Ahora que llega el 18 de julio vamos a contar mentiras, tralará (bis)

18 julio, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

Quisiera empezar este post disculpándome ante mis lectores. Con él no termino la serie sobre Hitler, que dejo para la semana próxima. Lo pospongo por dos razones. En primer lugar porque se publica, excepcionalmente, un lunes coincidiendo con el 18 de julio, fecha convencional del estallido de la guerra civil hace hoy ochenta años. En segundo lugar porque acabo de darme cuenta de un episodio que me parece representativo de cómo algunos escriben “historia” o, al menos, sobre el pasado. En este caso, el profesor Stanley G. Payne. El titulo del post recuerda, vagamente, a la primera línea de una canción infantil en la que las liebres corren por el mar y las sardinas por el monte.

Estoy ojeando EL CAMINO AL 18 DE JULIO cuyo subtítulo reza, nada menos, LA EROSION DE LA DEMOCRACIA EN ESPAÑA (DICIEMBRE DE 1935-JULIO DE 1936). Una conferencia con el mismo título, la primavera pasada, en el CESEDEN generó cierta controversia en la prensa y las redes sociales. Se reflejó incluso en este modesto blog.

No voy a hacer aquí ni una crítica ni una reseña del libro. Recientemente ha aparecido una muy elogiosa escrita en la REVISTA DE LIBROS. No estoy de acuerdo ni con ella ni con la orientación de la obra reseñada, pero de ello no quiero escribir. No es el momento ni el lugar.

He tenido ocasión de cruzar espadas con Payne. Por ejemplo, en mi libro LA OTRA CARA DEL CAUDILLO mostré su indigencia investigadora. Lo he hecho también, en este blog, en relación con su tratamiento del bombardeo de Guernica. Indignado por su biografía de Franco (escrita con un periodista de pasado dudoso) dirigí un número extraordinario de la revista académica digital HISPANIA NOVA en el que un grupo de historiadores españoles pusimos al descubierto algunas de las características metodológicas del tan alabado autor norteamericano (los lectores que quieran ojear el número pueden encontrarlo en la red).

Así, pues, no me sorprende mucho la obra de Payne. Sin embargo, al ojearla me he encontrado con un caso de desfachatez tal que me veo obligado a ponerlo en la picota públicamente. No espero que responda porque, en realidad, no tiene respuesta posible. Pero sí lo aireo como aviso a navegantes.

Para ahorrar a los lectores los 19,90 euros que cuesta el libro según su precio de tapa reproduzco lo que escribe el autor en las páginas 290 y 291. En itálicas transcribo lo que resulta totalmente inadmisible.

“Mola no emprendió ninguna iniciativa seria para ganar un apoyo extranjero, aunque, como hemos dicho, Sanjurjo había viajado a Berlín en marzo en busca de armas, sin éxito, y en junio los monárquicos trataron, igualmente sin éxito, de reabrir las relaciones que habían establecido con el Gobierno italiano tres años antes”.

Esta frase lleva una nota al pie que dice así:

Al comienzo de 1933, una iniciativa conjunta de monárquicos alfonsinos y carlistas habían (sic) firmado un acuerdo con Roma que prometió una ayuda italiana limitada por (sic) una rebelión armada contra el régimen republicano, que después pasó a ser letra muerta. En junio de 1936, los monárquicos del grupo Renovación Española, que mantenían una conspiración paralela con elementos de la UME, trataron de ganar apoyo financiero de Roma, mientras reanudaban la petición de armas”.

Se añaden dos referencias: una a Ismael Saz y su clásica obra y otra a la  contribución de servidor al libro dirigido por el profesor Francisco Sánchez Pérez, LOS MITOS DEL 18 DE JULIO.

El lector no advertido no se dará cuenta de lo que va en itálicas constituye una superchería. No ha tenido inconveniente en tergivesar todo lo posible en relación con un tema que ha hecho correr ríos de tinta. Las siguientes observaciones son las mínimas:

1ª Los contactos entre conspiradores españoles y fascistas italianos se remontan, por lo menos, a 1932 (incluso hay indicios de que a Roma se comunicó algo acerca de la preparación de la “Sanjurjada”) pero políticos muy significativos empezaron su peregrinaje hacia la capital del fascismo ya en el otoño. No para tomar el té. Con galletas o sin ellas.

200px-Antonio_goicoechea22ª Como resultado de estos contactos, que fueron intensificándose y densificándose en los meses siguientes, se llegó al acuerdo con Mussolini de 31 de marzo de 1934 (no de 1933). Documentación al respecto, que guardó para sí Antonio Goicoechea, número dos de José Calvo-Sotelo, la encontraron las milicias en su casa madrileña en plena guerra civil. Esta vergonzante faceta de la conspiración quedó expuesta a la luz del sol. Ha generado numerosos artículos y comentarios.

3ª Obsérvese que el acuerdo se concluyó no cuando gobernaba una coalición de izquierdas sino un gobierno radical, dependiente de la buena voluntad de la CEDA (aunque no sin contraprestaciones).

4ª El acuerdo, muy amplio, no se llevó a la práctica totalmente pero oficiales requetés se entrenaron en Italia. Hubo sus más y sus menos en cuanto al suministro de cierto material (bombas de mano, fusiles y ametralladoras, todos viejos salvo las primeras) y una sustancial ayuda económica. Los detalles pueden seguirse en Morten Heiberg (EMPERADORES DEL MEDITERRANEO) y en José Ángel Sánchez Asiaín (LA FINANCIACIÓN DE LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA). Ninguno de tales autores figura en la bibliografía de Payne. Los contactos con Italia se examinan incrustados en la estrategia y táctica de los monárquicos en aquellos años en el libro de Eduardo González Calleja CONTRARREVOLUCIONARIOS, que Payne cita en su bibliografía, pero a quien se le olvida mencionar en este aspecto.

5ª Todo lo que antecede podría atribuirse a una redacción apresurada. El autor siempre argumentará que no es posible citar toda la literatura disponible y que, en todo caso, es muy libre de elegir la que le parezca más conveniente. En principio, no hay mucho que objetar aunque omitir literatura directamente relevante es, por definición, un tanto sospechoso.

6ª Otra cosa es tergiversar descaradamente. El tema que Payne oculta cuidadosa y meditadamente es que los monárquicos TUVIERON UN ÉXITO ROTUNDO. El 1º de julio de 1936 Pedro Sainz Rodríguez, número tres de Calvo Sotelo, firmó cuatro contratos para el suministro de material de Aviación muy moderno. Los italianos se comprometieron a entregar una primera tacada en el curso del mes (como hicieron) y el resto en agosto. Payne lo elude al afirmar simplemente, ¡qué pillín!, que los monárquicos reanudaron “la petición de armas”. No eran las mismas. Ametralladoras no equivalen a aviones de guerra modernos.

Bundesarchiv_Bild_102-09844,_Mussolini_in_Mailand7ª Los monárquicos tampoco reabrieron las negociaciones porque los contactos nunca se cortaron. Fue Mussolini quien, en el terremoto político-diplomático que causó su invasión de Abisinia, se concentró en otro tema para él más importante. En cuanto amainaron las aguas, Goicoechea se puso en contacto con Roma, en representación también de Falange, para informar de la  situación española y, a la par, solicitar apoyo financiero con que pagar los sueldecillos de los “grupos de acción directa”, léase pistoleros falangistas. Tan distinguido prócer lo planteó el 12 de junio poco antes de que su líder, José Calvo Sotelo, tronaba en Cortes contra la desintegración de la PATRIA y se proclamaba fascista gallardamente. La carta de Goicoechea, reproducida también por Sánchez Asiain, a la que el nuevo ministro de Asuntos Exteriores y yerno de Mussolini nombrado días antes, conde Galeazzo Ciano, no parece que prestara mucha atención, la comentó extensamente el profesor Ismael Saz. Payne los ningunea con exquisito celo. No cabría negar que se trata de un historiador inclinado a la sutileza en casos delicados.

Todo lo que antece le sirve a nuestro ejemplar autor,  con esa luz cegadora tan suya que deslumbra a algunos colegas españoles, para eliminar de un plumazo lo que debería ser un estigma permanente de la levantisca derecha de la época. Antes del golpe no fueron los comunistas los que pidieron auxilio a la Komintern; no fueron los soviéticos los que suministraron armas a los “revolucionarios” (a pesar de los camelos acumulados de Félix Maiz, o de Botín, o del Servicio Histórico Militar, etc., ya indicados en este blog); tampoco mendigaron armas los socialistas o los anarquistas; ni siquiera las solicitó el gobierno republicano, reconocido internacionalmente, a ninguna autoridad extranjera, aunque hubiese estado en su perfecto derecho a tenor de la legalidad vigente en la época. Quienes sí complotaron con éxito completo fueron los monárquicos, con algún que otro militar a rastras, y lo hicieron, fascistizados como estaban, a la potencia en la que muchos de ellos se miraban embelesados.

Este tipo de conclusiones es lo que el profesor Payne no quiere que extraigan sus lectores. No pongo calificativos pero he acudido al DRAE en busca de definiciones. Que quien lea este post leerá en él, a título de ejemplo, dos vocablos que justifican el recurso a la cancioncilla infantil:

MENTIROSO: que miente

MENTIRA: expresión o manifestación contraria a lo que se sabe, se piensa o se siente; cosa que no es verdad; acción de mentir

Moraleja: es difícil pescar liebres y cazar sardinas y antes se coje a un mentiroso que a un cojo.

Laus Deo.

Sobre las justificaciones primarias del 18 de Julio (y X) Conclusión: ¿sandeces? No. ¡Proyección y lagunas!

16 mayo, 2016 at 8:27 am

Ángel Viñas

A lo largo de los últimos dos meses los posts anteriores a este han reflejado, todo lo fielmente que es posible en escritos breves de tales características, el núcleo de las justificaciones que eminentes representantes del bando vencedor utilizaron para, ante Dios y ante la Historia, convencer de la imperiosa necesidad de la sublevación a las generaciones que la organizaron o padecieron y a las que vinieron después.  Tales representantes empezaron con la traca correspondiente (cortesía en general de la trama civil) antes de dicha felonía. La reelaboraron en los primeros años de la dictadura gracias a la ayuda de propagandistas de medio pelo y de los especialistas del Servicio Histórico Militar. La ampliaron por la vía de testigos tan ensalzados como Félix Maiz y Bolín. Basaron en ella la «legitimidad» de origen de la dictadura. Todavía hoy la defienden, en parte o en casi todo, algunos historiadores insensibles al desaliento.

800px-Berliner_Illustrirte_Zeitung_01La tentación de caracterizar tal traca de mera sarta de sandeces es grande. Pero constituiría un error garrafal e históricamente inadmisible. Desempeñó un papel absolutamente esencial: el de justificar lo injustificable y el de constituir la base de un corpus de doctrina que duró tanto como la dictadura. La traca de entonces sigue arrojando sombras sobre la España democrática y, en especial, sobre la enseñanza de la historia contemporánea. Es necesario profundizar algo más en lo que representa.

En primer lugar, es la traducción operativa de un mero ejercicio de proyección. Es decir, la imputación al otro de la conducta propia. Como esta fue execrable se la endilgaron a los adversarios. Sin embargo, no fueron los «rojos» (republicanos burgueses, socialistas, anarquistas, comunistas) quienes complotaron con una potencia extranjera (la URSS) para hacer la revolución y asentar una dictadura. Fueron los monárquicos quienes lo hicieron para facilitar la contrarrevolución y restaurar la Monarquía merced a la intensificación de sus lazos con la Italia fascista  que desembocaron en los «contratos romanos» para el suministro de material de guerra moderno el 1º de julio de 1936.

Fueron los carlistas quienes, temporalmente, se aliaron con los anteriores aunque luego tuvieran un pequeño zipizape por cuestión de enseñas, símbolos y, más importante,  por la determinación de quien se llevaría el gato al agua en la ansiada restauración monárquica.

