¿Por qué se dejaron engañar los alemanes por Hitler? (III)

21 junio, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

Quizá la experiencia de los últimos ocho años de crisis en la Unión Europea permita hoy colegir mejor lo que debió de significar para los alemanes de la época que a las convulsiones políticas propias se añadieran las secuelas de un retroceso económico como el que se produjo a consecuencia de la Gran Depresión. Hubo una época en la que la discusión entre historiadores se entabló entre quienes daban la preferencia a los factores endógenos (crisis interna) o exógenos (importados). ¿Recuerda esto algo al lector? Si la atribución de responsabilidades por la guerra civil española ha generado multitud de controversias, ¿qué no será en el caso alemán? ¿Por qué, en definitiva, un político novato, quien para muchos apenas si tenía currículum salvo como agitador, accedió al pináculo del poder?

Reichskanzler von Papen spricht im Rundfunk zu dem amerik. Volk ! Reichskanzler von Papen in seinem Arbeitszimmer w‰hrend der Rede zu den amerikanischen Hˆrern.

Reichskanzler von Papen spricht im Rundfunk zu dem amerik. Volk ! Reichskanzler von Papen in seinem Arbeitszimmer w‰hrend der Rede zu den amerikanischen Hˆrern.

La respuesta es que las políticas de Brüning tuvieron mucho que ver en ello. Las económico-sociales y la exterior. En lo que se refiere a la primera es algo que muchos alemanes quieren seguir olvidando hoy en día. Se recurre a todo tipo de argumentos.  El más extendido es que a tenor de la ortodoxia económica de la época, pre-keynesiana, la actuación del sector público debía ir en el mismo sentido que el ciclo económico. En una depresión convenía mejorar el saneamiento del sector público. ¿Cómo? Procediendo a recortar el gasto público que, casi por definición, se entendía en su mayor parte como improductivo. (La idea ha renacido en nuestros días). Las fuerzas del mercado ya agrandarían en su momento el pastel económico.  Así que, para hacer frente al déficit, Brüning se afanó en contraer los gastos con el fin de equilibrar las cuentas públicas. Ni que decir tiene que también las ayudas sociales. Como ha señalado Wehler, el curso deflacionista se mantuvo contra viento y marea. El Estado tenía que funcionar como un ahorrador padre de familia (¿dice algo esto a los lectores?). Y, además, subió drásticamente los impuestos, directos e indirectos. Los españoles que sufren duramente un tipo de planteamiento relativamente similar, made in Alemania y asumido por la UE, no tendrán dificultades en comprender su significado.

Claro que, para poder actuar de tal forma, convenía añadir un complemento de gestión política. Como el gobierno Brüning no tenía mayoría parlamentaria, ¿qué hacer? Pues, simplemente, postergar al Reichstag en todo lo posible. A lo mejor también lo habría hecho en el caso de haber contado con la mayoría absoluta pero en el sistema de Weimar esta era entonces ya una meta imposible de alcanzar. La alternativa (¿lógica?, ¿razonable?) era actuar, en todo lo posible, a través de mecanismos controlados por los auténticos expertos, en la Administración y fuera de ella, y amparándose en los poderes “constitucionales” (que se ampliaron enormemente por encima de toda lógica) del presidente Hindenburg a tenor del artículo 48, de infausto recuerdo.

Algunos lectores podrán pensar que estoy exagerando. Nada más lejos de mi intención. De vez en cuando conviene echar un vistazo a las estadísticas. En 1931, por ejemplo, el Reichstag aprobó 34 leyes en solo 41 días de sesiones (no cabe afirmar que los señores diputados trabajaron hasta quemarse las pestañas) y Brüning, demócrata él, promovió 44 decretos-leyes de urgencia (Notverordnungen, en la terminología alemana). Pero la cosa fue a peor. Al año siguiente la ya de por sí atípica situación se agudizó. A los miembros del Reichstag se les molestó tanto tuvo solo tuvieron que reunirse 13 días de sesiones.  Una asiduidad solo superada después por la dictadura hitleriana poco después. Los señores diputados aprobaron 5 leyes pero como había que tomar medidas se recurrió de nuevo intensamente al artículo 48 para “pasar” la friolera de 66 disposiciones legislativas de urgencia. Es decir, la política se desplazó del Parlamento (un incordio) y se refugió en los pasillos de la Presidencia, de la Cancillería y en las salas de reuniones llenas de humo de los lobbyistas de los partidos de derechas. Salvando las distancias, ¿no sugiere esto nada a los amables lectores?

