como había ido desarrollándose. El partido principal de la oposición, el PSOE, estaba fuera del gobierno; las masas anarcosindicalistas no estaban representadas en él; el hundimiento de la autoridad del Estado era un hecho. Y, naturalmente, se había desatado la violencia, en los frentes y en la retaguardia. ¿Qué había pasado?

Una primera respuesta la dio Azaña tres semanas después a un escritor francés, judío, de orientación socialista y ya en un camino que le acercaba al PCF, Jean-Richard Bloch. Fue presciente. El 15 de agosto le explicó que una derrota del Frente Popular en España no solo representaría la derrota del francés sino también la de la propia democracia francesa. Como Azaña ni era un mago ni un alquimista y tampoco podía ver en una bola de cristal lo que sería el futuro, cabe conjeturar que divisaba en el horizonte graves peligros para ambos regímenes. ¿De dónde podrían proceder? Solo de ciertos países que no identificó: Alemania e Italia. Eran los que ya habían empezado a intervenir en España.

El mes siguiente empezó con un cambio de Gobierno, acercándose a la idea de formación de un auténtico Frente Popular. Como es sabido, para este período Azaña no mantuvo un diario. Lo que pensó hay que inferirlo de unas notas apresuradas, tomadas quizá como recordatorio, sobre la marcha y espontáneas.  Normalmente, el lector normal acudirá, como ha hecho servidor, al volumen VI de las Obras Completas de Azaña, en la edición más reciente que es la que hizo el añorado profesor Santos Juliá. En ellas se encontrará con que tan destacado azañista incurrió en el mismo error que Enrique de Rivas, hijo del cuñado de Azaña, en sus comentarios y notas a los “Apuntes de memoria”. Una parte de ellos, que ambos autores sitúan en 1937, no corresponde a este año sino, precisamente, al verano del año anterior, es decir, los tan poco conocidos, en la perspectiva de Azaña, meses de agosto y septiembre. La única explicación que encuentro es que Rivas los pusiera -si es que no los había encontrado juntos- con los apuntes del año siguiente. Pero he de confesar que me sorprende que ninguno de ambos se hubiera dado cuenta de ello. Ruego a los amables lectores que no tomen esta afirmación como sentada ex cathedra. Servidor no las hace nunca. Puedo equivocarme. Y si me equivoco, estoy siempre encantado de reconocerlo.

Sin embargo hay alusiones en esos “Apuntes” que no permiten otra interpretación que la mía. La más clara y evidente dice así: “En septiembre nuevo gobierno”. Como es obvio, no hubo gobierno nuevo en septiembre de 1937, luego tuvo que ser en el año anterior. Añádase una referencia a Ossorio y Gallardo que habría dicho “se ganará la batalla de Talavera”. Esta no se ganó ni fue propiamente una batalla. Talavera cayó en poder de los sublevados el 3 de septiembre de 1936, la víspera de la entrada en acción del nuevo Gobierno. En el mismo mes se inició una remodelación de embajadores y Azaña citó los casos de Ossorio y de Fernando (de los Ríos).

Con todo, hay un tercer ejemplo que es para nosotros más interesante para nuestros propósitos. El nuevo Gobierno, presidido por Largo Caballero que también asumió la cartera de Guerra, había preparado de inmediato una serie de notas diplomáticas de extrema dureza a remitir a las embajadas de las potencias fascistas. En ellas se detallaban las pruebas en poder de los gubernamentales acerca de sus intervenciones respectivas en favor de los sublevados. Azaña pidió que le mostraran los borradores. Así se hizo. Su impresión fue que se trataba de auténticos ultimátums.

Así lo explicó, pues, en sus Apuntes, sin que ni Rivas ni Juliá se dieran cuenta de la ucronía:

“Los proyectos de notas a Alemania e Italia aprobadas en Consejo. No me dan cuenta. Viene Vayo. Me explica su tenor, pero no literal.  Viene Álvarez Buylla en audiencia. Me habla del tenor durísimo de las notas. Le pregunto a Vayo si las ha transmitido. “Aun no; esta tarde”, “Quiero conocer el texto. No las envíe”. Las recibo a las 2.30. Eran dos ultimátums. Reflexiones. Al Presidente [Largo Caballero]. Se reúne el Consejo. “Ustedes quieren declarar la guerra”. ¿Y si no nos hacen caso?”. Las modifican”.

Azaña, con cierta mala uva, añadiría para sí: “Una cosa es periodismo, y otra democracia”.  Los amables lectores podrán pensar que lo antecede no es importante. Lo es y mucho. No solo determinan el momento temporal a que se refiere esta parte de los “Apuntes de memoria”, sino que explican con toda claridad lo que Azaña anotaría, apresuradamente, acto seguido.

