Sobre las justificaciones primarias del 18 de Julio (VIII). Hay que dar a los «rebeldes» lo que se merecen

3 mayo, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

En lógica consecuencia de los principios y orientaciones apuntados en posts anteriores un sector amplio de los uniformados se levantó en armas contra un régimen que decían corrupto y al borde mismo de la revolución. Naturalmente para salvar a España. No crea el lector que lo hicieron a lo bestia. Eso sería desconocer el funcionamiento del mecanismo de proyección que tanto cuidaron Mola, Franco, Queipo et al. Lo hicieron con «su» legalidad en la mano. Es decir, dictaron bandos de guerra que establecían la supremacía de la «ley» militar sobre la civil y no tardaron en declarar el estado de guerra en todo el territorio nacional. Se cubrieron las espaldas.

franco-mola-y-cavalcantiLa junta de generales que allá en marzo de 1936 había sentado la dirección hacia la cual debía tender la sublevación se transmutó por designio de aquella misma providencia a la que Hitler siempre se refería en sus discursos en Junta de Defensa Nacional y empezó a dictar disposiciones como si fuera la única autoridad «legítima».

Obsérvese lo que esto significa. Un grupo de generales y jefes, autodesignados o designados por cooptación, se erigieron en portavoces de un colectivo militar profundamente dividido y que se escindió, se autoconstituyeron en autoridad suprema, decidieron autodeclararse como representativos de los sentimientos de toda España (nada menos) y se arrogaron la potestad de dictar disposiciones de carácter general. Lo reflejaron en su denominación de Junta de Defensa Nacional (JDN). El término Junta tenía connotaciones históricas, por ejemplo, con la guerra de Independencia o contra el francés. La Defensa lo era, evidentemente, frente al enemigo «rojo» y «bolchevizado». Y el adjetivo nacional no requiere de mayores comentarios. Es el que caló. Los sublevados se autodenominaron «nacionales». ¡Faltaría más! En su percepción los otros jamás lo serían. Sus sentimientos no eran españoles sino soviéticos y revolucionarios. Incluso tintados por las logias y los «hijos de Sión».

Una de las primeras medidas de aquella JDN fue declarar el estado de guerra en todo el territorio. Tardó unos días en publicarse. Cuando lo fue, convalidó los bandos que habían proclamado los cabecillas de las divisiones y regimientos rebeldes. La usurpación de la legitimidad se veló con una fórmula que estaba llamada a iluminar, directa o indirectamente, aquellas medidas de represión «juridificadas» que se dirigieron contra los españoles que no se habían sublevado.

Esta «juridificación» se basó en la remisión (no se caiga de espaldas el lector ni le dé un soponcio) a la Ley Constitutiva del Ejército de 29 de noviembre de 1878. Sobre su validez jurídica en 1936 cabría establecer discusiones bizantinas como las que al parecer hubo referidas al sexo de los ángeles. En los casi sesenta años transcurridos habían ocurrido muchas cosas, entre ellas, la desaparición de la Monarquía alfonsina y la Constitución de 1876. El nuevo régimen se había dotado de un aparato legislativo nuevo o renovado. Por ejemplo, con la Ley de Defensa de la República.

Lo cierto es que los sublevados de verdad se saltaron también a la torera y groseramente las disposiciones de aquella Ley Constitutiva de 1878. Se agarraron desesperados al artículo 2. Este preveía que la primera y más importante misión del Ejército estribaba en sostener la independencia de la Patria y defenderla de enemigos exteriores e interiores. Lo cual podía entenderse ante todo como una constatación obvia respecto a la defensa frente ataques foráneos (imagine, por ejemplo, el lector que Francia o Portugal o el Reino Unido o Andorra hubieran arremetido contra España). Pero también como reflejo del recuerdo y actualidad que entonces tenían las guerras carlistas. ¿Debo traer aquí a colación que la tercera carlistada ocurrió entre 1872 y 1876?

