Sobre la «hábil prudencia» de Franco (y V)

4 octubre, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

Con este post termino mis comentarios sobre SOBORNOS. Estoy ya metido, hasta el cuello, en la aventura del año que viene. Reconozco que un libro que combina medidas convencionales con otras de espionaje da para mucho más. Pero no me dedico a la autopropaganda. Así que en este último post quisiera simplemente llamar la atención sobre el espacio que doy en mi libro a una de las figuras que más han llamado la atención de numerosos historiadores y aficionados: el almirante Wilhelm Canaris, jefe de la Inteligencia Militar alemana, la famosa Abwehr.

Scherl: Der s¸dafrikanische Vertreidigungs- und Sicherheitsminister Pirow verliess gestern abend Berlin. UBz: ihn beim Abschreiten der Front der Ehrenkompanie der Luftwaffe vor dem Anhalter Bahnhof; rechts von ihm Admiral Canaris, der in Vertretung f¸r Generaloberst Keitel erschienen war und links der Kommandant von Berlin Generalleutnant Seifert. Fot. Wag   27.11.1938

Scherl:
Der s¸dafrikanische Vertreidigungs- und Sicherheitsminister Pirow verliess gestern abend Berlin.
UBz: ihn beim Abschreiten der Front der Ehrenkompanie der Luftwaffe vor dem Anhalter Bahnhof; rechts von ihm Admiral Canaris, der in Vertretung f¸r Generaloberst Keitel erschienen war und links der Kommandant von Berlin Generalleutnant Seifert.
Fot. Wag 27.11.1938

Confieso que nunca me he sentido fascinado por Canaris. Recuerdo que en los lejanos tiempos en que andaba preparando mi tesis doctoral, allí por 1972, hice una larga visita a los archivos militares alemanes de Friburgo. Ya tenía escrito el 90 por ciento. Entonces se buscaban papeles gracias a un catálogo establecido según los cánones de la época. Utilizando palabras clave, y cubriendo un amplio abanico, dí con un grueso legajo en el que, inesperadamente, me encontré con las andanzas de Canaris en la España en los años veinte y principios de los treinta. Ello me obligó a rehacer la orientación de la tesis. Los documentos ilustraban que el origen de  la apelación que Mola hizo a los alemanes después del 18 de julio de 1936 hundía sus raíces en contactos anudados en aquellos años y no cuando Canaris había estado brevemente en Madrid en plena primera guerra mundial. Me adelanté, por cierto, a su afamado biógrafo alemán, Heinz Höhne, un periodista que se había hecho un gran renombre en Der Spiegel y que, naturalmente, me ignoró.

En los años en que José Antonio Martínez Soler dirigió la revista HISTORIA INTERNACIONAL al comienzo de la Transición la cubierta de uno de sus números exhibió una de las poquísimas fotos de Canaris en España durante la guerra civil. Me la dio un exagente suyo. Canaris fue la persona encargada por Hitler de informar a Franco, a finales de octubre de 1936, de la inminente llegada de la Legión Cóndor. En el artículo sobre Canaris demostré con documentos de la Abwehr que al famoso servicio alemán la sublevación de los militares españoles le había cogido en mantillas.

Hoy todavía, en una recientísima biografía de Sir Michael Oldfield, uno de los jefes de MI6 durante la guerra fría, su autor, Martin Pearce,  afirma de que el mismo Canaris ya llamó la atención de Franco en 1938 sobre los planes de agresión de Hitler el año siguiente, por lo que el astuto Caudillo ya estaba en guardia y pudo así inhibirse de entrar en guerra al lado de Alemania. Sería una historia estupenda si fuese cierta. El problema es que no está basada en la menor evidencia, en tanto que los británicos sí recogieron pruebas abundantes de que Hitler no se esperaba el estallido de la conflagración en 1939. Pelillos a la mar.

Los ingleses han tenido siempre una atracción particular por Canaris desde los tiempos de Ian Colvin, periodista que sentó cátedra en 1951. ¿Su tesis? Gracias a los consejos de Canaris, traicionando a Hitler, Franco no entró en guerra. Innecesario es decir que esta afirmación sigue vivita y coleando hasta el día de hoy aunque no está apoyada en ningún tipo de documento.

La misma tesis la resucitó un experiodista de The Times que se pasó a la City, Richard Basset, en un libro que apareció en 2005 y que al año siguiente tradujo Crítica. Se ha considerado el no va más. Por desgracia, y para el caso de España, Basset no se basa en ninguna evidencia ni vieja (que no existe) ni nueva. Es más, como no tiene la menor idea de España, no extraña que cometa algún dislate que otro. Que yo conozca, nadie ha llamado la atención sobre ellos pero, en cualquier caso, y en lo que se refiere a temas españoles dicho autor  no constituye la menor autoridad.

Por el contrario, la mejor biografía de Canaris, debida a un autor alemán, Michael Mueller, pone seriamente en duda el papel que al almirante se le ha atribuído en sus relaciones con Franco. Dicha biografía se ha traducido al inglés pero todavía no al castellano. Una lástima.

Pues bien, si se utilizan los hallazgos de Mueller y se les combina con algunos documentos españoles que ha publicado nada menos que la benemérita Fundación Nacional Francisco Franco, es posible llegar a conclusiones más próximas a Mueller que a Basset y, en último término, a Colvin.

 

Russland, Wilhelm Canaris, v. BentivegniEl análisis crítico demuestra una vez más el dicho de que “el papel aguanta todo lo que le echen”. Un señor afirma, tan pancho, una cosa inventada, se copia y reproduce como si fuera no el va más hasta sentar cátedra. Desmentirla cuesta después sangre, sudor, lágrimas y un montón de dinero.  Y, en este caso, podemos llegar a que un señor que no deseo identificar se pregunte, y no dude en inclinarse por la afirmativa, si Franco no llegó a tener en Canaris un espía al lado del Führer.

La pregunta invita a la contrapregunta: ¿Y dónde está la evidencia? Pues ya puede buscar el lector que no la encontrará. Sí hallará en cambio, como señala Mueller, que lo más que puede afirmarse tras compulsar la evidencia circunstancial existente es que Canaris no puso toda la carne en el asador para convencer a Franco para que echase su cuarto a espadas con Hitler.

Pero, para ese viaje, no se necesitaban tantas alforjas. Ni Basset, influenciado por Colvin, ni Mueller podían conocer lo que después ha salido a la luz, gracias a la desclasificación de los papeles británicos que alumbran la operación que he denominado SOBORNOS.

El tema, por el que he pasado un poco sin profundizar en él en mi libro, tiene alguna trascendencia. La supuesta traición de Canaris a Hitler se exhibió, prometedoramente, en una época en que algunos alemanes buscaban con cierta desesperación algún héroe que, por mor de la salvación de la PATRIA, hubiese sido lo suficientemente agudo como para inducir en un error fatal al causante de todas las desdichas del pueblo alemán.

En aquella época, finales de los años cuarenta y principios de los años cincuenta, todavía no se había reconocido plenamente el papel de la resistencia a la dictadura nacionalsocialista en lo que ya era la República Federal de Alemania, recién subida a la pila bautismal por los vencedores occidentales en la segunda guerra mundial. Costó mucho esfuerzo que ese reconocimiento progresara y lo hizo, claro, por los grupos que no planteaban demasiados problemas: los círculos eclesiásticos (católicos, pero también protestantes), los civiles (no muchos), los militares (empezando por Canaris y sus muchachos). Lentamente se fue progresando hasta reconocer la importancia de la oposición de derechas, conservadora y nacionalista entre los militares. Quedó un poco de lado la de izquierdas, aunque la de los socialdemocrátas no podía taparse. Se olvidó cuidadosamente la comunista, al fin y al cabo enemiga existencial.

En este proceso hay que distinguir, obviamente, entre los avances en la historiografía y los que se filtraban hacia la cultura popular o se generaban en esta. Los primeros empezaron por chocar a grandes sectores del buen pueblo alemán hasta que se convirtieron en el cauce principal. Hoy podemos leer que el vocabulario nazi vuelve a introducirse en ciertas manifestaciones del discurso político de Alemania y vemos que algún que otro nuevo partido, populista y de extrema derecha, ya empieza a querer revisar una historia de horror. No es para llorar. Es para prestar atención, mucha atención, a esa nueva efervescencia. Hay historia que no es inocente.

Sobre la «hábil prudencia» de Franco (IV)

27 septiembre, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

En la historiografía convencional no era frecuente hasta hace unos cuarenta años incorporar a la narrativa lo que los anglosajones llaman la “missing dimension”, es decir, la dimensión que falta o que faltaba. Con ella hacían referencia a la incorporación al discurso historiográfico normal de las actividades clandestinas, subterráneas o no convencionales. En una palabra, el espionaje. Hoy tal dimensión está plenamente reconocida.

9788498925531En contra de lo que pudiera creerse no ha sido la curiosidad que despiertan los relatos de espionaje en el público en general la que ha permitido tal incorporación. Esos relatos, tan antiguos como la Biblia misma, siempre han estado presentes en el imaginario popular y, desde finales del siglo XIX, han sido territorio favorito de todo tipo de obras, en general de aficionados o de periodistas con un gusto por lo sensacional. La historiografía académica, seria, en gran medida los ha ignorado, incluso tras la experiencia de la primera guerra mundial en la que los relatos sobre la segunda ocupación más antigua (adivine el lector cuál sería la primera) experimentaron una notable expansión.

