La Iglesia de Trento contra la Masonería

8 enero, 2019 at 10:08 am

Ángel Viñas

En ese enciclopédico estudio, bendecido por las espadas vengadoras del Estado Mayor Central y escrita por el Servicio Histórico Militar a la que he hecho tantas veces referencias en este blog, queda inmortalizada para la posterioridad la visión de los vencedores. La guerra fue absolutamente necesaria para derrotar a la Anti-España. Estaba en juego la supervivencia de la PATRIA y con la PATRIA no se juega. Entre la Anti-España, aparte de los consabidos comunistas, socialistas, liberales, librepensadores, ateos etc. figuró siempre en lugar destacado la Masonería. De aquí que el nuevo poder militar instaurado por la fuerza no tuviera la menor compulsión en, haciendo una finta dialéctica que ya hubiesen querido para sí los redactores de los evangelios -con las consabidas disculpas por la ucronía-, no tardara en sacar la Ley para la represión de la Masonería y el Comunismo (LRMC). De todos es sabido que los uniformados y sus asesores jurídicos consideraron ambos términos como hermanos o equivalentes. Aberraciones peores se han visto. Sin embargo, las penas previstas no eran moco de pavo y fueron aplicadas a muchos de los oficiales y jefes del Ejército de la VICTORIA. Fuera de ellos o con ellos algunos miembros de lo que también se denominaba la “secta diabólica” se distanciaran lo más posible. Por supuesto, a muchos -quizá la mayoría- de los masones no les sirvió de nada. Aquí expondré una de las humillaciones que les aguardaba.

 

La Santa Madre Iglesia Católica Apostólica Romana (SMICAR) preparó, como los hechiceros de las tribus lejanas en el siglo de la expansión imperialista, rituales de recuperación. Debían aceptarlos quienes se mostrasen dispuestos a abjurar de sus creencias masónicas. Una pieza fundamental fue el documento de abjuración.

Dice una expresión común que la mejor venganza es la que se sirve en frío. La SMICAR, que había salido de la guerra (perdón: de la “Cruzada”) con apetitos exterminadores (no en vano la represión republicana se había cebado en el clero secular y regular durante la misma), debió de reflexionar largamente sobre los requisitos que habrían de cumplir quienes desearan acogerse a su seno materno. ¡Ojo! Eso no les eximía de cumplir las penas que les impusiera la justicia de los hombres. La Iglesia, ya se sabe, no es de este mundo sino eterna y siempre ha predicado que hay que dar a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César. Al menos en teoría.

Pero, ¿qué pasa cuando el César, que sí es de este mundo, se pone en la práctica al servicio de la Iglesia? En tales casos toda la fuerza del César se aplica a los contraventores de los dogmas, principios o intereses de la Iglesia. Esto es lo que ocurrió tras la guerra civil. La legislación positiva del César subsumió en categorías comparables la pertenencia al comunismo y a la masonería.

Hace algunos años un investigador en la historia del Derecho, Guillermo Portilla, publicó su tesis doctoral en la Editorial Comares, de Granada, que viene distinguiéndose por dar a la luz una serie de obras fundamentales sobre la represión. En este caso el libro tenía un título un tanto desalentador para quienes no hemos estudiado Derecho: La consagración del Derecho penal de autor durante el franquismo: El Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo. Apareció en 2010.  A mí me llamó la atención la referencia al tribunal. Al ojearlo me di cuenta de que “el derecho penal de autor” es un concepto perfectamente definido: es el que se impone a los delincuentes no por el hecho de haber cometido delitos, sino porque pertenecen a una determinada categoría. En resumen, se aplica no por lo que hacen, sino por lo que son. El concepto es familiar a todos los que hemos leído algo sobre la “Justicia” en el Tercer Reich. Los tribunales nazis aplicaron leyes dictadas en función de amplias categorías, en su caso la más llamativa fue la racial. Así, a un judío se le podía condenar por el hecho de ser judío, aunque hubiese sido un héroe condecorado con la cruz de hierro de primera clase por méritos militares al servicio de su patria y contraídos en la primera guerra mundial.

