¿Por qué se dejaron engañar los alemanes por Hitler? (II)

14 junio, 2016 at 11:37 am

Ángel Viñas

Solo los ingenuos podrían pensar que los habitantes de un Estado que había atravesado por la experiencia de la primera guerra mundial y sostenido, mal que bien, los frentes durante cuatro años serían susceptibles de creer a pies juntillas en los encantos de un demagogo salido de la nada. El que, sin embargo, este fuera el resultado sentido por una parte muy sustancial de la sociedad alemana respondió a una multiplicidad de factores en un proceso complejo que ha sido estudiado exhaustivamente desde el mismo tiempo en que discurría hasta la más rabiosa actualidad.

KAS-Brüning,_Heinrich-Bild-15720-1La traducción inmediata y más visible se produjo en la esfera de la actividad política. No es de extrañar que haya sido la más analizada. En principio con los enfoques propios de la historia política. Más tarde con las aportaciones de toda una serie de paradigmas anclados en las distintas ciencias sociales (economía, sociología, politología, sicología, antropología, estadística etc.) y en los nuevos enfoques utilizados en la práctica historiográfica: intelectual, cultural, de mentalidades, de género y otros.

Que la República de Weimar fue una construcción de difícil manejo es la evidencia misma. Cómo lidiar con las innumerables secuelas de la derrota y de las inmensas privaciones en la retaguardia, las responsabilidades por lo ocurrido, las dislocaciones sociales, económicas y territoriales derivadas del régimen de Versalles impuesto por los vencedores, las limitaciones dictadas por potencias extranjeras, intentonas revolucionarias de signo contrapuesto, las consecuencias de un proceso hiperinflacionario que derrumbó la economía, las expectativas populares y la sociedad implicó toda una serie de desafíos extremadamente serios. Hubo de encararlos con mayor o peor fortuna una clase política escindida y que contaba con apoyos sociales muy diversos. En comparación los años de la segunda República española fueron, casi, un remanso de paz.

Para autores como Wehler el comienzo de la cuesta abajo de la República de Weimar puede fecharse. Esto implica que el nuevo sistema de gobierno no estaba condenado al fracaso (como tampoco lo estuvo su homólogo español posterior). Tal descenso a los infiernos fue paulatino y se inició cuando en las elecciones presidenciales de 1925 resultó elegido, no sin dificultad, el sucesor del primer presidente, el socialdemócrata Friedrich Ebert. El agraciado fue el mariscal Paul von Hindenburg.

Hindenburg salió elegido gracias a la movilización entusiasta y masiva de todas las fuerzas conservadoras, nacionalistas, antirepublicanas, antidemocráticas y völkisch (un vocablo de difícil traducción que engloba las tendencias etnonacionalistas, etnorracistas e incluso tribales que agitaban la sociedad alemana).

La movilización del KPD (partido comunista) y de la extrema izquierda en favor del líder comunista Ernst Thälmann siguiendo las instrucciones de la Komintern, entonces en su fase de abierta enemistad contra la socialdemocracia, impidió que resultara elegido el centrista Wilhelm Marx.

El presidente de la República, hay que recordarlo, ocupaba una posición absolutamente básica en el sistema de Weimar en virtud de dos cualidades inmarcesibles. Podía nombrar y destituir al canciller (presidente del Gobierno) y ejercer poderes excepcionales previstos en el artículo 48 de la Constitución, poderes que terminarían aplicándose mucho más allá de las previsiones del texto.

Con von Hindenburg, viejo militar, de corte autoritario, escasamente leal al sistema republicano, se configuraron tres focos de poder: el que constituyó el complejo presidencial y militarista centrado en torno a su figura; el que se dilucidaba en el juego entre los partidos políticos y las asociaciones sindicales y profesionales que manejaban una parte sustancial de la economía y de la sociedad alemanas y el muy influyente aparato burocrático heredado de la Alemania guillermina. El aparato constitucional weimarense subsistió, sí,  pero la República quedó desprovista de sustancia.

En este plano fueron incidiendo a medida que transcurría el tiempo y con carácter determinante factores de naturaleza estructural: las experiencias, las interpretaciones y los mitos del pasado alemán que condujeron a una permanente añoranza del hombre fuerte, salvador de la Patria (complejo de Bismarck, como lo han denominado numerosos historiadores). En este sentido Hindenburg fue proyectándose como una suerte de remedo de los depuestos emperadores (en la terminología de la época, un  Ersatzkaiser).  Este tipo de añoranza ya se había percibido en la Italia mussoliniana y el propio Hitler había presentado sus aspiraciones al efecto en la insurrección de 1923.

En el caso alemán la incidencia antedicha se vio potenciada por el recuerdo vívido de las consecuencias de la guerra perdida. Un sentimiento profundo de humillación nacional y de desesperación por la derrota. Los elementos nacionalistas y revanchistas (también los nazis) hicieron todo lo posible e imposible por esparcer y anclar en la conciencia colectiva la leyenda de la puñalada por la espalda a los ejércitos combatientes. Estos no habrían sido batidos en campo abierto sino que se habrían visto traicionados por los capituladores y emboscados de la retaguardia (pacifistas, socialistas, comunistas y judíos).

A ello se añadieron las secuelas de las confrontaciones de clase y de regiones (Prusia, Baviera) que habían salpicado los primeros años de la República weimarense y la experiencia de la ocupación territorial hecha por franceses y belgas para imponer el pago de las reparaciones dictadas por los vencedores en Versalles. La hiperinflación de 1923, la fragmentación social y la desmoralización de las clases medias, unidas a la agitación de los viejos combatientes brutalizados por cuatro años de guerra, arrojaron más combustible a una situación que fue haciéndose cada vez más volátil.

Dos elementos atizaron la hoguera. Un anticomunismo primario (que no evitó la colaboración militar y secreta de la Reichswehr con la URSS), muy potente entre los elementos derechistas, cuando no reaccionarios, y una incomodidad cada vez más acusada ante las nuevas tendencias que hicieron famosa la “cultura de Weimar” pero que promovieron también la desafección de amplias capas sociales ante la misma.

A  finales de los años veinte se impusieron las consecuencias de la crisis financiera internacional (de incidencia muy desigual según las clases y sectores sociales) que se combinaron la permanente crisis política.

En 1930 cayó el último gobierno de coalición bajo dirección socialdemócrata. No pudo resistir los embates de la alianza entre la gran industria y los intereses agrarios contra un estado supuestamente en manos de movimientos sociales de izquierdas. Desde entonces, ningún otro gobierno pudo contar con una mayoría parlamentaria.