Ahora bien, los uniformados que sí se sublevaron se «olvidaron» (pillines ellos) de que aquellas sacrosantas misiones estaban cuidadosamente reglamentadas. El rey podía emitir disposiciones respecto al empleo del Ejército, sí, pero debía tener en cuenta el artículo 49 de la Constitución de la Monarquía. Era el ministro del ramo, y por extensión el Gobierno, quien debía autorizar tal empleo. Si, a tenor del artículo 5 de la mencionada Ley Constitutiva, el rey usaba de la potestad que le confería el artículo 52 de la Constitución y tomaba personalmente el mando del Ejército para salir en campaña, las órdenes que dictase deberían ir refrendadas por sus ministros. Es decir, el rey no podía hacer lo que le viniera en su real gana.

En 1936 no había rey pero, en el supuesto de que la Ley Constitutiva del Ejército tuviera algún átomo de vigencia, lo que estaba meridianamente claro es que los militares, por sí mismos, no podían salir en campaña. Necesitaban el refrendo gubernamental. Por consiguiente, acudir a la Ley Constitutiva del Ejército era un procedimiento bastardo e ilegal desde todo punto de vista.

La consecuencia es que el Ejército se rebeló y con ello, automáticamente, se salió de la dudosa legalidad que invocaba. Su única «legalidad» fue la impuesta por las bayonetas, la fuerza y los asesinatos.

Pero, argumentando como leguleyos de tres centavos, la referencia a la Ley Constitutiva del Ejército les permitió considerar como «rebeldes» a quienes no se sometían a los bandos de guerra. ¿Consecuencia? O bien fueron ejecutados sumariamente sin la menor apariencia de «juridicidad» o bien fueron llevados a consejos de guerra. En contra de lo que, a veces, ha solido afirmarse estos consejos de guerra se formaron inmediatamente, al menos en las numerosas plazas que cayeron en poder de las unidades sublevadas. Ante ellos aparecieron, sobre todo, ciertas autoridades civiles, políticas o sindicales.

Los consejos condenaron y con frecuencia condenaron a muerte. Sin embargo, muchos de los leales al Gobierno legítimo o pertenecientes a cualesquiera organizaciones de izquierda (esas de las que los militares afirmaban que iban a sublevarse) desaparecieron misteriosamente en las cunetas, ante innumerables paredones o ante las vallas de los cementerios. Fueron la inmensa mayoría.

Siempre he explicado a mis interlocutores extranjeros, y seguiré haciéndolo, que todavía hoy, en 2016, una familia española puede irse de camping y tras liquidar la tortilla el papi puede sugerir que se pongan a cavar en alguna cuneta para pasar el rato. ¿Y qué puede ocurrir? pues que a lo mejor se encuentran con una fosa olvidada. Este fenómeno, indigno de un país medianamente civilizado, es algo que no se encuentra en ningún Estado de esa Europa occidental. Evidentemente, Spain is different. En muchos aspectos y no para bien.

La violencia «no reglada», pero tampoco espontánea, es algo que numerosos historiadores españoles llevan analizando desde hace más de treinta años. ¿Creerá el lector que algunos colegas extranjeros, generalmente norteamericanos, se han enterado de los descubrimientos hechos? Si leen español no tienen perdón. Si no lo leen pueden con todo remitirse, como prueba a contrario, a Paul Preston y Helen Graham, entre otros, y leer buenas reconstrucciones en inglés. Por lo demás, dicha violencia siempre estuvo sometida a un rígido control militar. ¡Buenos eran los salvapatrias como para permitir que los paisanos, por muy de derechas que fuesen, hicieran lo que quisiesen?

El lector puede pensar que exagero. Nada mejor, pues, que dar unos cuantos ejemplos del alto sentido «jurídico» de los militares felones, en el bien entendido que todos los muertos y todas las miserias de la guerra civil fueron «para salvar a España». Imagine el lector lo que hubiera podido pasar si hubiesen ocurrido con intenciones bastardas.

