La guerra lenta de Franco (y X)

3 julio, 2018 at 11:48 am

Ángel Viñas

Por fin nos acercamos al final de esta pequeña saga, tras la interrupción de la semana pasada.  Es el momento de recurrir a Sir Arthur Conan Doyle y a su inmortal Sherlock Holmes. Si no recuerdo mal, uno de sus adagios más citados es aquel a tenor del cual cuando ya se ha eliminado lo imposible, sea lo que sea lo que quede debe ser la verdad por muy improbable que resulte. Para explicar la decisión de Franco de llevar a cabo una proeza tan absurda como la de no aprovechar la toma de Lérida ni la ventaja subsiguiente de tener despejado o desguarnecido la carretera para continuar la marcha hacia Barcelona hemos examinado los argumentos posibles que se han aducido. Han fenecido los basados en la gran estrategia de política económica de guerra de SEJE. También los basados en el temor a una invasión francesa de Cataluña.

 

Entre los argumentos imposibles figuran otros: que Franco fuera idiota (nunca lo fue); que no supiera lo que tenía entre manos (no era un genio, pero tampoco un subnormal); que no se diera cuenta de la coyuntura (Yagüe y sus generales le incitaron a avanzar hacia Cataluña); que estuviera distraído pensando en la luna (ya que, lógicamente, no en la huerta) de Valencia (inverosímil).

Así, pues, si eliminamos lo posible y lo imposible, ¿cuál podría ser la verdad? Mi argumento prolonga un patrón de conducta ya consolidado en la dirección de la guerra por parte de Franco y que combina elementos mencionados repetidamente:

  • Deseo de “limpiar” el territorio que sus tropas iban ocupando. Esto suponía avanzar la línea de contacto con el adversario haciéndole retroceder y enviar después a falangistas primero y a unidades del SIPM después (aspecto muy destacado por mi buen amigo Francisco Moreno Gómez) a aprehender y a apiolar (o a apiolar y aprehender) a los malhechores que se oponían a la victoria ineludible, bendecida por Dios, de la sedicente España nacional.
  • No conceder la menor victoria táctica al adversario, encarnación de todos los males de la PATRIA (siempre con mayúsculas). Como afirmó en alguna ocasión a los pocos años de terminada la guerra (aunque no la campaña, Francisco Espinosa dixit) ante el Consejo Nacional del Movimiento, los “rojos” eran la escoria de la Nación y como tales debían ser tratados.
  • El deseo de no dar la oportunidad al adversario de conseguir victorias tácticas implicaba renunciar a tomar en buena medida la ofensiva estratégica. Se avanzó en el Norte, pero en cuanto se planteó un reto en Brunete, se aflojó la acometida y se acudió al frente central. Se perdió Teruel, pero no era posible dejarlo en manos “rojas”, así que se perdió un tiempo precioso en recuperarlo, cualquiera que fuese el precio. Los “rojos” cruzaron el Ebro con motivaciones tácticas, pero se rechazó reconocerles esa pequeña ventaja y se planteó una batalla larga y dura que hizo las delicias de Franco.

Todo ello, ¿por qué? Porque le daba la oportunidad de batir en campo abierto al ejército enemigo. Uno de sus objetivos que había que buscar sin prisas, pero tampoco sin pausas. Por muy improbable que pueda parecer en el sentido de Holmes, alargar la guerra proporcionó a Franco la posibilidad de destruir el corazón de la resistencia republicana. Un Ejército Popular rápidamente vencido hubiese dejado una pequeña situación de riesgo. Un riesgo mínimo que, ciertamente, Franco no quería correr, a pesar de contar con una maquinaria represiva que era ya la segunda en Europa y solo por detrás de la estalinista (Hitler y Mussolini todavía no habían comenzado sus propias barridas).

Hay otro elemento, eliminados posibles e imposibles. Franco se había aupado a la Jefatura del Estado gracias al fallecimiento de Sanjurjo. No era lo que esperaba el 16 de julio de 1936 cuando su potencial rival en Canarias, el general Balmes, cayó asesinado. Lo que él esperaba, de creer a Sainz Rodríguez que lo conoció bien y que conoció mejor una parte de la conspiración en la que no participó Franco directamente, era que se le nombrara Alto Comisario de España en Marruecos, el puesto más codiciado y mejor retribuido (no hay que olvidar que para Franco la pela era la pela) del Ejército español.