La razón no es difícil de explicar. En la medida en que la historiografía académica tiene, esencialmente, una base documental, es decir,  se fundamenta en evidencias primarias los historiadores no podían hacer mucho porque las fuentes estaban cerradas. Episodios como el de la mitificada Mata-Hari, con su mezcla de sexo y espionaje, eran buenos para gacetilleros y novelistas, pero no para historiadores serios, hechos y derechos.

Tampoco después de la segunda guerra mundial y la evolución de la guerra fría cambiaron demasiado las tornas. En general, los Estados que habían pasado o estaban pasando por ellas fueron avaros de sus secretos. Episodios como los de Philby y el gang de los espías de Cambridge dieron pie a numerosos relatos pero no indujeron a que se abriesen los archivos.

Todo este panorama ha ido cambiando. En el país en el que los relatos de espías han hecho furor tradicionalmente, el Reino Unido, la situación empezó a aclararse cuando, por diversas razones, se autorizó una publicación que aludió abiertamente a la importancia de la densa malla de desciframiento de las comunicaciones alemanas en la segunda guerra mundial. Siguió otra en la que se puso de relieve la actuación del Comité XX que había conseguido que todos los espías alemanes que los nazis introdujeron en el país o trabajasen para los británicos o fueran derechitos a la horca.

Y en lo que se refiere a la guerra fría misma, a los pocos años de colapsarse un espía de la KGB que se pasó a los británicos les regaló miles y miles de extractos de documentos que conforman lo que ha dado en denominarse el “archivo Mitrokhin”.

Desde tales hitos, muchos historiadores se han lanzado sobre masas de documentos desclasificados. En la actualidad, los archivos de inteligencia han revelado una amplia muestra de sus arcanos. Siempre con restricciones impuestas por motivos de “seguridad nacional” u oscuros intereses burocráticos. Los norteamericanos no fueron a la zaga e incluso se adelantaron, pero guardando siempre un núcleo duro. Hoy la historia de las actividades de inteligencia ha ocupado por derecho propio un nicho en la historiografía. La editorial Crítica ha publicado recientemente un libro importante, de síntesis, de Max Hasting, sobre tales actividades en la segunda guerra mundial. Es un buen correctivo a las exageraciones que han permitido a autores sensacionalistas hacer caja.

En España vamos atrasados. Son escasos los historiadores que han tratado de integrar temas de inteligencia en el cuadro general. Para la primera guerra mundial los trabajos de Fernando García Sanz, Eduardo González Calleja y Pierre Aubert han abierto brecha. En cuanto la guerra civil el panorama no es mucho más alentador a pesar de los trabajos de Hernán Rodríguez, Pedro Barruso  y José Ramón Soler. Un libro, también publicado por Crítica, de Morten Heiberg y Manuel Ros Agudo no tuvo demasiado éxito. Fue, sin duda, prematuro. El público lector español no estaba todavía entonces preparado para estudios de tal tipo. Luego se han hecho algunas incursiones periodísticas en el espionaje soviético en España pero ningún autor español ha estado a la altura de las investigaciones de Boris Volodarsky, también publicadas por Crítica. Sin duda me dejo algunos nombres pero me fijo en obras de rigor académico y no en otras.

Un autor que trabajaba en la NSA norteamericana prometió hace años un estudio sobre las actividades de inteligencia de la Legión Cóndor pero todavía lo estamos esperando. A lo mejor murió. O se descartó el proyecto. Sería una auténtica pena porque hubiera sido muy interesante. Naturalmente plantea la pregunta de si los archivos de inteligencia de la Cóndor estaban en la NSA, ¿qué diablos habrá hecho de ellos la poderosa agencia de espionaje electrónico norteamericana?

Con respecto a la segunda guerra mundial Luis Suárez ha hecho referencia a que Franco tuvo algunos agentes incrustados en la embajada británica en Madrid. Los informes que de ellos se han dado a conocer, en bruto y sin examen crítico adecuado, no hacen pensar que llegaran muy allá.

Y, después, abundan las especulaciones y los relatos basados en fuentes periodísticas. Existe un rumor, que no sé si será cierto y que aventuro con todo cuidado, a tenor del cual en el Archivo Militar General de Ávila se custodia lo que quedan los archivos en materia de inteligencia militar desde principios del siglo XX. Supongo que escudriñar las actividades de los espías militares en las campañas del Rif debe de ser un asunto tan sensible que nadie se ha atrevido a sugerir su desclasificación.

En este campo todo autor se ve obligado a poner límites a la imaginación. Es fácil dejarse llevar por la luz de presuntas aventuras y el atractivo de los temas. En realidad, de lo que se trata es de escribir historia que se atenga a los principios metodológicos esenciales. Escudriñar los documentos, examinar su consistencia interna, su relación con otros, su pertinencia y, no en último término, la atención que se les prestara. Si es que se les prestó alguna.

Bien o mal, es lo que he intentado hacer en SOBORNOS. No fue ciertamente una operación de espionaje en sentido clásico pero sí tuvo un fuerte componente de extracción y aprovechamiento de información secreta y de influencia sobre el decisor último, Franco; de compra de voluntades y de exploración de escenarios. Ya que se pagaban auténticas fortunas es de esperar que los británicos las sometiesen a contrastes y confirmaciones. Salvo en casos muy puntuales (y refiero algunos de ellos) no he encontrado huellas de ese típico procedimiento de dilucidación y esclarecimiento, bases necesarias -a decir verdad, imprescindibles- para una acción correcta.

Pero, a lo mejor, eminentes historiadores o políticos pro-franquistas tienen en sus manos las llaves de las puertas del reino de la verdad y nos franquean el paso. No habrá lector más contento que quien esto firma. En el próximo post daré un ejemplo.

(Continuará)

Sobre la «hábil prudencia» de Franco (III)

20 septiembre, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

No desearía que los amables lectores de este blog creyeran que lo utilizo para hacer publicidad de mis trabajos. Así que no trataré de sintetizar los resultados de mi último libro. Sí espero que me permitan realizar algunas consideraciones sobre comentarios que he leído en los medios digitales en donde se han publicado conversaciones conmigo acerca de SOBORNOS. Reflejan con frecuencia una forma curiosa de entender la historia y el trabajo del historiador. Hoy me limitaré a unas breves consideraciones por razón de categorías.

hitler-y-franco-hendaya-1941Quienes más han comentado son los denigradores. Lo han hecho  desde dos puntos de vista. El primero, el de los sabihondillos. El segundo, el de los cargados de ideología.

El primero es el más interesante. Huelga decir que no han leído el libro, pero ya exponen sus argumentos con supuesta autoridad. Digo supuesta porque se hacen siempre desde el anonimato. Yo solo me he sentido impelido a hacer un comentario una vez. Lo hice para contestar a un artículo de un distinguido columnista de ABC en el que me achacaba (junto con otros colegas, entre ellos Julián Casanova) que con lo que escribíamos jamás entraríamos en la Real Academia de la Historia. Me limité a responder, con mi nombre y apellidos, que nunca había sentido tal deseo. Por supuesto, no hubo la menor reacción.

Pues bien, abundan quienes afirman que “eso de los sobornos” ya es cosa sabida. Tienen, por supuesto, razón. Se conocen desde 1986. Los dio a conocer el profesor Denis Smyth, entonces en Cork College. Se hizo famoso instantáneamente. Es amigo mío y hoy está feliz en la Universidad de Toronto. Lo señalo en el prólogo de mi libro. Y, como historiador profesional, también indico a todos los demás autores que han retomado la referencia a los mismos. Solo hay, entre ellos, un español que haya encontrado algo que haya enriquecido mínimamente las referencias  de extranjeros, aparte de Smyth (entre los cuales destaca David Stafford). Ni que decir tiene que, al publicar en 2016, añado nuevos autores, hasta al menos el año anterior.

Pero, que yo sepa, los sobornos no constituyen la pieza fundamental de ningún otro trabajo que los haya examinado desde los aspectos operativos, tácticos y estratégicos. Así que me perdonarán tales sabihondillos si no puedo tomarles en serio.

La segunda categoría dice más de quienes opinan que del libro. Sus comentarios, en los que se me achaca una ideología que no llegan a concretar, se hacen desde una postura de quienes se sitúan au-dessus de la mêlée, es decir, de  ciudadanos que presuntamente solo se preocupan de una no menos presunta actitud, la de la objetividad.

Aparte de que ello no se compadece con los dicterios con que esmaltan sus comentarios creo que lo que demuestran es que se ven afectados por una cierta confusión conceptual. Y esto es, para mí, lo más significativo.

Tales comentaristas ignoran que no hay, ni puede haber, historia sin ideología. Quien afirme lo contrario simplemente no sabe de que habla. Todos los seres humanos contemplamos el mundo que nos rodea, y también el que ha rodeado a nuestros antepasados, a través de lo que uno de mis maestros, el profesor José Luis Sampedro, solía denominar una “retícula axiológica”. Es decir, los seres humanos filtramos nuestras percepciones por nuestros valores. Quienes no lo reconocen confunden objetividad con imparcialidad.

Aplicada esta confusión al campo de la historia se olvida en qué consiste el objetivo el historiador. Desentrañar o iluminar parcelas de algo que ya no existe, el pasado. Lo hace, sin embargo, ateniéndose rígidamente a unas reglas destiladas a lo largo del tiempo. Sobre todo desde que el escudriñamiento de ese pasado se configuró como fundamento del conocimiento específico que llamamos “historia” en tanto que disciplina (algo que ocurrió en Alemania, Francia e Inglaterra esencialmente en el siglo XIX).

