¡Heil Franco!

24 marzo, 2015 at 8:30 am

aristóteles No se asuste el lector. Durante la larga dictadura, y a pesar de la influencia nazi/fascista que cabe identificar desde sus orígenes hasta su final, a Franco no se le ocurrió acudir a tal berrido como forma de saludo. Conforme con la imperecedera tradición española las autoridades, la censura y la costumbre se limitaron a multiplicar el viva él. Otra cosa, claro, fue el saludo del brazo estirado. Se abolió en 1945. Los viejos del lugar no habrán olvidado, quizá, el escándalo que se levantó en los albores de la Transición cuando en la película de Carlos Saura, Mi prima Angélica, un falangista no herido heroicamente llevaba el brazo derecho en cabestrillo apuntando al azul del cielo, joseantoniano o no.

De no haber sido ya, si no recuerdo mal, licenciado en derecho hubiese sin duda formado parte de las hornadas de universitarios que acudieron a las aulas a partir de, digamos, 1942/43. Sus maestros también fueron falangistas, de aluvión o de conveniencia. Unos y otros trataron de incrustar en los cerebros de sus jóvenes alumnos las enseñanzas contenidas en doctos manuales congruentes con los principios esenciales de la dictadura. Esta actividad se desarrolló a través de múltiples cauces. En las Facultades de Derecho, que siempre fueron generadoras de abnegados políticos, de excelentes funcionarios, de probos empresarios y de disciplinados cuadros para todo, destacaron por su enseñanza del Derecho Político, de la Filosofía del Derecho, del Derecho Administrativo, Penal, Procesal, etc. Disciplinas que fueron panacea para abordar desde los problemas sociales a los… de Orden Público durante los treinta años siguientes.

En todas las Facultades había, además, una asignatura de enseñanza obligatoria: Formación del espíritu nacional aunque la mayor parte de sus instructores no llegaron por lo general a conseguir el espaldarazo profesoral. La Iglesia Católica española no dijo ni pío. Eran aceptables porque no le impedían en su tarea de salvar almas, lo único importante.

La idea-fuerza que atravesó aquellas enseñanzas fue muy simple: había que cortar por lo sano con el Derecho republicano e incluso con la modernización que la teorización jurídica española había experimentado a lo largo del período monárquico. España había logrado desarrollar un plantel no demasiado grande, pero tampoco diminuto, de excelentes juristas y de maîtres à penser perfectamente al tanto de las corrientes europeas. De pronto se vio descabezada. Quienes no pudieron marcharse al exilio exterior hubieron de malvivir en el interior.

En los años cuarenta se sentaron las bases necesarias y suficientes para que las nuevas generaciones que acudían a las aulas pudieran emborracharse de ideología fascista y nacional-católica y reanudar (¡qué alegría!) con las glorias imperiales de antaño. Quienes deseen conocer más a este respecto pueden ojear el trabajo sobre el sistema de acceso a las cátedras de Derecho Político en la Universidad de aquellos años que ha efectuado el profesor Javier San Andrés Corral y al que es fácil acceder en http://e-archivo.uc3m.es/handle/10016/18911. Lectura obligada.

Muchos de los catedráticos y profesores que trataron de corromper las jóvenes mentes de aquellas hornadas (cuyas posibilidades de formación en el extranjero se redujeron drásticamente) sirvieron con devoción al Caudillo y a su dictadura. Fueron los artesanos que esculpieron sus leyes y que, en la Judicatura y en los cuerpos jurídico-militares, las aplicaron férreamente. Algunos lograron hacerse más tarde con una virginidad democrática. ¿Tal vez con la mirada puesta en el futuro a medida que se atisbaba que Franco no iba a ser «inmorible»?.