En tales circunstancias Hindenburg tomó una decisión que ha sido  muy discutida: haciendo uso de sus poderes constitucionales nombró presidente del gobierno (canciller) a un politico conservador, antiguo official, llamado Heinrich Brüning. La idea del anciano presidente estribaba en promover una política autoritaria en un contexto de crítica aguda al sistema parlamentario y de nacionalismo extremado que apuntaban a una revolución conservadora y a un “tercer Reich”. Este era un término ya utilizado con contenidos diversos pero que hizo fortuna en los años veinte gracias, según unos, al propagandista pro-nazi Dietrich Eckart o, según otros, a un tratadista nacionalista, Arthur Moeller van den Bruck. Ambas teorías, por lo demás, están sometidas a una incesante discusión. En cualquier caso los años Brüning constituyeron un giro decisivo.

(Continuará)

¿Por qué se dejaron engañar los alemanes por Hitler? (I)

7 junio, 2016 at 8:33 am

Ángel Viñas

Con este post empiezo a intentar dar respuesta a los varios comentarios que recibí cuando, terminada provisionalmente la serie de «justificaciones» del 18 de julio, anuncié que durante unas cuantas semanas pensaba escribir algunos otros dedicados a la Alemania hitleriana. De entrada tengo que señalar que la pregunta que lo encabeza constituye el meollo de la historia contemporánea alemana. Es más difícil de responder que el porqué estalló la guerra civil española. También ha sido mucho más estudiada por historiadores, sociólogos, politólogos, sicólogos, antropólogos, economistas, filósofos que la guerra de España. Y, además, de las más diversas nacionalidades, perspectivas y escuelas de pensamiento.  

Bundesarchiv_Bild_183-S38324,_Tag_von_Potsdam,_Adolf_Hitler,_Paul_v._HindenburgNecesitaría muchos posts para empezar a dar una respuesta congruente con el estado actual del conocimiento histórico y estoy seguro de que no generaría un consenso entre los lectores. Creo que lo mejor que puedo hacer, de entrada, es recomendar unos cuantos libros. La mayoría está al alcance de cualquier interesado. Luego desarrollaré unas cuantas ideas generales.

Para mí, pero reconozco que puedo estar equivocado, los dos mejores libros que responden a la cuestión son los de Richard E. Evans. Están traducidos al castellano. Se titulan La llegada del Tercer Reich y El Tercer Reich en el poder. Los publicó Península en 2005 y 2007 y los ha reeditado recientemente en 2012. Sobre Hitler mismo sin duda la biografía canónica de Sir Ian Kershaw constituyó un punto culminante. También la publicó Península y se ha reeditado el año pasado por Grupo Editorial. Crítica dio a la luz en 2012 una obra complementaria del mismo autor, El mito de Hitler.

Los autores españoles que han escrito sobre Hitler y el Tercer Reich han solido apoyarse en literatura secundaria. Muchos de ellos no entienden alemán y tampoco tienen experiencia de la cultura germana. No es una crítica. Para escribir sobre realidades foránea conviene empaparse de ellas. Una excepción (sin duda hay otras) la constituye Ferran Gallego con su obra De Munich a Auschwitz, reeditada en 2011.

En alemán, claro está, la literatura es inmensa. Quizá mayor en número que la que la guerra civil ha generado en castellano. Rara es la semana que no aparece algún nuevo título. Personalmente confieso mi predilección por una obra muy discutida, y bastante gruesa por cierto, que es la de Hans-Ulrich Wehler, Deutsche Gesellschaftsgeschichte, 1914-1949, aparecida en 2003. Como su título indica  sitúa la dictadura alemana en un período más amplio que el convencional.

Naturalmente podría citar muchos otros y muchos más. Evans, por ejemplo, inició su obra señalando que, a tenor de ciertos cálculos, en el año 2000 ya podían computarse 37.500 títulos, un número que probablemente se habrá incrementado en varios miles más en los años transcurridos desde entonces.

La respuesta a la pregunta que da título a este post es, sin embargo,  relativamente fácil  si bien sospecho que defraudará a más de uno: a causa de la concatenación de factores múltiples, muy complejos, relacionados con la evolución de la sociedad alemana en el contexto europeo e incluso universal. Esto significa que en historia no hay grandes cuestiones cuyo desentrañamiento pueda reducirse a soluciones simples. Quien las da, engaña a sus lectores o, como dicen los franceses, les vende mercancía averiada.

¿Era una evolución predeterminada? Los historiadores podemos fácilmente caer en una trampa que señaló hace tiempo un distinguido colega norteamericano, el profesor David Potter, ya fallecido: «Saber lo que pasó es el principal activo con que cuenta todo historiador pero también su pasivo fundamental». Es una de las máximas que figura, en su versión original, en el frontispicio de mi próximo libro, que también roza un tema alemán y, más concretamente, de política exterior nazi.

Potter abordó cuidadosamente un capítulo que no puede decirse que haya sido inexplorado: las causas que llevaron a la guerra civil americana o de Secesión, uno de mis temas favoritos. Ganó póstumamente un Premio Pulitzer, que tampoco está al alcance de todo el mundo. En lenguaje más «fino» muchos historiadores acostumbramos a advertir de los riesgos que se esconden tras la máxima del post hoc ergo propter hoc, en román paladino «dado que un acontecimiento B fue posterior a A, A es la causa de B». Pues no.

Los grandes procesos históricos (y nadie podría afirmar que la dictadura nazi y sus consecuencias escapan a tal categorización) no responden a factores monocausales o predominantemente monocausales. En tal sentido no cabe hoy afirmar que fue, poco menos, que el resultado inevitable del funcionamiento del capitalismo monopolista de Estado. Es algo que solía presentar la ortodoxia marxista leninista acuñada en la Unión Soviética y practicada con singular entusiasmo por los historiadores de la República Democrática Alemana. Tampoco fue la consecuencia imparable de la teoría del Sonderweg, el especial camino alemán hacia la modernidad, es decir, el cambio lento y no exento de trampas saduceas, propio de Alemania (pero no de los países de democratización temprana) desde un régimen autocrático y aristocrático hacia un sistema plenamente democrático. En último término, la dictadura alemana (como la denominó K. D. Bracher) sería eso, un fenómeno específicamente alemán.

No es difícil reconocer en ambos extremos una concepción de la historia como el resultado de estructuras, procesos y dinámicas que se escapan al control de los hombres y que a muchos les huele como una versión sofisticada del gran aforismo, muy acertado, de Marx en El 18 de Brumario de Luis Bonaparte: «Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos».  Es un aforismo que ha dado lugar a debates inmensos y que aquí no puedo ni siquiera intentar resumir.