Tales reglas hacen que la investigación histórica tenga una cierta pretensión de “cientifismo”, no como el de las ciencias naturales sino que se acerca más al de las ciencias sociales. Son reglas que permiten diferenciar entre afirmaciones banales, sin sustento salvo en las propias opiniones, y las que son resultado de un trabajo de exploración de las fuentes. Estas son, lógicamente, muy diversas (desde restos de obras arquitectónicas, pasando por las piedras talladas, los papiros y pergaminos hasta una variada gama de artefactos culturales).

Es decir, son fuentes que manifiestan en concreto la acción de los seres humanos en el tiempo, sometidos a influencias económicas, sociales, tecnológicas y culturales en contextos en cambio, y que tienen o han tenido existencia fuera de ellos. Las afirmaciones de los historiadores genuinos son objetivas porque dependen crucialmente de algún tipo de soporte, del cual las han extraido siguiendo una metodología, inductiva o deductiva, consolidada en la discusión inter pares de generación en generación.

Quienes alegremente se desatan en descalificaciones e improperios, sin base en un examen crítico de las fuentes, no son objetivos sino parciales. Aventan opiniones que pueden no tener base alguna salvo la que componen sus emociones, posturas axiológicas o preferencias políticas e ideológicas.

En mis investigaciones, por el contrario, reivindico la estricta referencia a la base, apoyaturas o sustento en fuentes que existen, con independencia de mis valores. De hecho, una gran parte del trabajo del historiador, y del mío propio, estriba en buscar e identificar esas fuentes que suelo denominar evidencia primaria relevante de época.

Al analizar esa evidencia trato de ser objetivo en la medida en que no suelo ir muy por delante de lo que la misma permite inferir siguiendo por lo general un procedimiento inductivo. Esto no quiere decir que sea imparcial. No puedo serlo porque tengo, como todo ser humano, ciertos valores. ¿Cuáles son? Esencialmente los de la Ilustración, con el imperativo categórico al frente aplicado a la búsqueda de la verdad (al menos la documentable). ¿No suele decirse que “la verdad nos hará libres”?

En SOBORNOS, como en numerosas obras anteriores, doy ejemplos de autores que no se atienen a las reglas de la metodología histórica y que no dudan en manipular, tergiversar o distorsionar la evidencia, primaria e incluso secundaria (las “fuentes”). Hasta reciben prebendas y alguno ha logrado la proeza de introducirse en la Real Academia de la Historia.

Y porque mis valores son, en general, los de la Ilustración confieso que no me gustan ni Franco ni su régimen. Gracias a la desaparición de la censura (vigente en su España desde 1936 hasta 1976) toda una serie de historiadores españoles y extranjeros han tenido la posibilidad de demostrar que ambos fueron una mancha negra en la historia española, un tiempo de mentiras, de deshonor y de represión multifacética y multimodal.

Así, pues, confieso que no hay otro deber más importante para el contemporaneista interesado por España que poner al descubierto todas las facetas de dicho régimen y de la persona que lo dirigió y en torno a la cual autores enajenados por el dinero, honores, influencia o ideología tendieron una tupida red de tergiversaciones.

SOBORNOS, y el libro -esta vez colectivo- que le seguirá el próximo año, no son sino una pequeña muestra de lo que hubo detrás de aquel régimen y de su fundador. Ahora bien, cuando he encontrado alguna evidencia que puede resultar favorable a Franco no la he desdeñado. Al contrario, me he deleitado en destacarla para demostrar que trato de ser objetivo y me atengo, críticamente, a los documentos. No como algunos de los historiadores que afloran, con no demasiada buena luz, en mis libros.

(Continuará)

Sobre la «hábil prudencia» de Franco (II)

13 septiembre, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

Una de las dificultades de escribir en materia de inteligencia en una situación de guerra estriba en cómo insertar los resultados de las operaciones que se abordan en los contextos dentro de los cuales se llevaron a cabo, tanto en el plano estratégico como en el táctico. Los autores suelen dividirse. Están, por un lado, los que contemplan tales operaciones en sí mismas, es decir, los que se sienten tentados por describirlas y analizarlas como un fin y no como un medio para un fin. La apetencia del público por las historias de espías es, por lo  demás, un aliciente. 

1370283643_748941_1370283757_noticia_normalPor otro lado, están los autores que procuran abordar el impacto de tales operaciones más allá de sí mismas. Naturalmente, para un historiador normal esto es  lo que tiene más morbo. Hay operaciones que fracasan, otras con resultados puntuales y otras que tienen un impacto concreto sobre planteamientos estratégicos y tácticos. Es obvio que no en todos los casos puede identificarse dicho impacto.

En el caso español, la única operación que se ha estudiado con tales fines ha sido la denominada CARNE PICADA (MINCEMEAT). Se le han dedicado una película (EL HOMBRE QUE NUNCA EXISTIÓ) y varios libros. Uno de ellos ha sido publicado por CRITICA en su serie sobre la segunda guerra mundial. El profesor Denis Smyth escribió centrándose sobre su contexto estratégico y táctico. Lo hizo de forma profesional y con gran autoridad. Su libro no se ha publicado en castellano.

Pues bien, lo que yo he denominado operación SOBORNOS fue mucho más importante y significativa que CARNE PICADA. De Constituyó la base sobre la cual se asentó la estrategia británica para contener las apetencias de Franco por entrar en guerra. Pero también el fundamento de la política de Londres hacia el régimen español, tout court.

Nunca se permitió, en efecto, que otras operaciones u otras valoraciones interfiriesen con SOBORNOS. En la cúpula británica (de Churchill como primer ministro y ministro de Defensa, al Gabinete de Guerra, al Gobierno en general, a los Jefes de Estado Mayor y a los servicios de inteligencia) se introdujeron compartimentos estancos destinados a protegerla. Había que dar tiempo al tiempo y que se hiciera sentir la influencia de los sobornados sobre Franco para que minaran la confianza que el jefe del Estado tenía en su consejero aúlico y ministro de Exteriores Ramón Serrano Suñer.

El número de personas que supo de SOBORNOS se redujo al mínimo. En Madrid estaban al corriente, aparte del embajador, el ministro consejero, los agregados militar y financiero y el naval, que fue quien impulsó la operación desde el primer momento. No he encontrado constancia de que otros funcionarios supieran de su existencia en la capital española. En Londres solo dos ministros conocieron su lanzamiento: el de Asuntos Exteriores y el del Tesoro. Era imposible hacer nada sin contar con ellos.  Posteriormente hubo que informar también al ministro de Guerra Económica para que dejara de incordiar, ya que estaba al frente del Special Operations Executive (SOE), es decir, la agencia creada por Churchill para llevar el sabotaje y la subversión a la Europa ocupada por nazis y fascistas.

Ni que decir tiene que los roces burocráticos fueron, al principio, la regla. Para lidiar con ellos, los ministros al corriente apelaron a un pequeño grupo de altos funcionarios dignos de toda confianza. Esto fue así hasta el punto que en los diarios del subsecretario permanente de Estado en el Foreign Office, y hombre clave en SOBORNOS, sir Alexander Cadogan no solo no se encuentra nada respecto a la operación sino que incluso abunda en despectivos calificativos, al menos al principio, contra el embajador en Madrid y alma de la operación, sir Samuel Hoare. Quien, por cierto, no solo no dijo nada en sus publicadas memorias sino tampoco en un esbozo de otras complementarias que no llegó a terminar antes de su fallecimiento.

Salvo los primeros telegramas en los que se planteó la operación, todas las referencias a la misma se diluyen en la correspondencia burocrática y en los informes y telegramas políticos y militares. De aquí la importancia de los que se desclasificaron en 2013. De no haber sido por ellos, hubiera sido imposible avanzar mucho en su conocimiento. Hoy, sin embargo, ya sabemos cómo se gestó, cómo funcionó y qué resultados obtuvo.

Por SOBORNOS discurrió un chorro de dinero. Los datos que figuran en la literatura son inexactos. Pero es que, además, la cobertura financiera hay que enfocarla tanto desde la perspectiva británica como desde la de los receptores. En la primera, fue evidentemente una microgota en un océano de gastos militares. En la segunda, las tornas cambian de forma radical. Sobre los generales y el hermano de Franco cayó una tromba de dinero (pesetas, escudos, dólares, libras) que pudo quitarles toda preocupación financiera para el resto de sus vidas.

¿Supieron los generales, y el hermano de Franco, uno de los personajes más corruptos de la época, de dónde procedían los dineros?

Se ha aducido, sin la menor prueba, que no, que no lo sabían. Bueno, al menos uno de los sobornados sí tuvo que estar enterado. No fue un cualquiera. Fue el coronel Valentín Galarza. El antiguo “técnico” que coordinó el golpe de Estado en julio de 1936 y que sucedió a Serrano Suñer y luego al propio Franco como interino al frente del Ministerio de la Gobernación.

SOBORNOS, por lo demás, llegó a contar en el Gobierno no solo con Galarza, sino también con el bilaureado general José Enrique Varela, ministro del Ejército. Es decir, el banquero mallorquín Juan March, también financiador de la sublevación de 1936 para adquirir material bélico en Italia y alquilar el Dragon Rapide (luego prestó a Franco un volumen inmenso de recursos), no se anduvo con chiquitas. Fue a la cabeza y por lo grande

No es de extrañar que SOBORNOS se rodeara de un tupidísimo velo y que los británicos subordinaran a su intangibilidad cualquier operación clandestina que quisieran montar otros servicios de inteligencia en España, particularmente el SOE.

