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Organización y hambre en 1940

25 abril, 2017 at 8:30 am

Ángel Viñas

Las hambrunas españolas de los primeros años cuarenta se han explicado de muy diversas formas. Algunas tienen que ver con las condiciones de producción de alimentos. Otras con la carencia de inputs para la agricultura. Un tercer grupo enfatiza las difíciles circunstancias creadas por la segunda guerra mundial, que agravaron las consecuencias de la previa guerra civil. Todas tienen un granito de verdad, pero todas también dejan de lado los problemas de la distribución, de la comercialización y de la administración del racionamiento. Estas variables son de orden interno. Son las que pueden ponerse en el debe de la gestión gubernamental inspirada por el inmarcesible Caudillo que fue el victorioso general Francisco Franco. No es de extrañar que la literatura que las pone de relieve en primer lugar no haya contentado demasiado a los historiadores que han alabado, y siguen alabando, la presciencia sobrenatural de SEJE.

Quien esto escribe no es ni economista agrario ni mucho menos experto en agricultura. Es, simplemente, un ratoncillo de archivo, en busca de evidencia primaria relevante de época y que trata, bien o mal, de interpretarla como puede. En este sentido el informe global que en noviembre de 1940 envió a Londres el ministro consejero de la embajada británica, el diplomático de origen australiano Arthur Yencken, me parece un ejemplo que no conviene en modo alguno pasar por alto. Yencken llevaba en Madrid cierto tiempo. El embajador Hoare lo apreciaba sobremanera. Estaba en el núcleo duro de la operación SOBORNOS y, en varias ocasiones, sirvió como encargado de negocios en ausencia de su jefe inmediato. No era un don nadie, aunque su nombre se haya esfumado en la oscuridad del pasado (murió en un accidente de aviación en 1944, que algunos achacan erróneamente a un acto de sabotaje alemán).

Para el ministro consejero, al trasladar a Londres las impresiones de sus colegas en la Ciudad Condal, y desde la atalaya de la embajada, en donde se recibían los informes consulares sobre la situación en las diversas partes de España, todas las señales hacían prever que el invierno de 1940/41 sería muy duro y que la situación alimenticia se aproximaría a la hambruna. Las condiciones habían empeorado visiblemente en los últimos meses y en muchas provincias eran muy, muy negras. Las carencias se habían convertido para las grandes masas en un problema diario casi insoluble. Sin saberlo, el diagnóstico británico coincidía con el que por aquellas fechas también envió a Berlín el embajador nazi. Los dos enemigos mortales suministraban a sus respectivas capitales informaciones parecidas.

Yencken ofreció una explicación en cuanto a los motivos. En primer lugar, el agotamiento económico y financiero producido por la guerra y la incapacidad subsiguiente de financiar las importaciones necesarias para complementar stocks. Esto es correcto. Se le olvidaron la vocación de autarquía fascista de la dictadura y la desaforada intervención en los mecanismos de producción, distribución y consumo. Añadió la decrepitud de los transportes y, eso sí, la incompetencia de la Administración. Sobre todo ello planeaba la corrupción de la maquinaria burocrática encargada de la gestión: los “Abastos”, quizá el sector más odiado por todo el mundo. Las consignas para la prensa eran, por el contrario, llamar la atención sobre la entrega a los rusos de las unidades de la Flota por los malvados republicanos y sobre el expolio del oro, amén de los preparativos para volar las poblaciones. Unos criminales, vaya. Es un tema que ha estudiado Francisco Sevillano.

El ministro consejero se permitió contar un chiste a sus superiores. Cuando Serrano Suñer fue a Berlín, Hitler le explicó la fórmula para reducir Inglaterra por hambre. ¿Cómo?, preguntó el español. El Führer replicó: “Muy sencillo. Exportaremos a Inglaterra toda su organización de Abastos y se rendirá en una semana”.

Goebbels, probablemente, no conocería tal chiste. Sin embargo, cuando uno de sus sicarios, el jefe para España del partido nazi, Hans Thomsen, le rindió visita a principios de noviembre de 1940, el ministro de Ilustración Popular (sic) y Propaganda recogió sus impresiones

Situación simplemente increíble. Franco y Suñer a la rastra de la Iglesia. Muy impopulares. No se abordan las cuestiones sociales. Un barullo tremendo. Falange sin mucha influencia (sic). La economía hace aguas por los cuatro costados. Mucha Grandezza pero nada detrás. Alemania considerada como un país de ensueño…

Naturalmente Thomsen arrimaba el ascua a su sardina e informaría en el sentido que mejor impacto para él tuviese en Berlín pero también el embajador nazi se referiría a la dramática situación económica y social de la España «pre-imperial».

El tema de la CAT requeriría un tratamiento más pormenorizado. Baste con indicar aquí que el plantel directivo en aquella época estaba copado por militares. Los uniformados se habían infiltrado en casi todos los escalones inferiores, de acuerdo con su graduación. Entrar en la CAT comportaba un seguro de vida y la posibilidad de hacerse con un “paquete” más o menos considerable. De aquí que hasta para llegar al “sublime” puesto de ordenanza los gobernadores civiles debían presentar a los elegidos al comisario general, con expresa relación de los méritos que poseyeran.

Por lo demás, no se ocultaba a nadie los beneficios de que el personal de la CAT disfrutaba. Como señaló en su tesina María Ángeles Arranz Bullido no necesitaba salvaconductos para viajar, recibía becas para estudios, gozaba de ventajas en los suministros de artículos intervenidos y racionados, se le concedían gratificaciones especiales “por méritos excepcionales”. Y, lo más goloso, podía hacer todos los «chanchullos» que quisieran. En cierta medida -y salvando las distancias- los alimentos eran entonces algo similar a lo que el terreno rural recalificable en urbano representó en los años del «aznarato» y después, aunque en mucho más cutre.

Además de las carencias señaladas Yencken insistió en que una de las dificultades radicaba en las disposiciones que prohibían trasladar los excedentes de una provincia a  otras sin permiso de Abastos. Este tipo de segmentaciones, que se lanzaron a todo trapo en abril de 1939, las explotó la burocracia hasta límites insospechados. Las órdenes administrativas se veían entrabadas por multitud de trampas, una de las cuales era la venta de tales permisos a precios exorbitantes a los “enchufados”.

El resultado era que los campesinos no tenían incentivos para vender sus productos mientras que los consumidores, que veían imposible abastecerse por medios legales, recurrían al mercado negro y al estraperlo. Era posible adquirir huevos, carne, leche, pollos y otros productos en los pueblecitos próximos a Madrid. Ahora bien, a precios más bajos que la mitad de los que se pedían en la capital, en el supuesto de que los productos existieran en ella. Esto no siempre era el caso. Luego se vendían en la urbe. Tales actuaciones habían llegado a adquirir proporciones muy alarmantes. Las multas se habían incrementado notablemente pero sin grandes resultados.

El mercado negro era, inevitablemente, el imán que atraía a las clases medias y pudientes capaces de pagar sobreprecios. Tenían la posibilidad de hacerlo. Desde la más temprana fecha los sublevados de 1936 habían puesto en marcha una gran contrarreforma agraria. Como ha recordado Maluquer en la posguerra se desarrolló una segunda gran transformación en la que los propietarios pasaron a explotar la tierra directamente. Dados los elevados precios en el mercado negro, y la reducción drástica de los costes laborales, la tasa de ganancia se disparó. Entre los vencedores había gente que acumuló mucho dinero. Un cínico diría que para llegar a tal situación se había hecho, en parte, la guerra.

Por el contrario, las clases más humildes tenían que sobrevivir con sus cartillas cuyos cupones solo permitían adquirir cantidades en el límite más reducido posible, próximo al que se daría en circunstancias de hambruna. En ciertos sitios los cupones para la carne solo existían en el papel.  Un trabajo de campo realizado en Huelva demostró por ejemplo las discrepancias entre lo que diariamente se percibia per capita en un mes -las cantidades que van en primer lugar- y las raciones oficiales : pan (2,75-12), patatas (5,75-7,5), vegetales secos (0,25-6,25), arroz (nada-3), azúcar (0,5-1), aceite (0,75-1,5), café (nada-0,3), bacalao (nada-2,25), carne (1,25-3,75). Raciones expresadas en onzas. (Una onza=28,35 gramos). Son datos que recogieron los británicos.

Lo que la gente comía eran garbanzos y lentejas, dieta poco reconfortante. Sin grasas ni aceite. Aparte de algunas algaradas en Cataluña en el resto del país la población malvivía hambrienta, de pésimo humor y sin fuerzas apenas para rebelarse. La tarea de contener la miseria de los pobres, sin que se traspasaran los límites de peligro, correspondía a las organizaciones de caridad. Todas las controlaba Falange que, además de extremadamente incompetente, estaba minada por la corrupción y funcionaba con inmensos sesgos ideológicos. ¡Viva la revolución nacionalsindicalista!

Algunas informaciones sobre el hambre en Barcelona

18 abril, 2017 at 12:26 pm

Ángel Viñas

En este post daré comienzo a la recopilación y al análisis de algunas muestras representativas, en mi opinión, de la forma en que se manifestó la carencia de alimentos, por muchos (no tantos) que fueran los esfuerzos de la Comisaría General de Abastecimientos y Transportes. Un amable lector me ha reprochado que escribo la historia a mi manera y se extraña de que pueda pensar que a Franco y a Serrano les importara un pimiento el hambre de los españoles. Es, pues, conveniente echar un vistazo a los meses finales de 1940, que fueron aquellos en los que se enmarcaron la mitificada conferencia de Hendaya y sus antecedentes.

