Las duraderas privaciones españolas

12 septiembre, 2017 at 8:30 am

Ángel Viñas

Fuentes informativas sobre las condiciones reales de vida en la España de la postguerra y, adicionalmente, de los desvaríos imperiales franco-falangistas las constituyen el control postal ejercido por las autoridades británicas y los informes analíticos derivados que preparaba el Ministerio de Guerra Económica. En el crucial año 1941, cuando el pivote de la guerra europea se enriqueció con la invasión nazi de la Unión Soviética que, a la postre, contribuyó decisivamente a la destrucción del Tercer Reich, ambas fuentes arrojan fogonazos de gran interés. En este último post de la presente serie pasaré revista a algunos datos que conviene no olvidar, siquiera por eso de la atribución a Franco de la inmarcesible cualidad de espíritu elevado preocupado por el bienestar de los españoles.  

El 28 de febrero un informe de los servicios competentes británicos recogió, por ejemplo, que en España la obsesión por la comida había eclipsado cualquier otro tipo de preocupación política. En una carta se afirmaba que la situación no solo era trágica sino que causaba una vergüenza profunda porque era evidente que los ricos nadaban en la abundancia mientras que los pobres se morían de hambre.

Un escritor portugués, de la misma clase social a la que criticaba, plasmó sus impresiones de la siguiente manera:

“Madrid es un lugar de miseria y desesperación. Los pobres padecen de inanición y los ricos ni siquiera quieren enterarse de ello. No han aprendido nada de la última guerra civil. Lo único que les preocupa son ellos mismos y sus comodidades”.

Una percepción que, cuando menos, hay que comparar con el omnipresente lema falangista del “por la Patria, el pan y la justicia” o las sempiternas invocaciones a la “revolución nacionalsindicalista” pero a los que habría que contraponer la dura realidad: ¡para algo se había hecho la guerra!

Un sacerdote que se desplazó a Portugal escribió:

“A pesar de todas las carencias y el hambre quien tiene dinero puede conseguir cualquier cosa que haya disponible (…) En cuanto a los pobres trabajadores ya puedes imaginarte cómo les va y esto es lo que resulta verdaderamente terrible y la injusta distribución que sigue funcionando…”

Naturalmente estas condiciones creaban resentimiento y odio. Para controlar toda posibilidad de revueltas se intensificaban las delaciones, la actividad policial, las torturas y una represión generalizada. Pero el malestar salía en cuanto era posible. Véase la siguiente referencia:

“Pasé unos días en casa de un franquista en Madrid y me dijo que temía que más pronto que tarde se produjese una revolución, esta vez no de carácter político, y de todo el país contra el Gobierno.

La gente tenía una pinta horrible, con rostros que traslucían el hambre, los desharrapados se esforzaban en tirar de un baul en la estación y la policía les pegaba con las porras que llevan.”

Entre los comentarios que este control postal suscitó a los británicos destaca que la Administración, falangistizada, era un fracaso total. Carecía totalmente de ideas y estaba en la más absoluta y completa desorganización. El país se encontraba en una situación peor que la que la gente recordaba de cualquier régimen precedente.

El ministerio de Guerra Económica recibió igualmente informes analíticos sobre las causas de la tristísima situación alimentaria. Uno de los más interesantes la retrotrajo a la interconexión de cuatro factores: falta de alimentos; carencias de otros suministros; dificultades de transporte y distribución y fracaso de los controles de precios.

La falta de trigo no solo se debía a las malas cosechas (a su vez fruto de los caprichos climáticos y la ausencia de instrumentos, maquinaria y abonos) sino a la incapacidad de las autoridades por conseguir captar todo lo que se producía. Los incentivos monetarios no funcionaban porque los campesinos no sabían qué hacer con ellos. En muchas regiones se había recurrido de nuevo al trueque. Los jornaleros se negaban a trabajar por dinero y querían pagos en especies. Las pésimas comunicaciones acentuaban las carencias. Los ferrocarriles no tenían material rodante y combustible suficientes. A la industria del acero le faltaban la chatarra, el níquel y las ferroaleaciones. Quienes en la zona centro quisieran adquirir aceite por trigo no podían hacerlo. Los mineros asturianos que deberían estar trabajando con la máxima eficiencia desfallecían por docenas en el tajo. El control de precios era, en tales condiciones, un chiste. Los precios se habían disparado a nivel tal que el hombre de la calle solo podía soñar con comprar ciertos productos.

No extrañará que empezaran a producirse epidemias de tifus, incluso en Madrid, en donde las autoridades sanitarias carecían de medios para combatirlas. No había desinfectantes ni jabón. La tasa de mortalidad era muy elevada. Como ha señalado Moreno Gómez, la dictadura se empeñó siempre en minimizar el problema. En Córdoba, por ejemplo, no se reconoció su existencia hasta el 25 de mayo de 1941. Las zonas más afectadas, fuera de las mencionadas, se ubicaron en Sevilla, Málaga, casi toda Andalucía y la España al sur de la capital. La embajada norteamericana obtuvo medicamentos para su personal. El embajador británico pidió el envío inmediato por avión con el fin de poder tratar al menos 200 casos graves. Desde el War Office se instó la posibilidad de estudiar si la Cruz Roja británica estaría en condiciones de enviar ayuda. En Murcia se habían producido numerosos fallecimientos. Un funcionario del Foreign Office se sintió impelido a anotar sus impresiones:

“No puedo por menos de pensar que, bien mirado todo, el pueblo español podría estar mejor bajo una administración alemana eficaz que como se encuentra en la actualidad.”

