Negrín y Cataluña (III)

12 diciembre, 2017 at 8:30 am

Ángel Viñas

En los dos posts anteriores he esquematizado brevemente la figura política de Negrín antes de la sublevación militar en julio de 1936 (sobre la que unos colegas y servidor diremos algo nuevo en un próximo libro ya en prensa) y su talante como ministro de Hacienda en el Gobierno de Largo Caballero. Ambos posts podrían haberse ampliado considerablemente (el tema, por ejemplo, del “oro de Moscú” que todavía agitan algunos en la más pura tradición franquista por el mundo cibernético da para mucho) pero no constituyen el meollo de esta pequeña serie. En el presente post abordaré muy esquemáticamente (con mis excusas a los expertos) los rasgos fundamentales que me parecen esenciales para entrar en materia y que delimitaron las pautas del comportamiento del profesor Juan Negrín.

El desplome del aparato estatal en la zona leal al Gobierno y los rápidos avances territoriales de los sublevados crearon una dificilísima situación para la conducción de la guerra. Es un tema bien conocido. No en vano operó como un toque de alarma el que toda la franja norte, de Vizcaya hasta las fronteras con Galicia, estuviera aislada del grueso de la zona republicana en el momento en que Largo Caballero asumió la presidencia del Consejo. Un mes más tarde, los rebeldes, alcanzada la unidad de mando el 1º de octubre (sobre la cual se ha escrito mucho, pero sin pesar sistemáticamente todos los factores en juego en la larga historiografía pro-franquista) estaban a las puertas de Madrid.

En tales circunstancias no sorprende lo más mínimo que la racionalidad económica que abanderaba Negrín chocase con frecuencia con la situación política. El lugar en donde, potencialmente, se jugaba a medio plazo el destino de la República era Cataluña. Lo avalaban tres factores: estaba, afortunadamente, en la retaguardia; tenía la condición de ser el único territorio fronterizo con pasos francos hacia el país vecino y disponía de una, para la época, importante capacidad industrial. Por el contrario, la aportación del Norte podía, prácticamente, descontarse. Los envíos habían de realizarse o bien por tierra a través de Francia o por vía marítima. Las circunstancias no eran demasiado propicias en ninguno de ambos casos.

Ahora bien, no extrañará lo más mínimo que la Generalitat se colapsara al igual que el aparato del Gobierno central, durante los cruciales meses iniciales. La autoridad se vio inerme en un contexto en el que el poder efectivo florecía de las bocas de los mosquetones. Apareció un fenómeno revolucionario que continúa inspirando a todo antisistema de pro, en España y fuera de España (¿hemos de recordar al Enzensberger del corto verano de la anarquía?). Como en la región Centro llevó cierto tiempo restablecer un semblante de autoridad capaz de asumir las responsabilidades no tanto para luchar en el frente (las milicias nunca consiguieron penetrar demasiado en Aragón) sino para abordar una tarea menos exaltante: la de proporcionar recursos y elementos que permitieran potenciar la capacidad de combate allí donde efectivamente se combatía.

Los principales desafíos se advirtieron pronto. Son sobradamente conocidos y han sido estudiados ad nauseam. Había que construir (y no solo reconvertir) una administración para la guerra. En segundo lugar, era preciso reestructurar radicalmente el aparato productivo, sobre todo el industrial, y reorientarlo hacia el esfuerzo bélico. En tercer lugar, era imprescindible disciplinar las corrientes comerciales con el exterior con el fin de canalizar sus aportaciones hacia el sector militar de la economía.

Este triple desafío se vio cortocircuitado. Las variopintas fuerzas políticas y sindicales divisaron en la nueva situación la posibilidad no solo de hacer la revolución que, según Orwell, tanto le impresionó sino de sobrepasar las competencias estatutarias. El Gobierno central no estaba en condiciones de imponerse (que no tardó demasiado en evacuar Madrid, por si las moscas). La situación en Cataluña, y en particular sus implicaciones “antisistémicas”, reforzaron los prejuicios de los diplomáticos británicos in situ, liderados por un exaltado cónsul general cuyos despachos causaron un daño a la República imposible de reparar. La exultante “revolución” se convirtió en susto y rabia hoy inimaginables para el Gobierno de Londres.

Al cabo de dos meses se suprimió el Comité Central de Milicias Antifascistas y apareció un remedo de gobierno con la constitución de un nuevo Consejo de la Generalitat y la creación de un Consejo de Economía. Con la industria desorganizada y atenazada por las incautaciones y las colectivizaciones, con los propietarios y cuadros técnicos amedrentados y, en ocasiones, en fuga o liquidados pura y simplemente era difícil que la mejora se tradujese rápidamente en contribuciones al combate.

Los historiadores y economistas catalanes, sin ocultar las dificultades, presentan por lo general un panorama relativamente positivo de estas contribuciones.  Yo confieso estar influido por los análisis e informaciones del consejero comercial y económico soviético Artur Stajewski, cuyos telegramas y despachos consulté hace muchos años en Moscú.

