Sobre las justificaciones primarias del 18 de Julio (VI). Días de gloria y días de ocaso

19 abril, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

El carácter estúpido de las referencias a «fuentes» de los posts anteriores en relación con los bolcheviques y la Komintern se confirma no solo a través de la exploración de cada una de ellas, lo que alargaría esta serie. Baste con recordar que, a pesar de todas las proclamaciones del SHM y recogidas de forma ampliada por Félix Maíz, lo que pasaban por servicios de información de los sublevados (y luego del franquismo) fueron incapaces de identificar a los delegados de la Komintern en España y ni siquiera se dieron cuenta de que tras el tan mencionado Ventura se ocultaba, simplemente, Jesús Hernández. En realidad, los posts que anteceden reflejan una de las «justificaciones primarias» de la sublevación, pero no hay que olvidar que esta justificación no tardaría en adquirir una importancia incluso mayo y que hechos sucesivos la potenciaron hasta el infinito.

Captura de pantalla 2016-03-21 a la(s) 11.36.14En la jerga militar y política de los primeros años de la dictadura la guerra fue proclamada, orgullosamente, como «guerra de liberación». ¿De quién? Esencialmente del yugo comunista que hubiese atenazado a España de no haber sido por los valientes patriotas que se alzaron contra aquella amenaza existencial.

La intervención soviética en la contienda se presentó como la lógica continuación de las maniobras que la Komintern había llevado a cabo durante los años de paz. Con respecto a la intervención misma a partir de julio de 1936 eminentes historiadores militares franquistas exageraron sus dimensiones, su significado político y su papel. En ello siguieron las pautas propagandísticas que difundía el Eje por doquier y a las que se atuvo la contrapropaganda de los sublevados. El análisis daría para un libro, además de los dos ya mencionados de Southworth. No en vano desde el Madrid de la victoria, capital del futuro Imperio franco-falangista, se proclamó a voz en grito en todas las declinaciones posibles que en España había estado en juego el futuro de la civilización occidental. La Iglesia católica española colaboró con entusiasmo. Su caso es más comprensible. Había sido víctima de una repulsiva ola de violencia durante los primeros meses de la sublevación.

Desde la histérica exageración del asalto «comunista» a la España eterna tres acontecimientos posteriores a la guerra civil cogieron a la incipiente dictadura con el paso cambiado. El pacto germano-soviético de agosto de 1939. El estallido de la guerra europea tras la invasión nazi de la católica Polonia y el envío de la «División Azul» al frente del Este.

La línea argumental se descompuso entonces en tres grandes direcciones. La primera, y más sustantiva, fue la de que el régimen español fue siempre anticomunista desde su instauración y que así permanecería contra viento y contra marea. Nunca se había dejado engañar por los cantos de sirena del Kremlin y no se dejaría en el futuro. Ni en 1939 ni en 1941. (Implícitamente esto significa que otros, sí: léase británicos y norteamericanos un tanto bobalicones). La segunda dirección, corolario de la anterior, fue la teoría de las «tres guerras»: España era «neutral» en el Oeste, combativa contra el comunismo en el frente del Este y mera espectadora en el Pacífico. No engañó a nadie pero la teoría sirvió de hoja de parra mínima, todavía elevada por algunos historiadores profranquistas a la categoría de «gran estrategia». La tercera dirección acentuó el anticomunismo ferviente desde 1936. Ganó en intensidad con Franco autoelevado a la dignidad suprema de «centinela de Occidente» como el único hombre de Estado que había ganado al comunismo por las armas en la mano y en campo abierto, mientras se acogía encantado a la sombra protectora de Estados Unidos en plena guerra fría.

Representativa de toda esta argumentación (podría fácilmente acudirse a otros ejemplos) es el relato que Luis Antonio Bolín trazó, con toda desvergüenza, en su engañoso libro España. Los años vitales. En mi opinión debería republicarse con un buen estudio introductorio y las notas correspondientes. Bolín siempre fue desmesurado en sus mentiras. Así, con la mayor cara dura, aludió a fantasmagóricas muestras de la ayuda soviética a los comunistas españoles antes de la salvadora, y salvífica, sublevación militar de 1936. Algunos de sus párrafos provocan sonrojo. (Como solo tengo la edición en inglés, destinada a mantener encendida la llama de simpatía por el régimen franquista entre la derecha británica, me referiré a ella).

Combinando inteligentemente supuestas vicisitudes personales y un cuadro general pintado a la medida, Bolín -uno de los creadores del mito de Guernica- no tuvo el menor reparo en echar mano a algunas de las estupideces del SHM y/o de Félix Maíz: así, por ejemplo, al VII Congreso de la Komintern y sus supuestos planes sobre España (p. 144) o a los ditirambos cantados en loor de la URSS (pp. 145s). No pudo faltar la mención al envío de egregios agitadores soviéticos (en primer lugar Bela Kun, un canard que se remontaba a una intoxicación nazi coetánea) pero también otros para mi desconocidos (p. 149).

Bolín, ignoro si sentando un precedente o como mero «pelota» del SHM, no dejó de enfatizar el programa de las izquierdas de cara a las elecciones de febrero de 1936. Con él, aportación fundamental, entremezcló las aterradoras visiones que se desprendían de los supuestos planes de la Komintern (p. 150) y que después tanto hicieron las delicias de algunos profesores «objetivos». Esta entremezcla muestra la suprema desfachatez del excorresponsal de ABC, pero que yo sepa nadie se ha molestado en destacarla.

La cereza sobre el pastel la representó, en otro golpe de audacia, su acusación de que en mayo de 1936 armas bastante más contundentes que pistolas, mosquetones y escopetas (que las izquierdas habrían blandido en el desfile del 1º de mayo en representación de unidades de combate dotadas con 150.000 hombres, de grupos de resistencia con otros 100.000 y de sindicatos que contaban con 200.000 más) habían sido transportadas por barcos soviéticos a Sevilla y Algeciras (p. 151). ¿Se lo imagina el lector? Barcos que descargarían, hemos de suponer, a lo largo de las riberas del Guadalquivir o pegados al Estrecho armamento algo más pesado que el ligero. ¿Ametralladoras?, ¿cañones?, ¿tanques?… No es de extrañar que en el elegante hotel Claridge, tranquilamente pero jugando sucio, Bolín discurseara afirmando que en algún momento cualquier alzamiento nacional podría estallar ante el riesgo inminente de una sublevación comunista (p. 153).

Me permito recordar que el libro de Bolín, en un alarde de coordinación, se publicó simultáneamente en castellano (Espasa Calpe) y en inglés (Cassell) en 1967 y que la edición española contó con el apoyo del insigne ministro de Asuntos Exteriores Don Fernando María Castiella (un ancien de la División Azul y Cruz de Hierro) y con un apéndice, el VI, en el que se reprodujeron varios papeles relacionados con el «oro de Moscú».

Esto no fue ninguna casualidad. A las maniobras soviéticas para desencadenar una revolución rojísima en España y a la ayuda vital a una República no menos roja, para mantenerla en vida en función de los aviesos designios del Kremlin, el franquismo añadió desde 1936 hasta 1975 el mito del oro. El gran expolio perpetrado por la «escoria de la nación» para satisfacer a sus amiguetes o jefecillos soviéticos. (El lector que desee conocer cómo la dictadura trató tal tema puede acudir al segundo capítulo de mi libro Las armas y el oro. Palancas de la guerra, mitos del franquismo. Lo más probable es que se ría). Todo fue en vano. El mito del oro se disipó en el cielo azulado de las camisas falangistas (¿alguien recuerda a algún Gobierno español que lo haya reclamado oficialmente?).

Sin embargo las maniobras soviéticas para lanzar la revolución y mantener una guerra no menos revolucionaria dejaron de interesar políticamente a las autoridades españolas tan pronto como se afianzó la transición, desapareció la censura y se instauró la libertad de expresión. Hoy solo mantienen matices o resabios de aquellas tesis algunos historiadores norteamericanos poco al día de la literatura española. Lo que había sido una de las más importantes justificaciones primarias del 18 de Julio llegó a su ocaso operativo. En la actualidad cabe ojear obras de autores muy conservadores y antirrepublicanos y no leer apenas algo interesante al respecto.

La justificación principal, y hoy ya casi única, fue la segunda: la anarquía, el hundimiento de la ley y el orden, las oleadas de violencia registradas en la primavera de 1936. Fue coetánea de los hechos. ¿Quién no ha oído hablar de los discursos de Gil Robles y de Calvo Sotelo en las Cortes denunciando todas las vesanias del Frente Popular? Y, como corolario, dos tesis presentadas como si fueran afirmaciones bíblicas: el Gobierno republicano dejó hacer a las turbas porque, en el fondo, también quería una revolución.

En definitiva, hubo que torcer un poco la dirección del navío historiográfico. A la mayor gloria de la VERDAD, única e indivisible.

Sobre las justificaciones primarias del 18 de Julio (V). El Servicio Histórico Militar sienta cátedra para el futuro

12 abril, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

Hoy los historiadores sabemos que todas las afirmaciones del testigo Félix Maíz recogidas en los posts anteriores en relación al «vector kominterniano» o soviético no corresponden a los hechos. La cuestión es saber si: a) repitieron los esfuerzos de intoxicación de los conspiradores, militares y civiles, para mejor preparar el golpe y anudar voluntades en favor del mismo; b) los copió de algunos esfuerzos anteriores a sus «memorias»; c) se los inventó. Las tres posibilidades no se autoexcluyen. Quizá se trató de una combinación. En cualquier caso, como muestran los ejemplos de los profesores Suárez Verdeguer y Togores, tienen influencia hasta la más rabiosa actualidad.

Captura de pantalla 2016-03-21 a la(s) 11.21.08Sin haber realizado un análisis más en profundidad, que se escaparía de los propósitos de este blog, me inclino a pensar que la clave se encuentra en las dos primeras alternativas. En la primavera de 1936 es sabido que los conspiradores (quizá la trama civil esencialmente) circularon octavillas y papeles entre los militares. Algunos incluso se entregaron a diplomáticos británicos (en un caso, muy conocido, la embajada los transmitió a Londres en donde se manifestó un gran escepticismo). Probablemente se potenciaron las noticias que aparecían constantemente en la prensa de derechas sobre presuntos manejos comunistas. Más tarde, cuando estalló la guerra civil y se produjo una explosión propagandística en Francia para mantener en la más absoluta neutralidad al Gobierno de París, mucho de lo que se publicó en el país vecino se importó como «prueba» de los aviesos designios de Moscú sobre España. También se inventaron (probablemente de la ardiente fantasía de Tomás Borrás) los documentos que analizó Southworth y que pretendían probar definitivamente la conspiración comunista.

Como es sabido en Francia se los creyeron algunos militares. En el Reino Unido no tuvieron tanta suerte. Pero, para entonces, las máquinas propagandísticas nazi y fascista ya se habían lanzado a todo trapo denunciando los manejos moscovitas para encubrir su propia ayuda a Franco. Para defender, por supuesto, la civilización occidental. No lo olvidemos.

Todo esto nos lleva hacia el ámbito bien estudiado de la propaganda y contrapropaganda respectivas pero no es lo que nos interesa aquí. Gracias al Señor, existe la prueba concreta, firme, sin fisuras de que el mito de la revolución comunista, inspirada por Moscú, formó parte integrante de los primeros esfuerzos intoxicadores de alto nivel que llevó a cabo la dictadura tan pronto como terminó la guerra civil.

En el período de oscilación entre neutralidad benevolente a favor del Eje, no-beligerancia más benevolente aún y vuelta a la neutralidad en 1943, pero también con amplias concomitancias con el Eje, las autoridades militares, supongo que bajo el control de Franco o de sus inmediatos sicarios, se lanzaron con paso decidido y firme el ademán en sentar para el futuro lo que fue realmente la Guerra de Liberación y, en particular, sus antecedentes. Porque es en los antecedentes en donde estaba, y sigue todavía, la fuente de todos los males y, para enderezarlos, de todos los bienes que sobre la devastada España derramó Franco a manos llenas.