La cuidadosa selección de las personas a sobornar, los altos y bajos por los que atravesaron las fortunas militares británicas en la primera fase de la guerra mundial, los alaridos falangistas, la preocupación por hacer Gibraltar inexpugnable y la creencia de que la mejor forma de lograr los objetivos estribaba en influir directamente sobre Franco vía personas de su confianza explican que una operación que se planteó en un principio para seis meses durase casi tres años. Fue adaptándose a las circunstancias, asumió objetivos secundarios, cambió en ocasiones de carácter pero siempre fue el último as de la baraja en manos británicas.

(Continuará)

 

 

 

Sobre la «hábil prudencia» de Franco (I)

6 septiembre, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

Tras la pausa veraniega reanudo, como había prometido, este blog. Estos primeros posts de la nueva temporada se dedicarán a encuadrar mi nueva investigación. Su argumentación y resultados se reflejan en un libro que ahora se pone a la venta. Quizá interese a los amables lectores que siguen este blog conocer los porqués de la misma.  

portada_sobornos_angel-vinas_201606131548Desde que, en 1974, di a conocer los resultados de un trabajo que me había encargado, en mi etapa en la embajada en Bonn, el profesor Enrique Fuentes Quintana mi labor como historiador se ha centrado  en escudriñar mitos del franquismo. En aquel momento fue lo que hubo detrás del insólito apoyo inicial de Hitler a Franco en los albores de la sublevación. Luego fue el “oro de Moscú”. Más tarde, en plena transición me dediqué con un equipo de colegas a poner al descubierto la sinuosa trayectoria de la política económica exterior española, desde la instauración de la República hasta la muerte de Franco, gracias al apoyo personal e institucional del profesor Rafael Martínez Cortiña (qepd). Se publicó en 1979.

Hoy, cuarenta años más tarde, me doy cuenta de que mi labor como historiador se ha situado siempre en la misma perspectiva. Desmitificar, comprobar, analizar y progresar en el conocimiento, siquiera modestamente, de nuestra historia contemporánea. Entendiendo siempre por esta el período comprendido por la República, la guerra civil y el franquismo.

El libro que ahora sale a la luz, SOBORNOS, es un intento de despejar una de las cuestiones que la historiografía pro-franquista no se ha atrevido nunca a indagar seriamente. Porqué España permaneció “neutral” durante la segunda guerra mundial. Obsérvese el entrecomillado.

Sobre el tema se ha escrito abundantemente. Todavía durante la guerra misma, y allá por 1944, la dictadura se preocupó de establecer un canon que después fue afinando, refinando y edulcorando sin pausa. Al hacerlo creó toda una serie de mitos que, más o menos adaptados, duran hasta nuestros días.

Los lectores de este blog recordarán que en la pasada temporada ya llamé la atención sobre el, por ahora, último producto de esa larga tradición. La hagiografía que sobre Franco y sus relaciones con Hitler publicó, hace ahora más o menos un año, uno de los grandes historiadores pro-franquistas todavía activos (afortunadamente para él y su familia), desaparecido ya Ricardo de la Cierva.

Cuando critiqué la obra del profesor Luis Suárez Fernández estaba lidiando con el libro que ahora empieza su andadura en las librerías. Confío en que merezca el favor del público. Me ha costado los proverbiales sangre, sudor, lágrimas y un montón de euros. Conviene recordar que la investigación en archivos puede ser muy interesante, muy atractiva y despertar felices sentimientos si acaba bien, pero es también siempre muy costosa.

SOBORNOS aborda un tema conocido en la literatura. Como suele ocurrir en la que se refiere a la posición de España en la segunda guerra mundial, esta literatura es más bien extranjera que española. Afortunadamente, en esta última ya hay notables excepciones.

En la primera mi libro es tributario de las aportaciones de, ante todo, Denis Smyth, Paul Preston y Richard Wigg. Entre los españoles hay menos pero sí destacan con luz propia Carlos Collado Seidel, Enrique Moradiellos, Manuel Ros Agudo, Javier Tusell y Emilio Sáenz-Francés. En cualquier caso no creo haber olvidado a ningún autor relevante. Si lo he hecho, presento desde aquí mis excusas. No oculto  que he dejado fuera a autores que no han aportado, en mi opinión, ningún conocimiento al tema en cuestión, pero siempre es posible que me haya olvidado de otro u otros.

La lista de libros y artículos que he manejado comprende, por lo menos, ciento treinta títulos amén de una treintena de naturaleza biográfica más veinticinco tomos de fuentes primarias publicadas y, sobre todo, una considerable documentación procedente de una decena de archivos, españoles y extranjeros. Manejar todo este volumen de fuentes, en media docena de idiomas, puedo asegurar que no ha sido fácil.

Lo que es rotundamente nuevo es la incorporación a la literatura de dos nuevos tipos de documentos: por un lado, los que el Gobierno británico desclasificó en 2013, hace ahora tres años, sobre una serie de detalles operativos de una actuación que se consideró tan supersecreta que se le aplicó un plazo de cierre de 70 años, es decir, muy elevado (aunque hay fondos que permanecen inaccesibles durante un siglo y otros, los menos, sin plazo previsto de apertura).  Por otro lado, fondos que aunque abiertos desde los años setenta no habían merecido, sorprendemente, la atención de ningún historiador, español o extranjero.

Dado que el conocimiento del pasado es contingente (depende de la accesibilidad de nuevas fuentes, de la aplicación de enfoques o paradigmas adecuados y del análisis y contextualización más amplios posibles) los historiadores solemos estar atentos a lo que se abre en los archivos, sobre todo en aquellos que siguen una política más o menos previsible. Los británicos son uno de ellos, como los franceses y los alemanes, de entre los países más relevantes para España de nuestro entorno. (No es el momento ahora de hablar de los norteamericanos, un caso un tanto especial).

Cuando en 2013 se desclasificaron varios legajos de documentos sobre la política británica hacia España en los años de la segunda guerra mundial, quien esto escribe vio el cielo abierto. La operación de compra de voluntades a militares y políticos españoles por los británicos, que había descubierto Denis Smyth hace ahora exactamente treinta años, quizá podría permitir identificar y aplicar nuevas perspectivas.

Y esto es lo que, con mejor o peor fortuna, he tratado de llevar a cabo en el nuevo libro.

Me apresuro a señalar que la operación que he bautizado como SOBORNOS (nunca se le dio una denominación específica, tan secreta fue) no se concibió nunca como la única actuación para evitar que Franco sucumbiera a la tentación de alinear su suerte con el Eje.

La literatura ha puesto de relieve otros factores que coadyuvaron a tal finalidad como, por ejemplo, las presiones políticas, diplomáticas, de propaganda y económico-comerciales (que ya empezamos a alumbrar en 1979). Ahora he añadido tres factores complementarios: la peculiar política de Hitler hacia Franco sometida a vaivenes constantes dentro de una cierta vacilación geoestratégica y geopolítica, las operaciones de espionaje e inteligencia en España (en lo que puede documentarse sobre ellas) y la planificación política contra Franco que desarrolló la más misteriosa y más secreta agencia creada por Churchill para reblandecer la moral enemiga (y para influir eventualmente en la española).

(Continuará)

(No quisiera terminar este post sin desear a los amables lectores la más feliz rentrée posible en una reanudación del curso político que se anuncia complicada. Espero que hayan tenido un feliz verano. En lo que a mi respecta lo he pasado -salvo una semana de vacaciones- trabajando en un nuevo proyecto que espero salga a la luz el año próximo).

¿Por qué se dejaron engañar los alemanes por Hitler? (y VII)

26 julio, 2016 at 9:22 am

Termino esta pequeña serie de posts en el momento mismo en que julio se acaba y se abre la pausa veraniega. Por los posts anteriores se habrá visto que, en ciertas condiciones dadas, Hitler no ocultó a quienes quisieran oírle cuáles eran sus objetivos. Lo hizo públicamente a través de sus escritos y de sus discursos. Lo hizo, menos públicamente, a quienes podían oponerse a sus deseos, en particular a los mandos de la Reichswehr. En cuanto llegó a la Cancillería demostró que a sus palabras les seguirían acciones: la puesta fuera de la ley de los partidos politicos y de los sindicatos, las detenciones arbitrarias, la eliminación de las autonomías regionales, el acoso a los judíos y a todos quienes no comulgaran con el ideario nacional-socialista, etc.

 

Bundesarchiv_Bild_183-1987-0703-506,_Adolf_Hitler_vor_Rundfunk-MikrofonDe todo lo que antecede se desprenden dos cuestiones que han sido, y siguen siendo, muy polémicas: la primera es que Hitler no engañó a los alemanes; la segunda, que una gran proporción de ellos sí se autoengañaron al confiar en él. Esto, naturalmente, no hubiera sido posible si las condiciones políticas, económicas, sociales y culturales dadas no hubiesen coincidido. El caso de Hitler no avala la tesis de que el futuro estaba predeterminado. Si las élites económicas, políticas y militares hubiesen encontrado alguna otra forma que no hubiera discurrido por la acentuación de las desigualdades y la depauperación de una parte de la población, diseñando otro tipo de actuación política antes del deterioro de la base constitucional, y la governance, de la República de Weimar, el futuro podría haber sido muy diferente. Es imposible, literalmente imposible, eximir de responsabilidad a Hindenburg y a las cliques militares, políticas, económicas y funcionariales que le rodeaban.

