La guerra lenta de Franco (I)

24 abril, 2018 at 8:30 am

Ángel Viñas

Al comienzo de este año un colega y amigo mío, el profesor Florentino Rodao, gran especialista de las relaciones entre la España de Franco y el Japón primero y con las Filipinas después (ha publicado obras de ineludible referencia al respecto) se sorprendió que en un comentario quien esto escribe adujese algo así que Franco había seguido una guerra lenta. Le prometí que el tema, muy discutido, lo abordaría en una serie de posts. Luego se cruzaron los posts referidos al primer asesinato ordenado por Franco y posteriormente varios viajes a Inglaterra, Francia y España. No he tenido hasta ahora tiempo para reflexionar sobre cómo abordar el tema, que he desarrollado por cierto en mi trilogía sobre la República en guerra. Como se trata de una obra de un par de miles de páginas, no es de extrañar que el público que la haya leído sea mas bien reducido. Se trata, en todo caso, de un tema muy controvertido. Ilustres escritores, militares o no, pero siempre deslumbrados por el supuesto genio de Franco han escrito largo y tendido sobre el aspecto militar de SU guerra. Lejos de mi querer contrariarles. Pero hay evidencias primarias de época (la maldita EPRE) que permiten contradecirles. En cualquier caso, habría que integrarlas en el relato, cosa que por cierto no ha hecho, que yo sepa, hasta ahora el brillantísimo, según la derecha española, profesor Stanley G. Payne. Me propongo pues, con una cierta dosis de humor, hacer un pequeño ensayo para enmendarles, en lo posible, la plana.

Lo primero que hay que decir es que no pretendo descubrir el sin duda misterio insondable del huevo de Colón. Mucho antes que servidor, historiadores militares como el profesor y coronel en la reserva, el añorado Gabriel Cardona, había lanzado tal tesis. También el coronel Carlos Blanco Escolá escribió un ensayo sobre la incompetencia militar del excelso Caudillo. Lo cual no significa que ilustres periodistas (Manuel Aznar, Luis María de Lojendio, Joaquín Arrarás) escribieran largo y tendido, en frases esculpibles en oro, sobre la genial, asombrosa, conducción que exhibió el Caudillo, remedo de los héroes de antaño (según los gustos, Alejandro, Julio César, el Cid o el Gran Capitán, a elegir, que todas estas comparaciones se utilizaron).

Lo segundo que debo señalar es que mi crítica no se orientará por decisiones tácticas más o menos controvertibles. Así, por ejemplo, me parece absolutamente defendible que Franco optara por emprender la marcha hacia Madrid por Extremadura, no demasiado lejos de la frontera con Portugal y que, además, permitía dar unas cuantas “enseñanzas” a aquellos gañanes que habían osado tomarse la justicia por su mano e invadir fincas, dehesas y latifundios cuya propiedad estaba garantizada por las leyes humanas y divinas. Tampoco me parece irrazonable que Franco desviase una parte de su Ejército a la toma de Toledo y la liberación del Alcázar (“una de las gestas más gloriosas que han visto los siglos”). Lo que estaba en juego era meterse en el bolsillo un triunfo de propaganda, debidamente magnificado, y con ello robustecer sus pretensiones de que se le cooptara al Alto Mando.

Es más, soy de quienes argumentan que, a partir de los últimos días de julio, Franco pudo ver que se le abría (¡oh, cielos!) una ventana de oportunidad única: había muerto Sanjurjo, era el único receptor de la incipiente ayuda nazi y fascista, controlaba el traslado del grueso del Ejército de África con toda su impedimenta a la península merced a la bondad de las autoridades del Tercer Reich y pronto le presentarían sus respetos los enviados especiales de las futuras potencias del Eje.  Hubiera sido estúpido desaprovechar la ocasión. No sabemos si el culto general conocía la máxima clásica del “París bien vale una misa” (a lo mejor la aprendió, o se la dijeron, en alguno de sus viajes de estudio al país vecino), pero es obvio que la posibilidad de que conmilitones menos afortunados que él lo cooptaran a la conducción de la jefatura de las operaciones no era una ocasión (siempre calva) a despreciar.

Tampoco soy de quienes se hacen cruces porque Franco no expusiera con claridad sus objetivos de guerra. Llegado al supremo poder, es obvio que tendría muchos otros temas de que ocuparse. También de política general, que no tardó por cierto en trasladar a la Junta Técnica del Estado. Pero es obvio que, recién nombrado Jefe del Estado naciente, no dejaría de echar algún que otro vistazo a lo que pasaba fuera de las actividades bélicas. La idea general que los sublevados tenían era de apoderarse de Madrid tan pronto como fuera posible. Caído Madrid, el final de las hostilidades no tardaría en producirse.

Aún así, llama la atención algún que otro aspecto. Franco no tardó en recibir informaciones sobre dos aspectos que podían entorpecer o facilitar sus planes. El primero, hacia mitad de septiembre, en plena escalada hacia la cumbre. Los numerosos panegiristas del Caudillo siguen sin enterarse de ello. El caso es que el 20 de septiembre recibió una visita secreta del cónsul general italiano en Tánger, enviado directamente por Mussolini. Se vieron en Sevilla, en presencia del incipiente virrey en que iba a convertirse aquel sanguinario personaje que se llamaba Gonzalo Queipo de Llano y que, cumpliéndose su voluntad, sigue hoy en día enterrado en la Macarena. Franco se mostró todo decidido a atender a las sugerencias, típicamente fascistas, que le trasladó el diplomático, como por ejemplo dar contenido social al Glorioso Movimiento, fundir clases, etc. etc. Imaginemos, sin embargo, lo que habrían escrito los autores pro-franquistas de haber encontrado una expresión escrita de la identidad de propósitos entre, digamos, Negrín y Stalin, o entre Largo Caballero o Stalin como la que expresó el futuro Caudillo con respecto al Duce. Habría hecho el agosto de Burnett Bolloten o de su dilecto discípulo.