Lo que deseo señalar es que los alemanes se dejaron engañar por Hitler en condiciones dadas y que para llegar a esas «condiciones dadas»  ocurrió  una serie de fenómenos de naturaleza muy variada, política, económica, social, cultural y sicológica. Todos ellos se interrelacionaron y sobre todos  incidieron decisiones humanas que, de haber sido diferentes, probablemente hubieran producido resultados también diferentes. En aquellas condiciones y en estas decisiones tuvo un impacto formidable una variable independiente: el azar. Quizá no haya que llegar a las tesis de Jacques Monod que presentan tal variable como la única posible en la evolución biológica (yo no tengo ni idea de genética) pero sí conozco giros en la evolución histórica en los que ese azar, perfectamente describible, desempeñó un papel fundamental. .

De entrada conviene resaltar dos aspectos  muy claros. El primero que Hitler llegó al poder que suponía ostentar la condición de canciller (presidente) del Gobierno de una manera muy precisa. No fue aupado por la mayoría de los alemanes sino en virtud de los manejos de una clique reaccionaria y militarista que se proponía domeñarlo y que no lo consiguió. El segundo aspecto es que Hitler no engañó demasiado en cuanto a sus propósitos. Los había expuesto con claridad meridiana en los dos volúmenes de su autografía (Mein Kampf). El primero se publicó en 1925 y el segundo al año siguiente. No alcanzó la Cancillería hasta el 30 de enero de 1933. Se estima que en tal período vendió la friolera de un cuarto de millón de ejemplares. Cuántos compradores leyeron el tocho es cosa de otro cantar. Y cuántos se la tomaron en serio es todavía más difícil de estimar. Pero para quien quisiera enterarse lo cierto es que todo su programa estaba ahí, incluyendo interesantes disertaciones sobre la conveniencia de llevar a cabo una política de expansión territorial y de genocidio.

(Continuará)

Sobre las justificaciones primarias del 18 de Julio (VIII). Hay que dar a los «rebeldes» lo que se merecen

3 mayo, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

En lógica consecuencia de los principios y orientaciones apuntados en posts anteriores un sector amplio de los uniformados se levantó en armas contra un régimen que decían corrupto y al borde mismo de la revolución. Naturalmente para salvar a España. No crea el lector que lo hicieron a lo bestia. Eso sería desconocer el funcionamiento del mecanismo de proyección que tanto cuidaron Mola, Franco, Queipo et al. Lo hicieron con «su» legalidad en la mano. Es decir, dictaron bandos de guerra que establecían la supremacía de la «ley» militar sobre la civil y no tardaron en declarar el estado de guerra en todo el territorio nacional. Se cubrieron las espaldas.

franco-mola-y-cavalcantiLa junta de generales que allá en marzo de 1936 había sentado la dirección hacia la cual debía tender la sublevación se transmutó por designio de aquella misma providencia a la que Hitler siempre se refería en sus discursos en Junta de Defensa Nacional y empezó a dictar disposiciones como si fuera la única autoridad «legítima».

Obsérvese lo que esto significa. Un grupo de generales y jefes, autodesignados o designados por cooptación, se erigieron en portavoces de un colectivo militar profundamente dividido y que se escindió, se autoconstituyeron en autoridad suprema, decidieron autodeclararse como representativos de los sentimientos de toda España (nada menos) y se arrogaron la potestad de dictar disposiciones de carácter general. Lo reflejaron en su denominación de Junta de Defensa Nacional (JDN). El término Junta tenía connotaciones históricas, por ejemplo, con la guerra de Independencia o contra el francés. La Defensa lo era, evidentemente, frente al enemigo «rojo» y «bolchevizado». Y el adjetivo nacional no requiere de mayores comentarios. Es el que caló. Los sublevados se autodenominaron «nacionales». ¡Faltaría más! En su percepción los otros jamás lo serían. Sus sentimientos no eran españoles sino soviéticos y revolucionarios. Incluso tintados por las logias y los «hijos de Sión».

Una de las primeras medidas de aquella JDN fue declarar el estado de guerra en todo el territorio. Tardó unos días en publicarse. Cuando lo fue, convalidó los bandos que habían proclamado los cabecillas de las divisiones y regimientos rebeldes. La usurpación de la legitimidad se veló con una fórmula que estaba llamada a iluminar, directa o indirectamente, aquellas medidas de represión «juridificadas» que se dirigieron contra los españoles que no se habían sublevado.

Esta «juridificación» se basó en la remisión (no se caiga de espaldas el lector ni le dé un soponcio) a la Ley Constitutiva del Ejército de 29 de noviembre de 1878. Sobre su validez jurídica en 1936 cabría establecer discusiones bizantinas como las que al parecer hubo referidas al sexo de los ángeles. En los casi sesenta años transcurridos habían ocurrido muchas cosas, entre ellas, la desaparición de la Monarquía alfonsina y la Constitución de 1876. El nuevo régimen se había dotado de un aparato legislativo nuevo o renovado. Por ejemplo, con la Ley de Defensa de la República.

Lo cierto es que los sublevados de verdad se saltaron también a la torera y groseramente las disposiciones de aquella Ley Constitutiva de 1878. Se agarraron desesperados al artículo 2. Este preveía que la primera y más importante misión del Ejército estribaba en sostener la independencia de la Patria y defenderla de enemigos exteriores e interiores. Lo cual podía entenderse ante todo como una constatación obvia respecto a la defensa frente ataques foráneos (imagine, por ejemplo, el lector que Francia o Portugal o el Reino Unido o Andorra hubieran arremetido contra España). Pero también como reflejo del recuerdo y actualidad que entonces tenían las guerras carlistas. ¿Debo traer aquí a colación que la tercera carlistada ocurrió entre 1872 y 1876?

Ahora bien, los uniformados que sí se sublevaron se «olvidaron» (pillines ellos) de que aquellas sacrosantas misiones estaban cuidadosamente reglamentadas. El rey podía emitir disposiciones respecto al empleo del Ejército, sí, pero debía tener en cuenta el artículo 49 de la Constitución de la Monarquía. Era el ministro del ramo, y por extensión el Gobierno, quien debía autorizar tal empleo. Si, a tenor del artículo 5 de la mencionada Ley Constitutiva, el rey usaba de la potestad que le confería el artículo 52 de la Constitución y tomaba personalmente el mando del Ejército para salir en campaña, las órdenes que dictase deberían ir refrendadas por sus ministros. Es decir, el rey no podía hacer lo que le viniera en su real gana.

En 1936 no había rey pero, en el supuesto de que la Ley Constitutiva del Ejército tuviera algún átomo de vigencia, lo que estaba meridianamente claro es que los militares, por sí mismos, no podían salir en campaña. Necesitaban el refrendo gubernamental. Por consiguiente, acudir a la Ley Constitutiva del Ejército era un procedimiento bastardo e ilegal desde todo punto de vista.