Fueron los falangistas quienes, financiados por el dinero fascista, se prestaron a servir de pistoleros en remedo de los grupos de acción directa que tan útiles fueron a Mussolini en su camino hacia el poder.

Fueron los representantes más acrisolados de la oligarquía financiera, encabezados por Juan March, quienes aparte de poner a salvo una gran parte de sus dineritos en bancos franceses, ingleses, alemanes y suizos, no dudaron en añadir su ayudita financiera para la creación de un «estado de necesidad» que en último término justificase la sublevación.

Fueron distinguidos militares como el general Sanjurjo y el teniente coronel Beigbeder quienes, sin demasiado éxito, aspiraron a ampliar su red de contactos internacionales en la Alemania nazi.
En segundo lugar, abultar gracias a los diaristas o testigos la importancia del general Mola como cerebro de la conspiración ha permitido que otros conspiradores pasaran a un segundo o tercer plano. Ante todo Franco. Ciertamente iluminar sus maniobras en Canarias es difícil, aunque no imposible. Ya se preocupó él, con el vital apoyo de su ayudante, el entonces teniente coronel Francisco Franco Salgado-Araujo, de dejar el menor rastro posible. Pero como su primo hermano fue un embustero consumado (no hay mejor mentira que la que se basa lo más posible en la verdad pero la modifica en puntos estratégicos) no podemos tomar como palabra de Evangelio las muchas páginas que escribió para ocultar o distorsionar aspectos críticos. (Tampoco, incidentalmente, las memorias de Pedro Sainz Rodríguez o del señor marqués de Luca de Tena o de su hijo).

Franco Salgado-Araujo se vio apoyado por el silencio de otros. ¿Conoce algún lector memorias del general Orgaz? ¿O de un diplomático escurridizo y venal como el futuro embajador José Antonio Sangróniz, para más inri miembro distinguido de la Real Academia de la Historia? ¿Y qué decir de los papeles de Mola, desaparecidos misteriosamente? ¿O los de Yagüe, que eluden todo lo relativo a la conspiración?

¿Dio Mola, por ejemplo, instrucciones para aplicar en los consejos de guerra («quien no esté con nosotros, está contra nosotros») la espuria interpretación de la Ley Constitutiva del Ejército? ¿O descendió el arcángel San Gabriel sobre los jurídicos militares y se la insufló? ¿Acaso flotaba la idea en el ambiente cual libélula mágica? ¿Escribieron algo personajes importantes en la época como Felipe Acedo Colunga, Lorenzo Martínez Fuset o Blas Pérez González? ¿Dónde están sus papeles si conservaron algunos? Lagunas. Lagunas. ¿Cabe, por ventura, fiarse de las del posterior preceptor del príncipe Juan Carlos, el también jurídico militar Eugenio Vegas Latapié?

En tercer lugar, dado que los nazis justificaron el incendio del Reichstag inducido por los comunistas con la localización de inmensas cantidades de documentación que «probaba» que  estaban a punto de propiciar una revolución, ¿quién o quiénes sirvieron de canal para transmitir tal idea a los conspiradores españoles, algo menos sofisticados? ¿Periodistas imaginativos que visitaron Berlín? ¿El nazificado corresponsal de ABC en la capital del Tercer Reich, tal vez a sueldo del Ministerio de Cultura Popular y Propaganda?  Más lagunas…

En una conspiración, se conspira. Sobre todo si es fácil y no hay que movilizar grandes recursos financieros (salvo para adquirir armas extranjeras).  Al escribir su historia, los autores franquistas o neofranquistas mienten. Es una constante que ya empezó con Arrarás y que continúa impoluta, aunque adaptada, hasta los momentos actuales. ¿Sabe alguien de los descubrimientos genuinos que sobre la conspiración haya hecho, por ejemplo, el profesor Payne? ¿O el profesor Suárez Fernández? ¿O el difunto profesor de la Cierva y Hoces?

¿Conoce algún lector si, por casualidad, la familia Franco sigue teniendo papeles de su tan enaltecido ascendiente que arrojen luz nueva sobre su ascenso al poder? Porque, ciertamente, no es un tema baladí. Lo dejó sembrado de cadáveres cuya sombra sigue planeando sobre la sociedad española, escindida entre la que prefiere no recordar y la que desea saber. Mientras tanto, la mitología subsiste. La verdad rankiana se oculta y los historiadores neo-franquistas proclaman, implícitamente, que ya se conoce toda la historia y, ¡ay de quien se atreva a desenterrar entuertos y, sobre todo, muertos!

Confío en que la pequeña serie de posts que con este termina haya sido de interés para los lectores. Y también confío en que algún historiador neo o parafranquista se digne seguir «descubriendo» cosas todavía ocultas que den la razón a Félix Maiz o a Bolín o a Arrarás o a Aznar o a Lojendio. O al SHM.

 

Sobre las justificaciones primarias del 18 de Julio (IX). Condenas «con arreglo a Derecho»

10 mayo, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

Para nuestros propósitos no es la violencia salvaje de los sublevados la más interesante, aun cuando fuese la más terrorífica y letal. Desde el punto de vista de las «justificaciones » hemos de dar la primacía a aquéllas que se fundaron sobre un bastardeado basamento «jurídico». Algunos ejemplos permiten identificar los puntos esenciales de la argumentación esgrimida por los juristas militares.

frente popularEmpezaré con las enrevesadas cogitaciones del fiscal militar en uno de los consejos de guerra que he estudiado. Fue del tenor siguiente:

«A partir de la fecha en que por consecuencia de las elecciones celebradas en España en febrero del pasado año de 1936 triunfó y se erigió en conductor de los destinos de nuestra Patria el funesto Frente Popular, fue desarrollándose un estado de indisciplina y subversión tal que, luego, con el franco dominio en las calles del terrorismo y tendencia anarquizante de determinados elementos obreristas, dio lugar en 18 de julio a la declaración del estado de guerra (…) para oponer un dique a la labor demoledora de los que por su actuación estaban ya declarados por la conciencia nacional como enemigos de la Patria; y ello, en uso de las atribuciones que al Ejército concede su Ley Constitutiva que le impone la obligación en todo momento de defender a la Patria contra enemigos interiores y exteriores…»

Como se observa el «refugio jurídico» es evidente. También se encuentra en otra de las sentencias analizadas por el profesor Glicerio Sánchez Recio (recomiendo a tal efecto a los lectores el libro que ha coeditado con el profesor Roque Moreno Fonseret Aniquilación de la República y castigo a la lealtad, en las publicaciones de la Universidad de Alicante).

«Considerando que, al asumir las autoridades representativas del Ejército Español el día 17 de julio de 1936 los legítimos poderes de la Nación para, por imperativo mandato de la Ley Constitutiva, defenderla de sus enemigos exteriores e interiores, personificados entonces por los componentes del llamado Frente Popular que detentaban el gobierno de España, y nacido así el nuevo Estado Nacional, la oposición armada al mismo integra un delito de rebelión militar…»

Lo dicho: quienes se rebelaron no lo hicieron. Los rebeldes fueron los que no se rebelaron. Uno se pregunta por qué ochenta años más tarde no ha habido todavía ningún Gobierno o ningún Parlamento en la democracia que se hayan atrevido a plantear la corrección de estas burradas jurídicas, que llevaron a la muerte a miles de españoles.

También tiene gracia la siguiente modélica argumentación que figura en una sentencia pronunciada en Medina del Campo (Valladolid):

«… Desde el momento en que el Ejército se alzó en armas el 17 de julio último, adquirió de hecho y de derecho el poder legítimo, lo mismo en su origen que en su ejercicio y, por consiguiente, convierte en rebeldes a todos los que a dicho movimiento se oponen…»

O esta justificación tan bonita:

«Ante la conculcación de las esencias institucionales del Estado Español por parte de las organizaciones y elementos que formaron el Frente Popular para, desde el poder, subvertir los principios jurídicos en que se cimenta la Sociedad Española; ante los atentados de integridad y fundamentos de la Patria; la alta y encubierta delincuencia y la disolución de las normas indispensables de conveniencia nacional, en los días 17 y 18 de julio de 1936, mediante las elevadas jerarquías que, conscientes de su responsabilidad y sagrados deberes para con la Patria, obraron a impulsos del imperativo Nacional, recogió y asumió todos los poderes que integran la soberanía para defender aquellas esencias de la Patria y oponerse a la actuación que, llamada gubernamental, utilizaban los órganos del Estado para procurar su propia destrucción».

En tales condiciones no extraña nada que

«al asumir la institución Ejército, siquiera circunstancialmente (sic), los poderes que integran la soberanía del Estado, lo hacía en ejecución del deber que le impone su Ley Constitutiva de 29 de noviembre de 1878, de sostener la independencia de la Patria y defenderla de enemigos exteriores e interiores, por lo que, dada la legitimidad que pudiera llamada (sic) sagrada de aquella arrogación de poderes, el alzamiento en armas contra estos, ya ostentados por el Ejército, constituye el delito de rebelión definido en el artículo 237 del Código de Justicia Militar…»

Y así, con la conciencia tranquila, los militares, bien parapetados tras «su» Derecho mandaron a decenas, centenares y millares de «rebeldes» al pelotón de ejecución. Todo, naturalmente, para salvar a la PATRIA.

Pero esto fue en la guerra civil. Ya próxima la VICTORIA había que justificar ante Dios y ante el mundo lo bien fundado de la sublevación. ¿Quién leía, por ejemplo, en el extranjero los considerandos de las sentencias de los consejos de guerra? Tampoco es que los publicara, para ejemplo, la prensa yugulada por la censura militar.

Por ello la importancia sobresaliente del Dictamen de la comisión sobre ilegitimidad de poderes actuantes en 18 de julio de 1936. Fue producto de los quebraderos de cabeza y sesudas discusiones de una comisión establecida por Orden del Ministerio del Interior de 21 de diciembre de 1938 (el abnegado ministro que de ello se preocupó fue Ramón Serrano Suñer, eminente abogado del Estado y cuñado del Generalísimo Francisco Franco). La comisión lo emitió el 15 de febrero de 1939. Sus conclusiones eran las esperadas. ¡No iban a cargarse la justicia y el derecho que tanto habían sobresalido entre las filas de los vencedores!.

Dos de las conclusiones son las que nos interesan destacar aquí. Una señalaba que, desde el 19 de febrero de 1936, el Estado español se transformó «de Estado normal y civilizado en instrumento sectario puesto al servicio de la violencia y el crimen». ¡Casi nada! En consecuencia, a tenor de la segunda conclusión, «el Glorioso Alzamiento Nacional no puede ser calificado, en ningún caso, de rebeldía, en el sentido jurídico penal de esta palabra, representando por el contrario una suprema apelación a resortes legales de fuerza que encerraban el medio único de restablecer la moral y el derecho, desconocidos y con reiteración violados».

Así que todos contentos. Los vencedores habían actuado, realmente, como mandaban la Moral y el Derecho. Sin separarse un milímetro de sus estrictos condicionantes.

¡Ah! se me olvidaba. En las páginas 67 y 68 del Dictamen los dilectos varones que lo escribieron introdujeron, quizá de motu propio, una información tomada de un documento que había presentado el Gobierno portugués al Comité de No Intervención de Londres. De este documento se desprendía con toda claridad una serie de datos reproducidos a continuación:

«1.º Que el 27 de febrero de 1936, es decir a los ocho días de subir al Poder el «Frente Popular», el Komintern de Moscú decretaba la inmediata ejecución de un plan revolucionario español y su financiamiento, mediante la inversión de sumas fabulosas.

2.º Que el 16 de mayo siguiente, representantes autorizados de la URSS se reunían en Valencia en la Casa del Pueblo con representantes también autorizados de la III Internacional y adoptaban el acuerdo siguiente: «Encargar a uno de los sectores de Madrid, designado con el número 25, de eliminar a las personalidades políticas y militares destinadas a jugar un papel interesante en la contrarrevolución».