Sobre las justificaciones primarias del 18 de Julio (VI). Días de gloria y días de ocaso

19 abril, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

El carácter estúpido de las referencias a «fuentes» de los posts anteriores en relación con los bolcheviques y la Komintern se confirma no solo a través de la exploración de cada una de ellas, lo que alargaría esta serie. Baste con recordar que, a pesar de todas las proclamaciones del SHM y recogidas de forma ampliada por Félix Maíz, lo que pasaban por servicios de información de los sublevados (y luego del franquismo) fueron incapaces de identificar a los delegados de la Komintern en España y ni siquiera se dieron cuenta de que tras el tan mencionado Ventura se ocultaba, simplemente, Jesús Hernández. En realidad, los posts que anteceden reflejan una de las «justificaciones primarias» de la sublevación, pero no hay que olvidar que esta justificación no tardaría en adquirir una importancia incluso mayo y que hechos sucesivos la potenciaron hasta el infinito.

Captura de pantalla 2016-03-21 a la(s) 11.36.14En la jerga militar y política de los primeros años de la dictadura la guerra fue proclamada, orgullosamente, como «guerra de liberación». ¿De quién? Esencialmente del yugo comunista que hubiese atenazado a España de no haber sido por los valientes patriotas que se alzaron contra aquella amenaza existencial.

La intervención soviética en la contienda se presentó como la lógica continuación de las maniobras que la Komintern había llevado a cabo durante los años de paz. Con respecto a la intervención misma a partir de julio de 1936 eminentes historiadores militares franquistas exageraron sus dimensiones, su significado político y su papel. En ello siguieron las pautas propagandísticas que difundía el Eje por doquier y a las que se atuvo la contrapropaganda de los sublevados. El análisis daría para un libro, además de los dos ya mencionados de Southworth. No en vano desde el Madrid de la victoria, capital del futuro Imperio franco-falangista, se proclamó a voz en grito en todas las declinaciones posibles que en España había estado en juego el futuro de la civilización occidental. La Iglesia católica española colaboró con entusiasmo. Su caso es más comprensible. Había sido víctima de una repulsiva ola de violencia durante los primeros meses de la sublevación.

Desde la histérica exageración del asalto «comunista» a la España eterna tres acontecimientos posteriores a la guerra civil cogieron a la incipiente dictadura con el paso cambiado. El pacto germano-soviético de agosto de 1939. El estallido de la guerra europea tras la invasión nazi de la católica Polonia y el envío de la «División Azul» al frente del Este.

La línea argumental se descompuso entonces en tres grandes direcciones. La primera, y más sustantiva, fue la de que el régimen español fue siempre anticomunista desde su instauración y que así permanecería contra viento y contra marea. Nunca se había dejado engañar por los cantos de sirena del Kremlin y no se dejaría en el futuro. Ni en 1939 ni en 1941. (Implícitamente esto significa que otros, sí: léase británicos y norteamericanos un tanto bobalicones). La segunda dirección, corolario de la anterior, fue la teoría de las «tres guerras»: España era «neutral» en el Oeste, combativa contra el comunismo en el frente del Este y mera espectadora en el Pacífico. No engañó a nadie pero la teoría sirvió de hoja de parra mínima, todavía elevada por algunos historiadores profranquistas a la categoría de «gran estrategia». La tercera dirección acentuó el anticomunismo ferviente desde 1936. Ganó en intensidad con Franco autoelevado a la dignidad suprema de «centinela de Occidente» como el único hombre de Estado que había ganado al comunismo por las armas en la mano y en campo abierto, mientras se acogía encantado a la sombra protectora de Estados Unidos en plena guerra fría.

Representativa de toda esta argumentación (podría fácilmente acudirse a otros ejemplos) es el relato que Luis Antonio Bolín trazó, con toda desvergüenza, en su engañoso libro España. Los años vitales. En mi opinión debería republicarse con un buen estudio introductorio y las notas correspondientes. Bolín siempre fue desmesurado en sus mentiras. Así, con la mayor cara dura, aludió a fantasmagóricas muestras de la ayuda soviética a los comunistas españoles antes de la salvadora, y salvífica, sublevación militar de 1936. Algunos de sus párrafos provocan sonrojo. (Como solo tengo la edición en inglés, destinada a mantener encendida la llama de simpatía por el régimen franquista entre la derecha británica, me referiré a ella).