Un informe del consulado del Consulado británico en Barcelona es el primer documento que me sirve de base. Confirmó lo que ya había señalado en otros precedentes que no me he molestado en fotocopiar.

La situación alimenticia en la Ciudad Condal y en la parte meridional de Cataluña era desesperada y si continuaba se alcanzarían condiciones próximas a la hambruna. Añadiré, para contextualizar, que simultáneamente la Jefatura Provincial del partido único y de titulación kilométrica señalaría que si la hostilidad al régimen no se exteriorizaba era por el peso de las armas y la vasta represión desarrollada. Esto nos da una muestra de que no todos los vencedores eran sordos y ciegos.

Los funcionarios consulares británicos reconocieron que la situación nunca había sido buena desde la terminación de la Guerra, pero hasta hacía un par de meses quienes tenían suficiente dinero podían encontrar la mayoría de alimentos en el mercado negro o entre los estraperlistas. Esto indica que, en los primeros meses de la postguerra, el mercado negro funcionaba para los que podían acceder. ¿Quiénes eran? Los británicos no necesitaban identificarlos, pero podemos lanzar la hipótesis de que los vencidos de solemnidad no se encontrarían entre ellos.

En la segunda mitad de 1940 tales conductos ilegales estaban, sin embargo, en vías de agotamiento debido a la escasez generalizada y a las multas. Era prácticamente imposible obtener alimentos ni siquiera (como ocurría con los empleados del consulado) utilizando casi la totalidad del sueldo diario. Esto ya denota el empeoramiento de la situación.

Los británicos acudieron a un síntoma alarmante. Hasta entonces y tradicionalmente el Ejército se había salvado de las restricciones pero había llegado el punto en que también se habían dado cortes drásticos. Esto es totalmente cierto. El biógrafo de Varela reproduce en su hagiografía del que entonces era ministro del Ejército una nota fechada el 28 de agosto de 1940 y que se le envió desde una instancia subalterna.

A su tenor la ración normal de pan para los soldados había sido de 620 gramos. En la guerra civil había descendido a 400. Desde el 1º de mayo era de 200. Esto no daba ni para agarrar con esmero y un pesado mosquetón con el que hacer pinitos. Reconociendo que se trataba de un nivel muy reducido la nota precisó que para fuerzas en maniobra y en trabajos de fortificación se había subido de nuevo a 400. Evidentemente todo un lujo. No eran, a lo que parece, días de gloria para los soldaditos.

Abundando en la situación de carencia en aquellos momentos de finales de 1940, los militares se habían visto desplomado hasta llegar al nivel de racionamiento de la población civil y esta a lo que pudiera apañar, que no era precisamente mucho. Un ejemplo. Las esposas de los dos vicecónsules británicos habían comprobado, junto con las de varios miembros de la colonia, la mayor parte de las quejas. Eran correctas y constantes.

La calidad del pan -recordemos que era un alimento de primera necesidad- lo hacía prácticamente incomestible. Con gran regularidad los barceloneses tenían que prescindir de él. Eran los “patrióticos” días sin él. No crean los amables lectores que esto ocurría a finales de 1940. Tres años más tarde solo 14 provincias disfrutaron de un abastecimiento normal, según los baremos establecidos. El 42 por ciento del cereal panificable era de importación (datos tomados de Arranz Bullido).

Siguiendo con Barcelona la situación no era demasiado entusiasmante en lo que se refiere a otros productos que no me atrevería a caracterizar de exóticos.

Los británicos dieron ejemplos muy concretos. En seis meses las familias habían recibido cinco raciones de azúcar de cien gramos. Es decir, medio kilo por mitad de año y, por supuesto, sin refinar. En realidad el azúcar era un un producto prácticamente inexistente incluso en el mercado negro.

En cuanto a la mantequilla y otras grasas comestibles habían desaparecido totalmente. Cuando las había de estraperlo, sus precios eran prohibitivos. Es decir, los vencidos y la clase obrera las pasaban canutas.  En cuanto a huevos las raciones durante el último medio año habían sido de tres al mes por persona.  En los quince días precedentes no había sido posible obtener ninguno, ni siquiera por canales ilegales. ¿Imagina esto el lector de nuestros días?

Los británicos conocían bien el terreno. La esposa de uno de los dos vicecónsules  había sido incapaz de hacerse con una sola pieza de carne después de haberse “registrado” seis meses antes con el carnicero que “le correspondía”. ¿Qué significaba esto? Simplemente que los consumidores debían inscribirse en un “padrón de clientes” que contenía la relación nominal de titulares de las cartillas de racionamiento para el suministro de artículos intervenidos, que eran casi todos.

En el país de los sueños en que Franco y sus ministros se mecían esto era una solución aparentemente racional. Pero en el mundo real, ¿qué pasaba? Pues que, evidentemente, el carnicero destinaba la mayor parte de lo que recibía de la Junta de Abastos a hoteles y restaurantes. En cuanto a los súbditos, que no ciudadanos, que se apañaran.

Con respecto a las humildísimas, pero esenciales, patatas, la situación no era mejor. La ración era muy escasa (un kilo per capita al mes) y en el mercado negro los precios eran muy elevados. Quedaban las leguminosas, entre ellas las tan denostadas “píldoras del Doctor Negrín”. En este caso la ración era de menos cinco kilos en seis meses. ¡Cómo para engordar!

Los ejemplos anteriores pueden dar una idea, siquiera aproximada, de que la situación alimenticia en Barcelona era bastante dramática. Tal carácter no se ocultaba a los encargados de mantener el orden público. Así, por ejemplo, según los informantes del consulado británico el propio jefe de policía de la Ciudad Condal temía la posibilidad de que se produjeran algaradas en cualquier momento. En ello coincidía con los jerifaltes de Falange. ¿Volvían las manifestaciones por las subsistencias de tiempos históricos? Es inverosímil que tales percepciones afloraran a las páginas de, por ejemplo, la rebautizada Vanguardia Española, durante veinte años bajo la férrea dirección del paniaguado de Franco, Luis de Galinsoga, coautor de una de las más reveladoras hagiografías de su patrón bajo el título de Centinela de Occidente.

Naturalmente las cantidades determinadas en las cartillas de racionamiento (primero personales, luego familiares) variaron con el tiempo desde 1939 hasta 1952. En Internet puede encontrarse un pps, «Museo del estraperlo», que menciona, por ejemplo, cantidades tales como 250 ml de aceite, 100 grs de azúcar terciada, 100 grs de garbanzos, 200 grs de jabón por semana, entre otros. Esto era para cuando ya se había salido de la situación de hambruna.

El ministro consejero de la embajada británica en Madrid, Arthur Yencken, remitió el informe del consulado a Londres el 5 de noviembre de 1940 (como había hecho con otros anteriores y los de los demás consulados) acompañado de una visión general. Es muy interesante y la dejo para el próximo post.

Para saber algo más sobre el hambre de los españoles

11 abril, 2017 at 8:30 am

Ángel Viñas

Cuando redactaba sucesivas versiones de mi último libro, SOBORNOS, me llevé de vez en cuando algún berrinche ante el silencio en que varios historiadores (en general pro-franquistas y norteamericanos) habían eludido entrar al toro en un punto crítico. La contraposición objetiva que existía entre, de una parte, los deseos imperiales del dúo Franco/Serrano Súñer por hacerse con un buen pedazo del África del Norte y, de otra parte, la debilidad de la economía. Cité al embajador portugués en Madrid, Pedro Teótonio Pereira, a tenor del cual al glorificado ministro de Asuntos Exteriores los temas económicos le importaban un rábano. Pensé que si Hitler hubiese enviado a Franco la “cartita”, por la que el dúo tanto suspiraba, lo más probable es que no hubiesen esperado a la apertura del frente del Este para enviar la División Azul. El “glorioso Ejército” de la VICTORIA hubiera hecho sus pinitos en tierras marroquíes o argelinas. A algunos, ganas ciertamente no les faltaban.

Me causó bastante sorpresa también que en los numerosos y sesudos análisis del trasfondo de la archifamosa reunión de Hendaya no suela aparecer en lugar predominante ninguna referencia sólida a la problemática económica. Recientemente, en una biografía (hagiografía más bien) del bilaureado teniente general Enrique Varela, a la sazón ministro del Ejército, puede leerse lo que sigue:

“Ante la escasez, como es sabido, el gobierno español optó por el control del comercio de algunos (sic) alimentos que necesariamente debían ser distribuidos por la CAT”.

Cualquier lector convendrá en que no es analizar demasiado. Y como las bobadas nunca van solas el ilustre biógrafo se limita a mencionar un par de disposiciones legales. Eso sí, recuerda que «el invierno 1940-1941 iba a ser el peor de toda la posguerra». Menos mal.

Se sabe desde tiempo inmemorial, por ejemplo, que el embajador británico tuvo dudas acerca de que Franco fuese totalmente consciente de la debilidad económica española. (Soy también de quienes no se fían de las tajantes aseveraciones de su primo hermano y ayudante de siempre de que Franco tenía, como gran preocupación, “la alimentación del pueblo español”).