3.º Que a los mismos efectos, Rusia, en donde desde largo tiempo existía, en un museo de Moscú, una sala especial dedicada a la futura revolución comunista española y que tenía creada en España una vasta organización abundamentemente provista de medios de propaganda y de acción, había enviado a España dos técnicos que son, al mismo tiempo, revolucionarios conocidos: Bela Kun y Zosowiski, con el encargo de realizar inmediatamente los objetivos sigientes que coinciden en sus finalidades y carácter con lo hecho en Asturias en 1934 (sic):

a) Obligar al Presidente de la República a renunciar a su cargo.

b) Establecer un Gobierno dictatorial obrero y campesino.

c) Proceder a la confiscación de tierras y nacionalización de bancos, minas, fábricas y ferrocarriles.

d) Exterminar a los pequeños burgueses.

e) Establecer un régimen general de terror.

f) Crear milicias obreras.

g) Destruir las Iglesias y conventos.

h) Suprimir la prensa burguesa.

i) Crear el Ejército rojo español.

j) Provocar una guerra con Portugal a título de experiencia revolucionaria.

4.º Que grandes cantidades de armas rusas comenzaron a entrar en España desembarcadas, en marzo en Sevilla, por el barco soviético Neva, y en Algeciras, en la misma época, por el barco, también soviético, Jerek, siendo este material distribuído por los elementos comunistas en Cádiz, Sevilla, Badajoz, Córdoba, Cáceres y Jaca».

Es decir, se cerraba el círculo. Hemos de suponer que el dictador luso, Oliveira Salazar, recibió la correspondiente documentación de sus amiguetes los sublevados españoles y la trasladó a Londres, aderezada de los necesarios embellecimientos.

Los amables lectores comprenderán ahora mejor las estupideces de la Historia de la Guerra de Liberación del SHM, las bobadas de Félix Maíz, las exageraciones de Bolín, los discursos «científicos» y «objetivos» de algunos historiadores y se harán cruces, supongo, acerca de las discrepancias que pueden fácilmente detectar en las tareas supuestamente encargadas al radio 25 de Madrid con las que tramitó Oliveira Salazar para información de quienes ahogaban a la República. Es también un tema importante porque fue misión de tal radio, se afirmaría después, liquidar al Sr. Calvo Sotelo.

Como se habrá comprobado en estos posts he limitado los comentarios a un mínimo. Incluso a algunos esto puede parecerles exagerado. Es obvio que la argumentación podría haberse basado en un collage de evidencia primaria suficientemente indicativo. Ahora bien, en gran medida aquellas innobles exageraciones, aparte de justificar la sublevación, de execrar a los republicanos en su totalidad y de poner de relieve los rasgos fundamentales del asalto soviético a la vieja e inmortal España (contra el cual un sector del Ejército no tuvo más remedio que resistir con las armas en la mano), sirvieron de hoja de parra. O, si se prefiere un término más elegante y académico, de mecanismo de proyección para ocultar el comportamiento que exhibieron los realmente sublevados. Algo que, en efecto, obviaron cuidadosamente el Dictamen, la «historia» del SHM, Félix Maíz, Luis Antonio Bolín, los historiadores profranquistas y los neofranquistas. Todos unidos en sagrada comunión. Continuará.


Sobre las justificaciones primarias del 18 de Julio (VIII). Hay que dar a los «rebeldes» lo que se merecen

3 mayo, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

En lógica consecuencia de los principios y orientaciones apuntados en posts anteriores un sector amplio de los uniformados se levantó en armas contra un régimen que decían corrupto y al borde mismo de la revolución. Naturalmente para salvar a España. No crea el lector que lo hicieron a lo bestia. Eso sería desconocer el funcionamiento del mecanismo de proyección que tanto cuidaron Mola, Franco, Queipo et al. Lo hicieron con «su» legalidad en la mano. Es decir, dictaron bandos de guerra que establecían la supremacía de la «ley» militar sobre la civil y no tardaron en declarar el estado de guerra en todo el territorio nacional. Se cubrieron las espaldas.

franco-mola-y-cavalcantiLa junta de generales que allá en marzo de 1936 había sentado la dirección hacia la cual debía tender la sublevación se transmutó por designio de aquella misma providencia a la que Hitler siempre se refería en sus discursos en Junta de Defensa Nacional y empezó a dictar disposiciones como si fuera la única autoridad «legítima».

Obsérvese lo que esto significa. Un grupo de generales y jefes, autodesignados o designados por cooptación, se erigieron en portavoces de un colectivo militar profundamente dividido y que se escindió, se autoconstituyeron en autoridad suprema, decidieron autodeclararse como representativos de los sentimientos de toda España (nada menos) y se arrogaron la potestad de dictar disposiciones de carácter general. Lo reflejaron en su denominación de Junta de Defensa Nacional (JDN). El término Junta tenía connotaciones históricas, por ejemplo, con la guerra de Independencia o contra el francés. La Defensa lo era, evidentemente, frente al enemigo «rojo» y «bolchevizado». Y el adjetivo nacional no requiere de mayores comentarios. Es el que caló. Los sublevados se autodenominaron «nacionales». ¡Faltaría más! En su percepción los otros jamás lo serían. Sus sentimientos no eran españoles sino soviéticos y revolucionarios. Incluso tintados por las logias y los «hijos de Sión».

Una de las primeras medidas de aquella JDN fue declarar el estado de guerra en todo el territorio. Tardó unos días en publicarse. Cuando lo fue, convalidó los bandos que habían proclamado los cabecillas de las divisiones y regimientos rebeldes. La usurpación de la legitimidad se veló con una fórmula que estaba llamada a iluminar, directa o indirectamente, aquellas medidas de represión «juridificadas» que se dirigieron contra los españoles que no se habían sublevado.

Esta «juridificación» se basó en la remisión (no se caiga de espaldas el lector ni le dé un soponcio) a la Ley Constitutiva del Ejército de 29 de noviembre de 1878. Sobre su validez jurídica en 1936 cabría establecer discusiones bizantinas como las que al parecer hubo referidas al sexo de los ángeles. En los casi sesenta años transcurridos habían ocurrido muchas cosas, entre ellas, la desaparición de la Monarquía alfonsina y la Constitución de 1876. El nuevo régimen se había dotado de un aparato legislativo nuevo o renovado. Por ejemplo, con la Ley de Defensa de la República.

Lo cierto es que los sublevados de verdad se saltaron también a la torera y groseramente las disposiciones de aquella Ley Constitutiva de 1878. Se agarraron desesperados al artículo 2. Este preveía que la primera y más importante misión del Ejército estribaba en sostener la independencia de la Patria y defenderla de enemigos exteriores e interiores. Lo cual podía entenderse ante todo como una constatación obvia respecto a la defensa frente ataques foráneos (imagine, por ejemplo, el lector que Francia o Portugal o el Reino Unido o Andorra hubieran arremetido contra España). Pero también como reflejo del recuerdo y actualidad que entonces tenían las guerras carlistas. ¿Debo traer aquí a colación que la tercera carlistada ocurrió entre 1872 y 1876?

Ahora bien, los uniformados que sí se sublevaron se «olvidaron» (pillines ellos) de que aquellas sacrosantas misiones estaban cuidadosamente reglamentadas. El rey podía emitir disposiciones respecto al empleo del Ejército, sí, pero debía tener en cuenta el artículo 49 de la Constitución de la Monarquía. Era el ministro del ramo, y por extensión el Gobierno, quien debía autorizar tal empleo. Si, a tenor del artículo 5 de la mencionada Ley Constitutiva, el rey usaba de la potestad que le confería el artículo 52 de la Constitución y tomaba personalmente el mando del Ejército para salir en campaña, las órdenes que dictase deberían ir refrendadas por sus ministros. Es decir, el rey no podía hacer lo que le viniera en su real gana.

En 1936 no había rey pero, en el supuesto de que la Ley Constitutiva del Ejército tuviera algún átomo de vigencia, lo que estaba meridianamente claro es que los militares, por sí mismos, no podían salir en campaña. Necesitaban el refrendo gubernamental. Por consiguiente, acudir a la Ley Constitutiva del Ejército era un procedimiento bastardo e ilegal desde todo punto de vista.

La consecuencia es que el Ejército se rebeló y con ello, automáticamente, se salió de la dudosa legalidad que invocaba. Su única «legalidad» fue la impuesta por las bayonetas, la fuerza y los asesinatos.

Pero, argumentando como leguleyos de tres centavos, la referencia a la Ley Constitutiva del Ejército les permitió considerar como «rebeldes» a quienes no se sometían a los bandos de guerra. ¿Consecuencia? O bien fueron ejecutados sumariamente sin la menor apariencia de «juridicidad» o bien fueron llevados a consejos de guerra. En contra de lo que, a veces, ha solido afirmarse estos consejos de guerra se formaron inmediatamente, al menos en las numerosas plazas que cayeron en poder de las unidades sublevadas. Ante ellos aparecieron, sobre todo, ciertas autoridades civiles, políticas o sindicales.

Los consejos condenaron y con frecuencia condenaron a muerte. Sin embargo, muchos de los leales al Gobierno legítimo o pertenecientes a cualesquiera organizaciones de izquierda (esas de las que los militares afirmaban que iban a sublevarse) desaparecieron misteriosamente en las cunetas, ante innumerables paredones o ante las vallas de los cementerios. Fueron la inmensa mayoría.

Siempre he explicado a mis interlocutores extranjeros, y seguiré haciéndolo, que todavía hoy, en 2016, una familia española puede irse de camping y tras liquidar la tortilla el papi puede sugerir que se pongan a cavar en alguna cuneta para pasar el rato. ¿Y qué puede ocurrir? pues que a lo mejor se encuentran con una fosa olvidada. Este fenómeno, indigno de un país medianamente civilizado, es algo que no se encuentra en ningún Estado de esa Europa occidental. Evidentemente, Spain is different. En muchos aspectos y no para bien.

La violencia «no reglada», pero tampoco espontánea, es algo que numerosos historiadores españoles llevan analizando desde hace más de treinta años. ¿Creerá el lector que algunos colegas extranjeros, generalmente norteamericanos, se han enterado de los descubrimientos hechos? Si leen español no tienen perdón. Si no lo leen pueden con todo remitirse, como prueba a contrario, a Paul Preston y Helen Graham, entre otros, y leer buenas reconstrucciones en inglés. Por lo demás, dicha violencia siempre estuvo sometida a un rígido control militar. ¡Buenos eran los salvapatrias como para permitir que los paisanos, por muy de derechas que fuesen, hicieran lo que quisiesen?

El lector puede pensar que exagero. Nada mejor, pues, que dar unos cuantos ejemplos del alto sentido «jurídico» de los militares felones, en el bien entendido que todos los muertos y todas las miserias de la guerra civil fueron «para salvar a España». Imagine el lector lo que hubiera podido pasar si hubiesen ocurrido con intenciones bastardas.

Sobre las justificaciones primarias del 18 de Julio (VII). La salvaje violencia frentepopulista

26 abril, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

La primera de las instrucciones reservadas de Mola destinadas a organizar la sublevación comenzó afirmando tajantemente: «Las circunstancias gravísimas por las que atraviesa la Nación, debido a un pacto electoral que ha tenido como consecuencia inmediata que el Gobierno sea hecho prisionero de las Organizaciones revolucionarias, llevan fatalmente a España a una situación caótica, que no existe otro medio de evitar que mediante la acción violenta». El diagnóstico era falso. Ochenta años más tarde, sigue siendo el alfa y el omega de numerosas interpretaciones conservadoras y neofranquistas que justifican la sublevación. Fernando Puell lo ha explicado como reflejo de una mentalidad militar intervencionista, un victimismo paranoide, el impacto de la cuestión catalana y, naturalmente, el «peligro bolchevique» al que ya hemos aludido.

general molaSegún este mismo autor, aquella primera instrucción debió de redactarse a finales de abril, cuando Mola tenía ya las riendas de la organización de la sublevación. Había habido conatos previos, que en algunos casos pueden remontarse hasta los días siguientes al triunfo de la coalición electoral del Frente Popular en febrero. De manera algo más sistemática, hubo conciliábulos a más alto nivel a principios de marzo. Es decir, un sector de los militares más asilvestrados no perdieron el tiempo y tampoco esperaron demasiado. Francisco Alía ha documentado las trayectorias de la conspiración.