Así, el Estado Mayor Central del Ejército publicó en 1945 el primer volumen de lo que había de ser la historia del conflicto. Se trató de un tocho de 457 páginas en un formato mas bien grande. Impreso en rústica. Sin alharacas. Como correspondía a un régimen que, gravemente y consciente de la importancia de la obra, se aprestaba a describir lo que le impulsó a aparecer en la historia. Con mayúsculas.

De las 457 páginas nada menos que 243 (el 53 por ciento) se dedicaron a abordar los antecedentes remotos (es decir, la trayectoria histórica de España y las luchas civiles del siglo XIX —me complace señalar que no fue necesario remontarse a los tiempos visigodos) y los antecedentes próximos (la crisis europea entre 1876 y 1936, la Restauración, la Regencia y el Reinado de Alfonso XIII)—.

Las restantes páginas se dedicaron a la República y de estas el período crucial, el del Frente Popular, ocupó de la 423 hasta el final. Treinta páginas para poco más de seis meses. El análisis pormenorizado de sus tesis exigiría un largo artículo académico. Afortunadamente, no es el caso que que se examina en esta serie de posts. La apelación al vector soviético es prácticamente una constante. Medite el amable lector en, por ejemplo, los nueve puntos siguientes.

1.º Tanto el Gobierno de Azaña como el de Casares Quiroga carecieron de autoridad sobre las masas. Estas «solo obedecían las consignas de Moscú y aun en muchos casos las rebasaban para seguir únicamente a sus instintos depravados» (p. 423). La misma tesis la repitió Félix Maíz, como hemos visto. Por consiguiente, nuestro estimado testigo no hizo sino constatar, en su testimonio, la veracidad de aquellas aseveraciones de los militares franquistas. Cabe suponer que, entre ellos, habría habido incluso alguno que hubiese vivido el período de anteguerra. Al fin y al cabo, solo habían transcurrido nueve o diez años.

2.º El lector recordará las presuntas consignas de la Komintern de febrero de 1936. Como fueron las que «encauzaron» la evolución posterior Félix Maíz las destacó basándose en su experto conocimiento de los manejos de la III Internacional. Pues bien, podríamos establecer la hipótesis de que, en realidad, no hizo más que copiarlas de los heroicos historiadores militares que, con autoridad, decisión, sin pelos en la lengua, se hicieron eco de aquellas consignas en lo que habría de ser la obra magna del servicio (pp. 425s). Para que no hubiese la menor duda repitió tan malvada estrategia en 1976. No debe extrañar por consiguiente que tal apreciación histórica haya merecido todos los parabienes de, entre otros, el profesor Togores.

3.º Como es lógico, y en función de las directivas moscovitas, el Gobierno del Frente Popular no tardó mucho en atender a las instrucciones que llegaban de fuera. Los historiadores militares no se atrevieron a pensar de que a lo mejor los sicarios de las logias y los vendidos a Moscú podían sospechar de generales «patriotas». No. Lo que ocurrió es que hacia el mes de marzo «empiezan a cumplirse las consignas rojas acerca de la depuración de mandos del Ejército» (p. 427). Afectaron, no podían por menos de recordarlo con lágrimas de cocodrilo, a los generales Franco y Goded. Pero les salió, añado yo, el tiro por la culata. Lo tenían bien merecido por malvados. Goded, Franco y otros no se resignaron a cruzarse de brazos. Por el bien de España.

4.º Esto era lógico. Los inteligentes y agudos historiadores militares recordaron que Franco se había convencido desde hacía tiempo «de la locura que presidía la política española … Solo él conocía lo cerca que estuvo España… de la implantación del comunismo» cuando la revolución de Octubre (p. 428). Es decir, que en octubre de 1934 España estuvo en un tris de ser anegada ya por la marea moscovita. Si lo sabría él, que había pasado las noches en vela estudiando los telegramas que recibía de Asturias en su soledad en el Palacio de Buenavista.

(¡Ah!, que no se me olvide. Los «pelotas» del SHM introdujeron un dato de importancia capital. Era Franco quien había encargado a Mola de la dirección del Movimiento como su hombre de confianza (p. 429). En 1945 era de todo punto imprescindible dar un pellizquito a la historia porque con las oscuras nubes que se amontonaban en el horizonte era absolutamente preciso hacer todo lo posible para no reducir lo más mínimo la inmensa significación histórica del inmarcesible Caudillo).

5.º Pero es que, además, nada menos que un prohombre, un estadista, de la talla de Calvo Sotelo había denunciado el 16 de abril de 1936 «la progresiva sovietización de España» (p. 435). Y, como es obvio, Calvo Sotelo no podía estar mal informado. Sobre todo porque esa sovietización se palpaba en la calle.

6.º Coincidiendo con un período de desmanes lanzados por las turbas sedientas de sangre, el 21 de abril «la Komintern redacta un plan completo para reducir la resistencia del Ejército, único obstáculo serio que se atraviesa en el camino de los revolucionarios». El SHM lo extractó. Era del todo imprescindible dar a conocer al pueblo español y a los extranjeros que se interesasen por España hasta qué punto la vesania roja superaba todos los límites creíbles. Ese plan alumbró uno de los documentos que se entregaron a los británicos por la extraña vía del cónsul en Vigo, que lo remitió a la Embajada en Madrid. Era de chiste. El lector puede leerlo en mi obra La conspiración del general Franco, versión revisada de 2012, páginas 275-280, algo más ampliado.

7.º Es más. Todo estaba cronometrado exactamente. El SHM subrayó la importancia trascendental de la reunión del 16 de mayo en Valencia. Fue, sin embargo, algo menos preciso que Félix Maiz.

«Asistieron el delegado de la Tercera Internacional, Ventura, y en representación del Comité Revolucionario español (sic) los delegados Aznar y Rafael Pérez. En dicha reunión se acordó realizar en España para mediados del mes de junio un movimiento revolucionario simultáneo con otro que estallaría en Francia en el momento de hacerse allí cargo del Poder el Frente Popular. Entre otros acuerdos complementarios se tomó también el de eliminar a personajes políticos y militares destinados a jugar un papel de interés en la contrarrevolución, de cuya misión se encargaría en Madrid el radio comunista número 25, compuesto por agentes en activo de la Policía gubernativa».

Pero, añadieron, con toda la autoridad de los bregados historiadores militares que se suponían eran, en nota a pie de página: «véase como el asesinato de Calvo Sotelo se hallaba ya previsto con bastante anticipación hasta en sus menores detalles» (p. 444).

Exacto. Los comunistas lo tenían todo pensado. Calvo Sotelo molestaba. Así que había que liquidarlo sin compunción alguna. Lo que nos sorprende es que los tan bregados defensores de la ley y el orden, sabiendo lo que antecede y que Félix Maíz también reprodujo, a ninguno de los conspiradores se le hubiera ocurrido que más valía poner protección al valiente diputado.

8.º El SHM constató un hecho evidente. No se hizo problemas con los motivos. Afirmó, sobriamente, sin pestañear un segundo, que el PCE» es el único que sabe dónde va, o lo saben sus inspiradores moscovitas, que es lo mismo». Por eso experimentó un gran auge (p. 446). Como se ve, unos grandes analistas.

9.º Finalmente, el asesinato de Calvo Sotelo, «como el de otros significados Jefes de derechas, se hallaba, como ya hemos visto, decidido en las instrucciones de la Komintern» (p. 453). Es decir, que oscuros funcionarios habrían estado estudiando España y elevado sus malvadas sugerencias a sus superiores. A Calvo Sotelo se le liquidó como a un conejo, sin la menor compunción. Siempre había estado en el punto de mira de los asesinos manipulados por los planificadores moscovitas.

Todo lo anterior está tomado, no lo olvidemos de una historia oficial. Como el lector comprenderá, la primera justificación primaria de la sublevación está más que apuntalada. Que fuera falsa no tendría la menor importancia. En los años 1945 y siguientes nadie iba a leer en las escuelas, cuarteles y universidades de España algo que se apartara del punto esencial del canon franquista.

Por razones desconocidas, que lamentamos amargamente, el volumen I de aquella Historia de la Guerra de Liberación no tuvo seguimiento. No había peligro, desde luego, de que los españoles olvidaran la justificación del 18 de julio por la prevención de un golpe parasoviético. Quedaban treinta años para remacharlo y moldear a placer las jóvenes conciencias.

Sobre las justificaciones primarias del 18 de Julio (IV): Y en la recta final, el dogal moscovita

5 abril, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

Los historiadores académicos no hemos solido detenernos en los parrafitos antisoviéticos y antimasónicos de Félix Maíz. Pero la verdad es que estos se mantienen a lo largo de toda su obra testimonial. Si acaso, disminuyen en cadencia a medida que se acerca a la sublevación. La narrativa, pura y dura, se impone en este último trecho. Incluso hay gente que piensa que podía contar de verdad lo ocurrido. En cualquier caso, sus tics no desaparecen. Aquí daré una pequeña muestra.

Captura de pantalla 2016-03-10 a la(s) 12.03.52Así, por ejemplo, cuando el 18 de junio nuestro eminente testigo se desplazó a Zaragoza a aclarar una falsa interpretación dada a una de las directivas de Mola se encontró que en Las Delicias la policía fue bastante escrupulosa en el control del coche y su documentación. ¿No estarían ya en vigor las disposiciones kominternianas, se preguntó? (p. 179)

La pregunta era lógica porque, a pesar de que la colaboración política de los Frentes Populares español y francés renqueaba, la Komintern apretaba fuertemente (p. 184). A finales de mes Félix Maiz comentó un «proyecto de licenciamiento de la tropa». Ocultaba designios no siniestros sino supersiniestros. Se buscaba que los «soldados abandonasen los cuarteles dejando libres los fusiles». Estos eran los que, según órdenes de Moscú, debía tomar el Ejército «Rojo» para poder formar sus cuadros y actuar. Pues se me ocurre pensar que la revolución inminente andaba un poco flojilla si tenía que armarse de tal manera. Pero la verdad es que sería una cosa de lo más sencillo (p. 199).

El mismo 30 de junio Félix Maíz ojeó las disposiciones de la «Oposición Sindical Revolucionaria» con las consignas e instrucciones de Moscú. Nueve páginas. Daban la impresión de que los revolucionarios estaban en condiciones «de actuar, esperando la orden». Con fusiles, supongo, o sin ellos. Quizá con los cuchillos afilados entre dientes.

Al testigo debieron abrírsele las carnes. No en vano leyó en tales consignas e instrucciones que no había que tener «ni compasión ni miedo ante el acto de ejecutar. Despreciar la vida con serenidad y no olvidar el odio que nos mueve… Hasta cumplir» (p. 209). Todo ello en negrita. Las perspectivas eran sombrías. Los revolucionarios amenazaban con emular a los «novios de la muerte» propios, el Tercio de Extranjeros. Las tropas de choque del Ejército de África.

Pero es que, además, no se trataba de instrucciones a ras de suelo. A Largo Caballero se le había «ordenado que haga caso omiso de toda colaboración o concurso que tienda a retrasar o entorpecer la rápida instauración de la dictadura soviética» (p. 219). Menos mal que «nuestro Ejército ya está dispuesto». Eso, por si Largo tenía alguna duda. No podía desfallecer en aquel momento cumbre.

Un sindicalista informador identificado por T (avezado espía de Mola) dijo a Félix Maíz pocos días después (la fecha no se indica) que en Madrid funcionaba «una célula comunista perfectamente organizada y que depende de la logia Regional Centro. Me señalaron una casa de la calle Príncipe». Su actividad radicaba en el Cuartel de Asalto de Pontejos. Sus protagonistas eran un capitán (Moreno), un teniente (Castillo) y un oficial de seguridad (p. 236). Me permito llamar la atención del lector porque esta información, tan supercontrastada, apunta a un hecho no ya luctuoso sino luctuosísimo. Y, para terminar de aguar la fiesta a los valientes conspiradores, los esbirros soviéticos propagaban mientras tanto en Tetuán la consigna de que «atiendan aviso instrucciones asesinato jefes y oficiales» (p. 243). Es decir. Era una situación de vida o muerte.