En una carta, que no creo haber visto publicada (pero a lo mejor me equivoco), Sir Samuel Hoare escribió a Churchill el 7 de marzo de 1941:

«España, en la actualidad, está en peores condiciones que nunca antes en su historia. El gobierno es miserable, no hay comida, medio millón de personas están en la cárcel y un ejército enemigo se halla en la frontera. Esta situación obliga a la gente a pasar el tiempo en mórbidas reflexiones sobre sus infortunios y les impide tomar decisiones y actuar».

Sin embargo, en la Administración, por desordenada que estuviese (y lo estaba), se conocían las dificultades de aprovisionamiento en víveres y materias primas. Una de las lectoras de este blog, María de los Ángeles Arranz Bullido, exploró en su tesina de licenciatura en Historia los archivos de la CAT y encontró pruebas documentales sobre el nivel de información acerca de las perentorias necesidades de alimentos.

También la embajada del Tercer Reich en Madrid, que dominaba los medios de comunicación y contaba con simpatizantes bien pagados en casi todos los escalones del aparato administrativo, y en particular en el Ministerio de Industria y Comercio, se preocupó de recoger informaciones sobre las privaciones a que se veía expuesto aquel mítico “pueblo” español al que Serrano Suñer decía tanto respetar.

Los ratones de archivo, caracterización que exhibo con cierto orgullo, podrán explorar fuentes adicionales que no utilicé en mi libro SOBORNOS. La editorial me sugirió recortar unas 150 páginas. Espero que con ello haya mejorado su lectura.

Entre lo que dejé de lado figuraba un capítulo muy ilustrativo del hambre (perdón, de la situación de hambruna) que acosaba a un número nada desdeñable de españoles (y, desde luego, de entre los vencidos).

Desde el verano de 1939 los británicos habían empezado a recoger datos con el fin de analizar la situación alimenticia de manera sistemática y rigurosa. No se trata de una actividad demasiado estudiada, aunque he de recordar aquí el trabajo pionero que en este ámbito se debe a la insaciable curiosidad del profesor Miguel Ángel del Arco Blanco.

La información se recopiló a través de dos fuentes. Una, tradicional, como eran los informes consulares. También lo hacían los alemanes. El análisis comparado, en uno y otro caso, arrojaría sin duda similitudes y diferencias. Es un trabajo microhistórico que hubiese abordado en mis tiempos jóvenes, pero no lo hice y ahora no puedo sino apuntarlo por si se anima otro. De todas maneras, tampoco los nazis se chupaban los dedos. Tenían datos, habían penetrado profundamente en la vida española y remitían informes a Berlín en cantidades masivas. De aquí que el comportamiento de sanguijuela que caracterizó la política económica y comercial del Tercer Reich hacia España presenta rasgos que son los que la caracterizan realmente.

En tal sentido, los sentimientos pro-nazis de amplios sectores de Falange e incluso de altos mandos del Ejército quizá solo puedan explicarse con ayuda de mecanismos sicológicos o sicoanalíticos. El ejemplo más notable del que tengo noticia fue el general Juan Yagüe (que ilustré en LA OTRA CARA DEL CAUDILLO) pero tampoco le fueron a la zaga algunos otros.

Los británicos acudieron a una segunda fuente, mucho más imaginativa. Se la proporcionó el control de la correspondencia enviada al Reino Unido por ciudadanos británicos y puesta en Correos en el extranjero. Pocos echarían cartas en España donde la censura hacía estragos y hubiese sido incluso peligroso para los remitentes. A ella se añadirían las informaciones que recogían agentes de diverso pelaje, viajeros y “turistas”. Incluso se explotó las que estaban dispuestos a dar hombres de negocios o comerciantes españoles pero que residían en las islas británicas.

Todo esto daría, quizá, para una tesina de grado. Lamentablemente, en los posts sucesivos habré de limitarme a esbozar los rasgos esenciales de tal información. Los suficientes para inducir a algunos historiadores extranjeros, que se extasían ante las “delicias” del franquismo, a que combatan su arrebatada admiración por SEJE con el recurso no a la prensa (cautiva, desarmada y bien vigilada) sino a otras fuentes primarias menos evidentes.

El hambre, cuestión de “escasa” importancia

4 abril, 2017 at 11:07 am

Ángel Viñas

En este post entro ya en la problemática esencial de esta serie con una tesis que no gustará lo más mínimo a los turiferarios del glorioso e inmarcesible Caudillo y/o de su régimen. La tesis es que no les preocupó demasiado que los españoles (sobre todo los vencidos) pasaran hambre. La política no declaratoria (“ni un hogar sin lumbre, ni un español sin pan”) sino la que realmente se siguió implicó sacrificar las importaciones de alimentos a otras más altas miras como fue crear un sistema económico autárquico lo menos dependiente posible del exterior y a partir del cual pudiera lanzarse la campaña por el Imperio. En consecuencia, una gran parte de la sobremortalidad por enfermedades, desnutrición y hambruna que se produjo durante los años de la segunda guerra mundial ha de ponerse en el debe de Franco y de su régimen. Es algo por lo que suelen pasar de puntillas aquellos autores, como el profesor Payne, que presentan a Franco, nada menos, que como el “último regeneracionista”.

Hay diversas formas de argumentar la mencionada tesis. Lo haré en términos algo abstractos, generales, y en términos concretos. Esto último en próximos posts.

El primer enfoque se basa en el estudio y desciframiento del método de la cuenta de la vieja que el régimen seguía para racionar el empleo de las disponibilidades de divisas escasas. También podría considerarse como la cuenta del tendero: divisas que entran contra divisas que salen. Las primeras por exportaciones, las segundas por importaciones. Examinar las asignaciones de estas últimas da una pista, siempre oscurecida. Con frecuencia ni mencionada.

Advierto de antemano que es un método incompleto. Merced a un supercomplicadísimo mecanismo de acuerdos comerciales y de pagos con otros países era posible importar productos alimenticios en compensación, es decir “pagándolos” con exportaciones. Esto no implicaba movimiento alguno de divisas. Era una especie de trueque. Lo que ocurre es que los alimentos obtenidos por medio de él nunca fueron demasiados. Las fuentes estaban en el comercio ultramarino, es decir, el realizado con las Américas.

En el abanico de acuerdos que revitalizaron las viejas técnicas del trueque sin duda el más importante para explicar una de las principales razones del hambre es el que hubo  con la Alemania nazi, bien estudiado en la literatura. Al Tercer Reich se exportó de todo y en volumen creciente. Desde alimentos hasta materias primas, productos intermedios y manufacturados. El apetito nacionalsocialista fue insaciable. Tales exportaciones no generaban divisas. El superávit a favor de España que se produjo en los intercambios se aplicó a reducir las deudas de guerra. Al final, quedó un resto que se resolvió mucho después de la guerra mundial. ¿Qué significa tal superávit? Nada más ni nada menos que la raquítica y hambrienta España hizo, por así decir, un préstamo a los combatientes arios que luchaban y masacraban por igual, con parecido entusiasmo, a judíos y malvados bolcheviques. Se ha hablado mucho, quizá demasiado, de la División Azul. Menos de la contribución comercial que debería llevar a entonar tres hurras nazis al simpar “centinela de Occidente”, siempre tan listo y precavido.

Al sistema de la “cuenta del tendero” en el manejo de las divisas hay que añadir otro factor. Dado que los alimentos estaban incluidos en lo que entonces se llamaba “comercio de Estado”, es decir, que quienes importaban eran exclusivamente las organizaciones oficiales, la asignación de la moneda extranjera para pagar tales importaciones nos da una idea de las auténticas preferencias del “nuevo Estado” surgido de la VICTORIA.

Sabemos cómo las escasas divisas se distribuyeron para los años 1941 a 1945. A los productos alimenticios fueron a parar el 17,2; 14,4; 11,3; 12,8 y 17,1 por ciento. Un porcentaje relativamente estable.  A las materias primas fueron el 37,4; 43,2; 41; 34,5 y 56,8 por ciento. Claro que entre ellas figuraban productos destinados a la agricultura, en particular abonos. En la compra de bienes manufacturados los porcentajes fueron de 30,2; 23,4; 21,4; 22,1 y 17,8 respectivamente. Obsérvese que, en general, a la alimentación se asignaron los porcentajes más reducidos.

Conocemos también los importes de los productos alimenticios adquiridos. En el bienio 1941/43 lo que más se compró en el exterior fue trigo (con gran diferencia), seguido de alubias, bacalao y azúcar. Al café (que no era producto de primera necesidad) no se le asignó un miserable dólar (no pensamos que todavía durase el regalito de 600.000 kilos que los brasileños habían hecho a Franco en 1939 y cuyo importe en pesetas, al precio de tasa eso sí, el Caudillo ordenó que se abonara en sus cuentas particulares). En 1943/44, la primera partida fue el azúcar, seguida por el bacalo y las alubias (y ya volvió a aparecer el café). En 1945, de nuevo fue el trigo, con la máxima asignación de todo el período. ¿Conocen los amables lectores algún estudio de algún historiador pro-franquista que haya penetrado en la dinámica de estas compras al exterior?

Mientras tanto, los saldos excedentarios (exportaciones menos importaciones) de alimentos al Tercer Reich habían tenido una progresión constante desde 7,2 millones de pesetas-oro a 92,4 en el bienio 1940/41. Se acentuó en el siguiente: de 83,9 a un máximo absoluto de 118,8 millones. Menos mal que a mitad de 1944 los aliados desembarcaron en Francia porque de lo contrario las sanguijuelas nazis hubiesen sangrado hasta la extenuación al hambriento cortijo en que Su Excelencia el Jefe del Estado había convertido “su” amada España.