La consecuencia es que el Ejército se rebeló y con ello, automáticamente, se salió de la dudosa legalidad que invocaba. Su única «legalidad» fue la impuesta por las bayonetas, la fuerza y los asesinatos.

Pero, argumentando como leguleyos de tres centavos, la referencia a la Ley Constitutiva del Ejército les permitió considerar como «rebeldes» a quienes no se sometían a los bandos de guerra. ¿Consecuencia? O bien fueron ejecutados sumariamente sin la menor apariencia de «juridicidad» o bien fueron llevados a consejos de guerra. En contra de lo que, a veces, ha solido afirmarse estos consejos de guerra se formaron inmediatamente, al menos en las numerosas plazas que cayeron en poder de las unidades sublevadas. Ante ellos aparecieron, sobre todo, ciertas autoridades civiles, políticas o sindicales.

Los consejos condenaron y con frecuencia condenaron a muerte. Sin embargo, muchos de los leales al Gobierno legítimo o pertenecientes a cualesquiera organizaciones de izquierda (esas de las que los militares afirmaban que iban a sublevarse) desaparecieron misteriosamente en las cunetas, ante innumerables paredones o ante las vallas de los cementerios. Fueron la inmensa mayoría.

Siempre he explicado a mis interlocutores extranjeros, y seguiré haciéndolo, que todavía hoy, en 2016, una familia española puede irse de camping y tras liquidar la tortilla el papi puede sugerir que se pongan a cavar en alguna cuneta para pasar el rato. ¿Y qué puede ocurrir? pues que a lo mejor se encuentran con una fosa olvidada. Este fenómeno, indigno de un país medianamente civilizado, es algo que no se encuentra en ningún Estado de esa Europa occidental. Evidentemente, Spain is different. En muchos aspectos y no para bien.

La violencia «no reglada», pero tampoco espontánea, es algo que numerosos historiadores españoles llevan analizando desde hace más de treinta años. ¿Creerá el lector que algunos colegas extranjeros, generalmente norteamericanos, se han enterado de los descubrimientos hechos? Si leen español no tienen perdón. Si no lo leen pueden con todo remitirse, como prueba a contrario, a Paul Preston y Helen Graham, entre otros, y leer buenas reconstrucciones en inglés. Por lo demás, dicha violencia siempre estuvo sometida a un rígido control militar. ¡Buenos eran los salvapatrias como para permitir que los paisanos, por muy de derechas que fuesen, hicieran lo que quisiesen?

El lector puede pensar que exagero. Nada mejor, pues, que dar unos cuantos ejemplos del alto sentido «jurídico» de los militares felones, en el bien entendido que todos los muertos y todas las miserias de la guerra civil fueron «para salvar a España». Imagine el lector lo que hubiera podido pasar si hubiesen ocurrido con intenciones bastardas.

Hay que contener la expansión del fascismo (y III)

8 marzo, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

La estrategia estalinista de contener el fascismo fue anterior a la guerra civil española pero en retrospectiva (solo en retrospectiva) podría argumentarse que estaba destinada al fracaso. En este último post (cabría escribir más pero es preferible leer los diarios de Maisky y los comentarios de Gordodetsky) señalaré algunos de los motivos que explican por qué. La historia siempre se escribe a toro pasado pero de lo que no puede prescindir es de las percepciones que en él dominaban y a tenor de las cuales actuaban hombres y mujeres, decisores, ejecutores o testigos pasivos. No se escribe dando preferencia a las necesidades político-ideológicas del presente. Volveré a esta tema en futuros posts.

Mayskiy_I._M.-P001.Antes de la guerra civil española la ocupación principal de Maisky estribó en ganar para la política de seguridad colectiva, apoyada decididamente por la URSS, al Gobierno londinense. Era consciente de que en la sociedad británica había fuerzas que militaban en dicha dirección y no solo en la izquierda. Se había entrevistado con Austen Chamberlain, exministro de Asuntos Exteriores y hermanastro del ulterior primer ministro. Austen había negociado en favor de que Francia y Alemania acordasen dirimir sus diferencias en Europa occidental por medios pacíficos. El Pacto de Locarno, en 1925, por el que ganó el Premio Nobel de la Paz, así lo consagró.

En 1935/36 Chamberlain seguía manteniendo que solo una Sociedad de Naciones robusta, apoyada por el Reino Unido, Francia y la URSS, sería capaz de preservar la paz en Europa. Para entonces, claro, Hitler ya proyectaba su ominosa sombra fuera de sus fronteras.

En aquel empeño Maisky no tuvo éxito. Mientras trataba de convencer a Eden, ministro de Asuntos Exteriores, ignoraba lo que este repercutía hacia adentro en el Foreign Office: no se fiaba un pelo del embajador, él quería buenas relaciones con la URSS pero no que fuesen demasiado estrechas, sería mejor que los soviéticos dejaran de hacer propaganda en el Reino Unido, etc.

Esta vertiente interna, doméstica, ha sido siempre sobrevaluada en un sector de la historiografía británica (también en la neofranquista en el caso de España). La diferencia estriba en dos circunstancias que suelen olvidarse:

a) El Reino Unido, a través de los telegramas enviados por la Komintern a los diferentes partidos comunistas nacionales y que se interceptaban sistemáticamente, conocía perfectamente los planes formales de la misma, tanto en su caso como en el de otros países (incluida España).

b) A mayor abundamiento, el servicio de seguridad y contraespionaje británico (MI5) había logrado colocar a una de sus agentes como secretaria personal y confidencial del secretario general del PCGB, Harry Pollitt.

La embajada británica en Moscú y el director general para el Departamento de la Europa del Norte, Laurence Collier, seguirían muy de cerca las maniobras soviéticas en el ámbito internacional mientras que MI5 controlaba las que se desarrollaban en suelo británico. Otra cosa era lo que pudiese afirmar el SIS, que al parecer veía amenazas soviéticas por todas partes.

Pero, en cualquier caso, la postura del primer ministro, a la sazón Stanley Baldwin, quedó reflejada en cuanto Hitler se cargó el Pacto de Locarno con la militarización de Renania. Suponía que entre Francia y la URSS podrían derrotar, llegado el caso, a los agresores nazis pero esto no sería una buena cosa necesariamente. El resultado podría ser la bolchevización de Alemania y él prefería más bien que las miradas codiciosas de Hitler se concentraran en el Este.

La minimización del peligro nazi y la sobrevaloración del peligro soviético fueron dos de los hilos conductores de la política de apaciguamiento que se había estrenado con Japón, acentuado con Italia y que llegaría a su paroxismo en los siguientes jalones de la marcha hacia la guerra europea: España, Austria (marzo de 1938), los Sudetes (septiembre/octubre del mismo año).

