Algunas informaciones sobre el hambre en Barcelona

18 abril, 2017 at 12:26 pm

Ángel Viñas

En este post daré comienzo a la recopilación y al análisis de algunas muestras representativas, en mi opinión, de la forma en que se manifestó la carencia de alimentos, por muchos (no tantos) que fueran los esfuerzos de la Comisaría General de Abastecimientos y Transportes. Un amable lector me ha reprochado que escribo la historia a mi manera y se extraña de que pueda pensar que a Franco y a Serrano les importara un pimiento el hambre de los españoles. Es, pues, conveniente echar un vistazo a los meses finales de 1940, que fueron aquellos en los que se enmarcaron la mitificada conferencia de Hendaya y sus antecedentes.

Un informe del consulado del Consulado británico en Barcelona es el primer documento que me sirve de base. Confirmó lo que ya había señalado en otros precedentes que no me he molestado en fotocopiar.

La situación alimenticia en la Ciudad Condal y en la parte meridional de Cataluña era desesperada y si continuaba se alcanzarían condiciones próximas a la hambruna. Añadiré, para contextualizar, que simultáneamente la Jefatura Provincial del partido único y de titulación kilométrica señalaría que si la hostilidad al régimen no se exteriorizaba era por el peso de las armas y la vasta represión desarrollada. Esto nos da una muestra de que no todos los vencedores eran sordos y ciegos.

Los funcionarios consulares británicos reconocieron que la situación nunca había sido buena desde la terminación de la Guerra, pero hasta hacía un par de meses quienes tenían suficiente dinero podían encontrar la mayoría de alimentos en el mercado negro o entre los estraperlistas. Esto indica que, en los primeros meses de la postguerra, el mercado negro funcionaba para los que podían acceder. ¿Quiénes eran? Los británicos no necesitaban identificarlos, pero podemos lanzar la hipótesis de que los vencidos de solemnidad no se encontrarían entre ellos.

En la segunda mitad de 1940 tales conductos ilegales estaban, sin embargo, en vías de agotamiento debido a la escasez generalizada y a las multas. Era prácticamente imposible obtener alimentos ni siquiera (como ocurría con los empleados del consulado) utilizando casi la totalidad del sueldo diario. Esto ya denota el empeoramiento de la situación.

Los británicos acudieron a un síntoma alarmante. Hasta entonces y tradicionalmente el Ejército se había salvado de las restricciones pero había llegado el punto en que también se habían dado cortes drásticos. Esto es totalmente cierto. El biógrafo de Varela reproduce en su hagiografía del que entonces era ministro del Ejército una nota fechada el 28 de agosto de 1940 y que se le envió desde una instancia subalterna.

A su tenor la ración normal de pan para los soldados había sido de 620 gramos. En la guerra civil había descendido a 400. Desde el 1º de mayo era de 200. Esto no daba ni para agarrar con esmero y un pesado mosquetón con el que hacer pinitos. Reconociendo que se trataba de un nivel muy reducido la nota precisó que para fuerzas en maniobra y en trabajos de fortificación se había subido de nuevo a 400. Evidentemente todo un lujo. No eran, a lo que parece, días de gloria para los soldaditos.

Abundando en la situación de carencia en aquellos momentos de finales de 1940, los militares se habían visto desplomado hasta llegar al nivel de racionamiento de la población civil y esta a lo que pudiera apañar, que no era precisamente mucho. Un ejemplo. Las esposas de los dos vicecónsules británicos habían comprobado, junto con las de varios miembros de la colonia, la mayor parte de las quejas. Eran correctas y constantes.

La calidad del pan -recordemos que era un alimento de primera necesidad- lo hacía prácticamente incomestible. Con gran regularidad los barceloneses tenían que prescindir de él. Eran los “patrióticos” días sin él. No crean los amables lectores que esto ocurría a finales de 1940. Tres años más tarde solo 14 provincias disfrutaron de un abastecimiento normal, según los baremos establecidos. El 42 por ciento del cereal panificable era de importación (datos tomados de Arranz Bullido).

Siguiendo con Barcelona la situación no era demasiado entusiasmante en lo que se refiere a otros productos que no me atrevería a caracterizar de exóticos.

Los británicos dieron ejemplos muy concretos. En seis meses las familias habían recibido cinco raciones de azúcar de cien gramos. Es decir, medio kilo por mitad de año y, por supuesto, sin refinar. En realidad el azúcar era un un producto prácticamente inexistente incluso en el mercado negro.

En cuanto a la mantequilla y otras grasas comestibles habían desaparecido totalmente. Cuando las había de estraperlo, sus precios eran prohibitivos. Es decir, los vencidos y la clase obrera las pasaban canutas.  En cuanto a huevos las raciones durante el último medio año habían sido de tres al mes por persona.  En los quince días precedentes no había sido posible obtener ninguno, ni siquiera por canales ilegales. ¿Imagina esto el lector de nuestros días?

Los británicos conocían bien el terreno. La esposa de uno de los dos vicecónsules  había sido incapaz de hacerse con una sola pieza de carne después de haberse “registrado” seis meses antes con el carnicero que “le correspondía”. ¿Qué significaba esto? Simplemente que los consumidores debían inscribirse en un “padrón de clientes” que contenía la relación nominal de titulares de las cartillas de racionamiento para el suministro de artículos intervenidos, que eran casi todos.

En el país de los sueños en que Franco y sus ministros se mecían esto era una solución aparentemente racional. Pero en el mundo real, ¿qué pasaba? Pues que, evidentemente, el carnicero destinaba la mayor parte de lo que recibía de la Junta de Abastos a hoteles y restaurantes. En cuanto a los súbditos, que no ciudadanos, que se apañaran.

Con respecto a las humildísimas, pero esenciales, patatas, la situación no era mejor. La ración era muy escasa (un kilo per capita al mes) y en el mercado negro los precios eran muy elevados. Quedaban las leguminosas, entre ellas las tan denostadas “píldoras del Doctor Negrín”. En este caso la ración era de menos cinco kilos en seis meses. ¡Cómo para engordar!

Los ejemplos anteriores pueden dar una idea, siquiera aproximada, de que la situación alimenticia en Barcelona era bastante dramática. Tal carácter no se ocultaba a los encargados de mantener el orden público. Así, por ejemplo, según los informantes del consulado británico el propio jefe de policía de la Ciudad Condal temía la posibilidad de que se produjeran algaradas en cualquier momento. En ello coincidía con los jerifaltes de Falange. ¿Volvían las manifestaciones por las subsistencias de tiempos históricos? Es inverosímil que tales percepciones afloraran a las páginas de, por ejemplo, la rebautizada Vanguardia Española, durante veinte años bajo la férrea dirección del paniaguado de Franco, Luis de Galinsoga, coautor de una de las más reveladoras hagiografías de su patrón bajo el título de Centinela de Occidente.

Naturalmente las cantidades determinadas en las cartillas de racionamiento (primero personales, luego familiares) variaron con el tiempo desde 1939 hasta 1952. En Internet puede encontrarse un pps, «Museo del estraperlo», que menciona, por ejemplo, cantidades tales como 250 ml de aceite, 100 grs de azúcar terciada, 100 grs de garbanzos, 200 grs de jabón por semana, entre otros. Esto era para cuando ya se había salido de la situación de hambruna.

El ministro consejero de la embajada británica en Madrid, Arthur Yencken, remitió el informe del consulado a Londres el 5 de noviembre de 1940 (como había hecho con otros anteriores y los de los demás consulados) acompañado de una visión general. Es muy interesante y la dejo para el próximo post.