¿De dónde se compraron alimentos para paliar el hambre de una gran parte de los españoles? Esencialmente de Argentina. La relación de acuerdos para adquirir trigo y otros cereales es interminable. La necesidad de importar tal tipo de productos a toda costa y con la mayor celeridad posible estaba más que justificada. Según la documentación que hace años consulté, la cosecha oscilaba entre 2,2 y 2,8 millones de toneladas y de ella no se entregaban para consumo al Servicio Nacional del Trigo más que de 0,8 a 1 millones. El resto quedaba para la siembra (entre 0,4 y 0,5 millones) y, sobre todo, para el mercado negro que constituye el capítulo más negro de la por sí negra política seguida por la dictadura en materia de saciar el hambre de una parte de los españoles a lo largo de la dura posguerra.

Los papeles internos del régimen muestran que, aceptando el volumen de recepción máxima del SNT, el millón de toneladas equivalente a unas 83.000 mensuales, era preciso adquirir en promedio unas 52.000 toneladas de trigo argentino para alcanzar el mínimo imprescindible.

En qué medida estas importaciones desempeñaron un papel absolutamente crucial para paliar las consecuencias del déficit productivo español se advierte al considerar que el promedio de arribos desde que comenzaron las adquisiciones en 1939 fue de unas 44.000 toneladas, con un máximo en marzo de 1943 cuando llegaron a importarse 58.000 toneladas.

Quizá a muchos lectores no les gustarán tantas cifras. Son abstractas. No revelan la miseria ni el hambre subyacentes. Tienen la ventaja de que representan hechos, no representaciones, no propaganda anti-régimen, no elucubraciones izquierdistas. Son datos que conviene explicar e interpretar. Si algún historiador franquista lo ha hecho convincentemente lo ignoro y agradecería cualquier información al respecto. Nunca es demasiado tarde para aprender.

Añadiré, con todo,  una nota  muy representativa. El 18 de marzo de 1942 el comisario general de Abastecimientos y Transportes comunicó a Carrero Blanco (ya la eminencia en la sombra del ínclito Caudillo) que existía un déficit inmediato de trigo de unas 100.000 toneladas (tras tener en cuenta las importaciones previsibles). ¿Qué hacer? Tan distinguido funcionario se pronunció por reducir en un 20 por ciento el consumo del preciado cereal. Las raciones diarias para los sufridos españoles serían de 50, 100 y 150 gramos de pan para las cartillas de racionamiento de 1ª, 2ª y 3ª clase. No hay que olvidar que desde 1940/41 reinaban situaciones de auténtica hambruna, como veremos en un post ulterior.  Pruebe el lector a ingerir tan solo 50 gramos de pan al día como alimento principal y verá si adelgaza o no en unas cuantas semanas (los 150 gramos se reservaban a los obreros que ejercían duros trabajos físicos y hemos de suponer que también adelgazarían lo suyo).

Argentina fue uno de los pocos países que lanzaron, con el permiso de los aliados, un salvavidas a la dictadura. De ella se importaron en grandes cantidades semillas oleaginosas, carne y algodón. Ni que decir tiene que la dictadura solo correspondió en parte. Sus exportaciones a la república rioplatense fueron ridículamente bajas, por lo menos hasta 1943.

Sobre la base de una población hambrienta, de una economía desvencijada y de una dependencia absoluta de los permisos que concedían los aliados para poder recibir suministros de ultramar los nuevos dueños de la situación quisieron edificar el Imperio que teorizaron, entre otros, figuras tan eminentes como José María de Areilza y Fernando María Castiella, premios nacionales con sus gloriosas Reivindicaciones de España.  Que se sepa, no pasaron hambre.

Una sombra sobre la España de la victoria

28 marzo, 2017 at 8:30 am

Ángel Viñas

Sobre el período inmediato tras la finalización de la guerra civil hay una inmensa literatura. Por lo general se ha concentrado en ámbitos como el de la sangrienta, permanente y duradera represión de los vencidos, la puesta en marcha del autoproclamado “nuevo Estado”, el enaltecimiento de la figura de Franco como supremo salvador de la PATRIA, etc. Menos en el ámbito económico en donde la atención se ha dirigido hacia los no demasiado impactantes esfuerzos de reconstrucción.

Esta atención no faltó del todo en la Administración del autoproclamado “nuevo Estado”. En el Ministerio de Agricultura, de corte falangista, preocupaba lo que podía avecinarse poco después del comenzo del militar en Cataluña. El 30 de enero de 1939 el delegado del Servicio Nacional del Trigo resaltó cómo la reducción de las siembras, una cosecha meramente regular y el aumento previsible del consumo iban a conducir a una situación deficitaria grave. Estimaba tan ilustre prohombre que el volumen de trigo que faltaba para el normal abastecimiento, sin restricciones, de la población se elevaba a casi 300.000 toneladas. Las necesidades iban a ser apremiantes y, para los siguientes meses hasta agosto, podían calcularse en unas 165.000.

Aunque la situación alimenticia de la autodenominada “zona nacional” no había estado nunca en peligro, los problemas se acumularían en el futuro inmediato. Las posibilidades de reducir la dependencia de las importaciones eran limitadas: el racionamiento, la mezcla del trigo con otros cereales y el aumento de los rendimientos harineros. El SNT se pronunció en contra de esta última alternativa, difícil, y elaboró una preciosa argumentación desechando la primera, porque presentaba “grandes inconvenientes económicos, sociales y políticos”.

Tal alternativa fue la que terminó adoptándose muy rápidamente. Estaba en consonancia con el espíritu falangista que reinaba en la dirección política de la agricultura española (había que buscar “Imperio” y repartirlo entre los nuevos conquistadores, un poco como en sus sueños Hitler hacía con las extensas superficies agrícolas soviéticas en busca de Lebensraum). Así, pues, se subrayó que la implantación del racionamiento era complicada; habría que introducir cartillas; fijar cupos de harina que entregar a los panaderos y ello produciría -suponemos que por aplicación de la “ley de hierro” inherente al derecho de conquista- un “reparto desigual en perjuicio de la parte más modesta de la población”. Las raciones, continuó el SNT, habrían de “establecerse en función de la situación económica de los individuos y la clase de trabajo que realicen”.

Los cálculos eran, en cualquier caso, estremecedores: la ración media necesaria para enjugar el déficit sería de menos de 300 grs por día, es decir  de dos tercios de la media que se aplicaba en aquellos momentos. Daría origen a una imputación de 330 calorías diarias, “imposible de sustituir por otros alimentos para la mayor parte de la población”. ¡Imagine el lector el caso de los obreros que realizaban trabajos físicos fuertes! Consumían hasta un kilo de pan al día. Además, el racionamiento fomentaría el comercio clandestino de harina y de pan a precios superiores a los de tasa “y produciría un retraimiento de las ofertas de trigo al SNT”. La ocultación aumentaría considerablemente.

Todo esto era cierto. Pero, ¿qué hacer? Como no había muchas divisas libres (el encorsetado comercio de la España de Franco no las generaba) el consejo de excelentísimos señores ministros, en su reunión del 10 de febrero de 1936, solo autorizó la adquisición de 200.000 toneladas de trigo en Argentina y de 50.000 en Rumania. Así, pues, se aceptaba de entrada un déficit equivalente a estas últimas.

¡Ah! Pero el hombre propone y la realidad dispone. La ocupación total del territorio incrementó las necesidades previstas. En base a las existencias de trigo al 1º de abril de 1939 [DÍA DE LA VICTORIA sobre los malvados que habían llevado a la PATRIA al desastre] las importaciones adicionales imprescindibles se cifraban en, por lo menos, otras 250.000 toneladas. El déficit triguero en la zona ocupada se estimaba en un mínimo de 200.000.

¿Qué significa esto? Que había mucho hambre comprimido y reprimido en el territorio que había quedado fiel a la República hasta el final y que algo más había que hacer. En la reunión del Consejo de Ministros del 20 de abril se adoptó la decisión de adquirir trigo en tal volumen y se anularon las importaciones previstas de Rumania.

Se firmaron, pues, los necesarios convenios hispano-argentinos y el pimpante ministro de Agricultura, el prócer falangista Raimundo Fernández-Cuesta, no se privó de ilustrar a sus no menos ilustres compañeros que las adquisiciones se veían sombreadas “por la posibilidad de un conflicto internacional”.

Hay que ver, pues, desde este ángulo la importancia y significación de los amables signos de Franco de creciente aproximación hacia las potencias del Eje, sobre todo el Tercer Reich, y su desprecio olímpico a recabar la ayuda de las democracias occidentales, en particular Inglaterra,cuyas peticiones de regularizar los intercambios comerciales se encontraron con el desprecio más absoluto. ¡Faltaría más!.

Esta demostración de orgullo miserable, típico de la política exterior para-fascista del “invicto Generalísimo”, siempre se topó de bruces con la realidad. El 14 de junio de 1939, en una de las sesiones habituales del Comité de Moneda (encargado de gestionar el volumen de divisas con criterios típicos de una vieja ama de llaves), se expuso la situación de divisas. Esta fue siempre uno de los secretos de Estado mejor guardados de la dictadura. En la guerra, en la posguerra (en realidad, hasta el plan de liberalización y estabilización de 1959) solo los iniciados -unos cuantos funcionarios del Instituto Español de Moneda Extranjera y del Ministerio de Comercio- pudieron correr los velos que recubrían este santo de los santos.  Más de veinte años de “absoluta discreción”, salvo cuando no hubo más remedio, a partir de 1956, que decir algo a una inquisitiva institución como fue  la Organización Europea de Cooperación Económica (OECE).

