¿Por qué se dejaron engañar los alemanes por Hitler? (y VII)

26 julio, 2016 at 9:22 am

Termino esta pequeña serie de posts en el momento mismo en que julio se acaba y se abre la pausa veraniega. Por los posts anteriores se habrá visto que, en ciertas condiciones dadas, Hitler no ocultó a quienes quisieran oírle cuáles eran sus objetivos. Lo hizo públicamente a través de sus escritos y de sus discursos. Lo hizo, menos públicamente, a quienes podían oponerse a sus deseos, en particular a los mandos de la Reichswehr. En cuanto llegó a la Cancillería demostró que a sus palabras les seguirían acciones: la puesta fuera de la ley de los partidos politicos y de los sindicatos, las detenciones arbitrarias, la eliminación de las autonomías regionales, el acoso a los judíos y a todos quienes no comulgaran con el ideario nacional-socialista, etc.

 

Bundesarchiv_Bild_183-1987-0703-506,_Adolf_Hitler_vor_Rundfunk-MikrofonDe todo lo que antecede se desprenden dos cuestiones que han sido, y siguen siendo, muy polémicas: la primera es que Hitler no engañó a los alemanes; la segunda, que una gran proporción de ellos sí se autoengañaron al confiar en él. Esto, naturalmente, no hubiera sido posible si las condiciones políticas, económicas, sociales y culturales dadas no hubiesen coincidido. El caso de Hitler no avala la tesis de que el futuro estaba predeterminado. Si las élites económicas, políticas y militares hubiesen encontrado alguna otra forma que no hubiera discurrido por la acentuación de las desigualdades y la depauperación de una parte de la población, diseñando otro tipo de actuación política antes del deterioro de la base constitucional, y la governance, de la República de Weimar, el futuro podría haber sido muy diferente. Es imposible, literalmente imposible, eximir de responsabilidad a Hindenburg y a las cliques militares, políticas, económicas y funcionariales que le rodeaban.

Dicho esto, la llegada de Hitler a la Cancillería supuso una ruptura. La supuso porque los nazis tenían una idea muy clara de lo que querían: derrumbar los cimientos del sistema democrático (por muy meramente formal que ya fuese) y sustituirlo por un régimen de nuevo cuño. Un régimen que aspiraba a disciplinar a todos los “camaradas” de la misma sangre en torno a un proyecto común que, por lo demás, tenia adherentes en los más diversos sectores de la sociedad alemana:

  • Romper definitivamente lo que quedaba de las amarras de Versalles
  • Devolver a los alemanes el orgullo de ser alemanes.
  • Hacer de ellos “superhombres” por encima del bien y del mal y en contraposición absoluta a los “judíos” y a los bolcheviques (a su vez considerados como profundamente “judaizados”).
  • Regimentar a los alemanes en todos los ámbitos de la vida colectiva e incluso individual.
  • Crear una mitología alternativa que borrase definitivamente el recuerdo de pasadas derrotas.
  • Y, no en último término, educar a los alemanes para la futura guerra de conquista y depredación en los amplios y abiertos territorios del Este.

La intimidación ante todo (véase, por ejemplo, el reciente libro de Las primeras víctimas de Hitler, de Timothy W. Ryback, Alianza) y la seducción (política típica de palo y zanahoria) vía el exitoso combate contra el paro, la creación de empleo y la mejora de las condiciones de vida, fueron los instrumentos de que los Nazis se sirvieron en los años iniciales de su dictadura.

Economistas, historiadores y politólogos seguirán discutiendo sobre la graduación e interacción de ambos enfoques. Lo que está fuera de toda duda, y tiene cierto interés en estos tiempos de crisis, es que Hitler y sus muchachos rompieron con la ortodoxia económica de Brüning y de la escuela neoclásica. Quizá sería ir demasiado lejos afirmar que Hitler puso en práctica una política keynesiana avant la lettre. No hay la menor duda, sin embargo, de que abandonó la teoría de que el Estado debía interferir lo menos posible en el libre funcionamiento del mercado. Simplemente, los nazis acentuaron la intervención estatal en la economía hasta tal punto que en pocos años tenía poco parecido con cualquier manifestación de lo que habitualmente se denomina una economía de mercado.

El embate que Hitler y los nazis lanzaron sobre la sociedad alemana encontró resistencia en numerosos sectores. Ante todo en la izquierda, comunista y socialista. Pero también en el centro y en la derecha. Esta última (incluida la de ciertos ámbitos eclesiales, protestantes y católicos) parece haber tenido más suerte que la primera.  Probablemente gozaba de más posibilidades. La represión contra todo lo que oliera a izquierda fue dura, consistente y en ascensión progresiva. Contra la Iglesia y el Ejército era más difícil actuar y los medios conservadores y monárquicos en gran medida permanecieron inmóviles en los primeros años de la dictadura.

