¿Por qué se dejaron engañar los alemanes por Hitler? (V)

5 julio, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

Con este post entro ya en aguas turbulentas. A muchos historiadores no les gusta (tampoco a servidor) hacer juicios en blanco y negro. Los grandes fenómenos históricos nunca, nunca, son monocausales. Sin embargo, en este tema me parece adecuado recurrir (como en el caso del estallido de la guerra civil) a la diferencia entre condiciones necesarias y condiciones suficientes. La lógica que subyace a ambas no es la misma. En los posts anteriores me he referido someramente a las primeras. En este abordaré las segundas.

Bundesarchiv_Bild_183-H28422,_Reichskabinett_Adolf_HitlerEntre las condiciones suficientes debe figurar en primer lugar, y de manera absoluta, el inmenso error de cálculo de las derechas alemanas, empezando por la clique reaccionaria de militares, altos funcionarios y grandes empresarios que rodeaban a von Hindenburg y a von Papen, y que contó con la connivencia de amplios sectores del partido católico (Zentrum). Todos ellos pensaron que era posible “domesticar” a Hitler y se aprestaron a hacerle una oferta que en esta ocasión no podía rechazar. En vez de la vicepresidencia del gobierno le pusieron en bandeja de plata la presidencia. Insistieron en que ministros clave y de carácter hiperconservador continuaran en sus puestos (en Asuntos Exteriores y en Hacienda) o que entraran en el futuro gabinete (en Economía, Justicia, Guerra, Trabajo). Von Papen debería ser vicepresidente.

Con suma habilidad, Hitler solo insistió en una cartera y en un puesto sin ella. La cartera fue la de Interior. Los designados fueron Wilhelm Frick y Hermann Göring. Cabría pensar por dónde iban a ir los tiros ya que este último asumiría interinamente la cartera equivalente en el gobierno prusiano. Esto significaba que, prácticamente, la mayor parte de la policía y fuerzas de seguridad quedaron bajo control nazi. El lector puede leer en Evans algunos de los comentarios de von Papen. En dos meses Hitler habría sido domado. El futuro sería hipernacionalista y reaccionario. No nacionalsocialista.

Era preciso ser un poco estúpido para creerlo. Una de las condiciones impuestas por Hitler para aceptar la presidencia había sido la convocatoria de nuevas elecciones. ¿Pensaban aquellos que querían domesticarlo que sus minúsculas formaciones políticas serían capaces de contener el bien engrasado funcionamiento de la maquinaria electoral nazi?

Naturalmente es imposible conjeturar qué hubiera pasado si la clique en torno a Hindenburg no hubiese llamado, en su rescate, a Hitler. Excluir al partido con mayor número de escaños en el Reichstag no era fácil. Ni von Papen ni von Schleicher podían pactar con los socialistas y los comunistas. La única alternativa era una dictadura militar pero Hindenburg no estaba dispuesto a aceptarla. Hubiese implicado tomar medidas durísimas contra los nazis, algo que hasta entonces no había ocurrido en el período de agonía política. Por lo demás, el nuevo ministro de la Guerra, el general Werner von Blomberg, era más pronazi de lo que la clique sospechaba. El Ejército, en las algaradas que se produjeran, permanecería neutral y disciplinado. Y, ni que decir tiene, el nuevo gobierno se apresuró a dictar disposiciones que se dirigieron contra las milicias comunistas y socialistas.

Los nazis tomaron la carrerilla desde el mismo 30 de enero. Procesiones de antorchas en la noche, proclamas incendiarias a la luz del nuevo sol que alumbraría Alemania, desfiles paramilitares, trituración en toda impunidad de las milicias adversarias. Una coreografía perfectamente escenografiada proyectó a lo largo y a lo ancho la ilusión de un nuevo amanecer.  El mes de febrero demostró que el inmenso poder del Estado se orientaba sin cesar contra los elementos anti-nazis en la pavorosa campaña electoral.

