¡Aleluya!: La «historietografía” franquista vuelve

28 marzo, 2014 at 1:42 pm

La RHA ha publicado una entrada que se refiere al general Juan Yagüe. En un post no inmediato la comentaré mínimamente. Para prepararme he empezado por leer algo de lo que sobre tan prestigioso militar se ha escrito en los últimos años. Afortunadamente existe una voluminosa biografía aparecida en 2010. No mencionaré al autor. Es una de esas voces que se rebela contra una presunta escuela oficial de pensamiento (¿comanditada, quizá, por los Gobiernos socialistas?). Por fortuna, contra ella se yergue, enérgica, una “pequeña legión”, “poco más de cien” historiadores, que en torno a la Universidad San Pablo CEU están volcados en escribir “sin pudores de lo políticamente correcto sobre nuestro pasado”.

Al escribir, sin esos pretendidos pudores que nos atenazan a quienes no formamos parte de tan escogida legión, sobre los antecedentes de la guerra civil nuestro autor reconoce implícitamente que los republicanos no querían emprenderla. Se trata de una afirmación rigurosamente exacta. Puntualizaré que quienes querían emprenderla fueron los conspiradores derechistas y, en particular, los monárquicos alfonsinos. Ahora bien, la argumentación en que tan distinguido autor basa su afirmación es de antología, nos retrotrae a 1936 y merece pasar si no a la historia mundial de la infamia si a una equivalente del disparate que probablemente exista. ¿Quién dijo que la historiografía franquista ya había periclitado?

El Komintern, escribe literalmente aquella lumbrera del pensamiento políticamente no correcto, “no quería iniciar una guerra civil que podía perder, pues ya tenía el poder en España y no lo quería arriesgar”. Esto implicaría prudencia, taimada prudencia. No en vano se ha dicho que los cominternianos eran astutos, sigilosos, sinuosos y que se refugiaban tras el coco fascista.

La victoria en las elecciones del 16 de febrero de 1936 confirmó, para nuestro autor, el triunfo de Stalin y de sus cohortes. Que numerosas obras hayan examinado la cuestión y no apunten en esa dirección no constituye el menor óbice. Lo escriben aguafiestas políticamente correctos, ya sean extranjeros o, vade retro, españoles enfeudados a las disolventes doctrinas marxistas.

El Politburó, afirma el maestro de historiadores, ya había acordado el 28 de febrero de 1936 un programa político para España. Obsérvese la implicación: desde las nieves moscovitas las finas antenas de la Komintern seguían no al minuto sino al segundo lo que pasaba en España. Hay que contar con un lapso de algunos días desde que en Moscú se dirigiese el resultado electoral y con el necesitasen unos cuantos engendros del averno para pergeñar un ambicioso programa. Luego debía aprobarlo el mandamás de la Komintern, Georgi Dimitrov. A lo mejor perdió algunas horas antes de enviarlo a Stalin. Aun cuando este sin duda fue rápido cual centella había que ponerlo en el orden del día de la primera reunión del Politburó. Es decir, que la Komintern debió proceder, como muy rápido, unos cuantos días después de las elecciones. El escenario, impuesto por los constrenimientos de comunicación y de burocracia interna, es grotesco pero a nuestro eminente autor no se ocurre detenerse en la reacción, infinitamente más inmediata, del general jefe del EM, un tal Francisco Franco, solicitando la declaración del estado de guerra para anular el resultado electoral. Hubo de contentarse con la posibilidad de que el presidente del Gobierno saliente se declarara dispuesto a decretar el de alarma aunque no llegó a hacerlo.

El distinguido historiador no se arredra. El Politburó acordó el penúltimo día de febrero (1936 fue bisiesto), entre otras lindezas, la introducción en España “de medidas especiales, en coacción y opresión, contra los jefes y oficiales del Ejército actual”; “la expropiación y nacionalización de toda clase de propiedad particular, tanto en fincas rústicas como en consejos industriales y económicos”  (¡lloremos por los pobres terratenientes!); “la nacionalización de la banca”; (¡lágrimas aun mas ardientes!);  el “cierre de iglesias y casas religiosas” (ya lo habíen hecho los malvados bolcheviques en su revolución); la “independencia de Marruecos y transformación del mismo en Estado soviético independiente” (pasmo general); el terror dirigido al exterminio de la burguesía (pero ¡qué salvajes!); la creación del Ejército Rojo (¡antes morir!); el asalto del proletariado al poder (¡la revolución francesa modernizada!); “la creación de la República Soviética Ibérica y una declaración de guerra a Portugal”. ¿Quién da más?

Tales estupideces (en el sentido de la primera acepción de este término en el DRAE) las ha publicado en España una editorial prestigiosa hace tan solo unos cuantos años. El autor, por si únicamente los audaces o los convencidos leen su mamotreto, las ha repetido algo después  en otro libro más ligero, y más cortito, dirigido al gran público. Publicado también por la misma editorial.

Nada de ello es suficiente para explicar la catástrofe. ¿Por qué? Porque el Komintern se quedó atrás. “El radicalismo de los mandos medios y bajos de los partidos frentepopulistas buscaba el cambio social al más puro estilo revolucionario”. ¿Resultado? Con gran falta de disciplina, casi todo el mundo en España dejó atrás el programa cominterniano.

El ABC de la época solía calentar motores y mentes aludiendo a fuentes tan poco sospechosas como el Tercer Reich. Nuestro autor las ha encontrado  en el diario de B. Felix Maiz, secretario del general Mola, versión 1952. En setenta años de debate historiográfico sobre la primavera de 1936 quien proclama orgullosamente no someterse a los dictados de la “historia oficial” no ha encontrado mejor asidero.

Encerradito en la Universidad San Pablo CEU, nuestro autor demuestra esa cualidad tan admirable como es la de poder otear las estrellas joseantonianas a plena luz del día. A veces, da resultados en política. No se consiguen tan fácilmente en historia. En futuros posts demostraré que el mismo enfoque se aplica desde las atalayas de la Real Academia de la Historia. Vuelve la “historietografía” que denunció Herbert R. Southworth en El mito de la Cruzada de Franco.