Pensando todavía que Ossorio y Gallardo iba a ir de embajador a Ginebra, a la Sociedad de Naciones, aprovechó la ocasión de una conversación con él para atemperar su optimismo sobre la marcha de la guerra. Es cuando el presidente de la República afirmó LA VICTORIA ES UNA ILUSIÓN.

No sabemos si la reacción siguiente que Azaña consignó fue de Ossorio o una reflexión propia. Si la victoria era una ilusión, “entonces hay que tratar con Franco”. Obsérvese la referencia a Franco. Todavía no había sido nombrado cabecilla de los sublevados, pero ya en las alturas republicanas se le identificaba como tal. ¿Problema? ¿Quién iba a decírselo a la gente?

Azaña, antes de que Ossorio fuera a Ginebra (se le destinó a Bruselas y la delegación ante la Sociedad de Naciones quedó sin embajador, un error gravísimo que debe ponerse con letras más que superrojas en el debe de Largo Caballero y de Álvarez del Vayo, ministro de Estado,  como responsables inmediatos), le habló de su “proyecto de mediación y plebiscito. Dificilísimo, creo yo, pero el único camino”.

¿Conclusión? A mitad de septiembre, más o menos, Azaña no creía en la victoria republicana. Habló de ello a Besteiro y a Sánchez Román. Ambos estuvieron de acuerdo. También habló con Prieto, nuevo ministro de Marina y Aire, que lo estimó “irrealizable e inútil”. Seguidamente con Álvarez del Vayo, “que no lo toma en consideración”. Finalmente habló con Araquistáin, consejero áulico de Largo Caballero y próximo embajador en París: “a las primeras palabras, hace una mueca de extrañeza”.  Azaña volvió a hablar con Ossorio que, entonces, rechazó el proyecto y añadió “si no hay victoria no queda más recurso que morir”. Muy dramático pero, para muchos, tremendamente acertado.

Todo lo que antecede demuestra dos cosas: en septiembre de 1936 Azaña no veía posibilidades de victoria. Evidentemente, no exteriorizó en público sus sentimientos. Se plantean dos cuestiones. La primera es la siguiente: ¿Estaba solo Azaña en sus dudas? ¿No las tendrían otros también? La segunda es el por qué. ¿Qué había pasado para que en menos de dos meses se hubieran desplomado sus primeras esperanzas?

A estas dos preguntas tratarán de responder los posts siguientes. Dejo sin responder una pregunta que no hago: ¿Qué hubiera ocurrido de haber exteriorizado Azaña sus temores?

 

Referencias (por orden de fecha de publicación: 1990, 2006, 2008).

Enrique de Rivas: Apuntes de Memoria (inéditos), pp. 208-211.

Angel Viñas, La soledad de la República, pp. 258s.

Santos Juliá: Obras completas de Azaña, vol. VI, pp. 4-7, 282.

(seguirá)

Frente Popular, ¿hoy, 2020, en España?

2 junio, 2020 at 8:30 am

Ángel Viñas

Vaya por delante que servidor no forma parte de aquellos autores que por lo general se niegan a aceptar las analogías como instrumentos conceptuales para caracterizar importantes fenómenos históricos. Hace algunos meses la muy intelectual (y algunos dirán un tanto elitista) New York Review of Books publicó un intercambio de opiniones en favor y en contra. La ocasión la deparó la utilización del término HOLOCAUSTO. En España tuvimos ya un remedo (algo aguado, todo hay que decirlo) cuando Sir Paul Preston lo usó para referirse al caso español y más particularmente a la represión efectuada, en la guerra y la postguerra, por el régimen franquista contra los vencidos y heteróclitos republicanos (amén de masones, librepensadores, socialistas, comunistas, liberales, ateos, es decir, de poco menos de todos los que no comulgaran con los valores españoles desde los tiempos de Viriato y, con certidumbre total, de la época de los Reyes Católicos y de Trento).

 

Las analogías pueden ser un recurso útil en historia porque en la vida de las sociedades el futuro, hasta cierto punto previsible, a grandes o grandísimos rasgos, en particular ligados a la evolución científico-técnica, es, en realidad, incognoscible (vid. el caso de la pandemia actual y sus debatidas posibles consecuencias que nadie ha visto todavía). La forma tradicional de aprender de la experiencia vivida la da, hasta cierto punto, la historia. Esto es, al menos, algo reconocido desde los clásicos (Historia vero testis temporum, lux veritatis, vita memoriae, magistra vitae, nuntia vetustatis), pasando por Cervantes (émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de los presente, advertencia de lo por venir). Ahora bien, que la Historia enseñe algo no significa que el aprendizaje sea automático y que las situaciones pasadas se repitan (una imposibilidad) o sean suficientemente comparables con las de nuestra actualidad o, menos aún, de las que puedan suscitarse  en el futuro. Cada situación traduce el palpitar de una época y el juego de las fuerzas económicas, sociales, políticas e ideológicas que en ella se dan cita. (Advierto que esta prelación es intencionada, aunque ciertamente discutible).