Dicho esto, la llegada de Hitler a la Cancillería supuso una ruptura. La supuso porque los nazis tenían una idea muy clara de lo que querían: derrumbar los cimientos del sistema democrático (por muy meramente formal que ya fuese) y sustituirlo por un régimen de nuevo cuño. Un régimen que aspiraba a disciplinar a todos los “camaradas” de la misma sangre en torno a un proyecto común que, por lo demás, tenia adherentes en los más diversos sectores de la sociedad alemana:

  • Romper definitivamente lo que quedaba de las amarras de Versalles
  • Devolver a los alemanes el orgullo de ser alemanes.
  • Hacer de ellos “superhombres” por encima del bien y del mal y en contraposición absoluta a los “judíos” y a los bolcheviques (a su vez considerados como profundamente “judaizados”).
  • Regimentar a los alemanes en todos los ámbitos de la vida colectiva e incluso individual.
  • Crear una mitología alternativa que borrase definitivamente el recuerdo de pasadas derrotas.
  • Y, no en último término, educar a los alemanes para la futura guerra de conquista y depredación en los amplios y abiertos territorios del Este.

La intimidación ante todo (véase, por ejemplo, el reciente libro de Las primeras víctimas de Hitler, de Timothy W. Ryback, Alianza) y la seducción (política típica de palo y zanahoria) vía el exitoso combate contra el paro, la creación de empleo y la mejora de las condiciones de vida, fueron los instrumentos de que los Nazis se sirvieron en los años iniciales de su dictadura.

Economistas, historiadores y politólogos seguirán discutiendo sobre la graduación e interacción de ambos enfoques. Lo que está fuera de toda duda, y tiene cierto interés en estos tiempos de crisis, es que Hitler y sus muchachos rompieron con la ortodoxia económica de Brüning y de la escuela neoclásica. Quizá sería ir demasiado lejos afirmar que Hitler puso en práctica una política keynesiana avant la lettre. No hay la menor duda, sin embargo, de que abandonó la teoría de que el Estado debía interferir lo menos posible en el libre funcionamiento del mercado. Simplemente, los nazis acentuaron la intervención estatal en la economía hasta tal punto que en pocos años tenía poco parecido con cualquier manifestación de lo que habitualmente se denomina una economía de mercado.

El embate que Hitler y los nazis lanzaron sobre la sociedad alemana encontró resistencia en numerosos sectores. Ante todo en la izquierda, comunista y socialista. Pero también en el centro y en la derecha. Esta última (incluida la de ciertos ámbitos eclesiales, protestantes y católicos) parece haber tenido más suerte que la primera.  Probablemente gozaba de más posibilidades. La represión contra todo lo que oliera a izquierda fue dura, consistente y en ascensión progresiva. Contra la Iglesia y el Ejército era más difícil actuar y los medios conservadores y monárquicos en gran medida permanecieron inmóviles en los primeros años de la dictadura.

Eso sí, cuando vieron el camino que esta llevaba en política exterior y que Alemania se exponía a entrar en guerra sin objetivos políticos definidos, tras la reunificación en el Reich de los alemanes (de sangre) que habían quedado fuera de sus fronteras como consecuencia de la primera guerra mundial, las dudas empezaron a esparcirse en las fuerzas armadas e incluso en algunos círculos políticos y diplomáticos.

Sin embargo, para entonces la dictadura ya había conseguido un alto grado de adhesión popular, el miedo se había introducido por los intersticios de la vida social y la formación de una oposición organizada parecía prácticamente imposible.

La historiografía internacional ha hecho, en los últimos treinta años, progresos muy considerables en el desbrozamiento de todos estos ámbitos. De la historia política y militar se ha pasado a la social en sus más diversas manifestaciones, de estas a la cultural, a la de las mentalidades, de la vida cotidiana, etc. Hoy tenemos una imagen sumamente perfilada de lo que fue y representó el Tercer Reich. Que todavía aquella experiencia nefasta para la humanidad ejerza poder de atracción sobre algunos grupos hace desesperar de que cierta gente pueda o quiera aprender algo del pasado.

El Tercer Reich y las dictaduras estalinista y fascista), valgan los casos, siguen siendo una advertencia y una lección. Ya que la historia no es una ciencia exacta y que no tiene poder predictivo, quizá sirva para demostrar empíricamente cómo las sociedades y los hombres y mujeres que en ellas actuaron, se agitaron,  sobrevivieron, murieron, supieron responder, de una u otra manera, a los retos de su tiempo. Bien y mal, que de todo hay en la viña del Señor.

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Con este post me despido de los amables lectores de este blog. Llega el tiempo del verano, de las vacaciones y del solaz bien ganado. No para los malvados historiadores. Estoy trabajando, con un grupo de colegas, en un nuevo proyecto que esperamos salga a la luz el año próximo. Y, personalmente, debo prepararme para la promoción, a partir de septiembre, del libro en el que he estado trabajando estos últimos tiempos, para ser exactos desde 2013.

A todos les deseo un feliz mes de agosto. Volveré a aparecer en la segunda semana de septiembre.

¿Por qué se dejaron engañar los alemanes por Hitler? (VI)

12 julio, 2016 at 12:37 pm

Ángel Viñas

Hitler subió al poder en virtud de un horrendo cálculo de las cliques reaccionarias en torno a Hindenburg capitaneadas por von Papen. El error fue monumental. Pero más aún el que tan encumbrados próceres no hubiesen captado que Hitler no era un nacionalista de la extrema derecha como ellos. Y si lo captaron, se autoengañaron pensando que podrían domarlo. En realidad, Hitler fue uno de esos líderes que no engañaron a muchos. Sus deseos, aspiraciones e ideología figuraban en su autobiografía, ahora recientemente publicada con anotaciones y comentarios efectuados por un plantel de historiadores. Parece que se ha convertido en un best-seller.  Me pregunto cuántos la leerán de cabo a rabo. Y, ¡cómo no!, Hitler también desgranó sus principales proyectos en discursos y artículos. Algunos públicos. Otros en círculos restringidos.

1024px-ReichstagsbrandEs difícil, no obstante, que los millones que compraron las ediciones de la época de su magna autobiografía no ojearan al menos las primeras páginas. Siquiera por curiosidad. En ellas Hitler ya anunció claramente sus anhelos: integrar a Austria con Alemania (se realizó en 1937); cuando todos los alemanes de sangre se hubiesen reunido en un solo Estado (aviso a los checoslovacos), ejercer el derecho, que nadie podría disputarles, de adquirir tierras para que todos los “camaradas de sangre” (en la terminología al uso, Volksgenossen) en su conjunto pudiesen alimentarse. Y, piense el lector dos segundos, ¿cómo hacerse con ellas? Difícilmente negociando. Tenemos en consecuencia que el factor “sangre”, es decir, una raza pura y dura (aria, por supuesto), sería el presupuesto para conseguir Lebensraum (espacio vital). Pero, claro, no África o en Asia, ya ocupadas por las potencias coloniales. Los territorios que interesaban se encontraban en el este europeo. Aviso, pues, a polacos y soviéticos.

Es más, frente a los generales de la Reichswehr Hitler fue desusadamente franco con respecto a sus planes de expansión futura. Es un episodio que, en su totalidad, solo salió a la luz en 2001. Antes había habido rumores (desde 1954) sobre lo que había dicho pero sobre sus planteamientos exactos no se disponía de fuentes fiables.  Como el tema no es muy conocido voy a aclararlo un poco (lo tomo del tomo número tres del año 2001 de la revista académica Vierteljahrshefte für Zeitgeschichte  y del estudio efectuado por Andreas Wirsching que, entre otras, corrige las interpretaciones que de la exposición hizo el, con razón, afamado biógrafo de Hitler, el profesor sir Ian Kershaw).

Se juntaron el hambre y las ganas de comer. El alto mando de las Fuerzas Armadas, y en particular el jefe del Ejército de Tierra, general barón Kurt von Hammerstein-Equord, tenían interés en conocer los planteamientos del nuevo presidente del Gobierno. Este, por su parte, también deseaba tranquilizar a los militares. En el doble sentido de que no mezclaría a la Reichswehr en conflictos internos y de que confirmaría su privilegio de ser la única organización con  derecho a portar armas. Algo imprescindible puesto que las milicias del partido (SA) las habían utilizado en sus frecuentes encontronazos con socialistas y comunistas.

El 3 de febrero de 1933, a los tres días exactamente de asumir la presidencia, a Hitler le invitó von Hammerstein a una cena privada en su casa para celebrar el 60 cumpleaños del ministro de Asuntos Exteriores, barón Konstantin von Neurath. Es decir, este distinguido caballero no hubiera podido alegar desconocimiento de lo oído.

Hitler subrayó que, ante todo, era preciso consolidar el Estado (léase la dictadura todavía por establecer) y cerrar las heridas internas. Las FAS no tenían por qué preocuparse de ello. Eran asuntos de la competencia de la dirección política (de él) y del partido nacionalsocialista. Alemania estaba infectada por el espíritu marxista y democrático, algo que era preciso eliminar. Al tiempo había que rearmarse y fortalecer las FAS en un entorno hostil (si los franceses eran listos tomarían medidas cuanto Alemania era todavía débil). Tras seis (sic) u ocho años realizando tales tareas  cabría ya pensar en procurarse espacio, porque era el espacio lo que podía germanizarse y no sus habitantes. Obsérvese:  tan embriagadora aventura podría dar comienzo en 1939 o 1941. ¡Qué precisión para el oeste y, sobre todo, para el este de la Gran Alemania!