Los, hoy por hoy, últimos biógrafos del inmarcesible Caudillo, el profesor Stanley G. Payne y el periodista Jesús Palacios, no han cuadrado este toro. Una lástima. Es cierto que utilizan el polisémico término de dictadura para caracterizar la franquista pero, en cuanto pueden, se escapan por dos veredas alternativas. La primera consiste en calificarla de «personal». Como si, en realidad, nadie salvo Franco hubiera sido responsable de ella. ¡Qué alegría suscitará a tanta gente tal constatación! Siempre es bueno que le eximan a uno de responsabilidades. Nuestros autores no parecen haber oído de una de las características fundamentales de la dictadura hitleriana: el ferviente deseo que sentían sus servidores por «laborar en la dirección que quería el Führer». Como a Hitler no le gustaban los judíos, ¿por qué no asesinar industrialmente a seis millones?. Como tampoco le agradaban los comunistas, ¡qué bonita la exterminación de todos los que se pusieran al alcance de la mano en las inmensas llanuras del Este!

En España una pulsión parecida también latió con fuerza, aunque afortunadamente no llegó a tanto. Franco se hubiese quedado sin súbditos. Con todo la Brigada Político Social, de infausta memoria, el TOP, al que apenas si dedican unos renglones, los jurídico-militares y hasta ciertos personajes de infamia en la Guardia Civil tuvieron campo libre para dedicarse a sus patrióticas tareas.

El gran descubrimiento de nuestros autores es un concepto que hoy viste bien. Quizá para tranquilizar a sus lectores lo designan incluso en alemán. Según ellos Franco, en realidad, lo que quiso poner en marcha fue un Rechtsstaat (página 368). Así como suena. Este concepto tiene una recia traducción castellana. Normalmente es «Estado de Derecho». En inglés es rule of law y se remonta por lo menos a Aristóteles. Sus connotaciones son ligeramente diferentes a las del Rechtsstaat de nuestros biógrafos.

Para ellos se trataba del «viejo ideal alemán [del] estado autoritario administrativo basado en la ley». También es cierto que afirman que su versión española fue «reducida». Y tan reducida. Hasta el punto de no servir prácticamente para nada.

Olvidan la génesis del Rechtsstaat en la Alemania del siglo XIX. Fue la antítesis al Estado policial (Polizeistaat) o al Estado absolutista (Obrigkeitsstaat). Tengo la impresión, probablemente infundada, de que en el caso español tienden a eliminar la caracterización de la dictadura como un régimen que no pudo dejar de lado todas las instituciones, métodos y procesos de decisión de tipo fascistoide. Fueron rasgos que merece la pena enmascarar en todo lo posible.

Como buenos guerreros de la guerra fría, ¿qué mejor cosa que echar una mano a un régimen que había supuestamente cortado las amarras con sus padrinos fascistas? De aquí la significación operativa de otro nuevo concepto que afloraría en los años cincuenta y sesenta y que nuestros autores suscriben con afán. El régimen, en puridad, ni era fascista, ni fascistoide, ni nada de ello: fue meramente autoritario. Pero ¿no fue también una dictadura personal? A lo mejor hay dictaduras que no son autoritarias. Un descubrimiento politológico de primera magnitud.

Payne y Palacios están muy bien acompañados en la España de 2015. Nada menos que el presidente del Gobierno ha coincidido con ellos en lo del régimen autoritario. Si se añade el énfasis en el presunto papel de Franco como modernizador de España, no sorprenderá la conclusión: Franco fue, a pesar de todo, «el último regeneracionista».

Puedo asegurar el lector que la biografía ha recibido elogiosas reseñas. Pero ¿la han leído bien los reseñadores? Un servidor se ha hinchado a tomar notas durante una semana y media. ¿A qué conclusión he llegado?

A que tal vez fuese necesario detenerse un poco más en ella. No para sacar los colores a quienes, quizá apresuradamente, la han cubierto de elogios en España y fuera de España. No hay que dejar en mal lugar a los colegas. Pero sí para demostrar que en la Universidad y en la investigación de nuestros días hay gente que ya no se ve obligada, como en los años franquistas, a seguir chupando del biberón que tendieron a sus antecesores los grandes juristas del régimen y su referente último.