¡El colmo! pero no podría haber habido un juicio más certero ya que la dictadura quería precisamente crear en España un remedo de la política terrorista del Tercer Reich. Esto es algo que han observado autores tan distintos como Harmut Heine, Eutimio Martín y el propio Moreno Gómez.

No deseo cansar al lector con repeticiones innecesarias. Por el momento merece la pena reseñar que el 7 de junio de 1941, por orden del gabinete de Guerra británico, se envió un telegrama supersecreto a Washington, en el que pongo en itálicas un punto de vista suficientemente expresivo.  Decía así:

El ministro español de Asuntos Exteriores [Serrano Suñer] está esforzándose todo lo que puede en poner obstáculos a la política británica y norteamericana de ayudar económicamente a España y crear así una situación en la que pueda inducirse una mayor y más activa colaboración con el Eje. A pesar de la fuerte oposición interna a la política de [Serrano] Suñer, podemos vernos confrontados con una situación crítica en las próximas semanas. Es por tanto muy importante que se llegue a un acuerdo para que se nos dé mayor publicidad…»

Se comprende esta percepción, fuese correcta o no. En aquellos momentos Serrano Suñer luchaba por su supervivencia política y bien podría entenderse que lo menos que quería era que la ayuda anglosajona interferiese con sus intenciones de entrar en guerra al lado del Eje. Que los “rojos” –y otros que no lo eran- pasasen hambre (mejor dicho, que corrieran el riesgo de morir de inanición) no entraría en sus preocupaciones primordiales. No se trata de atacarlo gratuitamente porque ¿reflejó siquiera mínimamente en sus memorias aquella situación espeluznante? Para eso hubiese necesitado tener alguna fibra moral.

En aplicación de la estrategia seguida los británicos continuaron mostrándose más generosos que los alemanes. En abril de 1941, por ejemplo, se firmó un nuevo acuerdo de préstamo suplementario, a pesar de las reticencias del titular del Palacio de Santa Cruz, que sí bloqueó otras iniciativas norteamericanas con un comportamiento que, profesionalmente hablando, solo cabe caracterizar de penoso cuando no de traidor.

¿Y qué decir de los nazis? Un telegrama de von Stohrer del 6 de febrero de 1941 arroja luz sobre cómo los alemanes juzgaban la situación.

En las semanas precedentes se había agravado considerablemente. En muchas partes no había pan en absoluto. Se temían revueltas. Aumentaban los delitos contra la propiedad. Incluso el Ejército no recibía lo suficiente ni en comida ni en vestimenta. Reinaba mal ambiente. La amargura de la población estaba tanto más motivada cuanto que todavía había detenidos entre uno y dos millones de rojos (sic). Mal alimentados. Sus familias pasaban hambre. Los casos de corrupción y la falta de sentido social de los acomodados incrementaban la desazón.

Permítanme los amables lectores que me detenga un momento en esta última afirmación. La hacía un alemán acomodado, miembro del partido nazi y al servicio de la dictadura nacionalsocialista. Una dictadura que había declarado el fin de la lucha de clases y su sustitución por la Volksgemeinschaft (comunidad racial) al servicio de un afán imperialista marcado por la biología. Sin embargo, le chocaba que en la “España imperial” que cantaban los falangistas y que llenaba los discursos de Franco y de sus adláteres no existiera el menor sentido social.

Es una formulación que permite intuir que si eso ocurría con la élite dirigente, los vencidos ya podían morirse de hambre tranquilamente con tal de que no molestaran. El Caudillo no hubiese variado un ápice sus planteamientos imperiales de haber tenido la menor oportunidad de materializarlos. Como no fue así, el hambre fue refuncionalizado en pretexto inexcusable para diferir la entrada en la guerra y luego para levantar un monumento a la genialidad del Caudillo gracias al cual habríamos llegado a la España de hoy.

FIN

REFERENCIAS

En general me he basado en documentación conservada en los legajos FO371/24513, 24509, 26890 y 26946, en los Archivos Nacionales británicos de Kew (Surrey), pero esto no quiere decir que no haya disponibles otras fuentes. Quizá la más importante sea el artículo de Miguel Ángel del Arco Blanco,“´Morir de hambre´”. Autarquía, escasez y enfermedad en la España del primer franquismo”, en Pasado y Memoria. Revista de Historia Contemporánea, vol. 5, 2006.

Datos relevantes se encuentran en:

Manuel González Portilla y José María Garmendia Urdangarín: «Corrupción y mercado negro: nuevas formas de acumulación capitalista», en Sánchez Recio, Glicerio y Julio Tascón Fernández, (eds.), Los empresarios de Franco. Política y economía en España, 1936-1957, Barcelona, Crítica, 2003.

Jordi Maluquer de Motes, Jordi: La economía española en perspectiva histórica, Barcelona, Pasado&Presente, 2014.

Francisco Moreno Gómez: La victoria sangrienta, 1939-1945. Un estudio de la gran represión franquista, para el Memorial Democrático de España, Madrid, Alpuerto, 2014

Así como en numerosos trabajos de Carlos Barciela y Ricardo Robledo que, ¡vaya por Dios!, no parece que sean conocidos del profesor Payne.

El trabajo de Ángeles Arranz Bullido no está publicado.

A todos ellos, mi agradecimiento.