Combinando inteligentemente supuestas vicisitudes personales y un cuadro general pintado a la medida, Bolín -uno de los creadores del mito de Guernica- no tuvo el menor reparo en echar mano a algunas de las estupideces del SHM y/o de Félix Maíz: así, por ejemplo, al VII Congreso de la Komintern y sus supuestos planes sobre España (p. 144) o a los ditirambos cantados en loor de la URSS (pp. 145s). No pudo faltar la mención al envío de egregios agitadores soviéticos (en primer lugar Bela Kun, un canard que se remontaba a una intoxicación nazi coetánea) pero también otros para mi desconocidos (p. 149).

Bolín, ignoro si sentando un precedente o como mero «pelota» del SHM, no dejó de enfatizar el programa de las izquierdas de cara a las elecciones de febrero de 1936. Con él, aportación fundamental, entremezcló las aterradoras visiones que se desprendían de los supuestos planes de la Komintern (p. 150) y que después tanto hicieron las delicias de algunos profesores «objetivos». Esta entremezcla muestra la suprema desfachatez del excorresponsal de ABC, pero que yo sepa nadie se ha molestado en destacarla.

La cereza sobre el pastel la representó, en otro golpe de audacia, su acusación de que en mayo de 1936 armas bastante más contundentes que pistolas, mosquetones y escopetas (que las izquierdas habrían blandido en el desfile del 1º de mayo en representación de unidades de combate dotadas con 150.000 hombres, de grupos de resistencia con otros 100.000 y de sindicatos que contaban con 200.000 más) habían sido transportadas por barcos soviéticos a Sevilla y Algeciras (p. 151). ¿Se lo imagina el lector? Barcos que descargarían, hemos de suponer, a lo largo de las riberas del Guadalquivir o pegados al Estrecho armamento algo más pesado que el ligero. ¿Ametralladoras?, ¿cañones?, ¿tanques?… No es de extrañar que en el elegante hotel Claridge, tranquilamente pero jugando sucio, Bolín discurseara afirmando que en algún momento cualquier alzamiento nacional podría estallar ante el riesgo inminente de una sublevación comunista (p. 153).

Me permito recordar que el libro de Bolín, en un alarde de coordinación, se publicó simultáneamente en castellano (Espasa Calpe) y en inglés (Cassell) en 1967 y que la edición española contó con el apoyo del insigne ministro de Asuntos Exteriores Don Fernando María Castiella (un ancien de la División Azul y Cruz de Hierro) y con un apéndice, el VI, en el que se reprodujeron varios papeles relacionados con el «oro de Moscú».

Esto no fue ninguna casualidad. A las maniobras soviéticas para desencadenar una revolución rojísima en España y a la ayuda vital a una República no menos roja, para mantenerla en vida en función de los aviesos designios del Kremlin, el franquismo añadió desde 1936 hasta 1975 el mito del oro. El gran expolio perpetrado por la «escoria de la nación» para satisfacer a sus amiguetes o jefecillos soviéticos. (El lector que desee conocer cómo la dictadura trató tal tema puede acudir al segundo capítulo de mi libro Las armas y el oro. Palancas de la guerra, mitos del franquismo. Lo más probable es que se ría). Todo fue en vano. El mito del oro se disipó en el cielo azulado de las camisas falangistas (¿alguien recuerda a algún Gobierno español que lo haya reclamado oficialmente?).

Sin embargo las maniobras soviéticas para lanzar la revolución y mantener una guerra no menos revolucionaria dejaron de interesar políticamente a las autoridades españolas tan pronto como se afianzó la transición, desapareció la censura y se instauró la libertad de expresión. Hoy solo mantienen matices o resabios de aquellas tesis algunos historiadores norteamericanos poco al día de la literatura española. Lo que había sido una de las más importantes justificaciones primarias del 18 de Julio llegó a su ocaso operativo. En la actualidad cabe ojear obras de autores muy conservadores y antirrepublicanos y no leer apenas algo interesante al respecto.