Los soviéticos no se llamaron a engaño. Inmediatamente después de Renania, el comisario de Asuntos Exteriores, Maxim Litvinov, dejó totalmente en claro que la postura británica significaba:

a) recompensar al agresor

b) romper el sistema de seguridad colectiva

c) el final de la Sociedad de Naciones.

En términos puramente estratégicos, desprovistos en lo posible de cualquier connotación ideológica, aferrándose a aquella realpolitik mítica de que los británicos habían sido practicantes exitosos, no puede por menos de reconocerse que tales manifestaciones (apuntadas por Maisky el 10 de marzo de 1936 en su diario) preludiaban el futuro.

También añadió las inmediatas consecuencias operativas:

a) la confianza en el Reino Unido podría ir evaporándose.

b) la Sociedad de Naciones perdería su importancia como instrumento al servicio de la paz.

c) para evitarlo la URSS tendría que apoyar cualquier actividad en tal sentido que pudiera adoptarse en Ginebra.

Gorodetsky señala que único de los pocos solaces de Maisky en aquella época se lo dio el gran defensor del continuado esplendor del Imperio Británico: Churchill.

Sobre Churchill podría escribirse largo y tendido desde otras perspectivas que no son las dominantes en la historiografía británica (el alcalde de Londres, hoy pro-salida de la EU, aspirante todavía no declarado pero seguro al puesto de primer ministro si Mr. Cameron tropieza en su referéndum, ha escrito una hagiografía con gran éxito y que en España pocos se han atrevido a criticar).

Maisky, en abril de 1936, invitó a almorzar a Churchill en tête-à-tête y este no tardó en comunicarle que compartía la opinión soviética de que la paz era «indivisible» y que el peligro alemán era el más inmediato. Añadió que los británicos «seríamos unos idiotas si nos negáramos a apoyarla por razón del hipócrita peligro de que el socialismo pueda amenazar a nuestros hijos y nietos».

En este panorama, la noticia de que a principios de mayo el Negus (rey de Abisinia) había huido de su país, tomado por la fuerza por los ejércitos y Aviación fascistas, llevó a Maisky a comentar «este es, pues, el clavo final en el ataúd de la Sociedad de Naciones y Europa se encuentra ante una encrucijada terrible».

Se equivocaba. Un mes y medio más tarde otra encrucijada mucho más terrible apareció no en África, no en América Latina sino en la propia Europa: un sector del ejército español se levantó en armas contra el Gobierno de la Segunda República. El golpe de Estado se había anticipado en Londres y si Londres había dejado en la estacada a los chinos, a los franceses, a los abisinios, ¿cual iba a ser su reacción? También la de dejar en la estacada a los españoles, a los austriacos, a los checos y, finalmente, a los soviéticos. Con la innovación de que se quitó toda posibilidad de acción a la Sociedad de Naciones y se pasó, a iniciativa francesa, al Comité de No Intervención, asentado en el Foreign Office.

No es de extrañar que los años treinta hayan dado origen a una abundantísima historiografía. Tampoco es de extrañar que haya que saludar, alborozados, la aparición de todo tipo de material que pueda arrojar luz complementaria para alumbrarlos.

En lo que se refiere al caso británico podría empezarse, por ejemplo, con la desclasificación de los documentos del Servicio Secreto de Inteligencia (SIS/M16), todavía cerrados para España no solo en los años treinta sino también en su continuación, cuando lo que estuvo en juego fue la supervivencia del propio Imperio Británico.

 

HITLER, FRANCO, PÍO XI Y BLUM

1 diciembre, 2015 at 8:30 am

Ángel Viñas

¿Qué puede unir estos cuatro nombres y precisamente por el orden del título, se preguntará el lector? No constituyen un grupo evidente por sí mismo. Sí lo es cuando nos aproximamos a él desde la perspectiva adoptada por el distinguido académico de la Historia profesor Luis Suárez Fernández. Durante mi reciente tournée por España he tenido tiempo para leer una buena parte del libro, todo calentito, al que me he referido en el anterior post. Confieso que he terminado desechándolo. Me imaginé que lo haría al leer las dos primeras páginas de texto. No obstante, las impresiones iniciales suelen engañar. No es este el caso.

Franco/HitlerAl comienzo del tercer párrafo del texto de tan magna obra –y no más tarde– el lector puede llevarse un susto mayúsculo. Nuestro autor advierte coincidencias y disensiones entre Franco y Hitler. No podría estar más de acuerdo pero ¿cuáles son? La respuesta se da a dos niveles. El primero es absolutamente banal. Uno murió en la cama. El otro se suicidó en Berlín. Nadie podría objetar nada a tales afirmaciones, totalmente de cajón.

Es en el segundo nivel en donde empiezan las bromas. Escribe tan eximio autor: «La más importante de las divergencias, según la documentación fehaciente, se halla relacionada con la religión. Hitler era un materialista dialéctico, derivado hacia el racismo, pero el Holocausto tenía también derivaciones religiosas».

Se impone un STOP en mayúsculas y en rojo. ¿Habré leído bien? ¿Dónde se encuentra esa «documentación fehaciente» que he puesto en itálicas y que demuestre el materialismo dialéctico de Hitler?. Ya se me han olvidado muchas lecturas de mis años mozos cuando, alevín de economista, quería especializarme en las economías de dirección centralizada. Todavía recuerdo que el DIAMAT (según el acrónimo habitual) constituía la base filosófica fundamental de la interpretación oficial del marxismo en el Estado soviético. Uno puede detectar similitudes técnicas y operativas entre las dos dictaduras pero ¿también en el plano de las ideas esenciales? Naturalmente no cabe pedir al profesor Suárez que salte de la filosofía predominante en la época medieval a la marxista pero un mínimo de conocimientos se supone para ingresar en la Real Academia de la Historia. Por si acaso podría darse una vuelta por la biblioteca de la Escuela Diplomática o enviar a alguien. En ella se encuentran numerosos volúmenes, en tres o cuatro idiomas y entre ellos lógicamente en alemán, que regalé en materia de filosofía, historia, política y economía de la URSS y de los entonces llamados países del Este. Más prosaicamente, y con toda facilidad, podría ojear también la entrada «materialismo dialéctico» en Wikipedia, versión española o inglesa.