En 1976 (pp. 207s) se esfumó misteriosamente la referencia a Moscú en la preparación de un posible golpe «rojo» a finales de junio. Pero el lector no debería inquietarse. En Toulouse, Perpiñán y Barcelona hubo reuniones entre comunistas y anarquistas convocadas por la «Federación Anarquista Internacional» (¡qué combinación! o ¿no sería la FAI?). El espía en la DGS, el comisario Martín Báguenas (1976, p. 219), se entrevistó con Mola el 1.º de julio. Le informó de un plan «rojo» para asaltar el poder que se iniciaría en Madrid y sería secundado en Barcelona, Zaragoza, Asturias, País Vasco y Andalucía.

Obsérvese la astucia. El golpe de Mola, ya no lejano a su estallido, se adelantaba a otro que tenía, ¡horror de los horrores!, las siguientes características:

«Bajo la dirección de una Plana Mayor presidida por Largo Caballero, asistido de Galán, Hernández Zancajo y el delegado de la Komintern, Ventura, se habían celebrado diversas reuniones con los jefes de la zona (….) Resaltaban los acuerdos tomados en una reunión celebrada en París entre delegados del Consejo español y representantes de la CGT francesa, presididos por el agente soviético Turochoff (sic), elemento activo de la sección al servicio de la Secretaría de la Komintern para los asuntos de Occidente….» Lagarto, lagarto.

Mola no tardó en obtener más información.

«Por lo menos en Madrid el trío presidencial Largo Caballero-Ventura-Hernández Zancajo esperaba la HORA, dentro del plan acordado (…) Será dada a conocer por medio de una emisora en la casa central de la UGT. La HORA señalará el comienzo del día R. Todos los jefes de radio estarán personalmente en las operaciones de movilización en los 26 puestos de mando (…) Será dada con cinco petardos que estallarán simultáneamente al anochecer. Inmediatamente se simulará una agresión fascista al centro de la UGT, declarándose la huelga general y sublevándose dentro de sus cuarteles los soldados comprometidos» (1976, p. 221). Y así sucesivamente.

En este momento la composición del futuro Comisariado al servicio soviético reapareció en esta versión más avanzada. Las disensiones entre los líderes de una presunta Alianza revolucionaria sobre si debía tratarse de una autoridad puente o si la futura República debía ser federal o soviética (sic) no permitieron que la lista cuajara. Y afirmó Félix Maíz sentenciosamente: «ese fue el principal motivo del golpe rojo del 30 de junio» (obsérvese que ya había adelantado prudentemente la fecha) (1976, p. 222). Menos mal, debió de pensar Mola. Dios ha venido en nuestra ayuda. Los «rojos» no saben ponerse de acuerdo.

En julio la prensa roja (sic) habló mucho de la Komintern, como partido internacional de combate del proletariado. En su primera versión Félix Maíz lo confirmó. Era «el partido que hoy en día obedece ciegamente las instrucciones del supergobierno que trata de conquistar el Poder en el mundo (…) Anuncian con toda claridad su programa: ´Es preciso destruir la civilización cristiana para conseguir nuestro objetivo´» (p. 254). Había, pues, que echarse a temblar y prevenirlo. A toda costa.

En estas condiciones el asesinato de Calvo Sotelo (p. 266) fue, ni más ni menos, la comprobación de «cómo los esbirros de Moscú han cumplido la amenaza que oficialmente lanzó el Gobierno de la República Española, por boca de uno de sus ministros: el señor Casares Quiroga». Menos mal que poco después (p. 273) «la primera columna saldría al campo» para combatir al comunismo. España emprendía el camino de su salvación.

Se salvaba, sí, pero esto no significaba en absoluto que el golpe rojo se hubiera eliminado. Al contrario, a pesar de su postergación los preparativos continuaban (1976, pp. 225s). Queipo de Llano visitó Málaga, se entrevistó con el general Patxot y rindió informe a Mola: «dice que es imposible dominar la avalancha revolucionaria, bien instruida por los dirigentes anarcosindicalistas y anarcomasónicos dependientes de comandos soviéticos establecidos en Ceuta y Tetuán». ¡Caramba! ¡Comandos ya! En la primera guerra mundial los alemanes habían hecho uso de Stosstruppen, pequeños grupos de asalto, pero los rusos innovaban.

La última distribución de fuerzas del «Comité Nacional Revolucionario» (sic) de la que estaba informado Mola presentaba un total de 150.000 hombres en la primera fase, 80.000 en la segunda y 100.000 al asalto (1976, p. 265). En total 330.000 hombres. Pregunta ingenua: ¿cuánto tiempo le tomó al Ejército Popular llegar a tal cifra en la guerra civil?

El amable lector observará la continuidad en la argumentación. Era lógica. En la primera intentona de la dictadura franquista por esbozar una historia oficial de la guerra civil (perdón «de liberación») se había sentado cátedra en 1945. Fue un clarinazo para mantener prietas las filas en torno a una interpretación única. Casi hasta hoy.

Sobre las justificaciones primarias del 18 de Julio (III): La revolución roja avanza de la mano del judaísmo. Hay que echarse a temblar

29 marzo, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

Podría argumentarse que los arrebatos anticomunistas que estoy reproduciendo no fueron sino eso. Arrebatos. Grave error. El énfasis en el peligro comunista contra el que había que alzarse en armas, virilmente, estuvo presente, al decir del estrecho colaborador del general Mola, en todas y cada una de las etapas de la conspiración. Es decir, formó parte integrante de la modulación de las medidas adoptadas para proteger el conocimiento de la misma de las aviesas miradas del comunistizado Gobierno republicano y para prevenir adecuadamente el asalto que deseaba la Komintern contra la España inmortal.

Captura de pantalla 2016-03-10 a la(s) 12.04.55A finales de abril de 1936, cuando Mola ya había tomado las riendas operativas de la conspiración, Félix Maíz anotó: «Pusimos alma y vida a disposición de la Patria para que España no fuese una República soviética más. Porque siempre fuimos libres y nunca esclavos. Conocíamos perfectamente todas las andanzas de los agentes enviados por Moscú y cómo organizaban ya los actos para los días triunfales de su toma de posesión. Sabíamos de una brigada de nueva creación en el Politburó que se dejaba acariciar por la suave brisa del Mediterráneo y trabajaba en Barcelona, Cartagena, Ceuta y Melilla (…) pero la más negra en medio de aquellas delegaciones de la Komintern era aquella que desde sus madrigueras instruía ciertas brigadillas destinadas a imponer el terror» (p. 80). ¡Temblemos!

Sería prolijo reproducir más ejemplos de este tipo de «informaciones», pero no puedo por menos de recordar a los amables lectores la composición del Consejo Supremo del Soviet Español según comunicó a Mola un agente que poco después salió de España con un destino indeterminado:

Jefe Supremo: Francisco Largo Caballero

Asesor Adjunto: Ventura Delgado

Comisario del Interior: Carlos Hernández Zancajo

Comisario del Exterior: Luis Araquistaín

Comisario de Hacienda: Julio Álvarez del Vayo

Comisario de Guerra: teniente coronel Mangada

Comisario de Comercio: Carlos Vega

Comisario de Prensa y Propaganda: Javier Bueno

Comisario de Obras Públicas: José Díaz

Comisario de Industrias: J. Baraíbar

Comisario de Instrucción: Eduardo Ortega y Gasset

Comisario de Trabajo: Pascual Tomás

Comisario de Agricultura: Ricardo Zabalza

Comisario de Marina: Jerónimo Bugeda.

Quizá Félix Maíz se mosqueara un poco ya que había demasiados socialistas y muy pocos comunistas. Así que se preguntó: ¿dónde quedan Jesús Hernández, Dolores Ibarruri, Francisco Galán, Vicente Uribe, Santiago Carrillo, Andrés Nin, Joaquín Maurín, entre otros? No dio respuesta, salvo algunas palabras incoherentes (p. 85). La composición, y un conato de explicación, reaparecieron fechadas para el mes de julio en la versión 1976 (p. 222). Como si no hubiera pasado el tiempo.

En realidad, los planes eran mucho más siniestros y más preocupantes. El Komintern, adoctrinó el testigo a sus cautivados lectores, estaba sometido a las órdenes del «Kahal». Acudo rápidamente a Wikipedia. Así me entero de que este concepto había tenido una acepción bíblica pero no creo que Félix Maiz se refiriese a ella. Tampoco a la denominación que se había aplicado a ciertas instituciones judías de ayuda mutua en Polonia y Lituania en los siglos XVI a XVIII. Wikipedia en inglés no lo dice pero me parece evidente que el testimonio mas bien apuntaba a un organización conspiradora sionista que buscaba el dominio del mundo. Es decir, lo que los nazis denominaban judeobolchevismo y que el corresponsal de ABC creo que en Berlín, Eugenio Montes, trasladaba vía las encíclicas del maestro Goebbels a sus lectores españoles en la primavera de 1936.

Ya en mayo, mientras proseguía incansable la redacción de sus directivas para la sublevación, el patriótico general Mola recibía noticias del exterior que anunciaban que el comunismo internacional se aprestaba a ejecutar sus odiosos planes en diferentes países de Europa a partir del 1º de agosto (p. 96). Así que había que galopar. No fuera a ocurrir que, en busca de la perfección conspiratorial, a los buenos españoles los malvados comunistas les cogieran sin estar debidamente preparados.

El galope a rienda suelta se explica porque la situación era dramática. La actividad comunista en África crecía a pasos agigantados con Melilla (sic) como principal foco. Ya se habían anudado contactos entre los Frentes Populares francés y español. «Todas las conversaciones van dirigidas hacia el logro de una posible conjunción de sus fuerzas revolucionarias para estar dispuestas en el momento que fije el Komintern, la hora de Europa. Treinta días antes estaremos preparados nosotros. Su fecha es el 1º de agosto» (p. 131). No había duda.

Y, lógicamente, Ventura Delgado se fue a París en mayo para informar a las lógicas masónicas. Viajó con doce compañeros más, «que constituyen el pleno del Consejo Nacional del Soviet Español». Por otra parte, el Consejo Revolucionario Comunista (denominación que aparece en la versión de 1976) en una reunión en Valencia celebrada el 16 de aquel mes había preparado un acuerdo para la sublevación roja. Según el artículo 9 sería preciso proceder a la «eliminación de personajes políticos y militares destinados a jugar un papel de interés en la contra-revolución» (p. 144). En 1976 nuestro eminente testigo reprodujo todos los acuerdos. De la eliminación se encargaría el radio 25 de Madrid, «integrado por agentes de policía gubernamental» (1976, pp. 110s).

¡Caramba! Esto sí que debió de desasosegar a los conspiradores: si no se daban prisa, los rojos les pasarían a cuchillo. No era cuestión solo de salvar a la Patria. Era cuestión de salvar a sus salvadores como paso previo.

El viaje a París tiene su morbo. Sobre él vertió su bendición opusdeística el reverendo padre profesor Federico Suárez Verdeguer. De él se hizo eco en el año 2000 en un libro, que no he leído, pero que se titulaba Manuel Azaña y la guerra de 1936 (puede consultarse la página en cuestión en https://books.google.be/books ). Con un enriquecimiento notable: el levantamiento comunista debía ser simultáneo en Francia y España. Lo dicho: la civilización cristiana occidental se enfrentaba a un peligro no mortal, «mortalísimo».

No exagero. A mitad de junio, según Félix Maíz, se reiteró desde Moscú (y de nuevo lo transcribió en negritas):

«Nos hacen falta jefes que no sientan hacia la burguesía que odio mortal. Que preparen al proletariado para una lucha implacable. que no vacilen en usar los medios más violentos con cuantos se interpongan en su camino. Camino de nuestra Revolución, que ha de ser la guerra civil más encarnizada que jamás haya conocido la Historia» (p. 142).