Eso sí, cuando vieron el camino que esta llevaba en política exterior y que Alemania se exponía a entrar en guerra sin objetivos políticos definidos, tras la reunificación en el Reich de los alemanes (de sangre) que habían quedado fuera de sus fronteras como consecuencia de la primera guerra mundial, las dudas empezaron a esparcirse en las fuerzas armadas e incluso en algunos círculos políticos y diplomáticos.

Sin embargo, para entonces la dictadura ya había conseguido un alto grado de adhesión popular, el miedo se había introducido por los intersticios de la vida social y la formación de una oposición organizada parecía prácticamente imposible.

La historiografía internacional ha hecho, en los últimos treinta años, progresos muy considerables en el desbrozamiento de todos estos ámbitos. De la historia política y militar se ha pasado a la social en sus más diversas manifestaciones, de estas a la cultural, a la de las mentalidades, de la vida cotidiana, etc. Hoy tenemos una imagen sumamente perfilada de lo que fue y representó el Tercer Reich. Que todavía aquella experiencia nefasta para la humanidad ejerza poder de atracción sobre algunos grupos hace desesperar de que cierta gente pueda o quiera aprender algo del pasado.

El Tercer Reich y las dictaduras estalinista y fascista), valgan los casos, siguen siendo una advertencia y una lección. Ya que la historia no es una ciencia exacta y que no tiene poder predictivo, quizá sirva para demostrar empíricamente cómo las sociedades y los hombres y mujeres que en ellas actuaron, se agitaron,  sobrevivieron, murieron, supieron responder, de una u otra manera, a los retos de su tiempo. Bien y mal, que de todo hay en la viña del Señor.

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Con este post me despido de los amables lectores de este blog. Llega el tiempo del verano, de las vacaciones y del solaz bien ganado. No para los malvados historiadores. Estoy trabajando, con un grupo de colegas, en un nuevo proyecto que esperamos salga a la luz el año próximo. Y, personalmente, debo prepararme para la promoción, a partir de septiembre, del libro en el que he estado trabajando estos últimos tiempos, para ser exactos desde 2013.

A todos les deseo un feliz mes de agosto. Volveré a aparecer en la segunda semana de septiembre.

¿Por qué se dejaron engañar los alemanes por Hitler? (VI)

12 julio, 2016 at 12:37 pm

Ángel Viñas

Hitler subió al poder en virtud de un horrendo cálculo de las cliques reaccionarias en torno a Hindenburg capitaneadas por von Papen. El error fue monumental. Pero más aún el que tan encumbrados próceres no hubiesen captado que Hitler no era un nacionalista de la extrema derecha como ellos. Y si lo captaron, se autoengañaron pensando que podrían domarlo. En realidad, Hitler fue uno de esos líderes que no engañaron a muchos. Sus deseos, aspiraciones e ideología figuraban en su autobiografía, ahora recientemente publicada con anotaciones y comentarios efectuados por un plantel de historiadores. Parece que se ha convertido en un best-seller.  Me pregunto cuántos la leerán de cabo a rabo. Y, ¡cómo no!, Hitler también desgranó sus principales proyectos en discursos y artículos. Algunos públicos. Otros en círculos restringidos.

1024px-ReichstagsbrandEs difícil, no obstante, que los millones que compraron las ediciones de la época de su magna autobiografía no ojearan al menos las primeras páginas. Siquiera por curiosidad. En ellas Hitler ya anunció claramente sus anhelos: integrar a Austria con Alemania (se realizó en 1937); cuando todos los alemanes de sangre se hubiesen reunido en un solo Estado (aviso a los checoslovacos), ejercer el derecho, que nadie podría disputarles, de adquirir tierras para que todos los “camaradas de sangre” (en la terminología al uso, Volksgenossen) en su conjunto pudiesen alimentarse. Y, piense el lector dos segundos, ¿cómo hacerse con ellas? Difícilmente negociando. Tenemos en consecuencia que el factor “sangre”, es decir, una raza pura y dura (aria, por supuesto), sería el presupuesto para conseguir Lebensraum (espacio vital). Pero, claro, no África o en Asia, ya ocupadas por las potencias coloniales. Los territorios que interesaban se encontraban en el este europeo. Aviso, pues, a polacos y soviéticos.

Es más, frente a los generales de la Reichswehr Hitler fue desusadamente franco con respecto a sus planes de expansión futura. Es un episodio que, en su totalidad, solo salió a la luz en 2001. Antes había habido rumores (desde 1954) sobre lo que había dicho pero sobre sus planteamientos exactos no se disponía de fuentes fiables.  Como el tema no es muy conocido voy a aclararlo un poco (lo tomo del tomo número tres del año 2001 de la revista académica Vierteljahrshefte für Zeitgeschichte  y del estudio efectuado por Andreas Wirsching que, entre otras, corrige las interpretaciones que de la exposición hizo el, con razón, afamado biógrafo de Hitler, el profesor sir Ian Kershaw).