Pues bien, en el primer mes auténticamente de “paz” (aunque la “campaña” contra los malos continuaba), el de mayo, las entradas y salidas de divisas (en torno a los 1,5 y 2 millones de libras respectivamente) habían incrementado el déficit. Solo había podido cubrirse tirando de créditos (45.000 libras) y reduciendo la posición (475.000 libras). Las tenencias en divisas libras de la orgullosa ESPAÑA DE LA VICTORIA apenas si pasaban de 700.000 libras. No comment. Con esta precaria base monetaria exterior Franco se preparaba a la conquista de un “Imperio”.  

¿Qué hacer? En primer lugar, reconocer la realidad. Uno de los periodistas más “pelotas” del régimen militar, el hoy prácticamente olvidado Francisco Casares, había celebrado alborozado la desaparición de las cartillas de racionamiento introducidas durante la guerra. Las había calificado tan preclaro turiferario de “señal infamante del período rojo, vestigio de socialización..” (Debo la cita a Rafael Abella, qepd). Pero la verdad es que la desaparición no duró mucho.

La Ley de 10 de marzo de 1939 creó la CAT (es decir, la Comisaría General de Abastecimientos y Transportes), uno de los grandes órganos de intervención y de distribución de productos sometidos al racionamiento de la posguerra. Dependió del Ministerio de Industria y Comercio (a partir de 1951 solo de este último) y fue también uno de los organismos en que con mayor ferocidad anidó la corrupción sistémica de la dictadura. Dentro de la CAT hicieron metástasis los militares que se incorporaron a la Administración civil del orgulloso “nuevo Estado”. No pasaron hambre. Los vencidos, y muchos otros, sí. Lo veremos rápidamente.

Recursos agrícolas y población: Una de las claves de la guerra civil

21 marzo, 2017 at 11:48 am

Ángel Viñas

El balance recursos agrícolas-población es un concepto elemental. En la guerra civil jugó en favor de los sublevados. Desde este punto de vista el conflicto se caracterizó por el acompasamiento, desde una posición ventajosa para los insurrectos al crecimiento de la expansión geográfica del territorio bajo su control. En él no se pasó hambre. En la parte gubernamental las carencias no dejaron de intensificarse.

La sublevación del 18 de julio de 1936 triunfó sin grandes dificultades en las zonas productoras de alimentos y relativamente escasas de población. Así ocurrió, por ejemplo, en Canarias, Baleares (salvo Menorca), Navarra, La Rioja, Castilla la Vieja, Galicia, Guinea y amplias zonas de Andalucía. Todos ellos territorios que generaban grandes excedentes de cereales, aceite, vino, hortalizas y pesca. Tales excedentes se destinaron al consumo propio y, crecientemente, a la exportación. Por el contrario, en manos del Gobierno quedaron las zonas más densamente pobladas e industrializadas (Bilbao, Barcelona, Madrid) y otras con recursos agrícolas relativamente más limitados, salvo Levante.
Si la guerra civil hubiera sido corta, el desequilibrio no hubiera tenido grandes efectos pero no fue así. Desde el punto de vista adoptado en este post la guerra puede caracterizarse por una ampliación del espacio geográfico y de la población bajo control de los sublevados, la correspondiente contracción del territorio gubernamental y los movimientos migratorios tendentes a huir del primero, ya fuesen directos -probablemente no muy grandes- o indirectos -a través de la frontera francesa. Las zonas receptoras fueron Barcelona, Madrid y Valencia en 1936. En 1937 se añadieron  Vizcaya y Málaga. en 1937. En 1938 la concentración continuó en Madrid, Barcelona y Valencia, apareciendo Valencia y Córdoba. A  finales de 1936 un 50,6 por ciento de la población estaba ubicado en territorio republicano. Un año más tarde, ya era el 42,2 y a finales de 1938 un 39,4 por ciento.  Todo ello según los cálculos de José Antonio Ortega y Javier Silvestre, ya mencionados en una ocasión anterior en este blog.

En el espacio geográfico republicano la presión poblacional sobre los recursos fue aumentando y, en ocasiones, generó movimientos de rechazo (muy perceptibles, por ejemplo, en Cataluña). En Madrid, en gran medida aislada durante la mayor parte del conflicto, el problema de las subsistencias fue intensificándose durante la misma con efectos que ha analizado recientemente Ainhoa Campos Posada en un libro colectivo sobre la capital en la guerra civil.  Tales presiones no se dieron en el creciente territorio bajo control franquista.

Esto no quiere decir que en ella se mantuvieran los niveles de producción de preguerra, pero en general, como ya señaló Carlos Barciela hace muchos años, el volumen producido fue siempre superior al republicano. En el cereal que más se consumía por excelencia y una de las bases de la alimentación popular, el trigo, la diferencia inicial fue creciendo rápidamente. En otros cereales (centeno, avena, maíz) las discrepancias no fueron tan amplias, pero sí suficientes. Solo en cebada hubo una relativa aproximación de las producciones. Numerosos son los autores que han documentado que entre 1936 y 1937 se produjo un declive de la producción y de los rendimientos, como ha resumido Elena Martínez.

Así, pues, la carencia relativa de cereales afectó a las disponibilidades de pan. Cierto es que, disponiendo del contravalor en divisas de las existencias de oro y plata que fueron vendiéndose a diversos compradores (Francia, URSS, Estados Unidos), la República pudo adquirir, a lo largo de 1937, grandes suministros de alimentos en el extranjero. No se olvidarán fácilmente los garbanzos mexicanos. Sin embargo el flujo se vio dificultado por el bloqueo que la Armada franquista impuso sobre las costas de Levante o del Norte. No muy efectivo en todo momento pero la libertad de comercio se vio siempre cortocircuitada.

En 1938 el problema de la alimentación comenzó a adquirir caracteres de gravedad en zona republicana. Con las carencias aumentaron los síntomas de resquebrajamiento de la moral de la retaguardia. Se expandieron el derrotismo y el pasotismo y la moral de resistencia se vio minada. Todo ello fue creando el caldo de cultivo en el que prosperaron querellas internas, la actividad de las quintas columnas y la propaganda franquista. La combinación resultó absolutamente letal en el Madrid aislado, tras el hundimiento de Cataluña.

Aunque los métodos para racionar los abastecimientos no están demasiado bien estudiados, sí sabemos que los puestos en práctica por los gubernamentales no fueron muy eficientes. Las memorias de Antonio Cordón, subsecretario del Ejército, dejaron testimonio de que en la última fase de la guerra, la Intendencia republicana había conservado grandes stocks de alimentos en Barcelona con el fin de atender a las necesidades prioritarias del Ejército Popular. No supieron, o no quisieron, distribuirlas y su destino fue el fuego o caer en manos del enemigo.

Por el contrario, en la zona franquista pudieron regularse fácilmente los suministros a la población y aun así dejar un amplio excedente para la exportación. Sabemos que los nazis echaron sus ojos codiciosos sobre él, aunque no lo suficiente para que Franco se viera constreñido a reducir las ventas al mercado británico. Era en este donde las exportaciones agrícolas (y minerales) podían generar divisas libres en tanto que el comercio hispano-alemán estaba encajonado por una serie de mecanismos que no las desgajaba en cuantía suficiente. Los excedentes alimentarios se aplicaron a la compensación de las importaciones de productos industriales (en particular armamentos nazis) con la idea de reducir en lo posible el volumen de endeudamiento que iba creciendo exponencialmente.

El resultado de estos movimientos asimétricos fue que en la zona franquista la gente, en general, no sufrió privaciones a la hora de comer en tanto que en la gubernamental se extendió el hambre ¿Quiénes, de mi generación, no recuerdan a sus padres mencionar las “píldoras del Dr. Negrín”? Es decir, las lentejas que se convirtieron en un rasgo permanente del menú republicano.

En definitiva, desde la perspectiva del balance de recursos agrícolas-población los sublevados tuvieron una buena guerra. También supieron llevar a cabo una eficaz propaganda. En ocasiones, la Aviación se utilizó como medio para arrojar pan blanco, en vez de bombas, a las poblaciones de la zona resistente. El mensaje siempre fue muy claro y muy burdo: rendíos o venid a nuestra zona. En ella siempre tendreís que comer.

Este tipo de incentivos -amén del reconocimiento creciente de que la guerra iba mal para la República- explica que el volumen de deserciones del Ejército Popular fuera in crescendo a lo largo de 1938. Tras la ruputura de la zona gubernamental en Vinaroz los feraces territorios agrícolas del Levante dejaron de aportar su contribución a la subzona al norte del Ebro: Cataluña.

Siempre me ha llamado la atención que en cuanto empezó la campaña de Cataluña los franquistas, muy al loro, solicitaran a los italianos que, además de seguir suministrando material de guerra,  enviaran también alimentos. Los primeros navíos que llevaron víveres  a la España franquista fueron el Sivigliano y el Paganini. Los desembarcaron el 2 y el 4 de enero de 1939. En febrero hubo tres expediciones más a bordo del Barletta. Todas ellas dejaron su preciosa carga en Cádiz.

La alegría que produjeron las distribuciones de panecillos blancos (que la población republicana llevaba tiempo sin ver) y los suspiros de alivio (cuando se exhalaron) no fueron de larga duración. Era evidente que el hasta entonces favorable balance de recursos alimenticios-población terminaría desapareciendo.