Con los temas endógenos encauzados a su manera la política exterior de Brüning, extremadamente nacionalista, enajenó cualesquiera simpatías que tan afanado, y afamado, canciller pudiera haber despertado en los países vecinos, lógicamente preocupados por lo que pasaba en Alemania. Así, por ejemplo, se rompieron las negociaciones con Francia sobre el Sarre, se rechazaron olímpicamente las sugerencias paneuropeas del ministro de Asuntos Exteriores francés Aristide Briand, se torpedeó un importante acuerdo comercial con Polonia, se declararon inaceptables todos los compromisos que recortaran la capacidad de maniobra del gobierno, se planteó una unión aduanera con Austria sin encomendarse ni a dios ni al diablo y sin que mediara la menor concertación con los terceros países que se verían afectados, se promovió la expansión comercial hacia el sureste europeo y se declaró como objetivo fundamental la eliminación de los pagos a los vencedores de la primera guerra mundial. Por si quedase alguna duda (¡somos muy mashos!) Brüning no hizo el menor caso a una propuesta de moratoria suscitada por el presidente norteamericano  Herbert Hoover (junio de 1931) y, ¡para que se enteren de lo que vale un peine!, se negó a aceptar soluciones transaccionales.

Es decir, Brüning, sus expertos y las fuerzas sociales que lo sostenían se asentaron sólidamente sobre el hipernacionalismo más reaccionario. ¿No recuerda esto nada a los lectores? En el exterior, sin embargo, donde no abundaban los idiotas, se pensó que los alemanes iban a lo suyo y que estaban dispuestos a hacer caso omiso de todo lo que se interpusiera en la vocación dominadora de Mitteleuropa. Ni que decir tiene que tan afamado canciller no consiguió nada.

Además, hombre inteligente, Brüning no trató demasiado bien a Hindenburg. En 1932 se celebraron elecciones presidenciales.  Como la primera vuelta no fue un paseo triunfal para él y, hombre precavido vale por dos, echó la culpa a su canciller, Hindenburg tuvo que acudir a disputar la segunda vuelta contra el perenne candidato comunista, Ernst Thälmann, y un caballero llamado Adolf Hitler. Los socialistas apoyaron a Hindenburg, quizá creyendo que era un buen amiguete suyo. Pero lo cierto es que, tras la reelección, le retiró su confianza el 30 de mayo. La idea socialista de que lo mantendría en la Cancillería se reveló como un error de cálculo estrepitoso.

Con el beneficio que da conocer el pasado (¿quién, en cambio, conoce el futuro?) hoy cabe afirmar que con el cese de Brüning terminó la primera fase de la dinámica que propulsaba al régimen de Weimar hacia su hundimiento final. En comparación con lo que vino después fue, con todo, una fase relativamente moderada porque desde junio en adelante las cosas siempre fueron a peor de forma sistemática.

Lo del adverbio aplicado a aquella fase refleja la evolución constatada, muy preocupante sí, pero no catastrófica todavía. Había cristalizado, en primer lugar, un incremento del electorado que votaba a favor del partido nacional-socialista. También se había intensificado la polarización entre los votantes que buscaban soluciones radicales (nazis de un lado y comunistas de otro) y un tercer partido, el socialdemócrata que se negaba tercamente a aceptar que estaba perdiendo el contacto con la realidad política, estaba emparedado entre los anteriores. Una clásica situación de pinza.

¿Y a quién elegió Hindenburg en sustitución del quemado Brüning? Pues nada menos que a un caballero llamado Franz von Papen. Noble por casa y de oficio militar y político su tendencia no era reaccionaria sino archireaccionaria. Por supuesto era muy proclive a los militares, una de las cliques que sostenían a Hindenburg. Von Papen estaba más que dispuesto a crear un “nuevo Estado” por encima de los partidos y, naturalmente, formó un gobierno con gente de escasa experiencia. Lo primero que hizo fue fortalecer -por si las moscas- las tendencias antiparlamentarias del presidente y, para ampliar su base política, no tuvo mejor idea que, en una situación explosiva, convocar nuevas elecciones para el 31 de julio de 1932.

ba161663Solo a los dormidos en permanencia pudo sorprender que la campaña fuera dura y, ¡ojo al canto!, tan sangrienta que afloraran temores a una posible guerra civil. En un solo día, el 10 de julio, un incidente entre nazis y comunistas en Altona (cerca de Hamburgo) provocó 17 muertos y más de 100 heridos (varios mortalmente). A von Papen y a su camarilla no se les ocurrió disolver las milicias nazis, comunistas o socialistas sino que tiraron a una cabeza: al gobierno socialdemócrata de Prusia como responsable de no haber prevenido aquella catástrofe. Se trataba, sin embargo, del gobierno  más sólido contra el régimen autoritario que aquellos patriotas hiperreaccionarios deseaban consolidar. Fue una medida con efectos muy deletéreos porque destruyó, de la noche a la mañana, el principio fundamental del federalismo republicano weimarense. ¿Y qué hizo el partido socialdemócrata? Aguantarse.

(Continuará)