Me llena de perplejidad, estupor, desazón y asombro que nuestro eminente autor afirme con toda seriedad que Hitler «derivaba hacia el racismo». Servidor trató de leer Mein Kampf cuando preparaba mi tesis doctoral allá por los primeros años setenta del pasado siglo (tras obtener el correspondiente permiso de la biblioteca de la Universidad de Bonn). Recuerdo perfectamente que a su autor no le subyacía una tendencia hacia el racismo. Era racismo puro y duro. Existen, por cierto, numerosas ediciones completas de Mein Kampf en varios idiomas que pueden obtenerse fácilmente por Internet. He manejado con frecuencia la versión en inglés a la espera de que el año que viene se publique la edición comentada por el Instituto de Historia Contemporánea de Munich. Para numerosos autores, de los que nuestro ilustre académico no cita uno solo, es casi imposible explicar coherentemente mucho de la política interior y exterior de la dictadura nacionalsocialista si no se hace referencia a tal orientación fundamental. No olvido, por lo demás, que eminentes autores, confrontados con el mal absoluto que fue la Shoah, han desarrollado enfoques teológicos para explicar lo inexplicable: ¿cómo permitiría el Señor que tamaña atrocidad ocurriese?

Ahora llegamos a Franco. Afirma nuestro ilustre historiador que el dictador español se sometía «a la obediencia del Vaticano» y aduce que el Vaticano fue el «primero en condenar doctrinalmente el nazismo» en la encíclica de Pío XI Con ardiente angustia (Mit brennender Sorge). Ergo, Franco también lo condenaría (lo cual está por ver).

Sin embargo la afirmación principal bien merece una diminuta acotación. Si Franco, católico practicante (no en vano se autotituló «por la Gracia de Dios»), se sometió a tal obediencia, ¿habría que trasladar al Estado vaticano una parte de responsabilidad por la brutal, desatada y mortífera represión que practicaron Franco y su dictadura durante tantos años? ¿O quizá debiéramos concluir que el Vaticano no pudo, no quiso o no supo domesticar a su amado hijo?

La segunda afirmación también merece una acotación algo menos especulativa. No en vano el profesor Suárez tiene una cierta tendencia a planear sobre los hechos y a no penetrar en lo que hubo detrás. De haber leído algo de la génesis de la famosa encíclica quizá hubiese podido informar a sus lectores que salió a la luz un pelín tarde (no se leyó en los púlpitos alemanes hasta el 21 de marzo de 1937), que diluyó considerablemente todos los trabajos preparatorios llevados a cabo en el Vaticano en unos textos muchísimo más duros, que incomodó grandemente al secretario de Estado cardenal Pacelli (el posterior Pío XII no quería antagonizar a Hitler) y que Pío XI, quizá un tanto asustado, procuró evitar que al menos los periódicos italianos no interpretaran la encíclica como una denuncia del nazismo sino como un alegato en defensa del concordato que Pacelli había negociado cuando era nuncio en Alemania.

Me permito, pues, sugerir a nuestro alabado autor que eche un vistazo al libro de David I. Kertzer, The Pope and Mussolini, donde podrá encontrar un trabajo bien hecho, con referencias archivales adecuadas y una metodología investigadora que él no sigue. Trata de las relaciones entre el Vaticano y las dictaduras fascistas en los años anteriores a la guerra europea. Con ello podría quizá ponerse en ambiente.

Comprendo que estas pequeñas acotaciones puedan parecer exageradas pero en la página tercera de su texto el profesor Suárez afirma que «son los hechos los que cuentan». Pues bien, solo mencionaré uno que llevaría al suspenso inmediato del alumno que lo hubiese escrito en el caso de haberse examinado con servidor.

En un intento de explicar el proceso de internacionalización inicial de la sublevación (plagado de errores más o menos gordos), el profesor Suárez ha hecho un descubrimiento por el que merecería que se le aumentara su, sin duda, numerosa colección de «chapitas». A la luz de tal hallazgo, uno podría temer que gran parte de lo que se ha escrito sobre el tema debiera revisarse.

En contexto: al explicar las intenciones que movieron a Mussolini a ayudar a Franco, el profesor Suárez, apegado a los «hechos», no siente la necesidad de especular acerca de las razones que pudieron llevar al Duce a autorizar la venta, el 1º de julio de 1936, de moderno material aéreo para quienes iban a sublevarse.

El ha encontrado un matiz (¿no especulativo?) que aclara con estas palabras que transcribo en itálicas: «El Duce esperaba obtener (…), junto al prestigio de sus divisiones vencedoras en la guerra, la anulación del acuerdo entre Léon Blum y el gobierno de la República que autorizaba a Francia a usar suelo español en caso de guerra con Italia» (p. 47).

¡Plaf! Se me cae el cielo encima. ¿Qué es ese acuerdo? No lo cita nadie. ¿Quién lo firmó? ¿Pasó por Cortes? ¿Dónde está la referencia? ¿En qué contexto pudo hacerse? ¿Antes de la sublevación de julio de 1936? Son preguntas pertinentes que no se le ocurren a nuestro estimado autor. No hay que subrayar demasiado que un acuerdo de tal tipo habría sido difícil porque el Gobierno Blum llevaba actuando solo mes y medio y las políticas francesa y española en el plano interior y exterior han sido investigadas pormenorizadamente. ¿Se firmó tal vez más tarde, tras la sublevación militar? Decenas de historiadores franceses, ingleses, españoles, norteamericanos, alemanes, italianos, etc. han estudiado con lupa las relaciones hispano-galas durante el Gobierno Blum y no han encontrado nada de tal suerte. Por cierto, ya que presuntamente el profesor Suárez ha trabajado en archivos italianos, ¿podría decirnos dónde ha encontrado documentadas las motivaciones del Duce?

Concluyo, salvo prueba en contrario nuestro distinguido autor puede aportar en cualquier momento, que su afirmación es una broma. De naturaleza generalizable.

Había albergado la intención de destacar algunos otros ejemplos señeros. Son demasiados. Renuncio a dar un repaso en profundidad a los errores fácticos y conceptuales que salpican su obra. Solo convencerá a los convencidos y, más particularmente, a quienes tanto siguen admirando, como él ha dicho, el genio inmarcesible del Caudillo. De todas formas, si los lectores están interesados, puedo volver a la carga.

¡Ah! Espero que no vean en estas líneas crítica «ideológica» alguna. Yo sí me atengo a los hechos. A otros hechos.

EL NO BLANQUEAMIENTO DE STALIN

27 octubre, 2015 at 8:30 am

En el post de la semana pasada me referí al número extraordinario de HISPANIA NOVA que pondrá al descubierto el blanqueamiento a que han sometido la figura de Franco el profesor Stanley G. Payne y el periodista Jesús Palacios montándose al caballo de una presunta objetividad. Como el primero tiene a gala mostrar en su currículum alguna que otra incursión por la política soviética de los años treinta y cuarenta en relación con España me permitiré en este post llamar la atención de mis amables lectores acerca de una obra nueva sobre Stalin que combina tres características, propias de cualquier ejercicio historiográfico, de las que carece la mencionada biografía «objetiva».