Pelillos a la mar, lo importante para mi argumento es que Franco declaró que las operaciones iban tal y como las había planeado, que se evitaban las maniobras tácticas apresuradas y que apuntaba ya el ataque contra Madrid. Pensaba tomar la capital hacia finales de octubre. ¿Eran sueños? ¿Planes que ya albergaba en su prodigiosa mente? Lo ignoro. Lo que sí afirmó es que quería hacerlo antes de que llegaran los fríos ya que sus tropas no estaban preparadas para el invierno. Además, y esto es lo más significativo, para mí, añadió que

“tenía información de que los soviéticos estaban preparando el Mar Negro una gran cantidad de envíos militares que llegaría a los puertos españoles del Mediterráneo hacia la mitad de octubre y que abundantes suministros habían llegado recientemente de México”

¿No se asombra el lector? Gracias a su mente privilegiada e inmensa capacidad de anticipación, Franco dio en el clavo en cuanto a la fecha. No obsta que, en términos generales, no había que ser un arúspice avanzado. Con grandes exageraciones, y no menores distorsiones, la posibilidad de la ayuda soviética se comentaba en la prensa conservadora europea y la berreaban nazis y fascistas a voz en grito. (Recuerdo al lector que la luz verde de Stalin no se dio hasta el 26 de septiembre y que es improbable que Franco tuviera incrustados espías en el Kremlin). Como hombre precavido vale por treinta y cuatro, el inmarcesible Caudillo se apresuró de todas maneras a cursar instrucciones al representante de los sublevados en Roma, almirante marqués de Magaz, para que convenciera a Mussolini del envío de un fuerte contingente italiano (OPERACIÓN GARIBALDI). El Duce, prudente, decidió abstenerse por el momento.

Como es sabido, la ayuda soviética se materializó a partir del 12 de octubre y la respuesta (que suponemos autorizó Franco, porque de lo contrario significaría que los alemanes le tomaban un poco como al pito del sereno) la decidió inmediatamente el teniente coronel de EM Walter Warlimont, representante de la Wehrmacht. Ya el 18 de octubre comenzaron los bombardeos de los aviones nazis que operaban en la Península sobre los puertos de desembarco.

Poco después, el equivalente a Magaz en París, Quiñones de León, exembajador de la Monarquía, envió a Franco varias informaciones. Una de ellas se refería al clima reinante en Madrid. Los datos se los había facilitado una persona que había pedido escapar de la cárcel de San Antón, después de muchas peripecias. En lo que aquí nos interesa el evadido señaló que la moral iba bajando, que los combatientes menos enérgicos eran los anarquistas, que tampoco reinaba el entusiasmo entre los socialistas y que solo los comunistas tenían ánimos. Las concentraciones de aviones sobre las líneas de fuego republicanas sembraban el pánico. La preocupación por la “quinta columna” crecía. Al propio general Asensio Torrado, jefe del teatro de operaciones del Centro, se le había proporcionado protección tras haber cursado órdenes de que se fusilara a los milicianos desertores. El resto de la oficialidad o del escaso grupo de jefes que quedaba tenía que vivir bajo vigilancia para que no se les fusilara en cualquier instante.

Naturalmente, no sabemos qué impacto tendrían sobre Franco este tipo de informaciones. Evidentemente, no presentaban una imagen de resistencia a ultranza. Tampoco recuerdo si recibía informes paralelos o concordantes en el mismo sentido. De haber sido este el caso dos posibilidades se presentan. La primera que no se las creyera, porque hombre precavido vale por ciento treinta y cuatro. La segunda, que les atribuyera un cierto grado de verosimilitud, pero que no le estimularon a acelerar la marcha sobre Madrid, a pesar de que en la capital corrían rumores de que dentro de poco habría a disposición de los “rojos” 180 aviones rusos.

Nada de esto ocurría por lo demás en un vacío político o militar. Gracias a las memorias de Francisco Serrat, sabemos cómo se esperaba en Salamanca cual agua de mayo la caída de la capital. Son memorias que, váyase a saber por qué, ningún militar o historiador pro-franquista que yo conozca, se ha molestado en consultar. Es un error porque no estaban destinadas a la publicación, el autor no era un don nadie, sino el secretario general de Relaciones Exteriores en la Secretaría General del flamante Jefe del Estado, y porque se limitó a describir lo que vio y oía sin otra intención que transmitir sus todavía muy vívidos recuerdos a su familia. No en último término,  como ministro que había sido de España en Tánger en los años veinte, estaba acostumbrado a tratar con militares. Así, a mitad de octubre señaló que la ocupación de la capital se consideraba como inminente. Nadie dudaba de ella. Todo gravitaba en torno suyo. Algunos de sus subordinados salieron disparados al frente para ser de los primeros en entrar y tomar posesión del Ministerio de Estado. Como es notorio, Franco procedió con cautela. Una cautela extremada. Cabe preguntarse por qué.

(Continuará)

Nota: el informe, aquí muy extractado, del evadido de San Antón no figura en mi trilogía. Lo encontré después de terminarla. Lo he utilizado en mi contribución al libro homenaje al profesor Julio Aróstegui, El valor de la historia, Madrid, Editorial Complutense, 2009.