En tales circunstancias, la “suerte” ayudó a los nazis. El 27 de febrero un incendio destruyó el edificio del Reichstag, el símbolo del parlamentarismo weimarano. No fue una casualidad. Aunque inmediatamente se detuvo al presunto incendiario, un comunista holandés, las más recientes investigaciones han demostrado que el incendio fue provocado por los nazis mismos, bajo la supervisión del propio Göring. La policía ya tenía preparadas las listas para neutralizar a los enemigos más destacados del nacionalsocialismo y al día siguiente un decreto-ley de urgencia sobre “medidas para la protección del pueblo y del Estado” suministró a los órganos de seguridad los instrumentos adecuados para “desactivar” y “neutralizar” un presunto golpe de Estado comunista.

Se anunció que se había incautado documentación que así lo demostraba (como harían los sublevados españoles tres años y medio después). Nunca, por supuesto, se hizo pública pero las elecciones se celebraron el 5 de marzo en un clima de intimidación, violencia gubernamental y detenciones arbitrarias como hasta entonces no se había conocido en Alemania. Entre ellos figuró Thälmann y muchos otros políticos de izquierdas, no detenidos, se exilaron.

Los resultados, sin embargo, no respondieron del todo a las expectativas. De casi 40 millones de votantes algo más de 17 millones lo hicieron a los nazis (un 44 por ciento) y algo más de 3 millones a las distintas formaciones de la derecha hipernacionalista pero los socialistas obtuvieron algo más de 7 millones, el Zentrum 5,5 y los comunistas casi 5. Hubo, lógicamente, un incremento del número de escaños de los nazis, que pasaron a 288. Sus aliados se mantuvieron. Todos juntos ganaron, eso sí, la mayoría relativa en el Reichstag (340 sobre 647 escaños). Los socialistas y los comunistas obtuvieron 201. El Zentrum solo consiguió 3 escaños y llegó a 73.

Es decir, incluso en las últimas elecciones, ya escasamente libres, celebradas antes de la instauración de la dictadura, la coalición gubernamental no logró la mayoría absoluta. Lo cual significa que el terror, la intimidación y la toma por la fuerza de las posiciones de mando debían continuar. Esto es exactamente lo que ocurrió durante el mes de marzo. Las regiones no gobernadas por los nazis fueron las primeras en cambiar de manos; se establecieron campos de concentración; Goebbels asumió un nuevo ministerio, clave, de Educación Popular y Propaganda y, finalmente, el día 24 el nuevo Reichstag aprobó la Ley de Habilitación (Ermächtigungsgesetz) que derogaba la Constitución y otorgaba al gobierno, es decir, a Hitler poderes ilimitados.

Es interesante destacar que la aprobación se hizo por 444 votos contra 94. ¿Y la diferencia de 109 con el total de 647 diputados?  Los 81 comunistas no pudieron votar porque estaban detenidos o se habían ocultado o exilado. Lo mismo ocurrió con 26 diputados socialdemócratas. Los restantes 94 votaron en bloque en contra. ¡El honor del SPD! Solo dos diputados no votaron por estar enfermos o impedidos. El resto, desde la derecha más reaccionaria hasta los liberales y los católicos, votaron a favor.

Es decir, los nazis instauraron la dictadura con el consentimiento de todo el abanico de fuerzas políticas salvo la izquierda.  Es cierto que profirieron amenazas contra muchos diputados de otras corrientes pero entre las figuras más emblemáticas del Zentrum quien consiguió convencer a sus correligionarios de la necesidad del voto a favor fue su presidente, el prelado Ludwig Kaas, antiguo asesor del nuncio en Berlín Eugenio Pacelli, íntimo colaborador de Brüning, adversario de von Papen, rabiosamente anticomunista y defensor de un Concordato entre Alemania y el Vaticano. Lo que ocurrió posteriormente.

No es exagerado afirmar que Kaas prefiguró el tipo de comportamiento que reprodujeron algunos eclesiásticos españoles en su apoyo a Franco. Convendría estudiar sistemática y comparativamente la relación de los eclesiásticos alemanes y españoles en sus apoyos a los respectivos dictadores. A la mayor gloria de la Iglesia y contra la izquierda.

(Continuará)