Abdicación y perplejidad

6 junio, 2014 at 12:30 pm

Lo primero que me ha chocado es la disparidad de tratamientos. Quizá sea un problema de cultura política. En general la prensa belga escrita fue comedida. Se esbozaron las luces y las sombras del abdicante y se perfiló a grandes rasgos la figura de su sucesor. Si algo recuerdo de aquellos días fue el predominio de la vocación analítica de los comentaristas.

La situación política y económica por lo demás del Reino de Bélgica no era entonces precisamente muy boyante. La embestida nacionalista (por no decir secesionista) flamenca todavía no estaba demasiado contenida; la crisis generaba dolorosas punzadas sociales; la mendicidad había aparecido en las calles bruselenses, incluso en las más elegantes; las ONG centuplicaban sus esfuerzos. Para colmo, un olorcillo de escándalo rodeaba a la pareja real. El contexto, en una palabra, era relativamente parecido al español actual.

Pero, ¡qué diferencia en cuanto al tenor de la prensa escrita y los comentarios de las personalidades políticas y del mundo cultural e intelectual!  Me ha dejado perplejo. Quizá sea también consecuencia de mi distanciamiento de la escena española. Ya no vengo por este país tanto como solía.

Como no tengo aquí radio ni televisión, solo puedo referirme a los medios de comunicación diarios. ¿Qué me ha llamado la atención de la prensa escrita madrileña?

En primer lugar, la hipertrofia de las alabanzas (a veces un tanto babosas) sobre la figura del rey Juan Carlos. Como si la democracia (me permito añadir que de calidad un tanto baja) de que disfrutamos hubiera sido producto de su sola voluntad.

En segundo lugar, la ausencia de cualquier reflexión crítica sobre el papel desempeñado por los sucesivos Gobiernos que han dirigido la política del Estado durante su reinado. Con sus altos y sus bajos, sus focos y sus velas, han sido los diferentes partidos políticos representados en las Cortes los que han dado luz verde a las iniciativas gubernamentales en materia legislativa. La sanción real siempre ha sido una mera fórmula.

En tercer lugar, la falta de una reflexión mínimamente seria sobre las relaciones entre el monarca y los presidentes del Gobierno que han actuado desde el 23-F. Eso sí, han proliferado los elogios un tanto paroxísmicos al papel del rey en el fracaso del intento de golpe de Estado.

No seré yo quien regatee méritos en este vidrioso asunto pero me atrevo a aventurar dos hipótesis: a) si el rey se hubiera situado detrás del golpe, este hubiese triunfado; b) de haberse producido este escenario, es verosímil que con él se hubiera puesto en juego el futuro de la Corona. No discuto el patriotismo real. Simplemente me limito a recordar lo que terminó ocurriendo a su augusto abuelo (a quien algún historiador de los muchos que han escrito durante estos días extiende poco menos que un certificado de buena conducta) tras haber consentido, si no alentado, el golpe primorriverista de 1923.

Por lo demás, y de nuevo sin negar méritos, me permito señalar que, al oponerse al golpe, el rey no hizo sino cumplir con su deber. En un sentido funcional, teleológico y, si se me apura, histórico. Al fin y al cabo, monárquicos fueron quienes se autoconstituyeron en la punta de lanza de la conspiración que llevó a la sublevación de 1936. También fueron monárquicos quienes complotaron con una potencia extranjera (aunque todavía se ignora si Alfonso XIII estaba al tanto) y un general monárquico y conspirador contribuyó a aupar a Franco a su excelso puesto, que ya no abandonaría jamás. Hoy no es de buen tono hablar de sus responsabilidades.

Históricamente hablando no hay mucho que agradecer a la Monarquía desde los años veinte del pasado siglo hasta, digamos, la Constitución de 1978. Y aún así. A medida que los archivos extranjeros van desvelando algunos de los entresijos de la transición (algo que no ocurre con los españoles, cerrados providencialmente a cal y canto por el actual Gobierno) se refuerza la hipótesis de que el rey Juan Carlos no hubiera tenido un porvenir excesivamente brillante de no haber impulsado el proceso que llevaría a la quiebra del sistema político e institucional del franquismo.

Pienso que alguna reflexión de tal tipo no hubiera venido mal en estos días, por no hacer hincapié en que el descrédito en el que se ha sumido la Monarquía en los últimos años no ha sido precisamente el resultado de una conspiración izquierdista, antisistema, republicana o whatever sino de cosecha propia. Si la imagen, probidad, credibilidad e incluso idoneidad del rey Juan Carlos han estado por los suelos en los últimos años es difícilmente negable que la mecánica que condujo a tan deplorable situación la puso en marcha él mismo.

No sabemos cómo la historia juzgará a Juan Carlos I. Se admiten todo tipo de apuestas pero al menos deberíamos ser lo suficientemente autoanalíticos para recordar, siquiera brevemente, que la aparente brillantez de su reinado que tanto se ha ensalzado estos días ha sido también el resultado, esencialmente, del pueblo español, es decir, un pueblo con ansias de libertad, igualdad y prosperidad y que ha comprobado cómo se les han cortocircuitado en un remedo del bienio negro de infausta memoria. Si al rey se le han atribuido tantas  luces ¿no sería razonable atribuirle, al menos, algunas de las sombras?

Lo que hemos leído es, en buena medida, una operación de maquillaje. Quizá necesaria pero sugiero guardar la prensa escrita de estos días como materia prima para, dentro de unos años, volver la mirada atrás y contrastarla con las revelaciones que de aquí a entonces seguramente habrán ido apareciendo. Cuestión de hacer historia.