La España de la VICTORIA tendría, así, que  alimentar a la población total (disminuida en las víctimas, directas e indirectas, de la guerra), pero desde una situación de partida muy diferente de la que había existido hasta julio de 1936.

La agricultura había sufrido. También la red de transportes. Los sistemas de distribución habían quedado muy quebrantados. El hambre acumulado en las zonas últimamente ocupadas era considerable. A Franco y los vencedores podría preocuparles poco lo que pasara a los vencidos pero no podían dejarlos perecer de inanición. ¿Qué hacer? Se necesitaba de todo: alimentos, sí, pero también abonos y pesticidas en volumen considerable.

¿Echarían una mano quienes habían sido valedores y protectores de Franco en la guerra civil? ¿Cómo funcionarían, en la paz, aquellos mecanismos económicos que, al decir de algunos historiadores más o menos pro-franquistas, habían permitido la VICTORIA?

Sobre los años del hambre: una presentación

14 marzo, 2017 at 11:30 am

Ángel Viñas

Varios amables lectores de este blog me han pedido que diga algo sobre el extendido fenómeno del hambre en los años cuarenta. No es un tema desconocido, aunque tampoco muy tratado. La evidencia empírica de que se dispone es la obtenida por medio de estadísticas demográficas, médicas, sanitarias y de otros tipos. O por reconstrucciones hechas en obras de ficción. O por recuerdos transmitidos a lo largo de las cadenas familiares. Es un ámbito con respecto al cual no cabe fiarse de la prensa de la época. No había libertad alguna de publicación. La censura era omnicomprensiva y de guerra. En tales condiciones, suponer que los periódicos dijeran algo remotamente parecido a la realidad es mero wishful thinking.

Se trata, pues, de un tema en el que, con  todo el respeto debido a los autores de ficción, no vale fiarse demasiado de sus reconstrucciones. Tampoco de las memorias individuales transmitidas de generación en generación. Menos aún de “representaciones” colectivas. Muchos de los pertenecientes a mi generación, nacidos después de la guerra civil, tendrán recuerdos de lo que les contaran sus padres o familiares, pero aun en el supuesto de que se aglomeraran sería difícil hacer un análisis fiable. De una cosa podemos estar seguros: mucha gente pasó hambre. Otros, no. Es impensable que en El Pardo o en la mesa de los prohombres y paniaguados de la dictadura se sufriera por falta de alimentos.

A partir de esta premisa en los próximos posts voy a tratar de decir algo menos elemental, aunque sin pretender acercarme demasiado a la Verdad, esa que es solo patrimonio del Señor.

Me apresuro a señalar que el tema puede ser de alguna actualidad. En estos años de crisis la prensa, las estadísticas, los informes, los comentaristas, la evidencia visual, etc. nos dicen que la desigualdad ha aumentado en España, que el paro de larga duración subsiste, que las ayudas sociales se recortan, que vuelve a recurrirse a los apoyos familiares, que las ONGs están desempeñando un papel insustituible para que mucha gente no sufra demasiado y que el Gobierno, en general, no sabe, no contesta. Ciertamente España no es el único caso. Desde que se inició la crisis hace ya casi diez años en las calles de Bruselas, por ejemplo, vuelven a verse mendigos. Incluso en los barrios de altos ingresos per cápita.

Pero, aparte de que este blog suele concentrarse en temas españoles, hay una consideración de tipo histórico que me hace volver la mirada a los años del hambre en la primera mitad de la década de los cuarenta. Es esa idea, tan cara por ejemplo al profesor Stanley G. Payne, de que Franco fue el artífice del “milagro económico español” en los años sesenta. O de que sentó las bases de la España moderna. O de que, con su legado, contribuyó a que se tejiera la tela social sobre la cual se construyó la Transición. No es del todo cierto, aunque si lo fuera también podría argumentarse que Franco se resistió como gato panza arriba a modificar de modelo económico y mantener el que empobreció a España durante la primera mitad de su dictadura. Pero es que, además, lo que sí es posible demostrar es que a Franco no puede eximírsele de responsabilidad por las hambrunas de los años cuarenta. Ciertamente no las produjo él (hubiera debido ser un supermán, pero nunca dio con los mecanismos que hubiese debido evitarlas).

Así, pues, en los posts de esta serie aparecerá un Franco diferente. No es de extrañar que sus más excelsos corifeos (Ricardo de la Cierva, Luis Suárez Fernández y el propio Payne) hayan rehuído profundizar en la economía de la primera mitad de los años cuarenta. Unas cuantas pinceladas en el plano que convencionalmente se denomina de high politics (política exterior, desarrollo de las instituciones, pugnas entre los distintos segmentos de la dictadura, etc.) no son un sustituto de la necesidad de buscar evidencias más primarias, más próximas a los movimientos del cuerpo social (lo que también se advierte en el, digamos, recato de tal tipo de autores por abordar otras facetas sombrías como las que concurrieron en la represión, amedrentación y liquidación de toda disidencia “subversiva”). La economía, el comercio, el racionamiento, etc, son por el contrario ámbitos que tipifican lo que suele denominarse low politics, en lo que los historiadores de su altura no se dignan ensuciarse las manos.

No quiero pensar, naturalmente, que los posts venideros sirvan para algo. Ahora bien, si al menos constituyeran un modesto recuerdo de que cuántos de nuestros antepasados se vieron en condiciones similares a las que hoy sufren numerosos inmigrantes me daría con un canto en los dientes. Tan depauperados como están hoy estos, lo estuvieron muchos de nuestros padres y abuelos.

No hay que remontarse a la Edad Media o a los albores de la moderna para encontrar ejemplos de hambrunas. Tampoco hay que volver la mirada a los tan denostados siglos XVIII y XIX e iluminar las denominadas crisis de subsistencias. Pueden verse más próximas en los años de la postguerra civil.

Finalmente, los posts que seguirán ofrecerán un contrapunto a las tesis expuestas por algunos historiadores (no deseo citar nombres) de que Franco ganó la guerra porque supo manejar la economía infinitamente mejor que sus adversarios (por tantos motivos dignos de ser condenados al fuego eterno que alimenta -nunca mejor dicho- las calderas de Pedro Botero).

Veremos que en cuanto Franco ganó la guerra se encontró con los problemas que habían ocasionado tantos quebraderos de cabeza al Gobierno republicano. Y veremos también que la respuesta que dio el “invicto Generalísimo” estuvo en consonancia con sus ideas sobre la economía cuartelera que tan bien dominaba, esas en la que la “tríada” de apologetas del Generalísimo antes mencionada no suele detener sus avizores ojos analíticos.

En resumen, echaremos un pequeño vistazo a uno de los lados más negros de la España de la VICTORIA. No es correcto que los historiadores pro-franquistas tiendan a fijarse en las “luces” de la dictadura (Franco, anticomunista de pro; Franco, vencedor en cien combates; Franco, genio de la estrategia patria; Franco, presunto “reconciliador”) y eviten en lo posible sus aspectos más sombríos. Lo que no haré es introducirme en el mundo carcelario. Historiadores como Francisco Moreno Gómez, Gutmaro Gómez Bravo, Jorge Marco y Javier Rodrigo, entre otros, lo han hecho ya y mucho mejor de lo que podría hacer. Baste con recordar el análisis del primero sobre las condiciones auschwitzianas que reinaron en la cárcel de Córdoba tras la VICTORIA y del que ya me hice eco en su tiempo en este mismo blog.

Los posts ulteriores no se marcarán numéricamente. Cada uno tendrá un título distinto con el fin de diferenciarlos con facilidad.

Inseguridad colectiva. La república y la sociedad de naciones (y II)

7 marzo, 2017 at 8:30 am

Ángel Viñas

Uno de los grandes méritos del libro de David Jorge es que también hace honor a su subtítulo. No es la SdN “contra” la República. Es igualmente la República en la SdN. Para ello ha tenido que bucear, naturalmente, en archivos republicanos. Algo que pocos historiadores de los que han escrito en el contexto de la SdN han hecho. A decir verdad, David Jorge ha sido, si no me equivoco demasiado, el primer historiador en arramplar documentación de una amplia gama de archivos de tal procedencia. 

Generalmente hasta ahora se había escrito sobre la República en la SdN en base a la glosa de los discursos pronunciados por parte de representantes cualificados del Gobierno republicano. O acudiendo a obras de credibilidad dudosa, como las memorias del cuñado de Azaña, Cipriano Rivas-Cherif. O a las de Álvarez del Vayo, en sucesivas y no siempre armoniosas versiones.

En realidad, aunque instrumentos necesarios, tales fuentes no solo no agotan el tema. A veces ni siquiera identifican problemas fundamentales. Algunos fueron internos. Otros externos. David Jorge, como excelente historiador, no se ha movido en la superficie del oleaje del pasado. Ha buceado en busca de fuentes primarias. El abanico de archivos, españoles y extranjeros, en media docena de países, así lo testimonia.

