Inseguridad colectiva. La república y la sociedad de naciones. (I)

28 febrero, 2017 at 8:30 am

Ángel Viñas

Desde que tuvo lugar en Madrid el primero, y hasta ahora único, congreso internacional sobre la guerra civil bajo la dirección de Santos Juliá, la literatura sobre la misma ha subido exponencialmente. Rara es la semana que en España no aparece un título, cuando no dos o tres, sobre alguna temática con ella relacionada. ¿Se sabe ya todo? Solo un iluso, o algún despistado, lo afirmaría.

¿Por qué escribo esto? Simplemente porque el avance en historia contemporánea (por no decir en otros períodos) es función del descubrimiento de nuevas fuentes primarias, de su adecuada contextualización, de la incorporación de nuevas perspectivas (bien de la propia historia o de otros ramos del saber relacionados), pero no en último tiempo de la sagacidad los propios historiadores.

En los últimos años está llegando en España a la edad de producción intelectual una nueva generación. En general quienes a ella pertenecen no han vivido, o no conscientemente, bajo el franquismo; han estudiado fuera, con becas o con erasmos y se han empapado de otras corrientes historiográficas. No es sorprendente que aporten una visión alejada de las simplificaciones del mantenimiento (en todo lo posible) del canon franquista. Escriben historia, en definitiva, mucho más elaborada y abiertamente de los que nos hicimos mayorcitos en la dictadura.

De entre todos los factores y vectores que impactaron sobre la guerra de España el  internacional es uno de los más importantes y, desde luego, uno de los más estudiados en la literatura. Los primeros ensayos que lo abordaron datan de comienzo de los años cincuenta del pasado siglo. Ha pasado ya la friolera de casi tres decenios.

El vector internacional es tan significativo no solo porque tiene tras de sí una larga trayectoria historiográfica. Lo es también porque está en la base de los improperios, maldiciones y ajustes de cuentas que asolaron al exilio republicano desde 1939. Muchos dirán que incluso está en una parte de las desavenencias entre las fuerzas políticas más o menos leales a la República durante la guerra civil misma.

La historiografía, en general, ha respondido a tales batallitas memoriales o coetáneas de los acontecimientos con el estudio de la política de las potencias intervinientes y no intervinientes hacia la guerra civil. Así, se han abordado los casos de Alemania, Bélgica, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Italia, México, países nórdicos, Unión Soviética, etc. amén de complejos temáticos entre los que siempre han destacado por su atractivo -y las controversias suscitadas- las Brigadas Internacionales y la Komintern.

El marco colectivo también se ha abordado, centrado por lo general en torno al Comité de No Intervención, londinense. Todavía recuerdo el impacto que produjo el libro de Fernando Schwartz al respecto. Posteriormente, no se han estudiado mucho, o al menos no como se debieran, las conexiones entre el CNI y el aparato político, administrativo y burocrático que le dio sustento. Era básicamente británico y cuando se han abordado ha sido como reflejo de la política del Reino Unido. Es, en mi opinión, insuficiente y la interrelación entre el CNI, su secretariado y los matices en que se manifestó la actitud del genio malo contra la República merecería ser revisitada.

En la anterior síntesis quedaba un hueco por cubrir adecuadamente. El de la Sociedad de las Naciones (SdN). Se contaba con estudios sumarios (tres hurras, por ejemplo, a Jean-François Berdah por haberlo intentado) o con trabajos un tanto espúrios, demasiado próximos a la contienda y sin la base documental adecuada (nada de felicitaciones, por ejemplo, a la canónica historia de la SdN de Frank Walters, funcionario de su secretaría, y que apareció a principio de los años cincuenta), amén de algunos artículos sobre aspectos parciales.

Siempre me sorprendió que la SdN, tan denostada por las dictaduras (incluída obviamente la de Franco) pero también por los adalides del apaciguamiento de los dictadores (británicos y franceses esencialmente con los norteamericanos -que no eran miembros- en alejada retaguardia), no hubiese tenido una monografía que examinara su papel en la guerra de España.

Al fin y al cabo, la escena ginebrina fue la única en la cual la República pudo presentar públicamente su causa ante el mundo. Una de las mayores ignominias de la no intervención es que en ella se diera cancha a quienes no dejaban intervenir pero nunca a los que se vieron intervenidos. En Ginebra los ministros de Estado republicanos y el presidente del Consejo, Juan Negrín, hicieron una defensa encendida de las razones que amparaban al Gobierno legítimo, reconocido diplomática y políticamente por todos los Estados miembros de la SdN que formaban parte de ella en 1936. En Ginebra se inundó el Palacio de las Naciones con pruebas que mostraban hasta la saciedad cómo las potencias del Eje, incluso antes de reconocer unilateralmente a Franco sin que este hubiera sido capaz de tomar Madrid, no solo se reían sino cómo se carcajeaban homéricamente de la no intervención. En Ginebra quedó de forma meridiana absolutamente en claro que su sistema de seguridad colectiva (que ya había malamente atravesado la prueba de fuego de los imperialismos japonés y fascista) carecía no solo de músculo sino, y sobre todo, de voluntad. En Ginebra pudo intuirse (y lo dijeron en voz alta y clara mexicanos, neozelandeses y soviéticos) que la guerra de España sería el preludio de acontecimientos más graves si no se contenía a los agresores nazi-fascistas.

Todo para nada. Su secretaría y, en particular, su secretario general, el francés Joseph Avenol, se preocuparon más de conseguir que Italia regresara a la SdN que del futuro de la República española. Que en 1940 Avenol ofreciera sus valiosos servicios a Vichy es indicativo de sus simpatías. Fue, sin duda, uno de los sepultureros de la República. Sin embargo, ha pasado como de rositas por la historia.  Jamás se dio cuenta, o no quiso darse, que a tigres enfurecidos como las potencias del Eje, ansiosos de botín, no se les calmaba  echándoles más carne en dosis homeopáticas, fuese abisinia, española, austríaca o checoslovaca. Tuvo una actuación digna de la época baja y rastrera en la que fue secretario general. No hubiera nunca podido oponerse al peso de Londres y París, pero tampoco lo intentó.

Todo esto y muchísimo más aparece en uno de los pocos libros que, en los últimos diez años, más ha contribuido a esclarecer el haz de fuerzas, políticas y conductas personales, dentro de sus determinantes estructurales, que acompañó -y derrotó- todos los esfuerzos republicanos.

Su autor, David Jorge, es uno de esos jóvenes historiadores a los que me refería anteriormente. Con este libro se sitúa en primera fila de la investigación. Me hizo el honor de solicitarme que prologara su obra. Tengo la seguridad de que con historiadores de su talla la antorcha que alumbra la búsqueda de la verdad documentable está en buenas manos.

(Continuará)