StalinLa primera característica es que se trata de un libro no muy largo (con notas e índices no llega a las 400 páginas) que une los conocimientos aportados por obras serias previas sobre Stalin y la URSS de su tiempo y los que se derivan de un estudio sistemático de las fuentes primarias relevantes. Nuestros blanqueantes autores rehuyen lo primero y se pasan por el forro lo segundo.

La siguiente caraterística es que el peso de los argumentos descansa esencialmente en obras y fuentes rusos, prestando eso sí siempre atención a las aportaciones de autores extranjeros. Es lo normal en cualquier trabajo de historia nacional. Son los historiadores del país en cuestión quienes se encuentran en mejores condiciones para entender las fuentes y registrar las sinuosidades de una trayectoria política. Descartado el aficionado Palacios, hubiera debido corresponder a Payne la tarea de asumir la interpenetración de fuentes primarias y secundarias.

La tercera es que el autor de la biografía, Oleg V. Khlevniuk, tiene detrás de sí una obra impresionante caracterizada por el desbrozamiento continuo y permanente de fuentes primarias. Algo que el profesor Payne jamás ha hecho, ni probablemente se le ha ocurrido, en relación con las españolas.

Finalmente una cuarta característica que me ha llamado la atención es que Khlevniuk no alberga el menor recelo en referirse a Stalin con su título de vozhd. Es el que se le daba. Como a Hitler el de Führer o a Franco el de Caudillo o a Mussolini el de Duce. Nadie puede saltar sobre tales hechos.

¿Cuáles son los resultados? El primero es que Khlevniuk tiene buen cuidado de reconocer las principales aportaciones realizadas por especialistas extranjeros cuando todavía no se habían abierto los archivos soviéticos. Destaca, en particular, y en esto no puedo sino reconocer su acierto, las obras de Adam B. Ulam y Robert Tucker, que constituyeron hace ya muchos años mi primera introducción al tema.

El segundo es que Khlevniuk, historiador brillante y sumamamente cuidadoso, es muy consciente de cuando sus afirmaciones están basadas en EPRE y/o literatura secundaria y cuando por los huecos que existen en los archivos o por la inaccesibilidad de documentos -en general relacionados con las autoridades a cargo de la seguridad del Estado- ha de utilizar hipótesis insuficientemente contrastadas.

El tercero es la EPRE se utiliza siempre críticamente. Los documentos por sí solos no hablan. Hay que explorarlos con cuidado y en conexión con su origen, el contexto y las finalidades a que sirven. En todos los casos Khlevniuk dedica el espacio necesario a familiarizar al lector con interpretaciones lo más congruentes posibles.

En modo alguno se trata de una biografía blanqueadora de Stalin. Los rasgos caracteriales que fueron combinándose para integrar su personalidad se discuten extensamente. Su comportamiento se pasa por un estrecho cendal documental, tanto dado a conocer en la época como el que se refleja en sus papeles. Mal orador, solía dar órdenes, instrucciones y explicaciones por escrito. En ocasiones Khlevniuk lo contrapone con el que presentaba una propaganda obsesionante e invasiva del tejido social.

Estamos muy lejos de la actitud de Payne/Palacios de liquidar la responsabilidad del Caudillo en cuatro páginas por la represión multimodal que abatió sobre España desde 1936 a 1951 y que luego continuó con otros métodos, algo más «civilizados».

Nada de lo que antecede significa que Franco y Stalin fueran comparables ni en personalidad, comportamiento, objetivos y nivel y alcance de sus respectivas decisiones dictatoriales. El origen, contexto y situación geográfica y geopolítica de sus dictaduras no lo permiten.

De lo que se trata es de destacar hasta qué punto, y en el plano estrictamente deontológico y metodológico, la biografía de Payne/Palacios es falaz. Por lo demás, ninguno de ambos autores hubiesen tenido necesidad de a acudir a ejemplos lejanos porque uno más próximo lo tenían bien cerca: la biografía de Franco escrita por Paul Preston hace ya bastantes años. Los procedimientos heurísticos del historiador británico se asemejan, como es lógico, a lo que todo biógrafo serio suele hacer, al menos en lo que se refiere al conocimiento lo más exhaustivo posible de los archivos en los que se remansa la evidencia primaria relacionada con el biografiado y en la utilización juiciosa, que no sesgada, de la literatura secundaria.

En Rusia, como en España, los últimos veinte o veinticinco años han sido de floración de una literatura histórica de base empírica que ha puesto de relieve hasta extremos insospechados el funcionamiento de las respectivas dictaduras y el papel estelar que en ambas tuvieron los dictadores en la cúpula. También subsiste una literatura mediocre, apologética, generosa con respecto a ellos. Aberraciones para apaciguar los sentimientos de sectores sociales desvalidos al verse confrontados con sus pasados.

En español se han traducido varias biografías de Stalin (no siempre buenas) e incluso algún autor español se ha atrevido a escribir una de por sí. Entiendo, sin embargo, que la biografía de Khlevniuk necesitaría una traducción urgente. La versión en inglés es brillante y si no se hiciera del ruso directamente podría acudirse a la publicada en un idioma más asequible.

Aviso a los navegantes: cuando yo estaba haciendo mis pinitos por los archivos moscovitas años atrás, Khlevniuk fue una de mis referencias. Sus interpretaciones de la relación entre Stalin y la guerra civil, que era el objeto de mi investigación, se vieron perfectamente documentadas en la EPRE que pude localizar. Para Khlevniuk el episodio no era ni es marginal. La experiencia española aceleró la paranoia de Stalin contra una eventual «quinta columna» y encontró su reflejo en la aceleración del terror de los años 1937 y 1938. El tratamiento que de este período no ya oscuro sino oscurísimo y desgarrador ofrece Khlevniuk es, en mi opinión, una de las aportaciones más brillantes, y desasogantes, del libro.

La referencia es: Olg V. Khlevniuk, Stalin. New Biography of a Dictator, traducción del ruso de Nora Seligman Favorov, Yale University Press, New Haven y Londres, 2015.

¿Influir en tiernas conciencias a la mayor gloria de…?

13 octubre, 2015 at 8:30 am

En el último post me hice eco de una noticia acerca de la aparición de un manualito para los alumnos de 6º curso de primaria en la Comunidad de Madrid. Ha despertado la indignación de varias asociaciones de padres. Mi librero me lo ha enviado. Tiene 103 páginas. La inversión es de 26 euros. Supera en la relación dimensión/precio a buen número de libros para la Universidad. Como los escolares a que va destinado suelen tener en torno a los 11 años preveo que a los padres les aguardan todavía desembolsos nada desdeñables. Una vez que los alumnos lo hayan digerido pasarán al 1º de ESO con la base adquirida. Aquí me propongo decir algunas palabras sobre esa base «histórica». También mis dos hijos pasaron por un nivel similar, aunque no en la Comunidad de Madrid.