Es decir, había no solo que galopar a toda prisa sino, literalmente, dispararse. ¿No diría el padre y profesor Suárez Verdeguer que el 10 de junio debía reunirse en el local de la biblioteca de Chamartín de la Rosa, c/ Pablo Iglesias nº 11, la flor y nata de la revolución?: Maurice Thorez, Vincent Auriol, Marcel Cachin, Largo Caballero, Dimitrov, Carrillo, Pepe Díaz, Paco Antón y Juan García Oliver, entre otros?. El distinguido académico se refirió a la p. 110 de la versión de 1976 de Félix Maíz. ¡Que no se diga que los historiadores de fuera del «pensamiento antifranquista» no saben manejar sus fuentes!

En consecuencia los servicios de información de Mola detectaron «un aumento de actividad en el ritmo de los preparativos rojos». En 1976 (p. 112) el distinguido testigo de cargo dio varios ejemplos. Menos mal que la CNT no había aceptado la designación de Largo Caballero para la Jefatura Suprema del Soviet Español (sic, p. 147). Pero no fue consuelo porque la nave «revolucionaria navega de prisa, lanzando cabos a babor y estribor? (p. 155). ¡Volvamos a temblar lectores!

Detalladas informaciones recibidas de la organización «Salud y Socorro» (pp. 159s) mostraron que el Gobierno se husmeaba algo. Fíjense, en abreviatura SS. Los revolucionarios habían dado instrucciones: si se producía el movimiento militar del que tanto se rumoreaba lo que había que hacer era aplastar totalmente a los reaccionarios e implantar el «régimen tan soñado». En consecuencia, se comprende bien que Mola, desde el principio, ordenara no tener miramiento alguno a la hora de sublevarse. El compañero que no lo hiciera no sería considerado compañero y contra los rojos, mano dura. La acción debía ser extremadamente violenta. Lo fue. Era, simplemente, cuestión de autosalvarse.

Mientras tanto, los conspiradores se protegían. Félix Maíz pontificó. La inteligencia militar soviética («el servicio secreto de las armadas rusas -[mala traducción del francés] y uno de los éxitos mayores del espionaje organizado por el Comisariado Interior del Komintern», ¡toma esa!) había enviado a un espía para que husmeara por Pamplona, capital de la brava raza que nunca se doblegaría. No logró penetrar las filas tradicionalistas (pp. 164-166s). Era alemán y se presentó como enviado del Vaticano («los círculos católicos (…) desean apoyar el proyecto hasta con dinero, si es necesario»). Pues era verdad. Claro que en Madrid estaban Thaelmann, la Pauker, Prestes, Turochof (sic) (pp. 174 y 176). Todos impecables comunistas que hay que suponer achucharían no en Madrid sino en el extranjero o desde la cárceles foráneas a Largo Caballero. Era el que «mueve sin cesar los agentes que Moscú ha puesto a su disposición» (p. 169). Las informaciones las daba un agente (¿alemán?) conocido como «6-WIW-9». Quizá fuese uno de los canales a través de los cuales Mola recibía noticia sobre las terribles actividades de los «hijos de Sión». No en vano precisa nuestro testigo:

«Es grande la astucia del Judaísmo. Está bien atendido el vivero donde germina su sagacidad. Sus hombres ladinos, dispersos por el mundo, distribuyen y dosifican el veneno de sus frutos» (p. 172).

Menos mal que en España había «hombres libres» que dirían no al judaismo y a su emanación, el comunismo. Como predicaba con sinigual y poético lirismo el maestro Goebbels.

Sobre las justificaciones primarias del 18 de Julio (II): El gran testimonio de un testigo único

22 marzo, 2016 at 8:33 am

Ángel Viñas

Raro es el historiador que, si aborda la conspiración militar que llevó a la sublevación el 18 de julio de 1936, no haya hecho uso, de una manera u otra, de las memorias de B. Félix Maíz. En general las que más suelen utilizarse son las que publicó Planeta en 1976 bajo el título Mola, aquel hombre. Diario de la conspiración. Yo me referí a dicha obra en la revisión de la versión publicada (1974) de mi tesis doctoral  (1973) en cuanto empecé a prepararla y que apareció en 1977. Ya entonces algunas me resultaron más que sospechosas y desmonté, en lo posible, las curiosas afirmaciones de tal autor en relación con contactos con innominados espías alemanes. Sospeché que se inventaba cosas.

49236717Años más tarde, cuando entré la problemática del 18 de Julio me di cuenta de que B. Félix Maíz es una auténtica mina para el historiador. Fui tomando notas en forma desperdigada de lo que más me sorprendió.  Hoy, a los jóvenes de nuestros días, el nombre de Maíz no les dirá nada. Se trató de un  contratista de obras de Pamplona, casado, con dos hijos, fervientemente católico, muy respetado, muy discreto. Actuó durante la conspiración de 1936 como estrechísimo colaborador del general Mola y, según afirmaría, estuvo al corriente de todos los preparativos. No lo dudo.
Dado que los papeles de Mola «desaparecieron» tras su accidente de aviación en junio de 1937 en el que perdió la vida (las malas lenguas dicen que Franco envió a unos propios a que se apoderaran de ellos y, de ser así, solo Dios en su infinita sabiduría conocerá adónde hayan ido a parar), el diario de Maíz ha podido servir de (mal) sustituto.
Es menos conocido que el mismo autor ya había publicado en el franquismo pleno de la autarquía, la hipercensura, la introversión y el aislamiento otro titulado Alzamiento en España. De un diario de la conspiración. Apareció en 1952 en la Editorial Gómez, de Pamplona, y es posible que fuese un éxito de ventas. Mi ejemplar es la segunda edición de aquel año.
Cuando se comparan las dos versiones se observan diferencias sustanciales (el lado antisemita, por ejemplo, desaparece). Daría para un largo artículo académico analizarlas y contextualizarlas. Baste con indicar que la segunda versión, una vez muerto Franco, es menos cortesana con respecto al inmarcesible Caudillo.
Aquí, sin embargo, lo que interesa examinar es la justificación de la sublevación militar. No olvido, por cierto, que de dicho autor (fallecido en  1980) todavía se publicó un aditamento que, en esta ocasión, fue más allá del 18 de julio y penetró en ciertas interioridades del bando franquista  hasta prácticamente la muerte de Mola. Este aditamento, que no apareció  hasta 2007 bajo el título Mola frente a Franco. Guerra y muerte del general Mola,  es menos relevante en esta serie de posts.
Con todo, la comparación más superficial posible entre las diferentes versiones no podrá ocultar una línea de continuidad en la argumentación, con modificaciones ocasionales, desde 1952 hasta 1980 y las necesarias adaptaciones al diferente contexto político. Centrado en los testimonios, no entraré a considerar el largo ensayo que, a modo de introducción histórica, precede a la tercera y que fue escrito por un exdiputado del PP, Jaime Ignacio del Burgo. Llamo simplemente la atención de los lectores sobre él esperando que algún estudiante de grado o incluso de maestría en historia lleve a su análisis las herramientas analíticas del oficio.
Para nuestros propósitos la más importante es la primera obra. La más cercana a los acontecimientos. La que levantó el telón sobre ciertos «enigmas» de la conspiración bajo una divisa rotunda: «la exposición de unos hechos que responden a la verdad, aunque sea en forma seca, áspera y concisa». Yo tomo la palabra al autor.
De todas maneras advierto que me cuesta trabajo aceptar muchísimo de lo que Félix Maíz reveló en 1952 ya en la cuarta página de la obra. Tenía un amigo («Tolo»), excompañero de colegio, que en febrero de 1936 le dijo que «trabajaba al servicio de una logia extranjera: Bruselas… Era un agente secreto del Frente Popular Internacional para la Unión de las Repúblicas Democráticas de Occidente» (¡nada menos!).
Nuestro autor debió de hacer indagaciones y en aquel mismo mes de febrero ya había identificado al enemigo: la Komintern. ¡Qué rapidez! Y dos páginas más adelante dio un supuesto diagrama organizativo de la misma. ¿Habían llegado los espías de Mola a Moscú? ¿O lo tomaron simplemente del Bulletin de l´Entente anticommuniste que analizó Southworth? ¿O de la prensa canallesca de la época? En 1976 (pp. 43s)  avanzaría un pelín. En París el general ruso blanco E. von Miller (sic) tenía a Mola informado desde que había sido director general de Seguridad en 1930. En consecuencia,  los planes soviéticos eran para Mola un libro abierto ya en 1933 (1976, pp. 43-46). De hecho, esta nueva versión de 1970 empieza con un fresco sobre el peligro soviético no solo sobre España sino sobre el oeste de Europa y el Mediterráneo occidental (1976, 19s).
Maíz indicó claramente la situación, quizá copiando al general.  España «caminaba hacia una República soviética». En el Frente Popular «quedaban agrupados todos los partidos que aspiraban a la revolución del proletariado». También estaba, ¡cómo no!, la Masonería, gracias al «hombre nefasto siempre para los destinos de España y servil en todo momento a la secta a que pertenecía, don Manuel Portela Valladares» (p. 16). El lector ya ve el tono.
No faltó un hálito antisemita en la «labor secreta y misteriosa de los hijos de Moisés y de los hijos de Sión» (p. 23).  Y, naturalmente, tan eminente testigo no dejó de reproducir una introducción (aparecida, dijo, en The Times, el 8 de mayo de 1920) achacada a los consabidos protocolos de los sabios de aquella procedencia. En las páginas 317 a 329 transcribió un extracto de los mismos. Este anexo desaparecerá en 1976.
Acongojado, algún lector no podría por menos de congratularse de que  frente a aquellas oleadas gigantescas que se precipitaban sobre España había hombres que iban «a oponer un muro. Hombres valientes, duros en el sacrificio, hombres libres, [que] ofrecen sus vidas para taponar las hendeduras sufridas en nuestros fundamentos» (p. 27). ¿No es bonito?  Ya el 12 de febrero (antes de las elecciones) algunos de tales hombres hicieron acopio de armas para salvar a España. Todavía pocas, pero era un comienzo. Probablemente esto es verdad. Si fue así, el lector ya puede ahorrarse la lectura de lo que sigue. Los gloriosos soldados de España se aprestaban a la batalla, elecciones o no elecciones.
Era, sin embargo, un comienzo imprescindible porque en España «se tramaba una revolución bajo el mandato de Moscú», «la organización soviética forzaba su marcha (…) preparaba sus cuarteles para el Ejército internacional» (¿alusión a las Brigadas?), «se acercaba paso a paso al final de su proyecto, ordenando sin cesar traslados y destituciones de jefes y oficiales del Ejército y Cuerpos Armados».
¿Exageraciones? De ninguna manera. Félix Maíz se sacó de la manga (p. 45) las directrices del «Consejo Permanente del Politburó» (que no existía sino en su exaltada imaginación). Eran muy precisas y se me hiela la sangre al transcribirlas. El lector disculpará este momentáneo desfallecimiento. Según tales órdenes había que eliminar al presidente Alcalá-Zamora, actuar contra los jefes y oficiales del ejército, expropiar y nacionalizar fincas rústicas y la banca, cerrar iglesias y casas religiosas, dar la independencia a Marruecos y transformarlo en Estado soviético independiente, exterminar la burguesía, crear el Ejército Rojo, asaltar el Poder, establecer la República soviética ibérica y declarar la guerra a Portugal, etc.  ¡Quelle horreur!  (las directrices se reproducen también en 1976, p. 56),
¿Hay quién dé más? Sí: un historiador de esos que arremeten contra la marea izquierdista que anega nuestras Universidades y que a él no le afecta pues es distinguido catedrático de una Universidad confesional, Luis E. Togores, ha tomado la lista anterior como hecho demostrado. Y dado que el Guadalquivir pasa por Sigüenza, lo ha incrustado en una hagiografía amable de aquel personaje, no menos amable, que fue el general Juan Yagüe. Al fin y al cabo, uno de los salvadores de España.
Pero, a veces, los deseos de Moscú tenían mala traducción. Félix Maíz dio testimonio de que los comunistas españoles se excedían e iban demasiado por delante de lo que querían sus tutores. Por ello los agentes de la Komintern en España informaron a sus gerifaltes:
«Se asalta, se quema, se mata demasiado sin que todavía han     ocupado puestos los jefes elegidos. Antes de obrar, es necesario …     destituir, trasladar, suprimir, pero suavemente, sin que apenas     pueda ser percibida la llegada de nuestra hora. Pudiera ser muy     peligrosa una reacción violenta».
¡Horroroso! Por si no quedaba dura, lo puso en negrita. Sin ella, lo reprodujo en 1976 (p. 60). En una palabra en Moscú se sabía  que era preciso actuar con mayor sutileza y no como unos carniceros desatados. No sé si el receptor de tales secretos estaba familiarizado con el concepto soviético de la maskirovka, la gama de operaciones de desinformación, camuflaje, distracción y de engaño estratégicas, pero si no lo estaba, su argumentación se atenía a ella rigurosamente.
Abril fue el mes clave (Mola empezaba ya la escalada para asumir el papel de Director de la conspiración) y su colaborador (1976, p. 81) se refirió a un tal Ventura Delgado que había dicho que la URSS «apoya incondicionalmente» la revolución proletaria en España. «El Gobierno español no la impedirá y […] el terror… será aplicado con todos los medios».  En 1976 (p. 158) optó por otra versión: «La URSS apoyará cuanto se haga con toda clase de medios, ya que es la primera interesada en el triunfo de la revolución española, porque le permitirá tomar posiciones cercanas a los países de régimen fascista y tenerlos así bajo su amenaza». No era lo mismo. Pero es igual. Félix Maiz dio su testimonio y a las derechas ya podía el Señor acogerlas confesadas.
No en vano, comunistas y socialistas «estaban amparados y aconsejados por agentes especialistas de la Komintern. Krivitsky, Stepanov, Münzenberg, Ovscenko (sic), bajo el mando directo de Dimitrov» (1976, p. 86).  Son nombres que sonaron después en la guerra civil pero olvidemos la ucronía. Entonces nuestro testigo se sacó de la manga a Dimitroff (secretario ejecutivo de la Komintern y bestia negra particular) y le presentó dando órdenes a sus «células» para que empleasen «sus armas favoritas, envidia, odio y venganza, en la colosal obra de descomposición». Para animar al personal Dimitrov envió a España una copia de «su famosa Catarsis rusa» (?) ordenando, también lo puso Félix Maíz en negritas, que la depuración alcanzase «a toda clase de elementos sobre los cuales pudiera recaer una ligera sospecha de que por su imaginación crucen ráfagas con ansias de libertad».
Como el diablo manda.