Nadie levantó, que se sepa, la menor objeción. El generalato estaba imbuido de la experiencia en la primera guerra mundial en la que los ejércitos rusos habían sido diezmados y vencidos. ¿Por qué iba a ser diferente la próxima vez? A los generales debió de encandilarles la esperanza de nuevas victorias y de nuevo botín.

Por el texto que conocemos Hitler no habló el 3 de febrero de 1933 del “factor racial”, fundamento de todos sus ensueños. Lo había hecho en muchas otras ocasiones. Auschwitz no estaba predeterminado en Weimar, pero sí, de cierta manera, en Mein Kampf. Sus alusiones a la “raza judía”, siempre despectivas, encajaban con el antisemitismo de la época pero encerraban el potencial de ir mucho más lejos. Este potencial empezó a desplegarse inmediatamente tras la llegada al poder, aunque fue un tanto prematuro. Llevó a un boicot de productos alemanes en el extranjero y aconsejó, tácticamente, dar un paso hacia atrás. La pausa, claro, no duró mucho. La acometida contra los judíos radicados en Alemania fue haciéndose de manera insidiosa, a través de disposiciones administrativas que recortaron los derechos civiles de los afectados hasta llegar, en solo dos años y medio, a las leyes raciales de septiembre de 1935, oprobiosas, ignominiosas, terribles. En esta ocasión no hubo muchas protestas en el extranjero.

El lector podría pensar ¿cómo se conocen los planes, muy a grandes rasgos, que expuso Hitler a sus futuros generales? La respuesta es de thriller. Las dos hijas del jefe del Ejército de Tierra tenían conexiones comunistas. Estuvieron escuchando lo que Hitler dijo junto con dos oficiales que, por encargo de sus respectivos jefes, tomaban notas. Todos detrás de una cortina. Tomaron notas. Una de las dos hijas debió de hacer una copia y la pasó a su enlace con el servicio de inteligencia del partido comunista. Está fuera de toda duda que un informe formal de lo que Hitler expuso lleva fecha del 6 de febrero (aunque situando el evento en el Ministerio de la Guerra) y que este informe se transmitió inmediatamente a Moscú. Su recepción está fechada: 14 de febrero. Sería impensable que los líderes soviéticos no lo tuvieran en cuenta. La línea de la política exterior de la URSS empezó a moverse buscando un acercamiento a Francia.

Que los soviéticos otorgaron credibilidad a la amenaza pudo verse alentada porque poco más tarde Hitler puso fin abruptamente a la cooperación secreta que se había desarrollado entre las FAS alemanas y el Ejército Rojo. Sus antecedentes se remontaban al verano de 1920 y, con acentos cambiantes, duró tanto como la República de Weimar. Hitler no la necesitaba. Por lo demás, la conferencia del desarme que se desarrollaba en Ginebra ya había reconocido el derecho alemán al rearme en diciembre de 1932. Lo que Hitler añadió fue crear un Ministerio de Aviación bajo Göring (28 de abril de 1933) y retirarse de la Sociedad de Naciones y por tanto de la conferencia tras un referéndum en noviembre. Coincidió con las nuevas elecciones legislativas al Reichstag. Prohibidos los partidos políticos (el KPD en febrero, el SPD en junio de 1933 y los demás obligados a autodisolverse entre tal mes y el siguiente, descabezados los sindicatos (2 de mayo), instaurado un régimen de intimidación masiva y declarado el culto al Führer no es de extrañar que el 92 por ciento de los votos emitidos fuese a parar al NSDAP. ¡Qué cambio!

¿Habían variado los alemanes sus opiniones políticas e ideológicas?. Probablemente no tanto como para alcanzar tal resultado. Lo que sí habían cambiado eran las circunstancias. De una democracia débil e imperfecta se había pasado a una dictadura en expansión creciente. Si Hitler no había tanto engañado a las élites como estas se habían dejado engañar, una cosa era clara. Había que adoctrinar y endoctrinar a los alemanes. Otra tarea.

(Continuará)

¿Por qué se dejaron engañar los alemanes por Hitler? (V)

5 julio, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

Con este post entro ya en aguas turbulentas. A muchos historiadores no les gusta (tampoco a servidor) hacer juicios en blanco y negro. Los grandes fenómenos históricos nunca, nunca, son monocausales. Sin embargo, en este tema me parece adecuado recurrir (como en el caso del estallido de la guerra civil) a la diferencia entre condiciones necesarias y condiciones suficientes. La lógica que subyace a ambas no es la misma. En los posts anteriores me he referido someramente a las primeras. En este abordaré las segundas.

Bundesarchiv_Bild_183-H28422,_Reichskabinett_Adolf_HitlerEntre las condiciones suficientes debe figurar en primer lugar, y de manera absoluta, el inmenso error de cálculo de las derechas alemanas, empezando por la clique reaccionaria de militares, altos funcionarios y grandes empresarios que rodeaban a von Hindenburg y a von Papen, y que contó con la connivencia de amplios sectores del partido católico (Zentrum). Todos ellos pensaron que era posible “domesticar” a Hitler y se aprestaron a hacerle una oferta que en esta ocasión no podía rechazar. En vez de la vicepresidencia del gobierno le pusieron en bandeja de plata la presidencia. Insistieron en que ministros clave y de carácter hiperconservador continuaran en sus puestos (en Asuntos Exteriores y en Hacienda) o que entraran en el futuro gabinete (en Economía, Justicia, Guerra, Trabajo). Von Papen debería ser vicepresidente.

Con suma habilidad, Hitler solo insistió en una cartera y en un puesto sin ella. La cartera fue la de Interior. Los designados fueron Wilhelm Frick y Hermann Göring. Cabría pensar por dónde iban a ir los tiros ya que este último asumiría interinamente la cartera equivalente en el gobierno prusiano. Esto significaba que, prácticamente, la mayor parte de la policía y fuerzas de seguridad quedaron bajo control nazi. El lector puede leer en Evans algunos de los comentarios de von Papen. En dos meses Hitler habría sido domado. El futuro sería hipernacionalista y reaccionario. No nacionalsocialista.

Era preciso ser un poco estúpido para creerlo. Una de las condiciones impuestas por Hitler para aceptar la presidencia había sido la convocatoria de nuevas elecciones. ¿Pensaban aquellos que querían domesticarlo que sus minúsculas formaciones políticas serían capaces de contener el bien engrasado funcionamiento de la maquinaria electoral nazi?

Naturalmente es imposible conjeturar qué hubiera pasado si la clique en torno a Hindenburg no hubiese llamado, en su rescate, a Hitler. Excluir al partido con mayor número de escaños en el Reichstag no era fácil. Ni von Papen ni von Schleicher podían pactar con los socialistas y los comunistas. La única alternativa era una dictadura militar pero Hindenburg no estaba dispuesto a aceptarla. Hubiese implicado tomar medidas durísimas contra los nazis, algo que hasta entonces no había ocurrido en el período de agonía política. Por lo demás, el nuevo ministro de la Guerra, el general Werner von Blomberg, era más pronazi de lo que la clique sospechaba. El Ejército, en las algaradas que se produjeran, permanecería neutral y disciplinado. Y, ni que decir tiene, el nuevo gobierno se apresuró a dictar disposiciones que se dirigieron contra las milicias comunistas y socialistas.

Los nazis tomaron la carrerilla desde el mismo 30 de enero. Procesiones de antorchas en la noche, proclamas incendiarias a la luz del nuevo sol que alumbraría Alemania, desfiles paramilitares, trituración en toda impunidad de las milicias adversarias. Una coreografía perfectamente escenografiada proyectó a lo largo y a lo ancho la ilusión de un nuevo amanecer.  El mes de febrero demostró que el inmenso poder del Estado se orientaba sin cesar contra los elementos anti-nazis en la pavorosa campaña electoral.

En tales circunstancias, la “suerte” ayudó a los nazis. El 27 de febrero un incendio destruyó el edificio del Reichstag, el símbolo del parlamentarismo weimarano. No fue una casualidad. Aunque inmediatamente se detuvo al presunto incendiario, un comunista holandés, las más recientes investigaciones han demostrado que el incendio fue provocado por los nazis mismos, bajo la supervisión del propio Göring. La policía ya tenía preparadas las listas para neutralizar a los enemigos más destacados del nacionalsocialismo y al día siguiente un decreto-ley de urgencia sobre “medidas para la protección del pueblo y del Estado” suministró a los órganos de seguridad los instrumentos adecuados para “desactivar” y “neutralizar” un presunto golpe de Estado comunista.

Se anunció que se había incautado documentación que así lo demostraba (como harían los sublevados españoles tres años y medio después). Nunca, por supuesto, se hizo pública pero las elecciones se celebraron el 5 de marzo en un clima de intimidación, violencia gubernamental y detenciones arbitrarias como hasta entonces no se había conocido en Alemania. Entre ellos figuró Thälmann y muchos otros políticos de izquierdas, no detenidos, se exilaron.

Los resultados, sin embargo, no respondieron del todo a las expectativas. De casi 40 millones de votantes algo más de 17 millones lo hicieron a los nazis (un 44 por ciento) y algo más de 3 millones a las distintas formaciones de la derecha hipernacionalista pero los socialistas obtuvieron algo más de 7 millones, el Zentrum 5,5 y los comunistas casi 5. Hubo, lógicamente, un incremento del número de escaños de los nazis, que pasaron a 288. Sus aliados se mantuvieron. Todos juntos ganaron, eso sí, la mayoría relativa en el Reichstag (340 sobre 647 escaños). Los socialistas y los comunistas obtuvieron 201. El Zentrum solo consiguió 3 escaños y llegó a 73.

