¿Por qué se dejaron engañar los alemanes por Hitler? (II)

14 junio, 2016 at 11:37 am

Ángel Viñas

Solo los ingenuos podrían pensar que los habitantes de un Estado que había atravesado por la experiencia de la primera guerra mundial y sostenido, mal que bien, los frentes durante cuatro años serían susceptibles de creer a pies juntillas en los encantos de un demagogo salido de la nada. El que, sin embargo, este fuera el resultado sentido por una parte muy sustancial de la sociedad alemana respondió a una multiplicidad de factores en un proceso complejo que ha sido estudiado exhaustivamente desde el mismo tiempo en que discurría hasta la más rabiosa actualidad.

KAS-Brüning,_Heinrich-Bild-15720-1La traducción inmediata y más visible se produjo en la esfera de la actividad política. No es de extrañar que haya sido la más analizada. En principio con los enfoques propios de la historia política. Más tarde con las aportaciones de toda una serie de paradigmas anclados en las distintas ciencias sociales (economía, sociología, politología, sicología, antropología, estadística etc.) y en los nuevos enfoques utilizados en la práctica historiográfica: intelectual, cultural, de mentalidades, de género y otros.

Que la República de Weimar fue una construcción de difícil manejo es la evidencia misma. Cómo lidiar con las innumerables secuelas de la derrota y de las inmensas privaciones en la retaguardia, las responsabilidades por lo ocurrido, las dislocaciones sociales, económicas y territoriales derivadas del régimen de Versalles impuesto por los vencedores, las limitaciones dictadas por potencias extranjeras, intentonas revolucionarias de signo contrapuesto, las consecuencias de un proceso hiperinflacionario que derrumbó la economía, las expectativas populares y la sociedad implicó toda una serie de desafíos extremadamente serios. Hubo de encararlos con mayor o peor fortuna una clase política escindida y que contaba con apoyos sociales muy diversos. En comparación los años de la segunda República española fueron, casi, un remanso de paz.

Para autores como Wehler el comienzo de la cuesta abajo de la República de Weimar puede fecharse. Esto implica que el nuevo sistema de gobierno no estaba condenado al fracaso (como tampoco lo estuvo su homólogo español posterior). Tal descenso a los infiernos fue paulatino y se inició cuando en las elecciones presidenciales de 1925 resultó elegido, no sin dificultad, el sucesor del primer presidente, el socialdemócrata Friedrich Ebert. El agraciado fue el mariscal Paul von Hindenburg.

Hindenburg salió elegido gracias a la movilización entusiasta y masiva de todas las fuerzas conservadoras, nacionalistas, antirepublicanas, antidemocráticas y völkisch (un vocablo de difícil traducción que engloba las tendencias etnonacionalistas, etnorracistas e incluso tribales que agitaban la sociedad alemana).

La movilización del KPD (partido comunista) y de la extrema izquierda en favor del líder comunista Ernst Thälmann siguiendo las instrucciones de la Komintern, entonces en su fase de abierta enemistad contra la socialdemocracia, impidió que resultara elegido el centrista Wilhelm Marx.

El presidente de la República, hay que recordarlo, ocupaba una posición absolutamente básica en el sistema de Weimar en virtud de dos cualidades inmarcesibles. Podía nombrar y destituir al canciller (presidente del Gobierno) y ejercer poderes excepcionales previstos en el artículo 48 de la Constitución, poderes que terminarían aplicándose mucho más allá de las previsiones del texto.

Con von Hindenburg, viejo militar, de corte autoritario, escasamente leal al sistema republicano, se configuraron tres focos de poder: el que constituyó el complejo presidencial y militarista centrado en torno a su figura; el que se dilucidaba en el juego entre los partidos políticos y las asociaciones sindicales y profesionales que manejaban una parte sustancial de la economía y de la sociedad alemanas y el muy influyente aparato burocrático heredado de la Alemania guillermina. El aparato constitucional weimarense subsistió, sí,  pero la República quedó desprovista de sustancia.

En este plano fueron incidiendo a medida que transcurría el tiempo y con carácter determinante factores de naturaleza estructural: las experiencias, las interpretaciones y los mitos del pasado alemán que condujeron a una permanente añoranza del hombre fuerte, salvador de la Patria (complejo de Bismarck, como lo han denominado numerosos historiadores). En este sentido Hindenburg fue proyectándose como una suerte de remedo de los depuestos emperadores (en la terminología de la época, un  Ersatzkaiser).  Este tipo de añoranza ya se había percibido en la Italia mussoliniana y el propio Hitler había presentado sus aspiraciones al efecto en la insurrección de 1923.

En el caso alemán la incidencia antedicha se vio potenciada por el recuerdo vívido de las consecuencias de la guerra perdida. Un sentimiento profundo de humillación nacional y de desesperación por la derrota. Los elementos nacionalistas y revanchistas (también los nazis) hicieron todo lo posible e imposible por esparcer y anclar en la conciencia colectiva la leyenda de la puñalada por la espalda a los ejércitos combatientes. Estos no habrían sido batidos en campo abierto sino que se habrían visto traicionados por los capituladores y emboscados de la retaguardia (pacifistas, socialistas, comunistas y judíos).

A ello se añadieron las secuelas de las confrontaciones de clase y de regiones (Prusia, Baviera) que habían salpicado los primeros años de la República weimarense y la experiencia de la ocupación territorial hecha por franceses y belgas para imponer el pago de las reparaciones dictadas por los vencedores en Versalles. La hiperinflación de 1923, la fragmentación social y la desmoralización de las clases medias, unidas a la agitación de los viejos combatientes brutalizados por cuatro años de guerra, arrojaron más combustible a una situación que fue haciéndose cada vez más volátil.

Dos elementos atizaron la hoguera. Un anticomunismo primario (que no evitó la colaboración militar y secreta de la Reichswehr con la URSS), muy potente entre los elementos derechistas, cuando no reaccionarios, y una incomodidad cada vez más acusada ante las nuevas tendencias que hicieron famosa la “cultura de Weimar” pero que promovieron también la desafección de amplias capas sociales ante la misma.

A  finales de los años veinte se impusieron las consecuencias de la crisis financiera internacional (de incidencia muy desigual según las clases y sectores sociales) que se combinaron la permanente crisis política.

En 1930 cayó el último gobierno de coalición bajo dirección socialdemócrata. No pudo resistir los embates de la alianza entre la gran industria y los intereses agrarios contra un estado supuestamente en manos de movimientos sociales de izquierdas. Desde entonces, ningún otro gobierno pudo contar con una mayoría parlamentaria.

En tales circunstancias Hindenburg tomó una decisión que ha sido  muy discutida: haciendo uso de sus poderes constitucionales nombró presidente del gobierno (canciller) a un politico conservador, antiguo official, llamado Heinrich Brüning. La idea del anciano presidente estribaba en promover una política autoritaria en un contexto de crítica aguda al sistema parlamentario y de nacionalismo extremado que apuntaban a una revolución conservadora y a un “tercer Reich”. Este era un término ya utilizado con contenidos diversos pero que hizo fortuna en los años veinte gracias, según unos, al propagandista pro-nazi Dietrich Eckart o, según otros, a un tratadista nacionalista, Arthur Moeller van den Bruck. Ambas teorías, por lo demás, están sometidas a una incesante discusión. En cualquier caso los años Brüning constituyeron un giro decisivo.

(Continuará)