La justificación principal, y hoy ya casi única, fue la segunda: la anarquía, el hundimiento de la ley y el orden, las oleadas de violencia registradas en la primavera de 1936. Fue coetánea de los hechos. ¿Quién no ha oído hablar de los discursos de Gil Robles y de Calvo Sotelo en las Cortes denunciando todas las vesanias del Frente Popular? Y, como corolario, dos tesis presentadas como si fueran afirmaciones bíblicas: el Gobierno republicano dejó hacer a las turbas porque, en el fondo, también quería una revolución.

En definitiva, hubo que torcer un poco la dirección del navío historiográfico. A la mayor gloria de la VERDAD, única e indivisible.

OBJETIVIDAD, IMPARCIALIDAD Y EL «LIBRILLO»

6 octubre, 2015 at 8:30 am

En este post argumento sobre el fundamento heurístico de mi «librillo» y la conexión con las premisas axiológicas en que se basa. Todo ser humano contempla el mundo en que vive o la representación que se hace del pasado reciente a través de una retícula de valores. Es imposible no hacerlo. No somos chimpancés, calamares o piedras. Tal retícula está influída por numerosos factores que han ido desvelando, entre otras, la sicología, la antropología y la sociología. Unos son de naturaleza personal, otros proceden del medio. Unos se absorben en la familia. Otros fuera de ella, generalmente en un proceso de socialización dominado por la enseñanza escolar. No hay historiador que escape a ello.

Libro texto Comunidad de MadridNingún sistema político moderno deja a sus futuros ciudadanos al albedrío de una enseñanza no reglada. El tiempo de esta periclitó hace varias generaciones. Ahora bien, ese pasado comúnmente admitido, transmitido en base a un currículo generalmente explícito, no es estático. De lo contrario, el historiador desaparecería en un mundo orwelliano en el que las necesidades del presente y las conveniencias del futuro definen una interpetración impuesta respecto a lo que se deba creer y no creer. Tal mundo orwelliano florece en las dictaduras. Es incompatible con una sociedad que valore la libertad y la democracia y en la que se acepten plenamente el disentimiento y la heterodoxia.

El pasado, escribió L. P. Hartley en una novela famosa, The Go-Between, es «un país extraño» en el que las cosas «se hacían de manera diferente». Como está pasado no es fácil reconstruirlo, aunque se intenta desde la más remota antigüedad. Hoy nos apoyamos en una metodología adecuada, con base científica y criterios específicos de calidad, contrastabilidad y «falsabilidad». No llegamos a pretender la sedicente exactitud de otras ciencias sociales (a la cabeza de las cuales la economía siempre ha defendido sus pretensiones) pero tampoco nos limitamos a la recreación literaria. Una novela histórica ni es historia ni la sustituye.

Todo esto, sucintamente expuesto, viene a cuento porque existe una tendencia entre ciertos historiadores que destacan orgullosamente que la historia es la exposición de «datos», de «hechos». Una entelequia como otra cualquiera porque ni unos ni otros existen por sí solos. Sus consecuencias y su contextualización son los que les dotan de significación. Un «dato» puede no existir para un historiador hasta que otro le atribuye un significado determinado. La recuperación de ciertas dimensiones de la historia medieval (antes un amasijo informe de gestas, reyes y trobadores) lo ha puesto de relieve. Esta atribución es, esencialmente, valorativa y el historiador la lleva a cabo desde su peculiar retícula axiológica, desde su cosmovisión o, si se me apura, desde su ideología.

¿Indica esto que todas las atribuciones son igualmente aceptables? La respuesta es no. Para que una atribución pueda mantenerse en pie tiene que estar conectada con un hecho cuya existencia se haya demostrado por los procedimientos de criba propios de la hermeneútica histórica. De aquí que, en último término, toda afirmación debe estar íntimamente relacionada con el sustrato que la inspira. Debe estar documentada, probada, evidenciada.

Es entonces cuando surge un segundo problema. Si el historiador se acerca a los hechos provisto de una cosmovisión particular, de una ideología, ¿cómo demostrar que una es mejor que otra? Aquí es imprescindible diferenciar entre objetividad e imparcialidad, que no son términos sinónimos.