Es decir, incluso en las últimas elecciones, ya escasamente libres, celebradas antes de la instauración de la dictadura, la coalición gubernamental no logró la mayoría absoluta. Lo cual significa que el terror, la intimidación y la toma por la fuerza de las posiciones de mando debían continuar. Esto es exactamente lo que ocurrió durante el mes de marzo. Las regiones no gobernadas por los nazis fueron las primeras en cambiar de manos; se establecieron campos de concentración; Goebbels asumió un nuevo ministerio, clave, de Educación Popular y Propaganda y, finalmente, el día 24 el nuevo Reichstag aprobó la Ley de Habilitación (Ermächtigungsgesetz) que derogaba la Constitución y otorgaba al gobierno, es decir, a Hitler poderes ilimitados.

Es interesante destacar que la aprobación se hizo por 444 votos contra 94. ¿Y la diferencia de 109 con el total de 647 diputados?  Los 81 comunistas no pudieron votar porque estaban detenidos o se habían ocultado o exilado. Lo mismo ocurrió con 26 diputados socialdemócratas. Los restantes 94 votaron en bloque en contra. ¡El honor del SPD! Solo dos diputados no votaron por estar enfermos o impedidos. El resto, desde la derecha más reaccionaria hasta los liberales y los católicos, votaron a favor.

Es decir, los nazis instauraron la dictadura con el consentimiento de todo el abanico de fuerzas políticas salvo la izquierda.  Es cierto que profirieron amenazas contra muchos diputados de otras corrientes pero entre las figuras más emblemáticas del Zentrum quien consiguió convencer a sus correligionarios de la necesidad del voto a favor fue su presidente, el prelado Ludwig Kaas, antiguo asesor del nuncio en Berlín Eugenio Pacelli, íntimo colaborador de Brüning, adversario de von Papen, rabiosamente anticomunista y defensor de un Concordato entre Alemania y el Vaticano. Lo que ocurrió posteriormente.

No es exagerado afirmar que Kaas prefiguró el tipo de comportamiento que reprodujeron algunos eclesiásticos españoles en su apoyo a Franco. Convendría estudiar sistemática y comparativamente la relación de los eclesiásticos alemanes y españoles en sus apoyos a los respectivos dictadores. A la mayor gloria de la Iglesia y contra la izquierda.

(Continuará)

¿Por qué se dejaron engañar los alemanes por Hitler? (IV)

28 junio, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

El periodo que media entre julio de 1932 y finales de enero de 1933 fue el de agonía de la maltrecha Alemania weimarense. Puede verse como tragedia (que lo fue) pero también como tragicomedia, caracterización que no es habitual. Sin embargo, raras veces habrá alcanzado cotas tan elevadas la capacidad de autoengaño de las élites católicas, derechistas o reaccionarias en un país europeo. Hindenburg y von Papen sirvieron a Hitler la cena fatídica con la que envenenaron a su país, sus anhelos y sus propias perspectivas. La comparación con tal experiencia muestra que en la misma época hubo derechas bastante más cerriles que las españolas, que no tardaron en participar en el mismo condumio.   

parlamante_1932Las elecciones de 31 de julio de 1932 fueron las penúltimas en Alemania. Consagraron el triunfo resonante de Hitler, que obtuvo un 20 por ciento más de votos que en 1930 y se alzó con 230 diputados, un centenar más que los socialdemócratas. Los comunistas se contentaron con 89 escaños. Los nazis se convirtieron en el partido más fuerte del Reichstag. A von Papen le salió el tiro por la culata. Invitó a Hitler a formar parte del nuevo gabinete aunque no como canciller. Era una opción condenada al fracaso. Hitler estaba interesado en ser el futuro canciller. Como ha recordado Evans, von Papen y Hindenburg se encontraron con el problema de cómo asentar su legitimidad ya que la estrategia de cuadrar el círculo y que consistía en aprovecharse de los nazis, disciplinar a Hitler y encuadrarlo sólidamente entre conservadores y reaccionarios de viejo cuño no había funcionado. Pero no solo estas élites andaban a ciegas. También los comunistas.

En cuanto se constituyó el nuevo Reichstag en septiembre presentaron una moción de censura que los nazis apoyaron. Se aprobó por abrumadora mayoría. No quedó más remedio que convocar nuevas elecciones para el 6 de noviembre. El lector observará que un Parlamento cortito no ha sido un reciente invento español. El campo de juego quedó definido entre los dos partidos más radicales: nacionalsocialistas y comunistas.

En las últimas elecciones celebradas en Alemania antes de 1949 los primeros perdieron el 5 por ciento de los votos y 34 diputados, quedándose con 196. Los socialistas obtuvieron 121 escaños y los comunistas 100. Muchos creyeron que esto preludiaba el principio del fin de los nazis pero el Zentrum (católico) siguió apoyando, erre que erre, la idea de meter a Hitler en el gobierno. También perdieron 5 escaños pero con 70 diputados continuaban siendo una fuerza significativa.

Hindenburg nombró canciller al general Kurt von Schleicher, uno de los muchos muñidores que se habían agitado tras las bambalinas en aquellos tumultuosos años. Su “gobiernito” duró 57 días. Se aproximó a la izquierda nazi y a los sindicatos.  A Hindenburg no le agradaron tales devaneos y lo cesó. ¿Cuáles eran las alternativas?

Basándose en la teoría de las posibilidades objetivas de Max Weber, padre alemán de la sociología moderna, Wehler ha examinado las existentes en aquella época. La primera estribaba en volver al régimen parlamentario normal. Excluible. La clase política alemana la rechazaba y los votantes también. La segunda radicaba en continuar con el régimen presidencialista. Absurdo porque era el que había llevado al bloqueo de la situación. Una tercera consistía en restaurar la monarquía, algo por lo que agitaban ciertas minúsculas élites (como en España). No era en absoluto popular (como también en España). La cuarta, más absurda todavía, era instaurar una dictadura del proletariado. Por mucho que la idea gustase al KPD no existían las condiciones para ello. La única alternativa se planteaba entre la quinta y la sexta posibilidad: o bien una dictadura militar o un régimen republicano liderado por el partido nacionalsocialista.

Nunca se sabrá si una eventual dictadura militar hubiese tenido chances. La clase política reaccionaria que rodeaba a Hindenburg se inclinó por la última, como salida temporal de emergencia. Algunos factores que aconsejaban ir hacia tal opción eran cortoplacistas:

  1. Podría apoyarse en una mayoría parlamentaria relativa.
  2. Contaría con poderosos valedores extraparlamentarios.
  • La lideraría un partido evidentemente muy popular.
  1. Existía la posibilidad de disciplinarlo: una vez que los nazis estuviesen en el poder se darían cuenta de que habría límites a la aplicación de la verborrea necesaria para conseguir votos.

Hoy sabemos que, en aquellas circunstancias precisas, Hitler y su partido estaban disponibles en el momento oportuno y en el lugar oportuno. El primero era la única figura carismática existente en la escena política alemana. El segundo era capaz de recoger un asentimiento popular amplio.

Quizá lo más importante es que ambos predicaban una mezcla ideológica con cuyos componentes siempre podía identificarse algún sector de la sociedad alemana de la época.

  1. Ante todo un nacionalismo radical, visceral, que iba mucho más allá que el que defendían las élites tradicionales.
  2. Combinaba dos de las grandes ideologías del momento, no poniéndolas en oposición una contra otra sino juntándolas en armonía: nacionalismo y socialismo.
  3. Subrayaba una idea que no era patrimonio de región, clase o fortuna. En ella todos los alemanes podían reencontrarse: la “comunidad de sangre” (Volksgemeinschaft), abierta a todos en cuyas venas corriera sangre alemana.
  4. Identificaba con estremecedora claridad al enemigo: el marxismo, el liberalismo, la partitocracia y el contaminante y peligrosísimo elemento judío.
  5. Prometía dar trabajo a todos y atender a todos los sectores en crisis.

En una palabra, se juntaron el hambre y las ganas de comer. En una situación excepcional, de fin de camino, un partido y su líder, el líder y su partido, se encontraron con una gran receptibilidad social. Con independencia de la desaforada demagogia o del inmenso populismo que uno y otro encarnaban y proyectaban.

Nada de ello había surgido en el vacío. La receptibilidad social había ido creciendo a lo largo de la segunda mitad de los años veinte gracias a la desastrosa política de Hindenburg y de Brüning. Luego por la imbricación de los factores exógenos, al impactar las reverberaciones de la Gran Depresión de 1929.

La mezcla ideológica combinaba toda una serie de elementos que  si bien no conjuntamente sí al menos por separado apelaban a los diversos sectores de la sociedad alemana. No eran nuevos.

Las novelas de Christopher Isherwood, Erich Kästner o Ernst von Solomon, por un lado, y el musical y el cine por otro (piense el lector en Cabaret) presentan la imagen turbadora de una sociedad a la deriva que iba encontrando el presunto camino hacia una regeneración total de sus posibilidades. La voz pura de un chaval guapo, rubio, muy blanco, entonando aquella canción de que en un futuro radiante “Alemania me pertenecerá”, podría servir de ilustración plástica de los ensueños que Hitler y los nazis despertaban.

(Continuará)

 

Nota: Volksgemeinschaft suele traducirse en castellano por “comunidad nacional”. Yo acentúo más el componente racial, absolutamente específico e inalterable.