EspeEl manualito se descompone en cuatro partes: España moderna y actual, su geografía, la Unión Europea y geografía de Europa. La autora parece ser de lengua inglesa y lo ha redactado, también en inglés, sobre una idea de colegas de su misma expresión lingüística. [Como vivo en Bélgica soy muy susceptible en esta materia]. Han sido ayudadas por un equipo español. Lo han publicado dos editoriales, Macmillan y Edelvives.

Las objeciones de las asociaciones de padres se han dirigido contra el contenido relacionado con la historia de España. La descripción del manual se remonta preceptivamente hasta los tiempos de Carlos IV y llega hasta nuestros días.

Concentrar el siglo XIX y casi el primer tercio del XX en media docena de páginas, ampliamente ilustradas, es toda una proeza. No lo es en modo alguno lo que se afirma de la guerra civil y de la dictadura. De la primera casi nada. Empezó y terminó. Se omite toda referencia a sus causas (quizá una discusión en torno a una mesa de café). Hay dos apostillas ulteriores. De la segunda se afirma que, eso sí, lo fue y que metió en la cárcel a unas 26.000 personas por sus ideas políticas. No identificadas. Esto es todo lo que hay sobre la represión. También se pasó mucha hambre (la autora utiliza el fuerte término de «starvation«) paliada, supongo que quiere insinuar, por el racionamiento. La transición se despacha en cuatro líneas. Se lee, eso sí, que se abrieron las cárceles y que se disolvió la policía secreta. Menos mal. ¿Qué haría ese tipo de policía? Rien de rien.

De los grandes literatos españoles solo se mencionan dos nombres: Pérez Galdós y Baroja. Son preceptivos. Poner a García Lorca o a Antonio Machado no es obligatorio. Tampoco a alguna mujer. Como genios de la pintura aparecen Salvador Dalí y Picasso, que «se consideraba a sí mismo como comunista«. Menos mal. Una docena de líneas se refieren al País Vasco y la guerra. Los vascos recibieron ayuda extranjera ¿cual, please? Y a otra cosa mariposa.

Cinco páginas describen la arquitectura política española. Una se dedica al Reino Unido con un párrafo a Francia. Solo se mencionan a los dos monarcas y a Adolfo Suárez. A este se le otorga un recuadro con una docena de líneas. Para que los infantes salgan con ideas bien puestas se les exponen fotografías de cuatro ministros de Educación: Pilar del Castillo, Esperanza Aguirre, Mariano Rajoy e Ignacio Wert. Todos ellos, como es de todos bien sabido, han dejado una huella profunda, ¿y perenne?, en la historia de la educación española.

La más bonita del libro es, con gran diferencia, la página 94. Tiene tres recuadros. El primero se dedica a la guerra de la independencia. El segundo a la civil. Traduzco este:

«Madrid fue atacada continuamente por los nacionales durante los tres años de guerra civil entre 1936 y 1939. Tuvo ayuda de tropas rusas (sic) así como de comunistas, anarquistas y socialistas alemanes y británicos (sic). También de anarquistas aragoneses. Los nacionales contaron con la ayuda de tropas italianas y alemanas enviadas por Mussolini y Hitler. No fueron suficientes para capturar Madrid. Los nacionales también atacaron Guadalajara pero los republicanos los derrotaron de nuevo. Finalmente el desacuerdo (sic) entre el Ejército republicano y los anarquistas (sic) permitió a las tropas nacionales entrar en la ciudad el 27 de marzo de 1939«.

¿Qué revisores españoles son responsables de tamañas burradas?

El tercer recuadro me ha inspirado la elipsis del título de este post:

«Esperanza Aguirre, presidenta del Partido Popular en Madrid desde 2004, es una figura política clave. Fue la primera mujer presidente del Senado y titular de Educación, Cultura y Deportes. En realidad, ha tenido muchos cargos durante su carrera política. Antes de ser presidenta de Madrid fue senadora también por Madrid tras obtener 1,55 millones de votos. Es decir, un 50 por ciento del total. Estableció un record ininterrumpido en términos de los votos recibidos por una persona. Durante su mandato como presidenta de Madrid construyó ocho hospitales y más de 88 escuelas públicas, muchas de las cuales son bilingües».

Preguntas:

1. ¿Es aceptable que un librito como este sea el texto recomendado para el último curso de enseñanza primaria en la Comunidad de Madrid?

2. ¿Dónde leerán sus criaturitas alguna línea de lo que ha sido la historia de España desde la dimisión de Adolfo Suárez? Han transcurrido unos añitos.

3. ¿No tienen derecho los pequeños madrileños a saber algo más de la España de nuestros días? ¿O se deja para la ESO donde se empieza con Atapuerca?

4. ¿Qué responsabilidad tienen los revisores y, sobre todo, las editoriales a la hora de producir este bodrio nada inmune a los errores, insinuaciones y omisiones?

5. ¿Por qué no se ha encargado a un autor español que redacte un texto menos basura y se traduzca después al inglés?

6. ¿Quién ha tomado la decisión de hacer la pelota de manera tan descarada a la Excma. Sra. Doña Esperanza Aguirre?

7. ¿Se conoce alguna declaración de la «expresidenta de Madrid» distanciándose de tan burdas alabanzas? O, colateralmente, ¿tiene alguna brizna de vergüenza torera, ella que ama tanto las corridas?

A mí me ha dado cierto apuro leer el manualito y recuerdo que el marco general del currículum lo establece el MECD, pero que lo desarrollan las comunidades autónomas que tienen competencias en Educación (se da la paradoja de que el territorio en el que el MECD las tiene plenas se reduce a Ceuta y Melilla). No comment adicional, por favor. Para la Comunidad de Madrid, lo único que pide dicho currículum en lo que se refiere a la España contemporánea es lo siguiente:

«17. Sitúa cronológicamente los períodos de la República, la Guerra Civil y el franquismo.

18. Conoce algunas fechas importantes de la actual democracia: la Constitución Española (1978), la incorporación de España a la Comunidad Económica Europea (1986) y la sustitución de la peseta por el euro como moneda corriente (2002)«.

No veo ninguna referencia a la necesidad de meter el nombre de la Excma. Sra. Doña Esperanza Aguirre ni de sus predecesores, todos eminentes políticos del PP o próximos al mismo (el inolvidable caso de Wert no puede eludirse), en las tiernas conciencias de los niñitos madrileños.

¿Creerán los autores, editores y responsables educativos que con tan endebles palitos será posible armar, en la época del internet del futuro, una concepción primaria eficaz de la historia de España en la mente de los jóvenes madrileños? Ja, ja, ja.