Ya en la cúspide sabía perfectamente que por debajo de él se revolvían ambiciosos generales con planteamientos políticos e ideológicos muy diversos. Abundaban los monárquicos, pero también los meramente profesionales, algún que otro proclive a las nuevas ideas del momento (fascismo, nazismo). Otros eran carlistas. Franco era muy consciente de que su nombramiento había sido el resultado de una transacción impulsada por los monárquicos, pero poco a poco había ido distanciándose de ellos. En tales condiciones una orden militarmente incomprensible podía servir, si la obedecían, de mecanismo para dejar en claro quién era el que mandaba. Con Augusto Roa Bastos, podríamos decir que lo convertía en EL SUPREMO. Continuar la guerra, cuando la República la tenía ya prácticamente perdida, era una ocasión única para hacer ver quién mandaba, aunque diese órdenes estratégicamente muy discutibles. De hecho, todos sus críticos se callaron y obedecieron. No sin reticencias. Las memorias desgraciadamente todavía no publicadas de Solchaga (pero que al parecer vio Javier Tusell) son muy representativas de las mismas, aplicadas al caso de Aranda (uno de los generales monárquicos por excelencia).

Finalmente, no hay que excluir los motivos ideológicos. Una guerra duradera le permitía llevar a la práctica uno de sus objetivos básicos: destruir físicamente a la izquierda española. Es algo que tenía en mente desde tiempo atrás. Era más fácil y “productivo”, además de no prestarse a crítica, triturar al adversario en el campo de batalla. Ello disminuiría la necesidad de tener que hacerlo vía ejecuciones masivas después de la victoria (sin que esta no las excluyera del todo, aunque quizá sí en número). En mi opinión, los tres intentos de explicar lo imposible constituyen uno de los motivos por los cuales la historiografía pro-franquista continúa velando cuidadosamente el episodio de las no consecuencias de acelerar de inmediato la marcha hacia Barcelona.

Esta lentitud de la guerra tuvo una cara oscura por dos motivos.

El primero es que elevó considerablemente la cifra de muertos y heridos en sus propias filas, algo que a Franco le tenía absolutamente sin cuidado. Ya se preocupó él de avivar las tendencias narcisistas de su gente haciendo que se derramaran toneladas de lágrimas colectivas por los “mártires”, de la fé (con el imprescindible y vital apoyo de la jerarquía católica), por los “caídos” en la Santa Cruzada. Es curioso que ello no lo hayan reconocido los historiadores neo-franquistas, pero como es sabido de todo hay en la Viña del Señor.

El segundo es que al obrar así Franco corrió riesgos. ¿Qué hubiera pasado si, contra todo lo esperado, las potencias democráticas occidentales hubiesen promovido un acercamiento a la URSS para contener los avances nazi-fascistas? Como tantas veces, los dioses sonrieron a Franco y el riesgo teórico jamás se materializó.

Así, pues, la jugada se hizo en beneficio único y exclusivo de Franco y de su clique más ideologizada. En el bando que iba de victoria en victoria no había muertos ni inválidos, sino “caídos por Dios y por España”. También “caballeros mutilados” por la Patria. La consecuencia de la guerra no era el dolor, sino la gloria. Son palabras que tomo de Gabriel Cardona y de Juan Carlos Losada. Dan en el clavo.

Esta tesis es, por lo demás, congruente con sus acciones tanto en marzo/abril de 1938 y parece más razonables que las explicaciones basadas en el “estilo” de Franco. No le preocupó en demasía la urgencia de cortar los flujos de suministros que afluían a la República por la abierta frontera catalana. De creer lo que decían sus propios servicios de espionaje, eran enormes. Un soldado que pensara en términos puramente militares no hubiese dudado en prepararse para cercenarlos. Un militar que pensara en términos político-ideológicos podía permitirse el lujo de dejar que continuaran pasando y no avanzar decisivamente en Cataluña, poniendo toda la carne en el asador. Eso sí, el 5 de abril de 1938 se revocó el Estatuto de Autonomía y, anticipo de lo que se venía encima a los “rojo-separatistas” no se dudó en fusilar a Carrasco i Formiguera.

Alea iacta est!

Nota final:

He estado a punto de no poder terminar esta serie. El 28 de junio pasado me caí intentando cambiar una bombilla fundida que iluminaba el primer rellano de la escalera de mi casa. Quedé inconsciente durante un tiempo. Gracias a la presencia de ánimo de nuestra empleada del hogar, el SAMUR acudió inmediatamente y me trasladaron a urgencias. Podía haberme roto fácilmente la espina dorsal o la cabeza de haber caído en el pozo de la escalera. Por fortuna no me ocurrió nada y dos días después ya estoy casi recuperado. Prefiero terminar aquí mis posts. Me voy de vacaciones la semana que viene. Trabajaré en un nuevo libro en agosto y no volveré hasta la primera semana de septiembre. A todos mis amables lectores les deseo muy feliz verano.