Que yo sepa, pero a lo mejor puedo equivocarme y el profesor Payne lo habrá hecho en el libro que tanto se ha anunciado, no se ha comentado una proclama que Mola dirigió a sus compañeros y que nuestro estimado Félix Maíz dio a conocer en la tercera versión de sus interesantes recuerdos como testigo (p. 163). Según afirma, Mola la difundió también a finales de abril. De haber sido así, hubiera coincidido con la primera instrucción reservada lo que me sorprende un pelín comparando los textos. Sin excluirlo (carezco de pruebas documentales) parecería más lógico que la hubiera circulado algunos días antes. Quizá después de los disturbios del 14/16 de abril, suscitados por grupos de extrema derecha con ocasión de la muerte y sepelio del alférez de la Guardia Civil, Anastasio de los Reyes. (De recordar es, por lo demás, el asesinato por pistoleros falangistas del magistrado Manuel Predegal, unos días antes). Todo ello estaba relacionado con el golpe de Estado que hubiera debido perpetrarse el 20 de abril (sobre el cual cabría decir bastante más y que a lo mejor el tan ensalzado historiador norteamericano habrá dicho).

Desgraciadamente Félix Maíz solo reprodujo el primero y el último párrafos de dicha proclama. Como era del todo esperable presentaba ya un cuadro apocalíptico. Juzgue el lector:

«La situación de España ha llegado a ser tal, y tan patente aparece su gravedad, que resulta imposible el empeño de disimularla e inútil el esfuerzo que se intentase para describirla. España, sepultada bajo una ola cada día más poderosa de desgobierno, de injusticia, de inmoralidad y de anarquía, no solo está próxima a su disgregación, a su ruina económica, a su desprestigio internacional, al sonrojo de ver borrado su nombre del cuadro de las naciones civilizadas, sino lo que es peor aún, a la situación de miseria moral en que caen los pueblos cuando, conscientes de la gravedad de sus males, se confiesan por egoísmo o cobardía impotentes para remediarlos».

Este catálogo de rasgos catastrofistas era un inventario de exageraciones, por no utilizar un término más rotundo. ¿Desgobierno?; ¿Era más ingobernable e injusta la situación en abril de 1936 que, digamos, la que preludió a la dictadura de Primo de Rivera? ¿Cómo medía la inmoralidad el tan alabado general?. ¿La comparaba con los escándalos que habían afectado en 1935 al Partido Radical? ¿Disgregación?, ¿a causa de Cataluña?, ¿o se trataba del País Vasco?, ¿o de Galicia?, pero ¿qué decían en realidad los estatutos que se habían negociado o estaban negociándose? ¿Ruina económica?, ¿acaso no sabía el tan sabihondo Mola que había una pequeña depresión en la economía mundial y que España se había arreglado algo mejor que otros países porque estaba menos abierta a la división internacional del trabajo? Por último, ¿con qué criterios valoraba tan esclarecido general el desprestigio internacional? ¿No había jugado España, y bien, su papel de miembro responsable de la Sociedad de Naciones? ¿Pensaba quizá que un golpe digno de una República bananera lo acrecentaría?

No se pidan peras al olmo. Todas y cada una de las afirmaciones de Mola eran exageraciones. Lo que no es refutable es que ya se había pensado muy seriamente en dar un golpe el 20 de abril. Nos tememos, pues, que la proclama podría haber servido de exculpatoria. Quizá esta posibilidad se desarrollara en los párrafos que Félix Maiz no se atrevió a reproducir.

El último párrafo, que sí reprodujo, sustenta tal hipótesis. Era meramente retórico pero de una retórica barata. No busque el lector en Mola a un enamorado de la pluma:

«El puñado de soldados que suscribe este documento, que es a la vez grito de angustia ante el presente desolador y toque de clarín por nuestra inquebrantable confianza en un futuro venturoso, creería traicionar sus sentimientos y olvidar su historia si no se apresurara, con plena confianza de su responsabilidad y orgulloso del papel que la Providencia les ha reservado, en esta iniciación del vigoroso despertar de la voluntad y el sentimiento nacional, a luchar y a invitar a todos a que luchen por salvar la vida de España. Por el Honor, la Unidad y la Integridad de la Nación en que nacimos y por la que fervorosamente anhelamos que no fuera morir (sic). Españoles. Viva España. La Junta Suprema Militar».

Como se ve, vana palabrería. La firma también nos hace sospechar. No había una «Junta Suprema Militar». Sí había una junta de generales (que quizá hubiese adoptado de puertas adentro tan rimbombante apelativo). Se había reunido en torno al 8 de marzo precedente, tres semanas después de las elecciones. La integraban generales residentes en Madrid. Es muy conocida. Franco estuvo presente, un poco antes de irse trasladado a Canarias. Mola, si no lo estaba, lo respaldó después. En el plano operativo fue poco fructífera pero marcó la dirección a seguir. Ahora bien, una «Junta Suprema Militar» sí hubiera podido solidarizarse con el golpe de haberse llevado a cabo en aquel momento.

Alternativamente, podríamos suponer que Mola hubiese redactado sus patrióticas parrafadas en algún momento entre el 8 de marzo y el 20 de abril (si es que nos fiamos de Félix Maíz). Esta última fecha es sumamente importante y significativa porque coincide con los grandes ataques de los ínclitos prohombres de la derecha al Gobierno republicano. El 16 Calvo Sotelo y al día siguiente Gil Robles. Ambos presentaron un balance catastrofista, mezclando churras con merinas, sin distinguir violencias sociales, políticas, conflictos sociolaborales, delitos comunes, etc. Este totum revolutum es uno de los dos faros que ilumina con luz radiante las tinieblas del período. Remito al lector al libro de Eduardo González Calleja, Cifras cruentas, (pp. 262 y ss), ya mencionado en este blog.

Ahora bien, lo que estaba en marcha era una estrategia de deslegitimación del Gobierno salido de las elecciones de febrero que captó perfectamente el embajador norteamericano Claude G. Bowers. Las abultadísimas cifras de Calvo Sotelo se consideraron poco menos que palabra de Evangelio. Los voceros de la derecha más radical, afirma González Calleja, «continuaron denunciando el deterioro constante del principio de autoridad, que achacaban a la ausencia de un Gobierno fuerte que controlase los excesos de las masas, ya que las autoridades locales y provinciales campaban por sus respetos sin acatar las órdenes superiores, gracias al apoyo de las «milicias socialistas» » (p. 267). Este «diagnóstico» sigue haciendo autoridad hoy en día entre los autores comprensivos con el golpe militar. Calvo Sotelo, no hay que olvidarlo, ya contraponía «comunismo» y un «Estado nacional», de corte fascista y sumamente autoritario. ¡La solución al alcance de la mano!

Sin embargo, los Gobiernos no fueron tan débiles en el control del orden público. Las fuerzas de Seguridad y el Ejército provocaron casi el 30 por ciento de las víctimas mortales y representaron casi el 74 por ciento de los autores de muertes identificadas. La estrategia gubernamental, por muy confusa que fuera, se orientó más bien a practicar un tipo de coacción selectiva y a conceder rápidamente ciertas reivindicaciones sociales con el fin de estabilizar la situación. Otra cosa es que lo lograran.

Pero no podían lograrlo en la medida necesaria para aplacar a un sector del Ejército (apoyado por la correspondiente trama civil). Unos y otros estaban decididos a sublevarse fuera como fuese. Para lo cual necesitaban, por lo menos, una cosa: el que se difundiera la sensación de que, en último término, los uniformados, patrióticos ellos, tan respetables, responderían con sus espadones a aliviar a los españoles de los padecimientos que sufrían. Ya lo dijo Bolín, con otras palabras. La sublevación tuvo consecuencias terribles que los militares facciosos, y los civiles que rápidamente se aglutinaron en torno suyo, siguieron encubriendo bajo su esquema favorito de proyección. Había que imputar a los otros (los bolcheviques, los rojos, los frentepopulistas) un tipo de comportamiento que era el que ellos seguían. Lo veremos al final de esta serie.

Sobre las justificaciones primarias del 18 de Julio (VI). Días de gloria y días de ocaso

19 abril, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

El carácter estúpido de las referencias a «fuentes» de los posts anteriores en relación con los bolcheviques y la Komintern se confirma no solo a través de la exploración de cada una de ellas, lo que alargaría esta serie. Baste con recordar que, a pesar de todas las proclamaciones del SHM y recogidas de forma ampliada por Félix Maíz, lo que pasaban por servicios de información de los sublevados (y luego del franquismo) fueron incapaces de identificar a los delegados de la Komintern en España y ni siquiera se dieron cuenta de que tras el tan mencionado Ventura se ocultaba, simplemente, Jesús Hernández. En realidad, los posts que anteceden reflejan una de las «justificaciones primarias» de la sublevación, pero no hay que olvidar que esta justificación no tardaría en adquirir una importancia incluso mayo y que hechos sucesivos la potenciaron hasta el infinito.

Captura de pantalla 2016-03-21 a la(s) 11.36.14En la jerga militar y política de los primeros años de la dictadura la guerra fue proclamada, orgullosamente, como «guerra de liberación». ¿De quién? Esencialmente del yugo comunista que hubiese atenazado a España de no haber sido por los valientes patriotas que se alzaron contra aquella amenaza existencial.

La intervención soviética en la contienda se presentó como la lógica continuación de las maniobras que la Komintern había llevado a cabo durante los años de paz. Con respecto a la intervención misma a partir de julio de 1936 eminentes historiadores militares franquistas exageraron sus dimensiones, su significado político y su papel. En ello siguieron las pautas propagandísticas que difundía el Eje por doquier y a las que se atuvo la contrapropaganda de los sublevados. El análisis daría para un libro, además de los dos ya mencionados de Southworth. No en vano desde el Madrid de la victoria, capital del futuro Imperio franco-falangista, se proclamó a voz en grito en todas las declinaciones posibles que en España había estado en juego el futuro de la civilización occidental. La Iglesia católica española colaboró con entusiasmo. Su caso es más comprensible. Había sido víctima de una repulsiva ola de violencia durante los primeros meses de la sublevación.

Desde la histérica exageración del asalto «comunista» a la España eterna tres acontecimientos posteriores a la guerra civil cogieron a la incipiente dictadura con el paso cambiado. El pacto germano-soviético de agosto de 1939. El estallido de la guerra europea tras la invasión nazi de la católica Polonia y el envío de la «División Azul» al frente del Este.

La línea argumental se descompuso entonces en tres grandes direcciones. La primera, y más sustantiva, fue la de que el régimen español fue siempre anticomunista desde su instauración y que así permanecería contra viento y contra marea. Nunca se había dejado engañar por los cantos de sirena del Kremlin y no se dejaría en el futuro. Ni en 1939 ni en 1941. (Implícitamente esto significa que otros, sí: léase británicos y norteamericanos un tanto bobalicones). La segunda dirección, corolario de la anterior, fue la teoría de las «tres guerras»: España era «neutral» en el Oeste, combativa contra el comunismo en el frente del Este y mera espectadora en el Pacífico. No engañó a nadie pero la teoría sirvió de hoja de parra mínima, todavía elevada por algunos historiadores profranquistas a la categoría de «gran estrategia». La tercera dirección acentuó el anticomunismo ferviente desde 1936. Ganó en intensidad con Franco autoelevado a la dignidad suprema de «centinela de Occidente» como el único hombre de Estado que había ganado al comunismo por las armas en la mano y en campo abierto, mientras se acogía encantado a la sombra protectora de Estados Unidos en plena guerra fría.