Viene a cuento lo anterior porque entre las sorpresas que nos deparan todos los días las noticias y comentarios que esmaltan la prensa (en España y fuera de España) hay una que me ha causado particular sorpresa, quizá porque como ya escribí en el post anterior llevo tiempo dando vueltas al manido tema de la segunda República española. El comentario objeto del presente post es la afirmación rotunda contenida en un artículo publicado por el venerable diario ABC (pinchar aquí: https://www.abc.es/opinion/abci-jaime-mayor-oreja-frente-popular-obviedad-202005232302_noticia.html) Su autor afirma con rotundidad que en la maltrecha España de nuestros días está instalado un Frente Popular. ¡Guau!

Servidor se inclina rendidamente, desde luego, ante la experiencia política de tal autor. Ni por asomo se me ocurriría competir con él en terreno tan resbaladizo. Recuerdo, eso sí, que en el preciso momento en que volví a empezar a dar clases en la Complutense con, entre otros, un curso sobre la guerra civil levantaron polémica unas declaraciones suyas en las que apostilló que, para muchos, el franquismo había sido un período de extraordinaria placidez (pinchar aquí: https://elpais.com/diario/2007/10/16/espana/1192485613_850215.html). Ciertamente lo fue, por ejemplo, para la familia y la “Corte” de Franco y, desde luego, para los que se deleitaron con las mieles que la VICTORIA y la corrupción les proporcionaron. Pero, ¿realmente para los españoles en general?

Hoy me asombra más, en realidad, que tan eminente y, sin duda, cultivado político  pueda creer que es posible transferir (no digo comparar: digo transferir) el concepto de Frente Popular a la situación española del corriente año. Que servidor sepa, el concepto se creó en el decenio de los treinta del pasado siglo y tuvo, también que yo sepa, muy escasas plasmaciones históricas: una en España, la segunda en Francia y la última en Chile. Cada una con sus características, sus antecedentes, sus consecuencias y su historiografía.

La que versa sobre cada caso es extensa. Recuerdo que con motivo del cincuentenario referido a los dos primeros países se publicó un libro de ensayos que tuvo mucho éxito entre la grey de historiadores. Lo  dirigieron los profesores Helen Graham y Paul Preston y contenía capítulos referidos a los ejemplos logrados y a los no logrados (Alemania y Austria). Los Frentes Populares fueron un fenómeno producto (o subproducto) de una época muy convulsa. Representaron un intento por parte de las variopintas izquierdas de la época de parar lo que parecía incontenible ascenso del fascismo (un término que el distinguido político o expolítico español no menciona ni por asomo en el artículo que comento).

Pero no solo fueron eso. En mayor o en menor medida hubo otra cosa detrás de la idea de establecer una alianza entre las fuerzas burguesas de izquierdas y los partidos proletarios. A saber, el giro copernicano en la estrategia de la Komintern tras su VII congreso en el verano de 1935. Como deberían saber hasta los chicos del Bachillerato (aunque ignoro si en el actual lo aprenderán) este giro obedeció a su vez a un cambio estratégico en la postura de la Unión Soviética (es decir, esencialmente de Stalin). Consistió en abandonar el funesto tercer período de “clase contra clase”. En esta etapa “tercerista” el más importante partido comunista de Europa (el alemán) estuvo siempre a la greña contra su equivalente socialista (el alemán), caracterizado de “socialfascismo” en un ejemplo paradigmático de innovación terminológica. Gracias a ello fue posible en gran medida la expansión del nuevo enemigo de ambos y también de la democracia: el nacionalsocialismo. Para algunos pocos todavía un movimiento muy simpático.

¿Subsisten hoy las fuerzas políticas concretas y sus soportes sociales tal y como se manifestaron en los años treinta? Aunque cabe acudir a un debate muy rico respecto a la resurgencia o no del fascismo adaptado a las condiciones de la actual época, nuestro eminente político o expolítico no va por ahí. Su categorización es firme y rotunda: el Frente Popular ha vuelto a España, con las connotaciones que, en general, las derechas siguen atribuyendo a la previa experiencia española. Algunas de ellas las he expuesto en mi último libro.