Sobre las justificaciones primarias del 18 de Julio (I): A guisa de telón de fondo

15 marzo, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

El hecho de que nuestros jefes y oficiales, entre otros, hayan recibido en el CESEDEN una lección sobre «El camino al 18 de Julio» dada por un eminente y nunca suficientemente ensalzado hispanista me ha hecho pensar si no sería quizá conveniente ofrecer algunas reflexiones en este blog conectadas con una vertiente complementaria. Abordaré las justificaciones aducidas en favor del golpe de Estado y, si se me apura, de la guerra civil. Es una tarea que puede no venir mal de cara al próximo LXXX aniversario.

51cVexfvDJL._SX327_BO1,204,203,200_Mis puntos de partida, que hago inmediatamente explícitos, son los siguientes: la sublevación de una parte del Ejército, de la Marina y de la Aviación en julio de 1936, apoyada por una trama civil cuya fundamental importancia va poniéndose de manifiesto a medida que transcurre el tiempo,
a) estuvo alimentada por una justificación previa,
b) se robusteció durante la guerra misma,
c) se explayó en todos los tonos desde los años cuarenta,
d) se incrustó a machamartillo en la mente de los niños y estudiantes de Bachillerato, lo que asegura su perdurabilidad hoy en ciertos sectores de la sociedad española.
Los lectores que quieran saber algo más de aquella justificación pueden recurrir a dos libros. El primero data de 1964 y se titula El mito de la Cruzada de Franco. Ha tenido numerosas ediciones desde que, ¡oh, cielos!, desapareció el inmarcesible general. Ha sido republicado, en la edición tutelada por el profesor Paul Preston, el año pasado por el módico precio de diez euros, es decir, menos que un par de copas. El editor ha añadido también un artículo sumamente interesante sobre el bienaventurado Ricardo de la Cierva.  Sería muy conveniente que las nuevas generaciones siguieran extrayendo conclusiones de aquella obra porque el argumento es tan vivo que no ha perdido actualidad.  El segundo libro data del año 2000 y apareció bajo el título de El lavado de cerebro de Francisco Franco. Ambos se deben a la pluma del historiador norteamericano y doctor por la Sorbona Herbert R. Southworth.
En los próximos posts voy a seguir un camino diferente al hollado por mi admirado Southworth. Entresacaré afirmaciones de testigos o de sesudas historias oficiales aparecidas después de la guerra civil, una vez asentada  la dictadura. Indicaré a los lectores la perdurabilidad de algunos de los aspectos más grotescos.
Las justificaciones primarias para defender una maniobra tan cargada de consecuencias como una sublevación militar contra un gobierno legítimo fueron las siguientes:
1. En España se avecinaba una revolución de signo comunista, apoyada por la URSS. Era tan peligrosa que el Ejército y las fuerzas vivas de la nación no tuvieron otra opción que rebelarse.
2. España había caído en un proceso de anarquía, desorden, tumultos y asesinatos por lo que era de todo punto necesario restablecer la ley y el orden.
3.  La sublevación fue, en consecuencia, legítima no solo en el plano moral. Jurídicamente también fue legal. Quienes se opusieron a la misma en las filas del Gobierno fueron los auténticos rebeldes.
Se añadieron algunas justificaciones más (defensa de la religión y de la integridad de la Patria, amenazada por el secesionismo) pero las que he denominado primarias fueron las más impactantes y coetáneas de los preparativos del golpe militar. Por consiguiente, son las que merecen la mayor atención. Para los lectores que deseen estudiar lo que hubo detrás de aquellos preparativos me permito recomendar el libro coordinado por el profesor Francisco Sánchez Pérez Los mitos del 18 de Julio, o el del profesor Eduardo González Calleja, Contrarrevolucionarios. Radicalización violenta de las derechas durante la Segunda República,  1931-1936. Por no hablar de su última aportación, hoy por hoy, Cifras cruentas, ya mencionada en este blog. Hay, sin duda, muchos otros pero estos posts no pretenden abordar la bibliografía relevante.
De aquellas tres justificaciones primarias, rotundas y que no dan lugar a equívoco alguno, la que más adaptaciones ha sufrido es la primera. Hoy los comunistas no son una amenaza. Como la publicística franquista se escribió cuando así lo parecían y siempre tuvo un carácter tremendamente presentista (no era historia sino propaganda, intoxicación y lavado de cerebro todo junto) su pervivencia se explica fácilmente. En la actualidad lo que es realmente inexplicable es que, a pesar de todo, no haya desaparecido en el basurero de la historiografía y que algunos autores todavía la abanderen. Lo hacen habitualmente, por supuesto, numerosos publicistas. Basta con ojear las páginas en red de, por ejemplo, la Fundación Nacional Francisco Franco.
Pondré menos énfasis en algo que hoy ha pasado a desempeñar un papel fundamental en la percepción de muchos historiadores: los achuchones publicísticos y mediáticos coetáneos (el framing de la narrativa). Fueron, en lo que se refiere a la primera y segunda justificación, dos rasgos fundamentales en los medios proclives a los futuros sublevados. En lo que respecta a la primera sus líneas esenciales han sido estudiadas por historiadores como Hugo García y Fernando Hernández Sánchez. Aún así, creo que falta todavía un tratamiento sistemático de los medios de comunicación españoles durante la primavera de 1936 con las perspectivas que impone un análisis de contenido profundo y que tenga en cuenta la labor propagandística de los medios nazis y fascistas que recogieron, a veces al dictado, los más caracterizadamente carpetovetónicos.
En estos posts me centraré esencialmente en las afirmaciones rotundas efectuadas por un testigo directo de los acontecimientos. Sus testimonios ulteriores, en «la paz de Franco», tienen una importancia trascendental porque quien los hizo había convivido con los preparativos de la sublevación más importantes. Eran los que organizaba el general Emilio Mola.
Tal particularidad me exime de considerar otras obras, fundamentales por diferentes motivos, por ejemplo las memorias de personajes como José María Gil Robles, no siempre fiables. Son irrelevantes para seguir de cerca los motivos que de manera directa se supone que impulsaron al sector de los uniformados dispuestos a sublevarse. Las afirmaciones coetáneas en los medios de comunicación arrojan más luz a la hora de determinar lo que, en retrospectiva,  fueron tales justificaciones: un ejercicio mayúsculo de intoxicación y de proyección. Intoxicación para velar las intenciones reales. Proyección en la medida en que traspasaron a los «futuros rebeldes» (es decir, los leales al Gobierno republicano) un tipo de comportamiento que no fue otra cosa que el propio. Este es el que, en una conspiración exitosa que llevó a la guerra civil, siempre hubo que ocultar cuidadosamente.
El concepto de  «proyección», en el sentido sicoanalítico del término,  es aplicable no solo a este caso sino a muchos otros. Quizá no sea exagerado afirmar que la doctrina oficial sobre la guerra civil generada por el franquismo no es sino un gigantesco ejercicio de proyección.
No ilustraré mi argumento con referencias actuales, salvo esporádicamente. Este es un blog modesto pero no tiene la menor vocación de hacer de eco publicitario de las opiniones que, al amparo de la libertad de expresión felizmente existente, cabe encontrar en numerosas páginas neo o parafranquistas. Ya se arreglan, con gran éxito, los autores en cuestión.
Para una discusión sobre la permanencia de tales versiones en la red remito a los lectores interesados al artículo de la profesora Matilde Eiroa, «La guerra civil española en la actualidad cibermediática», en la revista STUDIA HISTORICA. HISTORIA CONTEMPORÁNEA. LA GUERRA CIVIL, Universidad de Salamanca, vol. 32, 2014. (En la página de mi blog www.angelvinas.es he subido un ejemplar en pdf de dicho volumen. El artículo se encuentra en las páginas 357-369).
Confío en que los amables lectores no se aburran y que incluso suelten alguna que otra pequeña carcajada. El material bien se lo merece.

LA PATRIA DEL OLVIDO (y II)

26 enero, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

Si los historiadores conservadores o neofranquistas hubiesen puesto tanto entusiasmo en convencer a sus amigos del PP de la conveniencia colectiva de abrir los archivos sobre los tiempos oscuros de ese pasado que suelen presentar en términos tan apacibles, a lo mejor el Sr. Morenés les hubiese hecho caso. Hubieran tenido una oportunidad única, creo, de poder revalidar sus afirmaciones sobre el pasado régimen y dejar con la boca abierta ante su presciencia al resto del gremio. Porque, me pregunto, ¿cómo negar al ínclito profesor Luis Suárez o al «darling» de la derecha española, profesor Stanley G. Payne, la oportunidad de apoyar sus tesis con nuevos documentos? Que yo sepa, y aquí descubro paladinamente mi ignorancia que en este tema no es culpable, no han hecho nada. Tampoco, por cierto, la RAH bajo la dirección del profesor Gonzalo Anes (qepd).

Carmen ChacónLo que antecede es una auténtica pena, porque la sinopsis a que me referí en mi post de la semana pasada no se limita tan solo a la documentación del Estado Mayor de la Defensa o del Ejército de Tierra. También ofrece posibilidades muy excitantes la que procede del Arma más aristocrática, la Armada.

Como la guerra civil en el mar, o la segunda guerra vista desde la óptica marítima española, no son temas demasiado bien explorados documentalmente, no puedo sino lamentar que se prive a los historiadores de la posibilidad de echar una lucecita (siquiera sea como la del Pardo bajo el inolvidable Caudillo) sobre aspectos tan interesantes como es, para la guerra civil, el fondo documental producido por las Armadas de ambos contendientes o, para los años 1940 a 1946, otra documentación adicional, presumiblemente no menos enjundiosa.

