La coartada comunista y el incendio del Reichstag

21 octubre, 2014 at 7:47 am

En los años treinta del pasado siglo políticos, escritores y analistas de variado pelaje, generalmente de derechas, divisaron en el comunismo un peligro para los regímenes democráticos occidentales. Los nacionalsocialistas lo plantearon como un riesgo absolutamente existencial (los fascistas franceses e italianos siguieron después). La derecha española ya lo había denunciado durante la dictadura de Primo de Rivera, cuando los comunistas españoles eran cuatro gatos. Pronto aprendió de los nazis cómo mejorar el argumento. La campanada la dio  el incendio del Reichstag el 27 de febrero de 1933, al mes casi de la llegada de Hitler al poder, aupado por la derecha monárquica y capitalista alemana.

El incendio ha generado una furiosa controversia en la historiografía, sobre todo alemana. Se han contrapuesto dos tesis: por un lado, la noción de que fue obra exclusiva de un albañil holandés, Martinus van der Lubbe; por otro, que el fuego se debió a la actuación de un comando nazi. Los historiadores alemanes suelen extraer conclusiones muy diferentes de cada una. Para algunos (entre los que figuran nombres muy respetados como Hans Mommsen) los nazis aprovecharon el incendio para inculpar a los comunistas y con ello arrancar al presidente Hindenburg varios decretos que abolieron el sistema de derechos establecido en la constitución de Weimar. El establecimiento de la dictadura arrancaría, pues, de un hecho fortuito, circunstancial, imprevisible. Para otros historiadores, Hitler y sus seguidores tenían la intención de crear un régimen dictatorial desde antes de llegar al Gobierno y proyectaron el incendio del Reichstag con el fin de generar la coartada necesaria para obtener de manera inmediata los instrumentos jurídicos necesarios. En el extranjero el incendio se ha abordado preferentemente como el mecanismo por el cual los nazis consiguieron el necesario capital político para llevar a la práctica sus nefandos propósitos. Si los amables lectores echan un vistazo a las páginas de Wikipedia en castellano e inglés podrán encontrar atisbos, muy diluídos, de tal  controversia.

Como ocurre con frecuencia, la disponibilidad de nueva evidencia primaria relevante de época permite inclinar las tesis de un lado o de otro. En el caso del incendio esta EPRE se encontraba en Moscú adonde había sido trasladada en 1945. En 1982 los soviéticos la devolvieron a la entonces República Democrática Alemana. Tras la unificación, hoy es accesible a cualquier investigador. Se trata de un volumen considerable de documentos, más de cincuenta mil páginas. Entre ellos figura los generados por la primera comisión policial de investigación y sus antecedentes asi como los del Tribunal Supremo (Reichsgericht) y de la Fiscalía de 1933, con las actas de las sesiones del juicio que se celebró en Leipizig contra dirigentes comunistas.

Pocos son los historiadores que se han empecinado en escudriñar tal montaña. Lo hicieron en el cambio de siglo dos autores, Alexander Bahar y Wilfried Kugel (mencionados superficialmente en la página de Wikipedia en inglés). Han seguido en la brecha. El año pasado pusieron al día sus investigaciones en un libro que no encontró una editorial de primera línea en Alemania, en donde uno podría sospechar que sus tesis pueden parecer todavía un tanto tóxicas. En todas partes cuecen habas.