En el caso español, desde las malhadadas elecciones de noviembre de 1933, las “bondades” de los gobiernos del denominado “bienio negro”, los sucesos de Asturias de 1934 y la represión  tous azimuts subsiguiente, incluyendo la supuesta “sublevación” de Azaña en Barcelona, era obvio que la única forma de parar la amenaza de un nuevo período de hegemonía de las derechas (incluídos sus sectores más reaccionarios como los carlistas, alfonsinos y falangistas) estribaba en bregar por el rassemblement de las izquierdas al menos con propósitos electorales. El denominado Frente Popular español no fue otra cosa. Casi como en Francia, que manifestó  sus particularidades locales.

El pacto electoral subsiguiente, como ya escribió hace “siglos” Santos Juliá (Orígenes del Frente Popular en España, 1934-1936, Madrid, Siglo xxi, 1979), apoyó un programa en el que las demandas más “a la izquierda” del PSOE no tuvieron cabida y en el que no participó la poderosa corriente anarcosindicalista, aunque sí lo hizo todo un grupo de organizaciones y partidos, entre medios y pequeños, incluído el PCE (pinchar aquí: http://hemeroteca.lavanguardia.com/preview/1936/01/16/pagina-23/33126503/pdf.html). Si se aspira a nota, hay que mencionar su, más o menos, equivalente catalán del Front d´Esquerres (pinchar aquí: http://hemeroteca.lavanguardia.com/preview/1936/02/05/pagina-7/33129073/pdf.html?search=Front%20d%C2%B4Esquerres).

Ahora bien, tras las elecciones de febrero de 1936 ambas coaliciones electorales no ejercieron el poder. El poder lo blandieron tres partidos: Izquierda Republicana, Unión Republicana y ERC. Los comunistas (con un puñado de diputados) no participaron. Tampoco los socialistas (grave error, muy denunciado y poco defendido, aunque Julio Aróstegui dio una explicación bastante convincente).

La dirección de la política gubernamental desde febrero de 1936 hasta finales de agosto del mismo año (ya estallada la sublevación) corrió a cargo de tales partidos en el Gobierno central. Solo en septiembre, en condiciones un tanto desesperadas, se avino Largo Caballero a incorporar el PSOE como el partido mayoritario, junto con representantes de los anteriores, más el PNV y el PCE, este último sin el menor apoyo por parte de Stalin.

De señalar es que, a diferencia del caso español, el “coco” comunista no participó en el Gobierno francés porque en este caso Stalin sí impuso su criterio y eso que la idea, que se anticipó un pelín al congreso de la Komintern, la había adelantado Maurice Thorez, el líder del PCF.

En la España republicana, en lucha por su supervivencia frente a los ataques de la coalición Franco-Hitler-Mussolini, quedó descolgada la CNT en los dos meses siguientes. Así, pues, si para España puede hablarse, con propiedad, de un Gobierno de Frente Popular hay que precisar que duró solo desde noviembre de 1936 a mayo de 1937 (con cuatro carteras para la CNT/FAI). En esta última fecha los anarcosindicalistas dejaron de participar. Juan Negrín los dejó de lado tras su negativa a seguir en el Gobierno, pero con menos carteras. El abanico se repitió a partir de mayo de 1938 (con una sola para la CNT y otra para Acción Nacionalista Vasca) hasta el final de la guerra. Duró, pues, en total unos dos años y pocos meses. En Francia, la coalición “frentepopulista” (socialistas y radicales) duró menos: de junio de 1936 a abril de 1938. En este último momento, bajo Daladier, los socialistas abandonaron el Ejecutivo y, en general, la historiografía francesa ya no habla de Frente Popular.

Es decir, si el señor Mayor Oreja desea aplicar tal concepto al primer gobierno central de coalición español desde 1939 está, naturalmente, en su buen derecho, aun cuando históricamente se columpie de forma alarmante. Pero sus lectores, entre los que me cuento, también tenemos derecho a reivindicar un mínimo de respeto a los hechos y a expresar nuestro desagrado ante interpretaciones históricas insolventes.

Utilizar la expresión “Frente Popular”, con una connotación que no es el caso elucidar aquí, trastoca la comprensión del pasado y del presente. Quizá lo haga con fines de propaganda barata, a lo Bannon, contra fuerzas políticas e ideológicas que difieren de las que él representa. Quizá por deformación profesional también me parece advertir en su articulo un cierto regustillo schmittiano, muy típico de “aquellos tiempos” tan placenteros para algunos. Si me equivoco, presento por anticipado a él, a ABC y a los amables lectores mis más sinceras disculpas. Con todo, tengo la impresión de que tan celebrado político o expolítico no sigue los preceptos ciceronianos o cervantinos que deben darse por sentados en la educación de personas