En este último caso los fondos, según la sinopsis, versan sobre informaciones en torno al conflicto europeo o sobre movimientos e incidentes de buques de guerra y mercantes ingleses, italianos y alemanes en aguas españolas, entradas en puertos españoles por averías, hundimientos, varadas, recogida de náufragos, informaciones relativas a las dotaciones de buques de guerra italianos y alemanes, relaciones de internados en puertos de España, paraderos, repatriaciones, traslados, hospitalizaciones y desertores.

Pero, lloremos todos juntos en unión, el proyecto desclasificatorio de Carmen Chacón llegó también en aspectoss navales hasta la frontera de 1968, año de la Ley de Secretos Oficiales. En todo el período, cuya fecha de iniciación no se determina en la sinopsis pero que podría ser 1936, los documentos todavía inaccesibles pero perfectamente identificados cubren temas tales como

– Claves y material criptográfico

– Estado de vida y eficacia operativa de moral de las unidades de la Armada

– Plantillas de personal

– Informes y datos estadísticos sobre situación y movimiento de los buques de la Armada, entradas y salidas, situaciones, obras, servicios

– Entregas de mando

– Órdenes y partes de comisiones

– Información sobre buques mercantes, movimientos e incidentes entre los españoles y extranjeros.

– Auxilios marítimos, hallazgos, abordajes, averías, naufragios, hundimientos, siniestros y salvamentos.

– Ejercicios navales: informes relativos a planificación y ejecución, también en colaboración con Marinas extranjeras, ejercicios combinados antisubmarinos y antinaval, de desembarco, de rastreo y caza de minas, de dragaminas, de minadores, de cañoneros, de Infantería de Marina.

– Munición y armamento: adquisición, producción, suministro y transporte.

– Informes y evaluaciones del personal militar, incluidos informes reservados de los miembros de la Armada.

¿Quién podría decir que lo que antecede no es nada interesante? No olvidemos que se trata de documentación que, a lo que parece, solo han visto los miembros de la comisión de desclasificación cuyos trabajos no sirvieron para nada, excepto para hoy sacar los colores al señor ministro de Defensa del PP.

También planeó Carmen Chacón la desclasificación de documentación relativa al Ejército del Aire hasta 1968. Los legajos revisados contienen información sobre:

– Documentos referidos a sistemas de armas que no se encuentran en servicio en las FAS

– Despliege de unidades, fortificaciones, obras defensivas, orden de batalla (con la excepción de las referencias a las ubicaciones de elementos del sistema de mando y control)

– Operaciones militares, planes estratégicos y logísticos, movimientos de fuerzas o aeronaves militares (con la misma excepción que la anterior)

– Estados de eficacia operativa y moral de la unidades (con la misma excepción que las anteriores)

– Plantillas de personal, de medios y equipos de las unidades (con la misma excepción que las anteriores)

– Ejercicios desarrollados por las unidades del Ejército del Aire (con la misma excepción que las anteriores)

– Deliberaciones de los Consejos Superiores del Ejército del Aire.

– Información sobre desactivación de explosivos.

Y una novedad absoluta: Estudios y asesoramientos de las FAS sobre proyectos de normativa legal relativos a la anterior a la Constitución de 1978.

!Tres hurras a la comisión y otras tres a la ministra Chacón! Cero patatero a su sucesor.

Hélas, como ya advertí en el anterior post, el proyecto desclasificador ha quedado, cuatro años más tarde, en eso: en proyecto, en una fantasía, en un arcoiris, en un oasis en el desierto documental.

Las preguntas se agolpan: ¿Por qué no haber tomado alguna decisión positiva? Y si fue negativa, ¿por qué no darla a conocer con los fundamentos pertinentes? [Además, el Sr. Morenés hubiera podido ponerse una toga de indignado ante la desfachatez de una connotada ministra socialista, impelida probablemente por intereses tan espurios como permitir que los investigadores de derechas y de izquierdas puedan consultar una documentación que encierra tesoros informativos de gran interés para la PATRIA]. En esta ocasión hay que escribir el término con mayúsculas.

Ahora bien, puestos a hacer preguntas, ¿tendría acaso el señor ministro algún vested interest no aireable públicamente que le haya impedido poner su granito de arena para evitar que el Reino de España se ponga a la cola de los esfuerzos de desclasificación habituales en los países occidentales de la Unión Europea?

Esta última consideración es apropiada porque en casi todos ellos en los últimos años se han registrado avances inconmensurables. Si el señor ministro, como parece haber insinuado, se preocupa por la repercusión que el contenido de ciertos documentos pueda tener sobre las relaciones internacionales de España, lo lógico hubiera sido:

– consultar con el Ministerio de Asuntos Exteriores que, durante la etapa del actual ministro Sr. García-Margallo, tampoco ha sido la punta de lanza de la liberación de archivos, pero que no obstante podría haberle informado de buena fuente de que la Francia de Vichy ya no existe, de que la Italia mussoliniana se desmoronó, de que el Tercer Reich pertenece a la historia y de que el Protectorado se extinguió hace mucho tiempo.

– haber ordenado a los agregados de Defensa en los diversos países de la EU, y también en EEUU, que se enterasen de cómo se gestionan en ellos las políticas de desclasificación. Me atrevo a asegurar que su precioso tiempo no se hubiera visto limitado porque, en general, un par de llamadas por teléfono hubiesen sido suficientes.

– encargar a algún equipo civil y militar, o incluso solo militar, pero que domine idiomas, que navegue por internet para enterarse de las informaciones disponibles en la red acerca de la documentación militar y de política exterior en nuestras contrapartes más allegadas.

En realidad, hoy es posible trazar a grandes líneas las políticas exteriores y de seguridad españolas durante el franquismo recurriendo a la documentación extranjera pero solo, en general, desde el punto de vista de la interacción con los países más afectados o interesados por ellas. Los guisos de la cocina interna están remansados en los archivos españoles. Aun así, lo que ha salido y va saliendo en modo alguno permite sostener los mitos creados, amamantados y mantenidos durante la dictadura. A no ser que se trabaje en los archivos como han hecho los ínclitos biógrafos de Franco, el profesor Payne y el periodista Palacios.

En todo caso puedo asegurar al señor ministro de Defensa, con la mano sobre el corazón, que nada de lo que los historiadores españoles y extranjeros hemos escrito sobre la guerra civil y el franquismo ha conmocionado los pilares de la defensa exterior española ni, mucho menos, los intereses permanentes del Estado.

Es verdad que, como dijeron al unísono algunos militares y diplomáticos españoles en los años setenta, el régimen de Franco había convertido a España en un «Estado cipayo», pero gracias a la demolición de la dictadura, y no sin cierto esfuerzo, la verdad es que no tardó demasiado en dejar de serlo.

Lo que sí ha quedado claro es que, mal que les pese a muchos historiadores conservadores o neofranquistas, en último término el cambio de coordenadas estratégicas en que esas políticas cambiaron drásticamente no lo consiguieron los partidos de derechas ni de centro-derecha. Atentos a un próximo trabajo del catedrático de la Universidad de Copenhague Morten Heiberg que lo demostrará cumplidamente en inglés, para que se enteren por ahí los extranjeros interesados.

Lo demás es miedo al pasado y no la atención alguna la preservación de los intereses inmanentes y permanentes de la PATRIA entre los cuales no figura el mantenimiento de unos mitos que van siendo derrumbados irremisiblemente.

Y atentos también a eventuales órdenes de la Superioridad sobre la quema de documentos en estos momentos de cambio en las coordenadas dentro de las cuales, a partir de construirá, se hará, casi inevitablemente, la formación de la voluntad política entre las nuevas Cortes y el nuevo Gobierno.

LA PATRIA DEL OLVIDO (I)

19 enero, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

El ministro de Defensa tiene importantes responsabilidades en cualquier país. En lo que se refiere al actual español es muy probable que no le hayan dejado dormir en los cuatro años en que ha desempeñado el cargo. Ahora ha anunciado que no figurará en el próximo Gobierno (supongo que pensando que el próximo será también del PP). En todo caso, es en él muy comprensible. El esfuerzo titánico de poner el aparato y la base industrial de la defensa de España en condiciones de hacer frente a los retos de los próximos decenios del siglo ha debido dejarlo exhausto. No en vano el panorama tecnológico de la guerra está cambiando a un ritmo vertiginoso. Lo que servía ayer, no servirá para mañana. Además, en su alocución en la reciente Pascua Milita, que ya sonó a despedida, lanzó algunas ideas que no han suscitado demasiados comentarios. En ella aludió, como es lógico, repetidamente a la Patria. Como en otras ocasiones lo han hecho sus demás compañeros de Gabinete.

Pedro_MorenesPero, ¿qué Patria? ¿Una Patria manejada por un Gobierno que, en base a su mayoría parlamentaria, ha hecho literalmente lo que le ha venido en gana, con las comprensibles limitaciones emanadas de Bruselas a efectos económicos? ¿Una Patria en la que su celoso cancerbero se ha visto asaltado por una multiplicidad incomprensible para el común de los mortales de casos de corrupción, con el extesorero a la cabeza? Y, en lo que a un historiador respecta, ¿una Patria en la cual el señor ministro ha considerado de muy buen tono hacer todo lo posible para que la ciudadanía deseche la mal costumbre de no querer olvidarse del pasado?

Hace ahora cuatro años que D. Pedro Morenés se encontró al llegar a su nuevo despacho con un modesto expediente. Una comisión compuesta de funcionarios de Defensa, militares, archiveros e historiadores había venido estudiando miles de legajos para proponer una desclasificación documental en bloque. Ya que ninguno de los Gobiernos de la democracia ha tenido las agallas suficientes para enviar a las Cortes un proyecto de Ley de Secretos Oficiales radicalmente distinta a la aprobada por su sumisa incarnación franquista en 1968, me cuento entre quienes saludaron alborozados la brillante idea de Carmen Chacón, antecesora del Sr. Morenés, y a la que no tengo el gusto de conocer, de abordar una desclasificación masiva de los fondos de Defensa. En plano totalmente ortodoxo. Desde finales de los años setenta poco a poco, y con Gobiernos de distinto color, la apertura de los archivos del franquismo ha ido haciéndose sin prisas pero sin pausas. Dejando, eso sí, numerosas lagunas.

El procedimiento adoptado por Carmen Chacón fue muy claro y sencillito: se elevaría el proyecto de desclasificación a la comisión de subsecretarios, donde se discutiría o no, y luego al Consejo de Ministros. En este excelso foro no habría suscitado debate si los «subses» hubiesen dado luz verde. El nuevo ministro, sin embargo, no movió un solo dedito. El esfuerzo debió de parecerle colosal. Tan colosal que cuatro años más tarde el proyecto sigue durmiendo el sueño de los justos. ¿Desidia? ¿Desinterés? Probablemente. También algo más: miedo.

Por aquella época un amigo me hizo llegar una sinopsis del paralizado proyecto de desclasificación. Aludí a él en mi prólogo a las memorias de Francisco Serrat, exprotoministro de Asuntos Exteriores de Franco entre octubre de 1936 y abril de 1937. En ellas Serrat traza una imagen del dictador que no coincide con la que divulgó la hagiografía franquista y a la que siguen acudiendo algunos historiadores de esos que se autoglorifican como no de combate. Como si la búsqueda de la verdad documentable fuese un mero capricho de deleznables colegas izquierdistas, antifranquistas y, por consiguiente, poco creíbles.

Creo que, para sacar los colores al Sr. Morenés antes de que su gestión pase a la Historia (el futuro dirá cómo), es conveniente glosar mínimamente el proyecto de desclasificación. Afectaba a documentación procedente del Cuartel General del Estado Mayor de la Defensa, del Ejército de Tierra, de la Armada y del Ejército del Aire y estaba limitado por la fecha mágica de 1968.