Es un libro interesantísimo. En este blog ya he citado el caso de Dag Hammarskjöld o el asesinato (que no accidente) del general Balmes. Bahar y Kugel siguen el mismo método inductivo aplicado a ambos. Lo completan con una historia de la controversia historiográfica, iniciada pocos años después de terminada la segunda guerra mundial por un agente de la seguridad interior del Estado, un tal Fritz Tobias, recuperado por los británicos en el marco de la “desnazificación”, un proceso en el que “salvaron” a otros especialistas de la lucha anticomunista. Por si las moscas. Tobias, al parecer, había sido miembro de la “policía militar secreta” (Geheime Feldpolizei), aspecto que él negó siempre. Su expediente militar, y su archivo personal, siguen hoy, sin embargo, cerrados a cal y canto. Dos casualidades. Tobias, que ingresó posteriormente en el partido socialdemócrata, arrastró a su encrespada y dialécticamente durísima “cruzada” a favor de la única responsabilidad de van der Lubbe a Rudolf Augstein, el todopoderoso director de Der Spiegel. La revista ha mantenido una guerrilla contra los dos historiadores a la cual incluso Die Zeit se sumó en algún momento.  Palabras mayores en Alemania.

El procedimiento seguido por los autores me parece impecable. En primer lugar con documentación pública y no pública de la época han reconstruído al minuto los detalles del descubrimiento del incendio, de su propagación y de sus resultados. A cada paso muestran las contradicciones con la tesis de la autoría única. En segundo lugar pasan a examinar las reacciones de la policía, de los bomberos (a quienes se llamó algo tarde) y de los funcionarios que plasmaaron sus observaciones en documentos oficiales, muchos de los cuales han desaparecido. No todos. Otra casualidad. En tercer lugar analizan la intervención de las autoridades (Göring en primer lugar) para forzar las investigaciones dejando de lado los procedimientos establecidos y sustituir a los jueces y  fiscales a quienes correspondía entender del caso por otros de proclividades nazis. En cuarto lugar examinan el caso  de numerosos funcionarios y elementos nazis que fallecieron o aparentemente se suicidaron o que fueron ejecutados, algunos de los más importantes, en la “noche de los cuchillos largos” del año siguiente. Otra casualidad.

La pieza de resistencia la constituye el análisis de las actas del proceso de Leipzig. Bajo el peso de la opinión pública internacional se intentó preservar un venero de legalidad. En vano. Había instrucciones de condenar a van der Lubbe y, en lo posible, a varios dirigentes comunistas (entre ellos Dimitrof). El tribunal, aunque lo intentó, no logró establecer un nexo casual entre el primero y los segundos, que fueron declarados inocentes. Sí reconoció que van der Lubbe había sido el autor material del incendio, auxiliado por personas desconocidas.

La obra muestra que el tribunal se hizo el loco ante numerosas declaraciones contradictorias de los testigos y varios informes técnicos sobre las causas y propagación del incendio. Los resultados de éstos coinciden con varios dictámenes que diversos medios de comunicación alemanes solicitaron en los últimos quince años. La tesis de la autoría nacionalsocialista queda más que robustecida, a pesar de la desaparición de documentos importantes.

Y de las proclamaciones de Hitler, Göring (que probablemente había ordenado el incendio) y Goebbels acerca de la conspiración comunista, reflejada aparentemente en decenas de papeles encontrados en la central del KPD, ¿qué?. Nada. Los nazis establecieron su dictadura y se “olvidaron” de publicar los documentos.

Esta última fue una lección que aprendieron los conspiradores españoles dos años y pico más tarde. Los “documentos” de la “inminente” insurrección comunista, a la que se opuso el “18 de julio”, se comunicaron por vía reservada a los diplomáticos franceses y británicos y a algunos periodistas extranjeros amigos. Y a vivir.

A vivir del bollo. Lo demostró uno de los más infames propagandistas del régimen, Luis Bolín, cuyo libro España: Los años vitales debería publicarse de nuevo debidamente anotado. Todavía en 1967, y con prólogo nada menos que del entonces ministro de Asuntos Exteriores, Fernando María Castiella, propagó la GRAN noticia de que armas “rojas”, moscovitas, las llevaban barquichuelos, por el Guadalquivir, para distribuir entre los comunistas andaluces (¿sedientos de sangre latifundista?). ¿O fue al revés?

A los lectores a quienes les interese el tema la referencia es Der Reichstagsbrand. Geschichte einer Provokation, PapyRossa Verlag, Colonia, 2013.