Representativa de toda esta argumentación (podría fácilmente acudirse a otros ejemplos) es el relato que Luis Antonio Bolín trazó, con toda desvergüenza, en su engañoso libro España. Los años vitales. En mi opinión debería republicarse con un buen estudio introductorio y las notas correspondientes. Bolín siempre fue desmesurado en sus mentiras. Así, con la mayor cara dura, aludió a fantasmagóricas muestras de la ayuda soviética a los comunistas españoles antes de la salvadora, y salvífica, sublevación militar de 1936. Algunos de sus párrafos provocan sonrojo. (Como solo tengo la edición en inglés, destinada a mantener encendida la llama de simpatía por el régimen franquista entre la derecha británica, me referiré a ella).

Combinando inteligentemente supuestas vicisitudes personales y un cuadro general pintado a la medida, Bolín -uno de los creadores del mito de Guernica- no tuvo el menor reparo en echar mano a algunas de las estupideces del SHM y/o de Félix Maíz: así, por ejemplo, al VII Congreso de la Komintern y sus supuestos planes sobre España (p. 144) o a los ditirambos cantados en loor de la URSS (pp. 145s). No pudo faltar la mención al envío de egregios agitadores soviéticos (en primer lugar Bela Kun, un canard que se remontaba a una intoxicación nazi coetánea) pero también otros para mi desconocidos (p. 149).

Bolín, ignoro si sentando un precedente o como mero «pelota» del SHM, no dejó de enfatizar el programa de las izquierdas de cara a las elecciones de febrero de 1936. Con él, aportación fundamental, entremezcló las aterradoras visiones que se desprendían de los supuestos planes de la Komintern (p. 150) y que después tanto hicieron las delicias de algunos profesores «objetivos». Esta entremezcla muestra la suprema desfachatez del excorresponsal de ABC, pero que yo sepa nadie se ha molestado en destacarla.

La cereza sobre el pastel la representó, en otro golpe de audacia, su acusación de que en mayo de 1936 armas bastante más contundentes que pistolas, mosquetones y escopetas (que las izquierdas habrían blandido en el desfile del 1º de mayo en representación de unidades de combate dotadas con 150.000 hombres, de grupos de resistencia con otros 100.000 y de sindicatos que contaban con 200.000 más) habían sido transportadas por barcos soviéticos a Sevilla y Algeciras (p. 151). ¿Se lo imagina el lector? Barcos que descargarían, hemos de suponer, a lo largo de las riberas del Guadalquivir o pegados al Estrecho armamento algo más pesado que el ligero. ¿Ametralladoras?, ¿cañones?, ¿tanques?… No es de extrañar que en el elegante hotel Claridge, tranquilamente pero jugando sucio, Bolín discurseara afirmando que en algún momento cualquier alzamiento nacional podría estallar ante el riesgo inminente de una sublevación comunista (p. 153).

Me permito recordar que el libro de Bolín, en un alarde de coordinación, se publicó simultáneamente en castellano (Espasa Calpe) y en inglés (Cassell) en 1967 y que la edición española contó con el apoyo del insigne ministro de Asuntos Exteriores Don Fernando María Castiella (un ancien de la División Azul y Cruz de Hierro) y con un apéndice, el VI, en el que se reprodujeron varios papeles relacionados con el «oro de Moscú».

Esto no fue ninguna casualidad. A las maniobras soviéticas para desencadenar una revolución rojísima en España y a la ayuda vital a una República no menos roja, para mantenerla en vida en función de los aviesos designios del Kremlin, el franquismo añadió desde 1936 hasta 1975 el mito del oro. El gran expolio perpetrado por la «escoria de la nación» para satisfacer a sus amiguetes o jefecillos soviéticos. (El lector que desee conocer cómo la dictadura trató tal tema puede acudir al segundo capítulo de mi libro Las armas y el oro. Palancas de la guerra, mitos del franquismo. Lo más probable es que se ría). Todo fue en vano. El mito del oro se disipó en el cielo azulado de las camisas falangistas (¿alguien recuerda a algún Gobierno español que lo haya reclamado oficialmente?).

Sin embargo las maniobras soviéticas para lanzar la revolución y mantener una guerra no menos revolucionaria dejaron de interesar políticamente a las autoridades españolas tan pronto como se afianzó la transición, desapareció la censura y se instauró la libertad de expresión. Hoy solo mantienen matices o resabios de aquellas tesis algunos historiadores norteamericanos poco al día de la literatura española. Lo que había sido una de las más importantes justificaciones primarias del 18 de Julio llegó a su ocaso operativo. En la actualidad cabe ojear obras de autores muy conservadores y antirrepublicanos y no leer apenas algo interesante al respecto.

La justificación principal, y hoy ya casi única, fue la segunda: la anarquía, el hundimiento de la ley y el orden, las oleadas de violencia registradas en la primavera de 1936. Fue coetánea de los hechos. ¿Quién no ha oído hablar de los discursos de Gil Robles y de Calvo Sotelo en las Cortes denunciando todas las vesanias del Frente Popular? Y, como corolario, dos tesis presentadas como si fueran afirmaciones bíblicas: el Gobierno republicano dejó hacer a las turbas porque, en el fondo, también quería una revolución.

En definitiva, hubo que torcer un poco la dirección del navío historiográfico. A la mayor gloria de la VERDAD, única e indivisible.

Sobre las justificaciones primarias del 18 de Julio (V). El Servicio Histórico Militar sienta cátedra para el futuro

12 abril, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

Hoy los historiadores sabemos que todas las afirmaciones del testigo Félix Maíz recogidas en los posts anteriores en relación al «vector kominterniano» o soviético no corresponden a los hechos. La cuestión es saber si: a) repitieron los esfuerzos de intoxicación de los conspiradores, militares y civiles, para mejor preparar el golpe y anudar voluntades en favor del mismo; b) los copió de algunos esfuerzos anteriores a sus «memorias»; c) se los inventó. Las tres posibilidades no se autoexcluyen. Quizá se trató de una combinación. En cualquier caso, como muestran los ejemplos de los profesores Suárez Verdeguer y Togores, tienen influencia hasta la más rabiosa actualidad.

Captura de pantalla 2016-03-21 a la(s) 11.21.08Sin haber realizado un análisis más en profundidad, que se escaparía de los propósitos de este blog, me inclino a pensar que la clave se encuentra en las dos primeras alternativas. En la primavera de 1936 es sabido que los conspiradores (quizá la trama civil esencialmente) circularon octavillas y papeles entre los militares. Algunos incluso se entregaron a diplomáticos británicos (en un caso, muy conocido, la embajada los transmitió a Londres en donde se manifestó un gran escepticismo). Probablemente se potenciaron las noticias que aparecían constantemente en la prensa de derechas sobre presuntos manejos comunistas. Más tarde, cuando estalló la guerra civil y se produjo una explosión propagandística en Francia para mantener en la más absoluta neutralidad al Gobierno de París, mucho de lo que se publicó en el país vecino se importó como «prueba» de los aviesos designios de Moscú sobre España. También se inventaron (probablemente de la ardiente fantasía de Tomás Borrás) los documentos que analizó Southworth y que pretendían probar definitivamente la conspiración comunista.

Como es sabido en Francia se los creyeron algunos militares. En el Reino Unido no tuvieron tanta suerte. Pero, para entonces, las máquinas propagandísticas nazi y fascista ya se habían lanzado a todo trapo denunciando los manejos moscovitas para encubrir su propia ayuda a Franco. Para defender, por supuesto, la civilización occidental. No lo olvidemos.

Todo esto nos lleva hacia el ámbito bien estudiado de la propaganda y contrapropaganda respectivas pero no es lo que nos interesa aquí. Gracias al Señor, existe la prueba concreta, firme, sin fisuras de que el mito de la revolución comunista, inspirada por Moscú, formó parte integrante de los primeros esfuerzos intoxicadores de alto nivel que llevó a cabo la dictadura tan pronto como terminó la guerra civil.

En el período de oscilación entre neutralidad benevolente a favor del Eje, no-beligerancia más benevolente aún y vuelta a la neutralidad en 1943, pero también con amplias concomitancias con el Eje, las autoridades militares, supongo que bajo el control de Franco o de sus inmediatos sicarios, se lanzaron con paso decidido y firme el ademán en sentar para el futuro lo que fue realmente la Guerra de Liberación y, en particular, sus antecedentes. Porque es en los antecedentes en donde estaba, y sigue todavía, la fuente de todos los males y, para enderezarlos, de todos los bienes que sobre la devastada España derramó Franco a manos llenas.

Así, el Estado Mayor Central del Ejército publicó en 1945 el primer volumen de lo que había de ser la historia del conflicto. Se trató de un tocho de 457 páginas en un formato mas bien grande. Impreso en rústica. Sin alharacas. Como correspondía a un régimen que, gravemente y consciente de la importancia de la obra, se aprestaba a describir lo que le impulsó a aparecer en la historia. Con mayúsculas.

De las 457 páginas nada menos que 243 (el 53 por ciento) se dedicaron a abordar los antecedentes remotos (es decir, la trayectoria histórica de España y las luchas civiles del siglo XIX —me complace señalar que no fue necesario remontarse a los tiempos visigodos) y los antecedentes próximos (la crisis europea entre 1876 y 1936, la Restauración, la Regencia y el Reinado de Alfonso XIII)—.

Las restantes páginas se dedicaron a la República y de estas el período crucial, el del Frente Popular, ocupó de la 423 hasta el final. Treinta páginas para poco más de seis meses. El análisis pormenorizado de sus tesis exigiría un largo artículo académico. Afortunadamente, no es el caso que que se examina en esta serie de posts. La apelación al vector soviético es prácticamente una constante. Medite el amable lector en, por ejemplo, los nueve puntos siguientes.

1.º Tanto el Gobierno de Azaña como el de Casares Quiroga carecieron de autoridad sobre las masas. Estas «solo obedecían las consignas de Moscú y aun en muchos casos las rebasaban para seguir únicamente a sus instintos depravados» (p. 423). La misma tesis la repitió Félix Maíz, como hemos visto. Por consiguiente, nuestro estimado testigo no hizo sino constatar, en su testimonio, la veracidad de aquellas aseveraciones de los militares franquistas. Cabe suponer que, entre ellos, habría habido incluso alguno que hubiese vivido el período de anteguerra. Al fin y al cabo, solo habían transcurrido nueve o diez años.

2.º El lector recordará las presuntas consignas de la Komintern de febrero de 1936. Como fueron las que «encauzaron» la evolución posterior Félix Maíz las destacó basándose en su experto conocimiento de los manejos de la III Internacional. Pues bien, podríamos establecer la hipótesis de que, en realidad, no hizo más que copiarlas de los heroicos historiadores militares que, con autoridad, decisión, sin pelos en la lengua, se hicieron eco de aquellas consignas en lo que habría de ser la obra magna del servicio (pp. 425s). Para que no hubiese la menor duda repitió tan malvada estrategia en 1976. No debe extrañar por consiguiente que tal apreciación histórica haya merecido todos los parabienes de, entre otros, el profesor Togores.

3.º Como es lógico, y en función de las directivas moscovitas, el Gobierno del Frente Popular no tardó mucho en atender a las instrucciones que llegaban de fuera. Los historiadores militares no se atrevieron a pensar de que a lo mejor los sicarios de las logias y los vendidos a Moscú podían sospechar de generales «patriotas». No. Lo que ocurrió es que hacia el mes de marzo «empiezan a cumplirse las consignas rojas acerca de la depuración de mandos del Ejército» (p. 427). Afectaron, no podían por menos de recordarlo con lágrimas de cocodrilo, a los generales Franco y Goded. Pero les salió, añado yo, el tiro por la culata. Lo tenían bien merecido por malvados. Goded, Franco y otros no se resignaron a cruzarse de brazos. Por el bien de España.