¿Por qué se dejaron engañar los alemanes por Hitler? (III)

21 junio, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

Quizá la experiencia de los últimos ocho años de crisis en la Unión Europea permita hoy colegir mejor lo que debió de significar para los alemanes de la época que a las convulsiones políticas propias se añadieran las secuelas de un retroceso económico como el que se produjo a consecuencia de la Gran Depresión. Hubo una época en la que la discusión entre historiadores se entabló entre quienes daban la preferencia a los factores endógenos (crisis interna) o exógenos (importados). ¿Recuerda esto algo al lector? Si la atribución de responsabilidades por la guerra civil española ha generado multitud de controversias, ¿qué no será en el caso alemán? ¿Por qué, en definitiva, un político novato, quien para muchos apenas si tenía currículum salvo como agitador, accedió al pináculo del poder?

Reichskanzler von Papen spricht im Rundfunk zu dem amerik. Volk ! Reichskanzler von Papen in seinem Arbeitszimmer w‰hrend der Rede zu den amerikanischen Hˆrern.

Reichskanzler von Papen spricht im Rundfunk zu dem amerik. Volk ! Reichskanzler von Papen in seinem Arbeitszimmer w‰hrend der Rede zu den amerikanischen Hˆrern.

La respuesta es que las políticas de Brüning tuvieron mucho que ver en ello. Las económico-sociales y la exterior. En lo que se refiere a la primera es algo que muchos alemanes quieren seguir olvidando hoy en día. Se recurre a todo tipo de argumentos.  El más extendido es que a tenor de la ortodoxia económica de la época, pre-keynesiana, la actuación del sector público debía ir en el mismo sentido que el ciclo económico. En una depresión convenía mejorar el saneamiento del sector público. ¿Cómo? Procediendo a recortar el gasto público que, casi por definición, se entendía en su mayor parte como improductivo. (La idea ha renacido en nuestros días). Las fuerzas del mercado ya agrandarían en su momento el pastel económico.  Así que, para hacer frente al déficit, Brüning se afanó en contraer los gastos con el fin de equilibrar las cuentas públicas. Ni que decir tiene que también las ayudas sociales. Como ha señalado Wehler, el curso deflacionista se mantuvo contra viento y marea. El Estado tenía que funcionar como un ahorrador padre de familia (¿dice algo esto a los lectores?). Y, además, subió drásticamente los impuestos, directos e indirectos. Los españoles que sufren duramente un tipo de planteamiento relativamente similar, made in Alemania y asumido por la UE, no tendrán dificultades en comprender su significado.

Claro que, para poder actuar de tal forma, convenía añadir un complemento de gestión política. Como el gobierno Brüning no tenía mayoría parlamentaria, ¿qué hacer? Pues, simplemente, postergar al Reichstag en todo lo posible. A lo mejor también lo habría hecho en el caso de haber contado con la mayoría absoluta pero en el sistema de Weimar esta era entonces ya una meta imposible de alcanzar. La alternativa (¿lógica?, ¿razonable?) era actuar, en todo lo posible, a través de mecanismos controlados por los auténticos expertos, en la Administración y fuera de ella, y amparándose en los poderes “constitucionales” (que se ampliaron enormemente por encima de toda lógica) del presidente Hindenburg a tenor del artículo 48, de infausto recuerdo.

Algunos lectores podrán pensar que estoy exagerando. Nada más lejos de mi intención. De vez en cuando conviene echar un vistazo a las estadísticas. En 1931, por ejemplo, el Reichstag aprobó 34 leyes en solo 41 días de sesiones (no cabe afirmar que los señores diputados trabajaron hasta quemarse las pestañas) y Brüning, demócrata él, promovió 44 decretos-leyes de urgencia (Notverordnungen, en la terminología alemana). Pero la cosa fue a peor. Al año siguiente la ya de por sí atípica situación se agudizó. A los miembros del Reichstag se les molestó tanto tuvo solo tuvieron que reunirse 13 días de sesiones.  Una asiduidad solo superada después por la dictadura hitleriana poco después. Los señores diputados aprobaron 5 leyes pero como había que tomar medidas se recurrió de nuevo intensamente al artículo 48 para “pasar” la friolera de 66 disposiciones legislativas de urgencia. Es decir, la política se desplazó del Parlamento (un incordio) y se refugió en los pasillos de la Presidencia, de la Cancillería y en las salas de reuniones llenas de humo de los lobbyistas de los partidos de derechas. Salvando las distancias, ¿no sugiere esto nada a los amables lectores?

Con los temas endógenos encauzados a su manera la política exterior de Brüning, extremadamente nacionalista, enajenó cualesquiera simpatías que tan afanado, y afamado, canciller pudiera haber despertado en los países vecinos, lógicamente preocupados por lo que pasaba en Alemania. Así, por ejemplo, se rompieron las negociaciones con Francia sobre el Sarre, se rechazaron olímpicamente las sugerencias paneuropeas del ministro de Asuntos Exteriores francés Aristide Briand, se torpedeó un importante acuerdo comercial con Polonia, se declararon inaceptables todos los compromisos que recortaran la capacidad de maniobra del gobierno, se planteó una unión aduanera con Austria sin encomendarse ni a dios ni al diablo y sin que mediara la menor concertación con los terceros países que se verían afectados, se promovió la expansión comercial hacia el sureste europeo y se declaró como objetivo fundamental la eliminación de los pagos a los vencedores de la primera guerra mundial. Por si quedase alguna duda (¡somos muy mashos!) Brüning no hizo el menor caso a una propuesta de moratoria suscitada por el presidente norteamericano  Herbert Hoover (junio de 1931) y, ¡para que se enteren de lo que vale un peine!, se negó a aceptar soluciones transaccionales.

Es decir, Brüning, sus expertos y las fuerzas sociales que lo sostenían se asentaron sólidamente sobre el hipernacionalismo más reaccionario. ¿No recuerda esto nada a los lectores? En el exterior, sin embargo, donde no abundaban los idiotas, se pensó que los alemanes iban a lo suyo y que estaban dispuestos a hacer caso omiso de todo lo que se interpusiera en la vocación dominadora de Mitteleuropa. Ni que decir tiene que tan afamado canciller no consiguió nada.

Además, hombre inteligente, Brüning no trató demasiado bien a Hindenburg. En 1932 se celebraron elecciones presidenciales.  Como la primera vuelta no fue un paseo triunfal para él y, hombre precavido vale por dos, echó la culpa a su canciller, Hindenburg tuvo que acudir a disputar la segunda vuelta contra el perenne candidato comunista, Ernst Thälmann, y un caballero llamado Adolf Hitler. Los socialistas apoyaron a Hindenburg, quizá creyendo que era un buen amiguete suyo. Pero lo cierto es que, tras la reelección, le retiró su confianza el 30 de mayo. La idea socialista de que lo mantendría en la Cancillería se reveló como un error de cálculo estrepitoso.

Con el beneficio que da conocer el pasado (¿quién, en cambio, conoce el futuro?) hoy cabe afirmar que con el cese de Brüning terminó la primera fase de la dinámica que propulsaba al régimen de Weimar hacia su hundimiento final. En comparación con lo que vino después fue, con todo, una fase relativamente moderada porque desde junio en adelante las cosas siempre fueron a peor de forma sistemática.

Lo del adverbio aplicado a aquella fase refleja la evolución constatada, muy preocupante sí, pero no catastrófica todavía. Había cristalizado, en primer lugar, un incremento del electorado que votaba a favor del partido nacional-socialista. También se había intensificado la polarización entre los votantes que buscaban soluciones radicales (nazis de un lado y comunistas de otro) y un tercer partido, el socialdemócrata que se negaba tercamente a aceptar que estaba perdiendo el contacto con la realidad política, estaba emparedado entre los anteriores. Una clásica situación de pinza.

¿Y a quién elegió Hindenburg en sustitución del quemado Brüning? Pues nada menos que a un caballero llamado Franz von Papen. Noble por casa y de oficio militar y político su tendencia no era reaccionaria sino archireaccionaria. Por supuesto era muy proclive a los militares, una de las cliques que sostenían a Hindenburg. Von Papen estaba más que dispuesto a crear un “nuevo Estado” por encima de los partidos y, naturalmente, formó un gobierno con gente de escasa experiencia. Lo primero que hizo fue fortalecer -por si las moscas- las tendencias antiparlamentarias del presidente y, para ampliar su base política, no tuvo mejor idea que, en una situación explosiva, convocar nuevas elecciones para el 31 de julio de 1932.

ba161663Solo a los dormidos en permanencia pudo sorprender que la campaña fuera dura y, ¡ojo al canto!, tan sangrienta que afloraran temores a una posible guerra civil. En un solo día, el 10 de julio, un incidente entre nazis y comunistas en Altona (cerca de Hamburgo) provocó 17 muertos y más de 100 heridos (varios mortalmente). A von Papen y a su camarilla no se les ocurrió disolver las milicias nazis, comunistas o socialistas sino que tiraron a una cabeza: al gobierno socialdemócrata de Prusia como responsable de no haber prevenido aquella catástrofe. Se trataba, sin embargo, del gobierno  más sólido contra el régimen autoritario que aquellos patriotas hiperreaccionarios deseaban consolidar. Fue una medida con efectos muy deletéreos porque destruyó, de la noche a la mañana, el principio fundamental del federalismo republicano weimarense. ¿Y qué hizo el partido socialdemócrata? Aguantarse.

(Continuará)