Para mí, que nunca he mostrado demasiada simpatía por Rivas-Cherif en tanto que memorialista y diplomático aficionado, lo que David Jorge ha aflorado a la superficie sobre él es, simplemente, dramático. Director de teatro, y representante improvisado del Gobierno republicano en Ginebra en su calidad de cónsul general, su comportamiento fue un auténtico desastre. Cometió estropicio tras estropicio, indujo a error a su cuñado el presidente de la República en numerosas ocasiones sobre las perspectivas desde las cuales podría “remediarse” la situación según él la veía y mantuvo una relación algo más que tensa con el Ministerio de Estado. Es como si un embajador jugara a la contra con respecto a sus jefes. Naturalmente pudo permitírselo por ser pariente de quien era. Que Azaña obstaculizase los intentos para quitarle de aquel puesto es humanamente comprensible. Pero muestra un lado oscuro poco congruente del presidente con su tan alabada (aunque no siempre por mi) comprensión operativa de la escena internacional y de las necesidades que se planteaban a la República. Brillante analista, el mundo exterior no era el fuerte de Azaña. Al final, Negrín, cuando llegó a la Presidencia del Gobierno, se deshizo de Rivas-Cherif.

¡Ay! A la lenidad de Azaña se añadieron las deficiencias del Ministerio de Estado y aquí los responsables fueron los ministros correspondientes: Álvarez del Vayo (en dos turnos) y José Giral, expresidente del Consejo de Ministros e íntimo amigo de Azaña. Por lo demás, un hombre cumplidor e injustamente ignorado hasta fecha muy reciente. Siendo Ginebra un puesto del máximo interés político y diplomático para la República, sorprende que no se enviara allí a un peso pesado (como ocurrió con Londres, Moscú y, después de algunos endebles representantes aunque uno de ellos vociferante (Araquistaín), con París).

Es curioso, y no está suficientemente explicado, que la República enviara a amateurs sin especiales cualificaciones a Ginebra y a Washington (Fernando de los Ríos) para ambos puestos. En modo alguno estuvo ninguno a la altura de sus responsabilidades. Cuando Negrín decidió enviar un peso pesado a Ginebra (la elección recayó en Jiménez de Asúa) fue ya demasiado tarde. Que en situaciones desesperadas se podía trabajar bien, y a veces superbien, en lo bilateral lo demuestran los casos de Praga, Estocolmo y México, entre otros, cuyo entorno por lo demás era muy diferente en cada uno.

También es sorprendente que la República atendiera a los asuntos de la SdN con una representación parca y limitada. David Jorge ha sacado a la luz, sin embargo, el brillante papel del jefe de Sección correspondiente en el Ministerio de Estado, un profesor titular de Derecho Internacional, que por razón de su empuje y consistencia política e intelectual abogó por una línea razonable que presentar en Ginebra pero no fue suficientemente aprovechado. Se llamaba  Miguel Ángel Marín Luna. Ha buceado en su archivo. Marín Luna se exilió a México y uno de sus hijos terminó siendo un distinguido diplomático mexicano.

Cabría señalar que las circunstancias internacionales en que se desarrolló la guerra de España fueron tales que incluso los mejores embajadores de que dispuso la República no pudieron hacer mucho. El ejemplo paradigmático es, naturalmente, Pablo de Azcárate en Londres. Pero dejar la delegación en Ginebra tanto tiempo en manos de un advenedizo como Rivas Cherif y luego descabezada es, literalmente, incomprensible.

Con todo, el papel de la República en Ginebra no fue desairado. Si aceptó el papel del Comité de No Intervención, si no luchó ferozmente contra la imposición de un sistema de control que impidiese la llegada de extranjeros y de material foráneo a España y si no logró focalizar su atención en la SdN hasta que Negrín cogió las riendas por su cuenta, queda con todo el hecho de que se batió por la defensa del derecho internacional de la época y que siempre presentó la guerra en España como lo que era: el primer zarpazo nazi-fascista en tierras europeas.

La República tampoco estuvo totalmente sola. La URSS, México y Nueva Zelanda fueron aliados constantes. Los dos primeros casos se han estudiado exhaustivamente. No así el tercero que es, por lo demás, muy significativo. Nueva Zelanda no siguió como los restantes Dominios británicos el carro del que tiraba Londres. El equipo que formaron su primer ministro Michael J. Savage (laborista) y su embajador (alto representante en Londres) William J. (Bill) Jordan, delegado ante la SdN, constituyó un apoyo permanente que debería haber sacado los colores de las viejas élites del Foreign Office y, en particular, también de Chamberlain. Por lo demás, no hay que recurrir a David Jorge para hundir en las catacumbas al ministro de Asuntos Exteriores británico de la época, Anthony Eden, que curiosamente apenas si dice algo veraz sobre España en unas memorias tituladas, de forma abusiva, Facing the Dictators.

En resumen, si los lectores que siguen amablemente este blog quieren sumergirse en un período que no ha perdido un ápice de relevancia en materia de enseñanzas que pueden extraerse de la historia, les recomiendo muy encarecidamente que echen mano de la obra de David Jorge. Bienvenida es. Hacía falta. Mucha falta.

Inseguridad colectiva. La república y la sociedad de naciones. (I)

28 febrero, 2017 at 8:30 am

Ángel Viñas

Desde que tuvo lugar en Madrid el primero, y hasta ahora único, congreso internacional sobre la guerra civil bajo la dirección de Santos Juliá, la literatura sobre la misma ha subido exponencialmente. Rara es la semana que en España no aparece un título, cuando no dos o tres, sobre alguna temática con ella relacionada. ¿Se sabe ya todo? Solo un iluso, o algún despistado, lo afirmaría.

¿Por qué escribo esto? Simplemente porque el avance en historia contemporánea (por no decir en otros períodos) es función del descubrimiento de nuevas fuentes primarias, de su adecuada contextualización, de la incorporación de nuevas perspectivas (bien de la propia historia o de otros ramos del saber relacionados), pero no en último tiempo de la sagacidad los propios historiadores.

En los últimos años está llegando en España a la edad de producción intelectual una nueva generación. En general quienes a ella pertenecen no han vivido, o no conscientemente, bajo el franquismo; han estudiado fuera, con becas o con erasmos y se han empapado de otras corrientes historiográficas. No es sorprendente que aporten una visión alejada de las simplificaciones del mantenimiento (en todo lo posible) del canon franquista. Escriben historia, en definitiva, mucho más elaborada y abiertamente de los que nos hicimos mayorcitos en la dictadura.

De entre todos los factores y vectores que impactaron sobre la guerra de España el  internacional es uno de los más importantes y, desde luego, uno de los más estudiados en la literatura. Los primeros ensayos que lo abordaron datan de comienzo de los años cincuenta del pasado siglo. Ha pasado ya la friolera de casi tres decenios.

El vector internacional es tan significativo no solo porque tiene tras de sí una larga trayectoria historiográfica. Lo es también porque está en la base de los improperios, maldiciones y ajustes de cuentas que asolaron al exilio republicano desde 1939. Muchos dirán que incluso está en una parte de las desavenencias entre las fuerzas políticas más o menos leales a la República durante la guerra civil misma.

La historiografía, en general, ha respondido a tales batallitas memoriales o coetáneas de los acontecimientos con el estudio de la política de las potencias intervinientes y no intervinientes hacia la guerra civil. Así, se han abordado los casos de Alemania, Bélgica, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Italia, México, países nórdicos, Unión Soviética, etc. amén de complejos temáticos entre los que siempre han destacado por su atractivo -y las controversias suscitadas- las Brigadas Internacionales y la Komintern.

El marco colectivo también se ha abordado, centrado por lo general en torno al Comité de No Intervención, londinense. Todavía recuerdo el impacto que produjo el libro de Fernando Schwartz al respecto. Posteriormente, no se han estudiado mucho, o al menos no como se debieran, las conexiones entre el CNI y el aparato político, administrativo y burocrático que le dio sustento. Era básicamente británico y cuando se han abordado ha sido como reflejo de la política del Reino Unido. Es, en mi opinión, insuficiente y la interrelación entre el CNI, su secretariado y los matices en que se manifestó la actitud del genio malo contra la República merecería ser revisitada.

En la anterior síntesis quedaba un hueco por cubrir adecuadamente. El de la Sociedad de las Naciones (SdN). Se contaba con estudios sumarios (tres hurras, por ejemplo, a Jean-François Berdah por haberlo intentado) o con trabajos un tanto espúrios, demasiado próximos a la contienda y sin la base documental adecuada (nada de felicitaciones, por ejemplo, a la canónica historia de la SdN de Frank Walters, funcionario de su secretaría, y que apareció a principio de los años cincuenta), amén de algunos artículos sobre aspectos parciales.

Siempre me sorprendió que la SdN, tan denostada por las dictaduras (incluída obviamente la de Franco) pero también por los adalides del apaciguamiento de los dictadores (británicos y franceses esencialmente con los norteamericanos -que no eran miembros- en alejada retaguardia), no hubiese tenido una monografía que examinara su papel en la guerra de España.

Al fin y al cabo, la escena ginebrina fue la única en la cual la República pudo presentar públicamente su causa ante el mundo. Una de las mayores ignominias de la no intervención es que en ella se diera cancha a quienes no dejaban intervenir pero nunca a los que se vieron intervenidos. En Ginebra los ministros de Estado republicanos y el presidente del Consejo, Juan Negrín, hicieron una defensa encendida de las razones que amparaban al Gobierno legítimo, reconocido diplomática y políticamente por todos los Estados miembros de la SdN que formaban parte de ella en 1936. En Ginebra se inundó el Palacio de las Naciones con pruebas que mostraban hasta la saciedad cómo las potencias del Eje, incluso antes de reconocer unilateralmente a Franco sin que este hubiera sido capaz de tomar Madrid, no solo se reían sino cómo se carcajeaban homéricamente de la no intervención. En Ginebra quedó de forma meridiana absolutamente en claro que su sistema de seguridad colectiva (que ya había malamente atravesado la prueba de fuego de los imperialismos japonés y fascista) carecía no solo de músculo sino, y sobre todo, de voluntad. En Ginebra pudo intuirse (y lo dijeron en voz alta y clara mexicanos, neozelandeses y soviéticos) que la guerra de España sería el preludio de acontecimientos más graves si no se contenía a los agresores nazi-fascistas.