En mi opinión es historiador objetivo aquel que basa su argumentación en «hechos», «datos», «evidencias» susceptibles de contrastación. Dicha argumentación puede ser objeto de análisis intersubjetivos y resulta, por ende, refutable en mayor o menor medida. En una palabra, sus argumentos pueden evaluarlos otros historiadores con referencia a dichas evidencias, nuevas o menos nuevas, quizá abiertas a interpretaciones varias pero tanto o más constreñidas cuanto más abundantes y amplios sean el análisis y contextualización a que abocan. La imparcialidad es otra cosa: está relacionada con valores comúnmente aceptados, que son a su vez producto de la historia y, por definición, contingentes. No hay historiador imparcial, aunque lo parezca. Incluso las guerras medas siguen suscitando discusiones. El debate científico abarca todas las áreas del conocimiento y la historia no solo no es una excepción, sino que es un terreno muy abonado para el mismo.

¿Ejemplos de valores como enraizados en la historia? Durante casi todo el pasado para el cual disponemos de evidencias físicas, culturales o documentales la esclavitud no se puso en discusión con carácter general. Desde principios del siglo XIX fue atacada. Hoy existe en ciertas regiones pero tiende a esconderse o a camuflarse. La sociedad actual no la acepta. Lo mismo cabría afirmar de valores tales como la democracia o los derechos humanos (que a su vez han experimentado un proceso de densificación desde los de naturaleza política a otros de índole social, económica, de género y, como ha reconocido valientemente el Papa, también medioambiental). Sus contenidos eran desconocidos o limitados en el pasado. Hoy no.

De aquí se desprende que el historiador, aunque familiarizado con los valores de ese país extraño que es el pasado, no pueda por menos de abordarlos desde su manifestación presente. ¿Quién se atrevería hoy a defender la esclavitud? ¿O la mera reducción de los derechos humanos a los de naturaleza estrictamente política? ¿Cómo justificar el fascismo, el nazismo, el comunismo?

No extrañará, pues, que mi «librillo», tal y como he expuesto en posts precedentes, necesite ser complementado. Ningún historiador decente puede permanecer impasible ante la violación de la libertad o de los derechos humanos por las dictaduras del siglo XX. ¿Cómo exculpar a Hitler, a Stalin, a Mao Tse Tung? O, más próximo a nosotros, ¿cómo exculpar a Franco?.

Todos ellos tuvieron a su servicio historiadores y corifeos que presentaron una visión del pasado deformada pero coherente con los objetivos ideológicos de sus respectivas dictaduras: imponer un futuro racialmente homogéneo tras una pugna en pos de la supremacía o la conquista del paraíso con un Estado periclitado y en el cual la felicidad individual se armonizaría con la felicidad social.

De Franco puede decirse que no aspiró a sentar las bases para llegar a una situación finalista. Se contentó con mantenerse en el poder todo el tiempo que permaneciera con vida. Si acaso esperaba algo fue que su peculiar concepto de «democracia orgánica» le sobreviviese. No duró dos años.

Sin embargo, todavía existen -y existirán quizá durante un par más de generaciones- quienes se reclamen de las pretendidas bondades del franquismo. Un caso curioso y que tiene mucho que ver con un proceso de socialización por la vía de la enseñanza reglada que adolece de fallos inmensos. Ni ha roto con el pasado ni ha suministrado a los ciudadanos, presentes o futuros, el conocimiento y el instrumentario analítico para pensar críticamente sobre el pasado común de una sociedad en rápido proceso de mutación como es la española. Una sociedad que sigue necesitando de buenas dosis de concienciación histórica.

¿Ejemplo último? Según la prensa, el manualito para los alumnos de sexto de primaria en la Comunidad de Madrid que ha aflorado hace unos días y que contiene, al parecer, (no lo he leído), una impresionante serie de sesgos en los que destaca el nulo sentido del pudor de su alabadísima expresidenta. Encargo un ejemplar de manera inmediata. A lo mejor da materia para futuros posts.