4.º Esto era lógico. Los inteligentes y agudos historiadores militares recordaron que Franco se había convencido desde hacía tiempo «de la locura que presidía la política española … Solo él conocía lo cerca que estuvo España… de la implantación del comunismo» cuando la revolución de Octubre (p. 428). Es decir, que en octubre de 1934 España estuvo en un tris de ser anegada ya por la marea moscovita. Si lo sabría él, que había pasado las noches en vela estudiando los telegramas que recibía de Asturias en su soledad en el Palacio de Buenavista.

(¡Ah!, que no se me olvide. Los «pelotas» del SHM introdujeron un dato de importancia capital. Era Franco quien había encargado a Mola de la dirección del Movimiento como su hombre de confianza (p. 429). En 1945 era de todo punto imprescindible dar un pellizquito a la historia porque con las oscuras nubes que se amontonaban en el horizonte era absolutamente preciso hacer todo lo posible para no reducir lo más mínimo la inmensa significación histórica del inmarcesible Caudillo).

5.º Pero es que, además, nada menos que un prohombre, un estadista, de la talla de Calvo Sotelo había denunciado el 16 de abril de 1936 «la progresiva sovietización de España» (p. 435). Y, como es obvio, Calvo Sotelo no podía estar mal informado. Sobre todo porque esa sovietización se palpaba en la calle.

6.º Coincidiendo con un período de desmanes lanzados por las turbas sedientas de sangre, el 21 de abril «la Komintern redacta un plan completo para reducir la resistencia del Ejército, único obstáculo serio que se atraviesa en el camino de los revolucionarios». El SHM lo extractó. Era del todo imprescindible dar a conocer al pueblo español y a los extranjeros que se interesasen por España hasta qué punto la vesania roja superaba todos los límites creíbles. Ese plan alumbró uno de los documentos que se entregaron a los británicos por la extraña vía del cónsul en Vigo, que lo remitió a la Embajada en Madrid. Era de chiste. El lector puede leerlo en mi obra La conspiración del general Franco, versión revisada de 2012, páginas 275-280, algo más ampliado.

7.º Es más. Todo estaba cronometrado exactamente. El SHM subrayó la importancia trascendental de la reunión del 16 de mayo en Valencia. Fue, sin embargo, algo menos preciso que Félix Maiz.

«Asistieron el delegado de la Tercera Internacional, Ventura, y en representación del Comité Revolucionario español (sic) los delegados Aznar y Rafael Pérez. En dicha reunión se acordó realizar en España para mediados del mes de junio un movimiento revolucionario simultáneo con otro que estallaría en Francia en el momento de hacerse allí cargo del Poder el Frente Popular. Entre otros acuerdos complementarios se tomó también el de eliminar a personajes políticos y militares destinados a jugar un papel de interés en la contrarrevolución, de cuya misión se encargaría en Madrid el radio comunista número 25, compuesto por agentes en activo de la Policía gubernativa».

Pero, añadieron, con toda la autoridad de los bregados historiadores militares que se suponían eran, en nota a pie de página: «véase como el asesinato de Calvo Sotelo se hallaba ya previsto con bastante anticipación hasta en sus menores detalles» (p. 444).

Exacto. Los comunistas lo tenían todo pensado. Calvo Sotelo molestaba. Así que había que liquidarlo sin compunción alguna. Lo que nos sorprende es que los tan bregados defensores de la ley y el orden, sabiendo lo que antecede y que Félix Maíz también reprodujo, a ninguno de los conspiradores se le hubiera ocurrido que más valía poner protección al valiente diputado.

8.º El SHM constató un hecho evidente. No se hizo problemas con los motivos. Afirmó, sobriamente, sin pestañear un segundo, que el PCE» es el único que sabe dónde va, o lo saben sus inspiradores moscovitas, que es lo mismo». Por eso experimentó un gran auge (p. 446). Como se ve, unos grandes analistas.

9.º Finalmente, el asesinato de Calvo Sotelo, «como el de otros significados Jefes de derechas, se hallaba, como ya hemos visto, decidido en las instrucciones de la Komintern» (p. 453). Es decir, que oscuros funcionarios habrían estado estudiando España y elevado sus malvadas sugerencias a sus superiores. A Calvo Sotelo se le liquidó como a un conejo, sin la menor compunción. Siempre había estado en el punto de mira de los asesinos manipulados por los planificadores moscovitas.

Todo lo anterior está tomado, no lo olvidemos de una historia oficial. Como el lector comprenderá, la primera justificación primaria de la sublevación está más que apuntalada. Que fuera falsa no tendría la menor importancia. En los años 1945 y siguientes nadie iba a leer en las escuelas, cuarteles y universidades de España algo que se apartara del punto esencial del canon franquista.

Por razones desconocidas, que lamentamos amargamente, el volumen I de aquella Historia de la Guerra de Liberación no tuvo seguimiento. No había peligro, desde luego, de que los españoles olvidaran la justificación del 18 de julio por la prevención de un golpe parasoviético. Quedaban treinta años para remacharlo y moldear a placer las jóvenes conciencias.

Sobre las justificaciones primarias del 18 de Julio (IV): Y en la recta final, el dogal moscovita

5 abril, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

Los historiadores académicos no hemos solido detenernos en los parrafitos antisoviéticos y antimasónicos de Félix Maíz. Pero la verdad es que estos se mantienen a lo largo de toda su obra testimonial. Si acaso, disminuyen en cadencia a medida que se acerca a la sublevación. La narrativa, pura y dura, se impone en este último trecho. Incluso hay gente que piensa que podía contar de verdad lo ocurrido. En cualquier caso, sus tics no desaparecen. Aquí daré una pequeña muestra.

Captura de pantalla 2016-03-10 a la(s) 12.03.52Así, por ejemplo, cuando el 18 de junio nuestro eminente testigo se desplazó a Zaragoza a aclarar una falsa interpretación dada a una de las directivas de Mola se encontró que en Las Delicias la policía fue bastante escrupulosa en el control del coche y su documentación. ¿No estarían ya en vigor las disposiciones kominternianas, se preguntó? (p. 179)

La pregunta era lógica porque, a pesar de que la colaboración política de los Frentes Populares español y francés renqueaba, la Komintern apretaba fuertemente (p. 184). A finales de mes Félix Maiz comentó un «proyecto de licenciamiento de la tropa». Ocultaba designios no siniestros sino supersiniestros. Se buscaba que los «soldados abandonasen los cuarteles dejando libres los fusiles». Estos eran los que, según órdenes de Moscú, debía tomar el Ejército «Rojo» para poder formar sus cuadros y actuar. Pues se me ocurre pensar que la revolución inminente andaba un poco flojilla si tenía que armarse de tal manera. Pero la verdad es que sería una cosa de lo más sencillo (p. 199).

El mismo 30 de junio Félix Maíz ojeó las disposiciones de la «Oposición Sindical Revolucionaria» con las consignas e instrucciones de Moscú. Nueve páginas. Daban la impresión de que los revolucionarios estaban en condiciones «de actuar, esperando la orden». Con fusiles, supongo, o sin ellos. Quizá con los cuchillos afilados entre dientes.

Al testigo debieron abrírsele las carnes. No en vano leyó en tales consignas e instrucciones que no había que tener «ni compasión ni miedo ante el acto de ejecutar. Despreciar la vida con serenidad y no olvidar el odio que nos mueve… Hasta cumplir» (p. 209). Todo ello en negrita. Las perspectivas eran sombrías. Los revolucionarios amenazaban con emular a los «novios de la muerte» propios, el Tercio de Extranjeros. Las tropas de choque del Ejército de África.

Pero es que, además, no se trataba de instrucciones a ras de suelo. A Largo Caballero se le había «ordenado que haga caso omiso de toda colaboración o concurso que tienda a retrasar o entorpecer la rápida instauración de la dictadura soviética» (p. 219). Menos mal que «nuestro Ejército ya está dispuesto». Eso, por si Largo tenía alguna duda. No podía desfallecer en aquel momento cumbre.

Un sindicalista informador identificado por T (avezado espía de Mola) dijo a Félix Maíz pocos días después (la fecha no se indica) que en Madrid funcionaba «una célula comunista perfectamente organizada y que depende de la logia Regional Centro. Me señalaron una casa de la calle Príncipe». Su actividad radicaba en el Cuartel de Asalto de Pontejos. Sus protagonistas eran un capitán (Moreno), un teniente (Castillo) y un oficial de seguridad (p. 236). Me permito llamar la atención del lector porque esta información, tan supercontrastada, apunta a un hecho no ya luctuoso sino luctuosísimo. Y, para terminar de aguar la fiesta a los valientes conspiradores, los esbirros soviéticos propagaban mientras tanto en Tetuán la consigna de que «atiendan aviso instrucciones asesinato jefes y oficiales» (p. 243). Es decir. Era una situación de vida o muerte.

En 1976 (pp. 207s) se esfumó misteriosamente la referencia a Moscú en la preparación de un posible golpe «rojo» a finales de junio. Pero el lector no debería inquietarse. En Toulouse, Perpiñán y Barcelona hubo reuniones entre comunistas y anarquistas convocadas por la «Federación Anarquista Internacional» (¡qué combinación! o ¿no sería la FAI?). El espía en la DGS, el comisario Martín Báguenas (1976, p. 219), se entrevistó con Mola el 1.º de julio. Le informó de un plan «rojo» para asaltar el poder que se iniciaría en Madrid y sería secundado en Barcelona, Zaragoza, Asturias, País Vasco y Andalucía.

Obsérvese la astucia. El golpe de Mola, ya no lejano a su estallido, se adelantaba a otro que tenía, ¡horror de los horrores!, las siguientes características:

«Bajo la dirección de una Plana Mayor presidida por Largo Caballero, asistido de Galán, Hernández Zancajo y el delegado de la Komintern, Ventura, se habían celebrado diversas reuniones con los jefes de la zona (….) Resaltaban los acuerdos tomados en una reunión celebrada en París entre delegados del Consejo español y representantes de la CGT francesa, presididos por el agente soviético Turochoff (sic), elemento activo de la sección al servicio de la Secretaría de la Komintern para los asuntos de Occidente….» Lagarto, lagarto.

Mola no tardó en obtener más información.

«Por lo menos en Madrid el trío presidencial Largo Caballero-Ventura-Hernández Zancajo esperaba la HORA, dentro del plan acordado (…) Será dada a conocer por medio de una emisora en la casa central de la UGT. La HORA señalará el comienzo del día R. Todos los jefes de radio estarán personalmente en las operaciones de movilización en los 26 puestos de mando (…) Será dada con cinco petardos que estallarán simultáneamente al anochecer. Inmediatamente se simulará una agresión fascista al centro de la UGT, declarándose la huelga general y sublevándose dentro de sus cuarteles los soldados comprometidos» (1976, p. 221). Y así sucesivamente.

En este momento la composición del futuro Comisariado al servicio soviético reapareció en esta versión más avanzada. Las disensiones entre los líderes de una presunta Alianza revolucionaria sobre si debía tratarse de una autoridad puente o si la futura República debía ser federal o soviética (sic) no permitieron que la lista cuajara. Y afirmó Félix Maíz sentenciosamente: «ese fue el principal motivo del golpe rojo del 30 de junio» (obsérvese que ya había adelantado prudentemente la fecha) (1976, p. 222). Menos mal, debió de pensar Mola. Dios ha venido en nuestra ayuda. Los «rojos» no saben ponerse de acuerdo.