Su contenido permite desarrollar una teoría que pone el énfasis en dos elementos: miedo al pasado y desprecio, cuando no altanería, respecto al esfuerzo desarrollado bajo la predecesora. Que no se diga, y que por favor no lo digan historiadores a lo Payne o Suárez Fernández, que el pasado español bajo Franco fue tan rutilante y tan glorioso que no necesita esclarecimientos adicionales porque, más o menos, ya se conoce todo.

Ahora bien, ¿qué han dicho arrogantes historiadores neofranquistas, que los hay, o simplemente conservadores, que incluso abundan más, de los temas expuestos en la sinopsis? ¿Acaso se atreverán a poner negro sobre blanco que no son temas sugestivos? ¿Qué no merecen consideración? ¿Qué no añadirán nada nuevo al conocimiento?

El lector juzgará pero para eso es preciso saber, en primer lugar, de qué temas se trata en la todavía inaccesible documentación. Para ello hay que dividirla entre la que procede del actual Estado Mayor de la Defensa y la referida a las distintas Armas.

En lo que se refiere al primero tenemos: 1. Doctrinas de empleo de las unidades en operaciones y desarrollo de los conceptos tácticos o procedimientos de empleo; 2. Reorganización de las FAS o de unidades específicos de los Ejércitos así como de sus órganos directivos; 3. Documentación de las Juntas Interministeriales y Consejos Superiores en la que se exponen problemas y soluciones que interesan a diversos Ministerios; 4. Proyectos y programas para la construcción de armamento, materiales y equipamiento de las FAS y modernizaciones; 5. Planes de contingencia para hacer frente a posibles amenazas para la defensa nacional, etc. Todo ello anterior a 1968. Ya ha llovido desde entonces y, como podrá apreciarse, son temas de importancia o significación nada desdeñables.

Si se desciende al nivel de Armas tendremos para el Ejército de Tierra dos grupos de documentación. El primero cubre la guerra civil y el segundo el período adicional limitado por el corte del año 1968. Sobre la guerra, dado que ahora se cumple el LXXX aniversario de su estallido, habría sido muy reconfortante que ya se hubiera efectuado la desclasificación sobre temas tales como

6. Capitanía de Aragón y Gobierno militar de Logroño: Juntas de Defensa, movimientos de fuerzas, claves y cifrados, bandos, justicia militarm descruocuibes geográficas y topográficas; detención de extranjeros, censura; 7: Cuarteles Generales, Capitanías y Grandes Unidades: organización y despliegue de unidades, orden de batalla, estados de fuerza, movimientos de tropas, partes de operaciones, organización y planes de defensa, cartografía; 8. Gobierno militar de Logroño: orden público, censura, movimiento insurreccional, movientos de tropas; 9. Gobierno militar de Sevilla: 2ª División Orgánica, operaciones y orden público, justicia, tribunales de honor, sentencias, prisioneros desterrados, órdenes de operaciones, organización, disolución de cuerpos; 10. Capitanía de la V Región Militar y Gobiernos Militares de Zaragoza y Lérida: organización y planes de defensa, incidentes, orden público, operaciones; 11. Lo mismo con referencia a las Capitanías Generales de la VI y VIII Regiones Militares, Gobiernos militares de Lugo, Navarra y Guipúzcoa; 12. Comandancia General de Baleares: organización y planes de defensa, rebelión militar, espionaje; 13. Capitanía General de Canarias: incidentes, orden público, claves y criptografía; 14. Comandancia General de Ceuta y Cuartel General de las Fuerzas Militares de Marruecos: fortificaciones, convenios y tratados con Francia y Marruecos, desembarcos alemanes, gastos de armamento, memorias de la defensa de Melilla, política en el Protectorado de España en Marruecos, movimiento y reorganización de fuerzas, información Zona Española, Francesa y de las cabilas; información políticos militar, protegidos y agentes franceses, contabilidad del Servicio Secreto del Ejército, operaciones de la guerra civil.

El segundo grupo de documentación que llega hasta 1968 comprende adicionalmente: 15. Subsecretaría del Ejército: justicia, campos de concentración, batallones de soldados trabajadores, arrestos, denuncias, deserciones, sospechosos, sabotajes; 16. Comandancia de Obras y Fortificaciones de la IV, V y VI Regiones militares: línea de fortificación del Pirineo, documentación téncia de las Comandancias de Ingenieros, actas de las Juntas de Defensa y Armamento, elección y construcción de asentamientos, croquis, fotografía (en todos estos casos aunque la documentación fuese posterior a 1968 podría desclasificarse por completo); 17. 2ª Sección del Estado Mayor Central: boletines de información interior y exterior sobre la actividad de las Capitanía, Ejército Pirineos, Marruecos; 18. Capitanías Generales y Gobiernos Militares: justicia, campos de concentración, batallones de soldados, trabajadores, arrestos, den ¿uncias, deserciones, sospechosos, sabotajes; 19. Comandancia General de Baleares: organización defensiva y planes de defensa, incidentes, orden público, operaciones.

El mero enunciado de la anterior documentación, todavía no disponible para el público, hará salivar a más de un lector. Y también a los historiadores cuyo oficio es desentrañar el pasado aprovechando cualesquiera nuevas evidencias. Por ejemplo: ¿Qué guardarán los papeles respecto a la sublevación en Sevilla de un criminal consumado como fue el general Queipo de Llano? ¿O qué nueva luz arrojarán sobre la represión en Navarra, Galicia, La Rioja, León y gran parte de Castilla la Vieja, es decir, en zonas en donde no hubo, o apenas si hubo, operaciones militares? Es obvio que ello permitiría contrastar las tesis profranquistas sobre el carácter de su amable justicia, orientada a castigar a los malvados «rojos» culpables de todo tipo de culpas, entre ellas las de haberse «sublevado» contra el Glorioso Ejército Nacional, salvador de España.

También es posible establecer la hipótesis de el conocimiento de tal documentación permitiría apreciar en su auténtico valor el de numerosas obras de inmortales autores (Arrarás, Aznar, Salas Larrazábal, etc.), glorificadas por la historiografía franquista y de las que han «chupado» sin pudor alguno historiadores como de la Cierva, Payne, Suárez y tantos otros. El riesgo, evidente, es que tal vez sufrirían correctivos importantes. ¿Y en qué lugar dejarán esas masas de papel los tan exaltados fondos de la FNFF? Por no hablar de la todavía muy oscura posguerra, en la que los autores de aquellas cuerdas entran de puntillas. ¿Por qué será?

ANIVERSARIOS E HISTORIA: 1936 y 1986

12 enero, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

Reanudo, como había prometido, mis posts. Estamos en un tiempo de incertidumbres y me pregunto si la historia sirve para algo, aparte de satisfacer el deseo de conocer y de confrontar los mitos del pasado con lo que, más o menos penosamente, los historiadores van descubriendo y escribiendo. En los últimos años, al hilo de ciertos aniversarios han salido libros que han puesto al descubierto vetas desconocidas y generado reinterpretaciones que no casan con las «verdades» aceptadas. Podemos pensar que en 2016 ocurrirá lo mismo. Dentro de mis modestas posibilidades trataré de contribuir a ello.

GCE_1026_Anon_GN1201En este nuevo año coinciden dos aniversarios con números redondos. Son los que más llaman la atención. También son importantes. El más destacado es, sin duda, el que hace el año LXXX del estallido de la guerra civil. En el segundo se conmemorará el año XXX del ingreso de España en las entonces Comunidades Europeas, hoy Unión Europea.

Son dos aniversarios totalmente antitéticos. En el primer caso se abrió el camino por el que hubo de transitar una España al margen de lo que fue ocurriendo en Europa e incapaz de participar en la gran aventura de la reconstrucción de la parte occidental del continente. Es cierto que el aislamiento no fue total. Geográfica y geoestratégicamente no podía serlo. Tampoco fue para lanzar las campanas al vuelo. Salvando las distancias también eso ocurrió con la Yugoslavia titista. La España de Franco, además, estuvo dominada en los aspectos esenciales de la seguridad nacional por una vinculación bilateral con Estados Unidos. No ocurrió con Yugoslavia, algo que suele olvidarse en la habitual perspectiva etnocéntrica de la literatura que se ha encargado de loar vehementemente los logros de la dictadura. En el segundo caso España inició el proceso de reordenación de sus grandes orientaciones estratégicas con una política de balanceo en el que se complementaron de tal manera que el juego resultante fuese de suma positiva.

Aniversarios parecidos han sido recordados. En el primer caso el entonces Ministerio de Cultura promovió hace diez años un primer congreso internacional sobre la guerra civil. Se celebró en Madrid con asistencia de decenas de historiadores, españoles y extranjeros, bajo la dirección de un comité de expertos entre los que figuraba, que recuerde, el profesor Santos Juliá, de la UNED. Llevó un tiempo considerable de preparación. Al fin y al cabo era el LXX aniversario. En comparación, los recuerdos organizados por una Universidad confesional que invitó a, por lo general, historiadores neofranquistas o parafranquistas quedaron totalmente deslucidos. Para mí, sin embargo, es inolvidable la grotesca ponencia de Ricardo de la Cierva con sus referencias al ya difunto Herbert R. Soutworth. No seguiré su desagradable ejemplo siquiera sea por simple elegancia.

Ninguna de ambas experiencias parece que se repetirá este año, aunque sobre la segunda alternativa no estoy en condiciones de pronunciarme. El Gobierno del PP, con su proverbial desprecio por el pasado a no ser que sea desfigurado a su gusto, no ha mostrado el menor interés al respecto. Así que todo hace pensar que serán de nuevo la iniciativa académica y periodística y el interés de algunas editoriales los que permitan que salgan, posiblemente, a la luz nuevas obras que reflejen o recojan los progresos en el conocimiento.

En este primer post de 2016 sí puedo reseñar que en los últimos meses he ido montando, con la ayuda del profesor Juan Andrés Blanco de la Universidad de Salamanca, una versión actualizada del trabajo de crítica e interpretación bibliográficos que, sobre la guerra civil, se publicó en la revista STUDIA HISTORICA. Dicha puesta al día implica revisar y ampliar lo entonces escrito e incorporar nuevas tradiciones historiográficas. A este respecto tenemos ya las de Australasia y Japón y están encargadas la holandesa y varias latinoamericanas.

Ya han empezado a llegar los primeros artículos que muestran que, como no podía ser de otra manera, en los últimos tiempos ha habido de todo un poco. Junto con nuevas investigaciones coexisten auténticos engendros. En varios casos tengo la impresión de que alguna editorial no ha sabido distinguir el trigo de la paja, con errores e «interpretaciones» de categoría.

Teniendo en cuenta el éxito de difusión de que ha gozado el número extraordinario de la revista académica digital HISPANIA NOVA sobre Franco, en esta ocasión la versión actualizada se hará en formato de e-book. Ello permitirá la difusión en la red.

Sobre la incorporación de España a la hoy Unión Europea se dispone de estudios sesudos y concienzudos (no el tipo de estupideces que han difundido ciertos biógrafos de Franco). Lo que no abundan son los libros o artículos escritos por protagonistas.

Personalmente no he dejado de lado totalmente tales aspectos. En 2003 publiqué un mamotreto en el que me apañé para cohonestar mi experiencia en la Comisión Europea con la formación de ciertas políticas en las que tuve el privilegio de participar, bien como oyente o como protagonista. Algo más tarde me esforcé en que el Ministerio de Economía y Comercio publicara un número monográfico de la revista académica INFORMACIÓN COMERCIAL ESPAÑOLA con artículos de funcionarios españoles que habían prestado también servicios en la Comisión.

De lo que en ambos casos se trató de hacer ver a los lectores que las políticas comunitarias las idean hombres, que las empujan hombres con intereses dispares y que quienes las ejecutan o supervisan, bien o mal, tienen nombres y apellidos. La noción, tan cara a los euroescépticos británicos, de los «faceless bureaucrats» de Bruselas es tan poco aplicable a la Unión Europea como cuando se aplica al estudio de la formación de las políticas nacionales.