Todo para nada. Su secretaría y, en particular, su secretario general, el francés Joseph Avenol, se preocuparon más de conseguir que Italia regresara a la SdN que del futuro de la República española. Que en 1940 Avenol ofreciera sus valiosos servicios a Vichy es indicativo de sus simpatías. Fue, sin duda, uno de los sepultureros de la República. Sin embargo, ha pasado como de rositas por la historia.  Jamás se dio cuenta, o no quiso darse, que a tigres enfurecidos como las potencias del Eje, ansiosos de botín, no se les calmaba  echándoles más carne en dosis homeopáticas, fuese abisinia, española, austríaca o checoslovaca. Tuvo una actuación digna de la época baja y rastrera en la que fue secretario general. No hubiera nunca podido oponerse al peso de Londres y París, pero tampoco lo intentó.

Todo esto y muchísimo más aparece en uno de los pocos libros que, en los últimos diez años, más ha contribuido a esclarecer el haz de fuerzas, políticas y conductas personales, dentro de sus determinantes estructurales, que acompañó -y derrotó- todos los esfuerzos republicanos.

Su autor, David Jorge, es uno de esos jóvenes historiadores a los que me refería anteriormente. Con este libro se sitúa en primera fila de la investigación. Me hizo el honor de solicitarme que prologara su obra. Tengo la seguridad de que con historiadores de su talla la antorcha que alumbra la búsqueda de la verdad documentable está en buenas manos.

(Continuará)

Humor de combate

21 febrero, 2017 at 8:30 am

Ángel Viñas

De un amigo mío, catedrático emérito de la Universidad de Aix-en-Provence, Eutimio Martín, el Departamento de Publicaciones de la Diputación de Badajoz acaba de sacar a la luz un edición facsimilar de dos manifestaciones, para mí desconocidas, del exilio español en Francia en contra de la dictadura franquista.

 
La primera apareció en el contexto de las que fueron controvertidas gestiones del gobierno Giral y de la expulsión del PSOE, bajo la férula prietista, del Dr. Juan Negrín junto con varias decenas de sus seguidores. No se les readmitió a la militancia sino a título póstumo a principios del presente siglo. Se trató de un modesto periódico, casi hoja volandera, titulada DON QUIJOTE. PUBLICACIÓN DE HUMOR Y DE COMBATE. El número uno data de junio de 1946 y solo llegó a siete, el último fechado en marzo de 1947. Cada ejemplar tenía cuatro páginas.

La segunda manifestación fue, esta vez sí,  una mera hoja volandera, titulada AQUELARRE. Data de 1954 y consta de dos romances antifranquistas. Un sarcástico remedo, titulado “Espantosa grandeza”, del conocido soneto de Cervantes “Al túmulo del rey Felipe II en Sevilla”, con la famosísima frase “voto a Dios que me espanta esta grandeza”. Y otro, “Romance del Peñón”,  que se refiere a la eterna obsesión francofalangista por Gibraltar y su recuperación por la fuerza. No hay que olvidar que el inmarcesible Caudillo fue el único dirigente español desde el siglo XVIII que se propuso tomar el Peñón manu militari. Con los gloriosos resultados de todos conocidos.

Eutimio Martín ha buceado en los fondos de la Biblioteca Nacional de Francia donde ha encontrado DON QUIJOTE y en los del Pabellón de la República en Barcelona para la hoja volandera. Ambos se han reproducido pulquérrimamente en una edición al cuidado de Antonieta Benítez Martín, directora de publicaciones de la Diputación de Badajoz.

No tengo idea de cómo se distribuirá esta obra, aunque me permitiré hacer una sugerencia al final de este post. Sería una pena que autores más conocedores que servidor del exilio español en Francia no la comentaran. La publicación aparece en la rutilante época de los “hechos alternativos”, tan caros a un sector de esos políticos y aficionados ante los que se descubren encantandos algunos de nuestros medios sociales. También viene a dar un pequeño aldabonazo a nuestras conciencias cuando muchos quieren olvidar la epopeya republicana ya que nuestro eficientísimo (es un decir) sistema de enseñanza mantiene un pudoroso velo no solo sobre la guerra civil y la dictadura subsiguiente, sino en particular sobre el exilio. En tales circunstancias el recuperar las muestras del ácido humor que surgió, un tanto sorprendentemente, en las filas del mismo no es una tarea intrascendente.

La mezcolanza de humor negro y combate político tiene una larga tradición. Cuando estudiaba en Alemania recuerdo que uno de los libros que más me impresionó se titulaba “Los chistes susurrados en el Tercer Reich” (Der Flüsterwitz im Dritten Reich). En nuestro país el siempre añorado militar y profesor Gabriel Cardona escribió una obra sobre los chistes contra Francoque a veces fueron desternillantes. También ha habido largas y sesudas disquisiciones sobre La Codorniz y otras publicaciones humorísticas.

He de confesar que no conocía muestras de ese humor negro en el exilio español. Nunca me pareció que fuese un entorno en el que pudiera florecer la vena satírica. Con ello revelo mi ignorancia y me ha hecho mucha ilusión poder limitarla ahora gracias a la edición que ha efectuado el profesor Eutimio Martin.

Su trabajo va precedido de una larga introducción histórica sobre dicho exilio en la que aborda su evolución (con el trato dado a casi el medio millón de personas que emigraron a Francia y de las que no tardaron en regresar tres cuartas partes), su aportación a la resistencia francesa contra el invasor y ocupante nazi, sus frustraciones ante la política chovinista de De Gaulle empeñado en  crear y mantener el mito de la “Francia resistente” de la que excluyó a los no franceses, la revisión a que le ha sido sometida con la recuperación de la “Nueve”, es decir, la compañía de la Segunda División Blindada del general Leclerc cuyos vehículos fueron los primeros en entrar en París en agosto de 1944. Sin olvidar el reconocimiento oficial de la República Francesa del sufrimiento y del heroismo derrochados por los exiliados españoles. Más vale tarde que nunca, porque también ellos pagaron el precio de la sangre y de las lágrimas y no solo los nazis, como reza la inmortal canción de los partisanos.

Lo más interesante de la larga introducción es, naturalmente, la contextualización de DON QUIJOTE. Se trata de un hueso duro de roer porque en los siete números no se identifica ni al editor ni a ninguno de los colaboradores. Todos utilizan nombre extraídos de la obra de Cervantes. Imagino que por exigencia de la legislación francesa se indicó una dirección y un responsable de los números (gerente o administrador) pero, aparte de que fuese un apellido español, que no dice nada, una tal “Mme. Saez”, la oscuridad más absoluta rodea el origen de la publicación.

Como siempre, es en la contextualización en donde mejor se percibe la maestría del historiador. Eutimio Martín no es un principiante. Ha escrito largo y tendido sobre vetas oscurecidas de García Lorca o de Miguel Hernández, sobre la represión franquista, sobre el exilio. Ha entrevistado a lo largo de su extensa carrera universitaria, siempre en Francia, a relevantes personajes de la resistencia española a los nazis e incluso a uno de los ejecutores de las decisiones del PCE de acometer el mitificado intento de invasión transpirenaica en 1944 por el Valle de Arán.

Martín considera que los colaboradores de DON QUIJOTE bien pudieran haber sido anarquistas descontentos con la expulsión política de Negrín del Gobierno en el exilio y que a la vez fuesen fervientes defensores de la unidad de todas las fuerzas republicanas fuera de España para levantar y mantener un frente común contra la dictadura de Franco. De ser así, fueron una excepción dentro de la tendencia política que representaban. Un dato que no conviene olvidar.

La edición de DON QUIJOTE está dedicada a la memoria de Eduardo Pons Prades, uno de los primeros autores en reivindicar la memoria y los hechos del exilio, y en particular de la resistencia anarquista a la ocupación nazi. En los años terminales del franquismo y durante la transición, Pons -a quien conocí personalmente- dio una batalla incansable, persistente, más allá de todo descorazonamiento por lo que más tarde se llamaría “recuperación de la memoria histórica”. Sus libros, basados en fuentes orales y escritas, y hasta entonces prácticamente desconocidas, son obras de referencia. Dice mucho a favor de la República francesa que Pons terminase condecorado con la Medalla Militar (una distinción nada pequeña) por su papel en la resistencia. Sería obvio señalar que,  mientras tanto, en España jamás se le hizo oficialmente, que yo sepa, objeto del menor homenaje. No en vano se califica a España de “madre amarga”.

Confío en que la Diputación de Badajoz envíe a la red de bibliotecas públicas de Extremadura, y también de fuera de esa comunidad autonóma, ejemplares de DON QUIJOTE. PUBLICACIÓN DE HUMOR Y DE COMBATE. Algo que le asegurará un más amplio reconocimiento. Quisiera reflejar aquí, en este modesto blog, mis felicitaciones a la institución y a su directora de publicaciones. El combate continúa en el tiempo, quizá floreciente, de los “hechos alternativos” y no conviene perder el humor. Desde luego no en 2017. Tampoco se perdió setenta años antes.