En julio la prensa roja (sic) habló mucho de la Komintern, como partido internacional de combate del proletariado. En su primera versión Félix Maíz lo confirmó. Era «el partido que hoy en día obedece ciegamente las instrucciones del supergobierno que trata de conquistar el Poder en el mundo (…) Anuncian con toda claridad su programa: ´Es preciso destruir la civilización cristiana para conseguir nuestro objetivo´» (p. 254). Había, pues, que echarse a temblar y prevenirlo. A toda costa.

En estas condiciones el asesinato de Calvo Sotelo (p. 266) fue, ni más ni menos, la comprobación de «cómo los esbirros de Moscú han cumplido la amenaza que oficialmente lanzó el Gobierno de la República Española, por boca de uno de sus ministros: el señor Casares Quiroga». Menos mal que poco después (p. 273) «la primera columna saldría al campo» para combatir al comunismo. España emprendía el camino de su salvación.

Se salvaba, sí, pero esto no significaba en absoluto que el golpe rojo se hubiera eliminado. Al contrario, a pesar de su postergación los preparativos continuaban (1976, pp. 225s). Queipo de Llano visitó Málaga, se entrevistó con el general Patxot y rindió informe a Mola: «dice que es imposible dominar la avalancha revolucionaria, bien instruida por los dirigentes anarcosindicalistas y anarcomasónicos dependientes de comandos soviéticos establecidos en Ceuta y Tetuán». ¡Caramba! ¡Comandos ya! En la primera guerra mundial los alemanes habían hecho uso de Stosstruppen, pequeños grupos de asalto, pero los rusos innovaban.

La última distribución de fuerzas del «Comité Nacional Revolucionario» (sic) de la que estaba informado Mola presentaba un total de 150.000 hombres en la primera fase, 80.000 en la segunda y 100.000 al asalto (1976, p. 265). En total 330.000 hombres. Pregunta ingenua: ¿cuánto tiempo le tomó al Ejército Popular llegar a tal cifra en la guerra civil?

El amable lector observará la continuidad en la argumentación. Era lógica. En la primera intentona de la dictadura franquista por esbozar una historia oficial de la guerra civil (perdón «de liberación») se había sentado cátedra en 1945. Fue un clarinazo para mantener prietas las filas en torno a una interpretación única. Casi hasta hoy.

Sobre las justificaciones primarias del 18 de Julio (III): La revolución roja avanza de la mano del judaísmo. Hay que echarse a temblar

29 marzo, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

Podría argumentarse que los arrebatos anticomunistas que estoy reproduciendo no fueron sino eso. Arrebatos. Grave error. El énfasis en el peligro comunista contra el que había que alzarse en armas, virilmente, estuvo presente, al decir del estrecho colaborador del general Mola, en todas y cada una de las etapas de la conspiración. Es decir, formó parte integrante de la modulación de las medidas adoptadas para proteger el conocimiento de la misma de las aviesas miradas del comunistizado Gobierno republicano y para prevenir adecuadamente el asalto que deseaba la Komintern contra la España inmortal.

Captura de pantalla 2016-03-10 a la(s) 12.04.55A finales de abril de 1936, cuando Mola ya había tomado las riendas operativas de la conspiración, Félix Maíz anotó: «Pusimos alma y vida a disposición de la Patria para que España no fuese una República soviética más. Porque siempre fuimos libres y nunca esclavos. Conocíamos perfectamente todas las andanzas de los agentes enviados por Moscú y cómo organizaban ya los actos para los días triunfales de su toma de posesión. Sabíamos de una brigada de nueva creación en el Politburó que se dejaba acariciar por la suave brisa del Mediterráneo y trabajaba en Barcelona, Cartagena, Ceuta y Melilla (…) pero la más negra en medio de aquellas delegaciones de la Komintern era aquella que desde sus madrigueras instruía ciertas brigadillas destinadas a imponer el terror» (p. 80). ¡Temblemos!

Sería prolijo reproducir más ejemplos de este tipo de «informaciones», pero no puedo por menos de recordar a los amables lectores la composición del Consejo Supremo del Soviet Español según comunicó a Mola un agente que poco después salió de España con un destino indeterminado:

Jefe Supremo: Francisco Largo Caballero

Asesor Adjunto: Ventura Delgado

Comisario del Interior: Carlos Hernández Zancajo

Comisario del Exterior: Luis Araquistaín

Comisario de Hacienda: Julio Álvarez del Vayo

Comisario de Guerra: teniente coronel Mangada

Comisario de Comercio: Carlos Vega

Comisario de Prensa y Propaganda: Javier Bueno

Comisario de Obras Públicas: José Díaz

Comisario de Industrias: J. Baraíbar

Comisario de Instrucción: Eduardo Ortega y Gasset

Comisario de Trabajo: Pascual Tomás

Comisario de Agricultura: Ricardo Zabalza

Comisario de Marina: Jerónimo Bugeda.

Quizá Félix Maíz se mosqueara un poco ya que había demasiados socialistas y muy pocos comunistas. Así que se preguntó: ¿dónde quedan Jesús Hernández, Dolores Ibarruri, Francisco Galán, Vicente Uribe, Santiago Carrillo, Andrés Nin, Joaquín Maurín, entre otros? No dio respuesta, salvo algunas palabras incoherentes (p. 85). La composición, y un conato de explicación, reaparecieron fechadas para el mes de julio en la versión 1976 (p. 222). Como si no hubiera pasado el tiempo.

En realidad, los planes eran mucho más siniestros y más preocupantes. El Komintern, adoctrinó el testigo a sus cautivados lectores, estaba sometido a las órdenes del «Kahal». Acudo rápidamente a Wikipedia. Así me entero de que este concepto había tenido una acepción bíblica pero no creo que Félix Maiz se refiriese a ella. Tampoco a la denominación que se había aplicado a ciertas instituciones judías de ayuda mutua en Polonia y Lituania en los siglos XVI a XVIII. Wikipedia en inglés no lo dice pero me parece evidente que el testimonio mas bien apuntaba a un organización conspiradora sionista que buscaba el dominio del mundo. Es decir, lo que los nazis denominaban judeobolchevismo y que el corresponsal de ABC creo que en Berlín, Eugenio Montes, trasladaba vía las encíclicas del maestro Goebbels a sus lectores españoles en la primavera de 1936.

Ya en mayo, mientras proseguía incansable la redacción de sus directivas para la sublevación, el patriótico general Mola recibía noticias del exterior que anunciaban que el comunismo internacional se aprestaba a ejecutar sus odiosos planes en diferentes países de Europa a partir del 1º de agosto (p. 96). Así que había que galopar. No fuera a ocurrir que, en busca de la perfección conspiratorial, a los buenos españoles los malvados comunistas les cogieran sin estar debidamente preparados.

El galope a rienda suelta se explica porque la situación era dramática. La actividad comunista en África crecía a pasos agigantados con Melilla (sic) como principal foco. Ya se habían anudado contactos entre los Frentes Populares francés y español. «Todas las conversaciones van dirigidas hacia el logro de una posible conjunción de sus fuerzas revolucionarias para estar dispuestas en el momento que fije el Komintern, la hora de Europa. Treinta días antes estaremos preparados nosotros. Su fecha es el 1º de agosto» (p. 131). No había duda.

Y, lógicamente, Ventura Delgado se fue a París en mayo para informar a las lógicas masónicas. Viajó con doce compañeros más, «que constituyen el pleno del Consejo Nacional del Soviet Español». Por otra parte, el Consejo Revolucionario Comunista (denominación que aparece en la versión de 1976) en una reunión en Valencia celebrada el 16 de aquel mes había preparado un acuerdo para la sublevación roja. Según el artículo 9 sería preciso proceder a la «eliminación de personajes políticos y militares destinados a jugar un papel de interés en la contra-revolución» (p. 144). En 1976 nuestro eminente testigo reprodujo todos los acuerdos. De la eliminación se encargaría el radio 25 de Madrid, «integrado por agentes de policía gubernamental» (1976, pp. 110s).

¡Caramba! Esto sí que debió de desasosegar a los conspiradores: si no se daban prisa, los rojos les pasarían a cuchillo. No era cuestión solo de salvar a la Patria. Era cuestión de salvar a sus salvadores como paso previo.

El viaje a París tiene su morbo. Sobre él vertió su bendición opusdeística el reverendo padre profesor Federico Suárez Verdeguer. De él se hizo eco en el año 2000 en un libro, que no he leído, pero que se titulaba Manuel Azaña y la guerra de 1936 (puede consultarse la página en cuestión en https://books.google.be/books ). Con un enriquecimiento notable: el levantamiento comunista debía ser simultáneo en Francia y España. Lo dicho: la civilización cristiana occidental se enfrentaba a un peligro no mortal, «mortalísimo».

No exagero. A mitad de junio, según Félix Maíz, se reiteró desde Moscú (y de nuevo lo transcribió en negritas):

«Nos hacen falta jefes que no sientan hacia la burguesía que odio mortal. Que preparen al proletariado para una lucha implacable. que no vacilen en usar los medios más violentos con cuantos se interpongan en su camino. Camino de nuestra Revolución, que ha de ser la guerra civil más encarnizada que jamás haya conocido la Historia» (p. 142).

Es decir, había no solo que galopar a toda prisa sino, literalmente, dispararse. ¿No diría el padre y profesor Suárez Verdeguer que el 10 de junio debía reunirse en el local de la biblioteca de Chamartín de la Rosa, c/ Pablo Iglesias nº 11, la flor y nata de la revolución?: Maurice Thorez, Vincent Auriol, Marcel Cachin, Largo Caballero, Dimitrov, Carrillo, Pepe Díaz, Paco Antón y Juan García Oliver, entre otros?. El distinguido académico se refirió a la p. 110 de la versión de 1976 de Félix Maíz. ¡Que no se diga que los historiadores de fuera del «pensamiento antifranquista» no saben manejar sus fuentes!

En consecuencia los servicios de información de Mola detectaron «un aumento de actividad en el ritmo de los preparativos rojos». En 1976 (p. 112) el distinguido testigo de cargo dio varios ejemplos. Menos mal que la CNT no había aceptado la designación de Largo Caballero para la Jefatura Suprema del Soviet Español (sic, p. 147). Pero no fue consuelo porque la nave «revolucionaria navega de prisa, lanzando cabos a babor y estribor? (p. 155). ¡Volvamos a temblar lectores!

Detalladas informaciones recibidas de la organización «Salud y Socorro» (pp. 159s) mostraron que el Gobierno se husmeaba algo. Fíjense, en abreviatura SS. Los revolucionarios habían dado instrucciones: si se producía el movimiento militar del que tanto se rumoreaba lo que había que hacer era aplastar totalmente a los reaccionarios e implantar el «régimen tan soñado». En consecuencia, se comprende bien que Mola, desde el principio, ordenara no tener miramiento alguno a la hora de sublevarse. El compañero que no lo hiciera no sería considerado compañero y contra los rojos, mano dura. La acción debía ser extremadamente violenta. Lo fue. Era, simplemente, cuestión de autosalvarse.

Mientras tanto, los conspiradores se protegían. Félix Maíz pontificó. La inteligencia militar soviética («el servicio secreto de las armadas rusas -[mala traducción del francés] y uno de los éxitos mayores del espionaje organizado por el Comisariado Interior del Komintern», ¡toma esa!) había enviado a un espía para que husmeara por Pamplona, capital de la brava raza que nunca se doblegaría. No logró penetrar las filas tradicionalistas (pp. 164-166s). Era alemán y se presentó como enviado del Vaticano («los círculos católicos (…) desean apoyar el proyecto hasta con dinero, si es necesario»). Pues era verdad. Claro que en Madrid estaban Thaelmann, la Pauker, Prestes, Turochof (sic) (pp. 174 y 176). Todos impecables comunistas que hay que suponer achucharían no en Madrid sino en el extranjero o desde la cárceles foráneas a Largo Caballero. Era el que «mueve sin cesar los agentes que Moscú ha puesto a su disposición» (p. 169). Las informaciones las daba un agente (¿alemán?) conocido como «6-WIW-9». Quizá fuese uno de los canales a través de los cuales Mola recibía noticia sobre las terribles actividades de los «hijos de Sión». No en vano precisa nuestro testigo:

«Es grande la astucia del Judaísmo. Está bien atendido el vivero donde germina su sagacidad. Sus hombres ladinos, dispersos por el mundo, distribuyen y dosifican el veneno de sus frutos» (p. 172).