En términos de aportaciones a la actividad de la Comisión me congratulo, además, en resaltar que varios compañeros también han plasmado sus memorias o sus análisis de lo que en ella hicieron o vieron. Los libros de Pablo Benavides (qepd) y del profesor Manuel Sanchís i Marco me vienen ahora a la memoria.

Sé, al menos, de dos proyectos editoriales que saldrán a la luz en este nuevo año. En el primero un grupo de expertos con conocimiento directo de la Unión Europea expondrá lo más granado de sus experiencias y reflexiones acerca del proceso de incorporación de España, al talante con el que políticos (entre ellos Enrique Barón, que llegó a ser presidente del Parlamento Europeo) y funcionarios españoles (entre ellos mis queridos amigos los profesores Francesc Granell y Manuel Sanchís) acometieron tal incorporación y cómo se desenvolvieron en sus nuevos cometidos.

El segundo se reflejará en un número especializado de la revista STUDIA HISTORICA, de la Universidad de Salamanca, dirigido por los profesores Sigfrido Ramírez de la Universidad de Copenhague y gran experto en la historia de la Comisión Europea y Víctor Fernández Soriano, de la Universidad Libre de Bruselas que acaba de publicar un libro sobre los derechos humanos en Europa y las dictaduras en el área mediterránea (1949-1977).

En tal número de STUDIA HISTORICA, que aparecerá probablemente en marzo, participo con un documento desconocido. Tras el referéndum sobre la permanencia en la OTAN en 1986, me encargué en el Ministerio de Asuntos Exteriores de diseñar un plan de acción a través de las Comunidades Europeas (Comisión y Consejo) para impulsar el interés de estas hacia América Latina. No sabía que con ello estaba sentando las bases para un giro copernicano de mi trayectoria profesional que duró más de veinte años.

El plan se condensó en una nota de una quincena de páginas que se comunicó oficialmente a la Comisión y al Consejo en el marco de la entonces Cooperación Política Europea. Fue el fruto de varios meses de trabajo intensivo en el que me dejé la piel. Ahora lo he retraducido del inglés original y aparecerá en ese número de STUDIA HISTORICA. Será un testimonio de hasta qué punto acertamos o no en nuestro enfoque. Muchas de las cosas en él expuestas se llevaron a la práctica. Otras, no. Obedecía a la máxima de que para alcanzar un cierto porcentaje de objetivos hay que ser ambiciosos porque, en la Unión, ya los recortarían.

En el segundo proyecto participamos no solo funcionarios y políticos como que terminamos desembocando en las Instituciones o que permanecieron en Madrid. Para ello el embajador Juan Antonio Yáñez-Barnuevo, a la sazón director del Departamento de Internacional del Gabinete del Presidente del Gobierno Felipe González, y quien esto escribe hemos reunido fuerzas. Nuestra idea ha sido la de condensar en el menor espacio posible los puntos fundamentales de la estrategia seguida para alcanzar en el mínimo de tiempo imprescindible la ansiada incorporación.

Naturalmente, los historiadores no nos movemos al compás de los aniversarios. Eso no sería sensato ni casa con la metodología histórica pero, ¿por qué no celebrar los aniversarios redondos, referidos tanto a desastres como a glorias?

No hay que reinventar la rueda. Lo que hacemos en España también se hace en el extranjero. A lo largo de los próximos meses intercalaré algún que otro ejemplo.

UN NUEVO LIBRO PARA LAS VACACIONES: VIOLENCIA EN LA SEGUNDA REPÚBLICA

22 diciembre, 2015 at 8:30 am

Ángel Viñas

Hay gente que en estas próximas vacaciones o semi-vacaciones de Navidad y Año Nuevo corta con la rutina y se dedica a leer ese libro del que nunca ha tenido tiempo de ocuparse. EL PAÍS ha publicado por estas fechas los títulos que han parecido más interesantes a algunos de sus lectores. Ya he dado los míos. Cuando lo hice no había ojeado, por falta de tiempo, un libro que me había llegado pero que he tenido ocasión de leer después. Mea culpa. Como no es verosímil (¡ojalá me equivoque!) que alguien lo elija, me apresuro a anunciarlo en este último post antes de las Navidades, que es cuando en la Europa del norte suelen hacerse regalos.

cifras-cruentasEl libro en cuestión se titula CIFRAS CRUENTAS. Las víctimas mortales de la violencia sociopolítica en la segunda República española (1931-1936). El autor es el profesor Eduardo González Calleja. Lo ha publicado la Editorial Comares, de Granada, y es de aparición muy reciente.

El tema es absolutamente vital. Una de las justificaciones que siempre se aducen para «explicar» la sublevación militar del 17/19 de julio es la presunta situación de «anarquía», «desorden», «violencia», «asesinatos», incendios, algaradas, ataques a la Iglesia y a la propiedad que caracterizó la primavera de 1936 tras las elecciones de febrero que dieron la victoria a la coalición del Frente Popular.

De las versiones que nos incrustaron a los niños y a los estudiantes que padecimos el franquismo es difícil olvidar las visiones apocalípticas que dos de los grandes prohombres de la derecha española, José Calvo Sotelo y José María Gil Robles, expusieron ante las Cortes en junio de aquel año. Presentaron un país que se caía bajo el peso de la iniquidad de las izquierdas y de la inseguridad que se había apoderado de sus calles. En esta «preparación» de los espíritus de cara al golpe ya en acelerada gestación nunca faltó el énfasis en la «lógica» conclusión de aquel conjunto de circunstancias: el vil asesinato de Calvo Sotelo, ordenado por el Gobierno y ejecutado por agentes de la policía.

A mi, cuando hacía las prácticas de milicias, en 1964, en los cuarteles del Goloso (próximos a Madrid) me tocó exponer con todo lujo de detalles aquella teoría ante los oficiales del regimiento en que las hice y ello por orden conminatoria de su coronel. Es una experiencia que me dejó una huella tan vívida que jamás se me ha borrado de la memoria. Otras cosas, buenas y malas, sí. Aquella no.

Pues bien, ahora, en este libro González Calleja (coautor de la también reciente Historia de la Segunda República Española, publicada la pasada primavera por Pasado&Presente) ha llevado hasta los límites posibles todo un conjunto de investigaciones empíricas. Estas las ha venido realizando a lo largo de los últimos diez años en artículos, capítulos de libros y de forma transversal en numerosas publicaciones en una obra fecunda e inesquivable. El de ahora es un libro que, dentro de la problemática que se ha autoimpuesto, hará autoridad en el futuro.

Por varias razones:

La primera, y nada desdeñable, es que contiene un catálogo de los actos de violencia con consecuencia letales que se produjeron desde el 14 de abril de 1931 hasta el 17 de julio de 1936. Es un catálogo numeroso que abarca de la página 309 hasta la 424. Una obra de hormiga y de expurgo de fuentes primarias y secundarias abrumadora. González Calleja es lo más opuesto al ejemplo del duo Payne/Palacios que quepa imaginar. En este libro el lector encontrará un ejemplo rutilante de la mejor historia empírica.

La segunda, y no menos importante, es que la acumulación de hechos sin teoría conduce directamente hacia la nada. La teoría puede subyacer al relato (es lo que suelo hacer en mis propios libros) o abordarse de manera clara en el texto. El autor, en este caso, ha acudido a una serie impresionante de sociólogos, politólogos e historiadores para exponer desde las primeras páginas los conceptos, métodos e hipótesis que le servirán para adentrarse en la frondosa jungla de los datos.

La tercera, y también muy destacable, es que González Calleja arremete educadamente, pero arremete, contra muchos autores, más o menos aficionados, de estudios previos sobre el tema sin importarle demasiado que sean nombres que a algunos pueden parecer inmarcesibles o de meros diletantes.

¿Qué resulta de todo ello?

Pues la desmitificación de las glosas o afirmaciones, a lo Payne, que siguen imperturbables, erre que erre, defendiendo el mito fundamental de la cosmogonía histórica franquista.

Muchos de los resultados son refinamientos de los que el propio González Calleja ya ha venido avanzando en trabajos previos. Otros traducen una voluntad de explorar situaciones no suficientemente iluminadas a la luz de investigaciones empíricas parciales. Estamos, en consecuencia, ante una obra esencial que defiende, sin complejos, la historia empírica con una base teórica relevante. Los hechos, de por sí, no dicen nada. Hay que mirar detrás de lo que ocultan. De todas maneras, a quienes les guste la historia cuantitativa estarán contentos.

Estadísticamente hablando la República no fue un régimen tranquilo. Entre 1931 y el 18 de julio se produjeron, cuando menos, 2.629 víctimas mortales de la violencia sociopolítica. De ellas, sin embargo, 1.550 las causaron las fuerzas del Estado que, a su vez, sufrieron no menos de 455 bajas fatales (p. 88). Esto representa unas tres cuartas partes del total. De aquí podría afirmarse que la República (en sus diferentes formatos político-ideológicos) no se anduvo con mano blanda. González Calleja ha identificado la adscripción política de, al menos, 530 víctimas (sin contar las de Asturias que representan un caso específico). Pues bien, de esas 530 no menos de 484 pertenecían a la izquierda. Es decir, la violencia del Estado parece que se dirigió contra esta galaxia, que iba desde los partidos republicanos (IR, UR y PRRS) hasta la JNT, FAI y Juventudes Libertarias. Y, entre las fuerzas del orden, ¿quién se llevó la peor parte, en esta ocasión incluyendo Asturias? Pues la guardia civil y los carabineros en primer lugar, seguidos por los cuerpos de seguridad e investigación y los militares. Apenas si hubo víctimas entre los guardias municipales y afines (p. 89).

Pero no fue una violencia de ritmo constante. En la etapa de los gobiernos provisionales se dio un 7% de las víctimas; en el bienio republicano-socialista se produjo un 13,5. El porcentaje ascendió al 65% en el bienio negro y durante el Frente Popular al 14,5% restante. Es decir, en términos cuantitativos esta última etapa fue la más mortífera.

Si de la historia cuantitativa se pasa a la interpretación, los datos de la violencia en tal período permiten inducir que «no se abrió una coyuntura revolucionaria porque los poderes emergentes de carácter popular no tenían un proyecto político común capaz de tomar decisiones y asumir el control a escala nacional, o siquiera regional, provincial o comarcal» (p. 49).

La guerra civil no encuentra, pues, su origen en la violencia de la primavera de 1936 sino en la acción facciosa de un sector del Ejército y en la frustración política de las derechas (desde los más importantes a tales efectos, los monárquicos, hasta la CEDA y los fascistas incipientes o declarados) que se dedicaron con frenesí a crear «su» ventana de oportunidad.

¿Y el anticlericalismo, contra el cual protestó una Iglesia anclada en los cánones de Trento? Apenas si ocasionó víctimas. Desde los enfrentamientos del 10 de mayo de 1931 en Madrid, pasando por Alicante, Málaga y Córdoba. Las víctimas fueron revoltosos. Solo se registran dos religiosos muertos y ninguna de ellos por algo ligado al anticlericalismo popular o la política laica. Únicamente en las circunstancias excepcionales de Asturias fueron asesinados 33 religiosos (el 56% de los muertos por la violencia revolucionaria).

Hablando de Asturias las páginas 220 a 244 se dedican a recordar y cuantificar las víctimas de la revolución de octubre de 1934, apoyándose en numerosos autores que también los han investigado. En Madrid se produjeron 45, en Cataluña 83 y en Asturias en torno a los 1.200 de los cuales unos 256 fueron gubernamentales. La represión subsiguiente, no hay que olvidarla, fue feroz.

En conclusión, a Payne el autor de esta obra le da una pequeña pasada dialéctica. Lo normal cuando alguien va a los datos en tanto que otros se dejan llevar por prejuicios y copian lo que pueden y quieren. Lo mismo cabría afirmar de un historiador italiano que ha acudido en auxilio de la «reserva espiritual de Occidente», es decir, la derecha española de la época.

En definitiva, un libro fundamental y sobre el que convendrá meditar. A pesar de todo, ¡felices Navidades!. ¡Feliz Año Nuevo! Todo, dentro de lo posible. Volveré inmediatamente después de Reyes.