De todas maneras, como por desgracia no soy jurista, lo que más me impactó del libro de Portilla, que recomiendo encarecidamente a todos los lectores, es la impresionante colección de documentos de su anexo. Entre ellos figura, ¡cómo no!, un ejemplar del documento de retractación que debían firmar todos aquellos que estuviesen dispuestos a abjurar de su pertenencia a la Masonería. Su lectura nos devuelve a los más negros capítulos de la Iglesia triunfante, a la tradición nacionalcatólica menendezpelayista, a las tinieblas de las guerras de religión, en una demostración de que la SMICAR en su versión española ni había olvidado nada ni tampoco aprendido nada. Me da un poco de reparo reconocer que, por motivos de edad, pertenezco a aquellas generaciones nacidas después de la guerra que tuvieron que pasar en la escuela por las doctrinas que se describen en el documento que ahora retomo de Portilla para información de los amables lectores. Espero y confío que sin haber sufrido un daño irreparable.

Sería interesante saber, por medio de encuestas bien dirigidas, el porcentaje de españoles y españolas que en la actualidad haría profesión de fé y estarían dispuest@s a defender hasta las últimas consecuencias planteamientos como los que figuraban en aquel documento:

“La Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica, Romana, es la única y verdadera Iglesia fundada por Jesucristo en la Tierra, a la cual de todo corazón me someto. Creo todos los Artículos que me propone creer; repruebo y condeno cuanto Ella reprueba y condena y esto pronto a observar cuanto me manda, y especialmente prometo creer: la doctrina católica sobre la Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo y la unión hipostática de las dos naturalezas, divina y humana; la divina maternidad de María Santísima, así como su integérrima virginidad e Inmaculada Concepción; la presencia verdadera, real y sustancial del Cuerpo, juntamente con la Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía; los siete Sacramentos instituidos por Jesucristo para salvación del género humano, a saber: Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Penitencia, Extremaunción, Orden y Matrimonio; el Purgatorio, la resurrección de los muertos, la vida eterna; el Primado, no tan solo de honor, sino también de jurisdicción, del Romano Pontífice, sucesor de San Pedro, Príncipe de loa Apóstoles y Vicario infalible de Cristo; el culto de los Santos y de sus imágenes; la autoridad de las apostólicas y eclesiásticas tradiciones y de las Sagradas Escrituras, que no deben interpretarse y entenderse sino en el sentido que ha tenido y tiene la Santa Madre Iglesia Católica; y todo lo demás que por los Sagrados Cánones y por los Concilios Ecuménicos, especialmente por el Sagrado Concilio Tridentino  y por el del Vaticano ha sido definido y declarado…”

¿Qué decir? Ningún buen cristiano no católico (evangelistas, metodistas, luteranos, anglicanos, presbiterianos, etc.) se adheriría a lo que antecede. El documento proclamaba la absoluta soberanía del catolicismo más intransigente. Retrocedía a un período anterior a las guerras de religión de los siglos XVI y XVII. Chocaba con las Luces del XVIII. Con los progresos científicos ulteriores del XIX y XX. Orgullosamente, al proclamar la referencia al concilio de Trento, justificaba la apelación de tal iglesia como “trentina”. Por lo demás, obsérvese la importancia otorgada a las interpretaciones de la jerarquía. Con ello la SMICAR pronunciaba su papel supremo para entender en asuntos de la fe y de las buenas costumbres.

No hizo falta esperar al Concordato de 1953 (un texto jurídico y un tratado internacional entre el Estado Español y el Vaticano absolutamente aberrante, apenas si corregido por los acuerdos parciales anteriores a la transición política). El Estado naciente reconoció poderes omnímodos a la Iglesia en el curso de la guerra civil, siempre y cuando no chocara con actuaciones del Caudillo que, como nuevo Führer reencarnado a la manera española y en aplicación de su suprema voluntad como última fuente de ley, podía hacer teóricamente lo que le viniera en gana. Constreñida entre dos autoridades absolutas, la política y la eclesiástica, a la sociedad española le aguardaban años como ni siquiera se habían conocido en los tiempos de la supuesta grandeza del Imperio, aquél en el que nunca se ponía el sol.

Eso sí: en plena mitad del siglo XX.