Menos mal que en España había «hombres libres» que dirían no al judaismo y a su emanación, el comunismo. Como predicaba con sinigual y poético lirismo el maestro Goebbels.

Sobre las justificaciones primarias del 18 de Julio (II): El gran testimonio de un testigo único

22 marzo, 2016 at 8:33 am

Ángel Viñas

Raro es el historiador que, si aborda la conspiración militar que llevó a la sublevación el 18 de julio de 1936, no haya hecho uso, de una manera u otra, de las memorias de B. Félix Maíz. En general las que más suelen utilizarse son las que publicó Planeta en 1976 bajo el título Mola, aquel hombre. Diario de la conspiración. Yo me referí a dicha obra en la revisión de la versión publicada (1974) de mi tesis doctoral  (1973) en cuanto empecé a prepararla y que apareció en 1977. Ya entonces algunas me resultaron más que sospechosas y desmonté, en lo posible, las curiosas afirmaciones de tal autor en relación con contactos con innominados espías alemanes. Sospeché que se inventaba cosas.

49236717Años más tarde, cuando entré la problemática del 18 de Julio me di cuenta de que B. Félix Maíz es una auténtica mina para el historiador. Fui tomando notas en forma desperdigada de lo que más me sorprendió.  Hoy, a los jóvenes de nuestros días, el nombre de Maíz no les dirá nada. Se trató de un  contratista de obras de Pamplona, casado, con dos hijos, fervientemente católico, muy respetado, muy discreto. Actuó durante la conspiración de 1936 como estrechísimo colaborador del general Mola y, según afirmaría, estuvo al corriente de todos los preparativos. No lo dudo.
Dado que los papeles de Mola «desaparecieron» tras su accidente de aviación en junio de 1937 en el que perdió la vida (las malas lenguas dicen que Franco envió a unos propios a que se apoderaran de ellos y, de ser así, solo Dios en su infinita sabiduría conocerá adónde hayan ido a parar), el diario de Maíz ha podido servir de (mal) sustituto.
Es menos conocido que el mismo autor ya había publicado en el franquismo pleno de la autarquía, la hipercensura, la introversión y el aislamiento otro titulado Alzamiento en España. De un diario de la conspiración. Apareció en 1952 en la Editorial Gómez, de Pamplona, y es posible que fuese un éxito de ventas. Mi ejemplar es la segunda edición de aquel año.
Cuando se comparan las dos versiones se observan diferencias sustanciales (el lado antisemita, por ejemplo, desaparece). Daría para un largo artículo académico analizarlas y contextualizarlas. Baste con indicar que la segunda versión, una vez muerto Franco, es menos cortesana con respecto al inmarcesible Caudillo.
Aquí, sin embargo, lo que interesa examinar es la justificación de la sublevación militar. No olvido, por cierto, que de dicho autor (fallecido en  1980) todavía se publicó un aditamento que, en esta ocasión, fue más allá del 18 de julio y penetró en ciertas interioridades del bando franquista  hasta prácticamente la muerte de Mola. Este aditamento, que no apareció  hasta 2007 bajo el título Mola frente a Franco. Guerra y muerte del general Mola,  es menos relevante en esta serie de posts.
Con todo, la comparación más superficial posible entre las diferentes versiones no podrá ocultar una línea de continuidad en la argumentación, con modificaciones ocasionales, desde 1952 hasta 1980 y las necesarias adaptaciones al diferente contexto político. Centrado en los testimonios, no entraré a considerar el largo ensayo que, a modo de introducción histórica, precede a la tercera y que fue escrito por un exdiputado del PP, Jaime Ignacio del Burgo. Llamo simplemente la atención de los lectores sobre él esperando que algún estudiante de grado o incluso de maestría en historia lleve a su análisis las herramientas analíticas del oficio.
Para nuestros propósitos la más importante es la primera obra. La más cercana a los acontecimientos. La que levantó el telón sobre ciertos «enigmas» de la conspiración bajo una divisa rotunda: «la exposición de unos hechos que responden a la verdad, aunque sea en forma seca, áspera y concisa». Yo tomo la palabra al autor.
De todas maneras advierto que me cuesta trabajo aceptar muchísimo de lo que Félix Maíz reveló en 1952 ya en la cuarta página de la obra. Tenía un amigo («Tolo»), excompañero de colegio, que en febrero de 1936 le dijo que «trabajaba al servicio de una logia extranjera: Bruselas… Era un agente secreto del Frente Popular Internacional para la Unión de las Repúblicas Democráticas de Occidente» (¡nada menos!).
Nuestro autor debió de hacer indagaciones y en aquel mismo mes de febrero ya había identificado al enemigo: la Komintern. ¡Qué rapidez! Y dos páginas más adelante dio un supuesto diagrama organizativo de la misma. ¿Habían llegado los espías de Mola a Moscú? ¿O lo tomaron simplemente del Bulletin de l´Entente anticommuniste que analizó Southworth? ¿O de la prensa canallesca de la época? En 1976 (pp. 43s)  avanzaría un pelín. En París el general ruso blanco E. von Miller (sic) tenía a Mola informado desde que había sido director general de Seguridad en 1930. En consecuencia,  los planes soviéticos eran para Mola un libro abierto ya en 1933 (1976, pp. 43-46). De hecho, esta nueva versión de 1970 empieza con un fresco sobre el peligro soviético no solo sobre España sino sobre el oeste de Europa y el Mediterráneo occidental (1976, 19s).
Maíz indicó claramente la situación, quizá copiando al general.  España «caminaba hacia una República soviética». En el Frente Popular «quedaban agrupados todos los partidos que aspiraban a la revolución del proletariado». También estaba, ¡cómo no!, la Masonería, gracias al «hombre nefasto siempre para los destinos de España y servil en todo momento a la secta a que pertenecía, don Manuel Portela Valladares» (p. 16). El lector ya ve el tono.
No faltó un hálito antisemita en la «labor secreta y misteriosa de los hijos de Moisés y de los hijos de Sión» (p. 23).  Y, naturalmente, tan eminente testigo no dejó de reproducir una introducción (aparecida, dijo, en The Times, el 8 de mayo de 1920) achacada a los consabidos protocolos de los sabios de aquella procedencia. En las páginas 317 a 329 transcribió un extracto de los mismos. Este anexo desaparecerá en 1976.
Acongojado, algún lector no podría por menos de congratularse de que  frente a aquellas oleadas gigantescas que se precipitaban sobre España había hombres que iban «a oponer un muro. Hombres valientes, duros en el sacrificio, hombres libres, [que] ofrecen sus vidas para taponar las hendeduras sufridas en nuestros fundamentos» (p. 27). ¿No es bonito?  Ya el 12 de febrero (antes de las elecciones) algunos de tales hombres hicieron acopio de armas para salvar a España. Todavía pocas, pero era un comienzo. Probablemente esto es verdad. Si fue así, el lector ya puede ahorrarse la lectura de lo que sigue. Los gloriosos soldados de España se aprestaban a la batalla, elecciones o no elecciones.
Era, sin embargo, un comienzo imprescindible porque en España «se tramaba una revolución bajo el mandato de Moscú», «la organización soviética forzaba su marcha (…) preparaba sus cuarteles para el Ejército internacional» (¿alusión a las Brigadas?), «se acercaba paso a paso al final de su proyecto, ordenando sin cesar traslados y destituciones de jefes y oficiales del Ejército y Cuerpos Armados».
¿Exageraciones? De ninguna manera. Félix Maíz se sacó de la manga (p. 45) las directrices del «Consejo Permanente del Politburó» (que no existía sino en su exaltada imaginación). Eran muy precisas y se me hiela la sangre al transcribirlas. El lector disculpará este momentáneo desfallecimiento. Según tales órdenes había que eliminar al presidente Alcalá-Zamora, actuar contra los jefes y oficiales del ejército, expropiar y nacionalizar fincas rústicas y la banca, cerrar iglesias y casas religiosas, dar la independencia a Marruecos y transformarlo en Estado soviético independiente, exterminar la burguesía, crear el Ejército Rojo, asaltar el Poder, establecer la República soviética ibérica y declarar la guerra a Portugal, etc.  ¡Quelle horreur!  (las directrices se reproducen también en 1976, p. 56),
¿Hay quién dé más? Sí: un historiador de esos que arremeten contra la marea izquierdista que anega nuestras Universidades y que a él no le afecta pues es distinguido catedrático de una Universidad confesional, Luis E. Togores, ha tomado la lista anterior como hecho demostrado. Y dado que el Guadalquivir pasa por Sigüenza, lo ha incrustado en una hagiografía amable de aquel personaje, no menos amable, que fue el general Juan Yagüe. Al fin y al cabo, uno de los salvadores de España.
Pero, a veces, los deseos de Moscú tenían mala traducción. Félix Maíz dio testimonio de que los comunistas españoles se excedían e iban demasiado por delante de lo que querían sus tutores. Por ello los agentes de la Komintern en España informaron a sus gerifaltes:
«Se asalta, se quema, se mata demasiado sin que todavía han     ocupado puestos los jefes elegidos. Antes de obrar, es necesario …     destituir, trasladar, suprimir, pero suavemente, sin que apenas     pueda ser percibida la llegada de nuestra hora. Pudiera ser muy     peligrosa una reacción violenta».
¡Horroroso! Por si no quedaba dura, lo puso en negrita. Sin ella, lo reprodujo en 1976 (p. 60). En una palabra en Moscú se sabía  que era preciso actuar con mayor sutileza y no como unos carniceros desatados. No sé si el receptor de tales secretos estaba familiarizado con el concepto soviético de la maskirovka, la gama de operaciones de desinformación, camuflaje, distracción y de engaño estratégicas, pero si no lo estaba, su argumentación se atenía a ella rigurosamente.
Abril fue el mes clave (Mola empezaba ya la escalada para asumir el papel de Director de la conspiración) y su colaborador (1976, p. 81) se refirió a un tal Ventura Delgado que había dicho que la URSS «apoya incondicionalmente» la revolución proletaria en España. «El Gobierno español no la impedirá y […] el terror… será aplicado con todos los medios».  En 1976 (p. 158) optó por otra versión: «La URSS apoyará cuanto se haga con toda clase de medios, ya que es la primera interesada en el triunfo de la revolución española, porque le permitirá tomar posiciones cercanas a los países de régimen fascista y tenerlos así bajo su amenaza». No era lo mismo. Pero es igual. Félix Maiz dio su testimonio y a las derechas ya podía el Señor acogerlas confesadas.
No en vano, comunistas y socialistas «estaban amparados y aconsejados por agentes especialistas de la Komintern. Krivitsky, Stepanov, Münzenberg, Ovscenko (sic), bajo el mando directo de Dimitrov» (1976, p. 86).  Son nombres que sonaron después en la guerra civil pero olvidemos la ucronía. Entonces nuestro testigo se sacó de la manga a Dimitroff (secretario ejecutivo de la Komintern y bestia negra particular) y le presentó dando órdenes a sus «células» para que empleasen «sus armas favoritas, envidia, odio y venganza, en la colosal obra de descomposición». Para animar al personal Dimitrov envió a España una copia de «su famosa Catarsis rusa» (?) ordenando, también lo puso Félix Maíz en negritas, que la depuración alcanzase «a toda clase de elementos sobre los cuales pudiera recaer una ligera sospecha de que por su imaginación crucen ráfagas con ansias de libertad».
Como el diablo manda.