Se trata de un personaje injustamente olvidado. Cuando se le menciona, suele caracterizársele como el negro inspirador de Negrín. No fue así. Para los últimos meses de 1936 y principios de 1937 lo que aparece en sus despachos es una realidad caótica, a una distancia sideral con las disposiciones legales, una inagotable y extenuante confrontación política y sindical y, no en último término, débiles niveles de producción. El deseo de realizar operaciones económicas con países extranjeros, la apropiación de una buena parte de lo producido y una gran desconfianza -cuando no clara hostilidad- hacia el gobierno de Valencia fueron rasgos permanentes.

Un episodio revelado y mal interpretado por un par de guerreros de la guerra fría (Ronald Radosh y Mary Habeck) es ilustrativo. En diciembre de 1936 el conseller de Economía, el cenetista Joan P. Fábregas, quiso importar carbón desde el Reino Unido. Como no había divisas para pagarlo, pensó en obtener una garantía soviética. La compensaría, afirmó, con la fabricación de locomotoras y motores diésel. Los soviéticos replicaron que lo que tenía que hacer era solicitar al Ministerio de Hacienda la autorización para obtener las divisas. Sin necesidad de subrayar la estupidez de la propuesta lo cierto es que llovía sobre mojado.

Mencionaré otro episodio. A finales de octubre o principios de noviembre de 1936 la Generalitat quiso comprar a la URSS materias primas tales como cobre, manganeso, níquel, wolframio, cinc, antimonio, cianuro de potasio y sosa. No sé si había consultado con los ministros competentes (Negrín, de Gracia o López), pero sí que nada menos que el Politburó decidió rechazar la propuesta. Autorizó en cambio la exportación de los productos designados por el Gobierno de Valencia y cuya financiación correría a cargo de los rusos.

Un tercer ejemplo. Los ministros Joan García Oliver y Federica Montseny y el secretario general de la CNT Mariano R. Vázquez se entrevistaron con Stajewski. Este les preguntó sobre lo que pensaban hacer en cuanto a producción industrial para la guerra, ya que no existían planes coordinados. La respuesta fue que estaban a favor de ellos siempre y cuando un cierto porcentaje de la producción se quedara en Barcelona. Añadiré que lo que subyacía era la idea de que hiciera o no hiciese falta.

¿Resultados? No se aprovechaba suficientemente el potencial catalán ni para el combate ni para cubrir las necesidades de la población. Este fue un veredicto que Prieto y Negrín compartieron con Stajewski. Viajaron a Barcelona con el fin de organizar una comisión paritaria que analizase lo que había ocurrido desde julio. Poco a poco fueron acercándose posiciones. Es un tema interesante, pero en el que no es posible entrar aquí. También se lograron avances en coordinación de la política de divisas, siempre con grandes dificultades. Negrín accedió a suministrar ciertos montantes a la Generalitat o a reembolsar pagos por importaciones.

Los desencuentros más acusados se presentaron en el terreno de la coordinación de la producción de material de guerra. Fugazmente aparecieron tendencias en favor de la creación de un ejército catalán, quizá en remedo del autoproclamado “Ejército de Euzkadi”. Ahora bien, lo que pudo hacerse, más o menos figurativamente, en una región aislada de los teatros de operaciones como era el norte, hubiese debilitado considerablemente la capacidad política del Gobierno central de haberse llevado a cabo en Cataluña.

En la documentación sobre estas y otras querellas destaca la relativa a una reunión de consellers con Negrín y Prieto. Entre los primeros figuraban Tarradellas, Abad de Santillán y Comorera.  La actitud del cónsul soviético, Vladimir Antonov-Ovseenko, enfureció a Negrín quien le acusó de ser “más catalán que los catalanes”. La áspera réplica fue que él era “un revolucionario, no un burócrata”. Negrín amenazó entonces con dimitir y añadió, medio en broma, que el Gobierno podía luchar también contra los vascos y los catalanes, pero no contra la URSS.

Este episodio fue muy trascendente. El Politburó moscovita reprobó oficialmente y con toda dureza al cónsul, algo bastante notable y, por lo que sé, poco frecuente. En aquella época una censura a tan alto nivel podía preludiar las más serias consecuencias. Por su parte, Negrín logró asegurarse el control, gracias a los Carabineros, de la frontera franco-catalana.

Como si danzasen en la cubierta del Titanic, la demediada Generalitat y el angustiado Gobierno de Valencia se vieron afectados por los denominados hechos de mayo. Vista la impotencia de la primera en ahogar la mini-sublevación anarquista/poumista el segundo rescató las responsabilidades en materia de orden público y apagó sin la menor vacilación unos encontronazos mitificados hasta hoy en la literatura.

(Continuará)