Sobre la «hábil prudencia» de Franco (IV)

27 septiembre, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

En la historiografía convencional no era frecuente hasta hace unos cuarenta años incorporar a la narrativa lo que los anglosajones llaman la “missing dimension”, es decir, la dimensión que falta o que faltaba. Con ella hacían referencia a la incorporación al discurso historiográfico normal de las actividades clandestinas, subterráneas o no convencionales. En una palabra, el espionaje. Hoy tal dimensión está plenamente reconocida.

9788498925531En contra de lo que pudiera creerse no ha sido la curiosidad que despiertan los relatos de espionaje en el público en general la que ha permitido tal incorporación. Esos relatos, tan antiguos como la Biblia misma, siempre han estado presentes en el imaginario popular y, desde finales del siglo XIX, han sido territorio favorito de todo tipo de obras, en general de aficionados o de periodistas con un gusto por lo sensacional. La historiografía académica, seria, en gran medida los ha ignorado, incluso tras la experiencia de la primera guerra mundial en la que los relatos sobre la segunda ocupación más antigua (adivine el lector cuál sería la primera) experimentaron una notable expansión.

La razón no es difícil de explicar. En la medida en que la historiografía académica tiene, esencialmente, una base documental, es decir,  se fundamenta en evidencias primarias los historiadores no podían hacer mucho porque las fuentes estaban cerradas. Episodios como el de la mitificada Mata-Hari, con su mezcla de sexo y espionaje, eran buenos para gacetilleros y novelistas, pero no para historiadores serios, hechos y derechos.

Tampoco después de la segunda guerra mundial y la evolución de la guerra fría cambiaron demasiado las tornas. En general, los Estados que habían pasado o estaban pasando por ellas fueron avaros de sus secretos. Episodios como los de Philby y el gang de los espías de Cambridge dieron pie a numerosos relatos pero no indujeron a que se abriesen los archivos.

Todo este panorama ha ido cambiando. En el país en el que los relatos de espías han hecho furor tradicionalmente, el Reino Unido, la situación empezó a aclararse cuando, por diversas razones, se autorizó una publicación que aludió abiertamente a la importancia de la densa malla de desciframiento de las comunicaciones alemanas en la segunda guerra mundial. Siguió otra en la que se puso de relieve la actuación del Comité XX que había conseguido que todos los espías alemanes que los nazis introdujeron en el país o trabajasen para los británicos o fueran derechitos a la horca.

Y en lo que se refiere a la guerra fría misma, a los pocos años de colapsarse un espía de la KGB que se pasó a los británicos les regaló miles y miles de extractos de documentos que conforman lo que ha dado en denominarse el “archivo Mitrokhin”.

Desde tales hitos, muchos historiadores se han lanzado sobre masas de documentos desclasificados. En la actualidad, los archivos de inteligencia han revelado una amplia muestra de sus arcanos. Siempre con restricciones impuestas por motivos de “seguridad nacional” u oscuros intereses burocráticos. Los norteamericanos no fueron a la zaga e incluso se adelantaron, pero guardando siempre un núcleo duro. Hoy la historia de las actividades de inteligencia ha ocupado por derecho propio un nicho en la historiografía. La editorial Crítica ha publicado recientemente un libro importante, de síntesis, de Max Hasting, sobre tales actividades en la segunda guerra mundial. Es un buen correctivo a las exageraciones que han permitido a autores sensacionalistas hacer caja.

En España vamos atrasados. Son escasos los historiadores que han tratado de integrar temas de inteligencia en el cuadro general. Para la primera guerra mundial los trabajos de Fernando García Sanz, Eduardo González Calleja y Pierre Aubert han abierto brecha. En cuanto la guerra civil el panorama no es mucho más alentador a pesar de los trabajos de Hernán Rodríguez, Pedro Barruso  y José Ramón Soler. Un libro, también publicado por Crítica, de Morten Heiberg y Manuel Ros Agudo no tuvo demasiado éxito. Fue, sin duda, prematuro. El público lector español no estaba todavía entonces preparado para estudios de tal tipo. Luego se han hecho algunas incursiones periodísticas en el espionaje soviético en España pero ningún autor español ha estado a la altura de las investigaciones de Boris Volodarsky, también publicadas por Crítica. Sin duda me dejo algunos nombres pero me fijo en obras de rigor académico y no en otras.

Un autor que trabajaba en la NSA norteamericana prometió hace años un estudio sobre las actividades de inteligencia de la Legión Cóndor pero todavía lo estamos esperando. A lo mejor murió. O se descartó el proyecto. Sería una auténtica pena porque hubiera sido muy interesante. Naturalmente plantea la pregunta de si los archivos de inteligencia de la Cóndor estaban en la NSA, ¿qué diablos habrá hecho de ellos la poderosa agencia de espionaje electrónico norteamericana?

Con respecto a la segunda guerra mundial Luis Suárez ha hecho referencia a que Franco tuvo algunos agentes incrustados en la embajada británica en Madrid. Los informes que de ellos se han dado a conocer, en bruto y sin examen crítico adecuado, no hacen pensar que llegaran muy allá.

Y, después, abundan las especulaciones y los relatos basados en fuentes periodísticas. Existe un rumor, que no sé si será cierto y que aventuro con todo cuidado, a tenor del cual en el Archivo Militar General de Ávila se custodia lo que quedan los archivos en materia de inteligencia militar desde principios del siglo XX. Supongo que escudriñar las actividades de los espías militares en las campañas del Rif debe de ser un asunto tan sensible que nadie se ha atrevido a sugerir su desclasificación.

En este campo todo autor se ve obligado a poner límites a la imaginación. Es fácil dejarse llevar por la luz de presuntas aventuras y el atractivo de los temas. En realidad, de lo que se trata es de escribir historia que se atenga a los principios metodológicos esenciales. Escudriñar los documentos, examinar su consistencia interna, su relación con otros, su pertinencia y, no en último término, la atención que se les prestara. Si es que se les prestó alguna.

Bien o mal, es lo que he intentado hacer en SOBORNOS. No fue ciertamente una operación de espionaje en sentido clásico pero sí tuvo un fuerte componente de extracción y aprovechamiento de información secreta y de influencia sobre el decisor último, Franco; de compra de voluntades y de exploración de escenarios. Ya que se pagaban auténticas fortunas es de esperar que los británicos las sometiesen a contrastes y confirmaciones. Salvo en casos muy puntuales (y refiero algunos de ellos) no he encontrado huellas de ese típico procedimiento de dilucidación y esclarecimiento, bases necesarias -a decir verdad, imprescindibles- para una acción correcta.

Pero, a lo mejor, eminentes historiadores o políticos pro-franquistas tienen en sus manos las llaves de las puertas del reino de la verdad y nos franquean el paso. No habrá lector más contento que quien esto firma. En el próximo post daré un ejemplo.

(Continuará)