Se juntaron el hambre y las ganas de comer. El alto mando de las Fuerzas Armadas, y en particular el jefe del Ejército de Tierra, general barón Kurt von Hammerstein-Equord, tenían interés en conocer los planteamientos del nuevo presidente del Gobierno. Este, por su parte, también deseaba tranquilizar a los militares. En el doble sentido de que no mezclaría a la Reichswehr en conflictos internos y de que confirmaría su privilegio de ser la única organización con  derecho a portar armas. Algo imprescindible puesto que las milicias del partido (SA) las habían utilizado en sus frecuentes encontronazos con socialistas y comunistas.

El 3 de febrero de 1933, a los tres días exactamente de asumir la presidencia, a Hitler le invitó von Hammerstein a una cena privada en su casa para celebrar el 60 cumpleaños del ministro de Asuntos Exteriores, barón Konstantin von Neurath. Es decir, este distinguido caballero no hubiera podido alegar desconocimiento de lo oído.

Hitler subrayó que, ante todo, era preciso consolidar el Estado (léase la dictadura todavía por establecer) y cerrar las heridas internas. Las FAS no tenían por qué preocuparse de ello. Eran asuntos de la competencia de la dirección política (de él) y del partido nacionalsocialista. Alemania estaba infectada por el espíritu marxista y democrático, algo que era preciso eliminar. Al tiempo había que rearmarse y fortalecer las FAS en un entorno hostil (si los franceses eran listos tomarían medidas cuanto Alemania era todavía débil). Tras seis (sic) u ocho años realizando tales tareas  cabría ya pensar en procurarse espacio, porque era el espacio lo que podía germanizarse y no sus habitantes. Obsérvese:  tan embriagadora aventura podría dar comienzo en 1939 o 1941. ¡Qué precisión para el oeste y, sobre todo, para el este de la Gran Alemania!

Nadie levantó, que se sepa, la menor objeción. El generalato estaba imbuido de la experiencia en la primera guerra mundial en la que los ejércitos rusos habían sido diezmados y vencidos. ¿Por qué iba a ser diferente la próxima vez? A los generales debió de encandilarles la esperanza de nuevas victorias y de nuevo botín.

Por el texto que conocemos Hitler no habló el 3 de febrero de 1933 del “factor racial”, fundamento de todos sus ensueños. Lo había hecho en muchas otras ocasiones. Auschwitz no estaba predeterminado en Weimar, pero sí, de cierta manera, en Mein Kampf. Sus alusiones a la “raza judía”, siempre despectivas, encajaban con el antisemitismo de la época pero encerraban el potencial de ir mucho más lejos. Este potencial empezó a desplegarse inmediatamente tras la llegada al poder, aunque fue un tanto prematuro. Llevó a un boicot de productos alemanes en el extranjero y aconsejó, tácticamente, dar un paso hacia atrás. La pausa, claro, no duró mucho. La acometida contra los judíos radicados en Alemania fue haciéndose de manera insidiosa, a través de disposiciones administrativas que recortaron los derechos civiles de los afectados hasta llegar, en solo dos años y medio, a las leyes raciales de septiembre de 1935, oprobiosas, ignominiosas, terribles. En esta ocasión no hubo muchas protestas en el extranjero.

El lector podría pensar ¿cómo se conocen los planes, muy a grandes rasgos, que expuso Hitler a sus futuros generales? La respuesta es de thriller. Las dos hijas del jefe del Ejército de Tierra tenían conexiones comunistas. Estuvieron escuchando lo que Hitler dijo junto con dos oficiales que, por encargo de sus respectivos jefes, tomaban notas. Todos detrás de una cortina. Tomaron notas. Una de las dos hijas debió de hacer una copia y la pasó a su enlace con el servicio de inteligencia del partido comunista. Está fuera de toda duda que un informe formal de lo que Hitler expuso lleva fecha del 6 de febrero (aunque situando el evento en el Ministerio de la Guerra) y que este informe se transmitió inmediatamente a Moscú. Su recepción está fechada: 14 de febrero. Sería impensable que los líderes soviéticos no lo tuvieran en cuenta. La línea de la política exterior de la URSS empezó a moverse buscando un acercamiento a Francia.

Que los soviéticos otorgaron credibilidad a la amenaza pudo verse alentada porque poco más tarde Hitler puso fin abruptamente a la cooperación secreta que se había desarrollado entre las FAS alemanas y el Ejército Rojo. Sus antecedentes se remontaban al verano de 1920 y, con acentos cambiantes, duró tanto como la República de Weimar. Hitler no la necesitaba. Por lo demás, la conferencia del desarme que se desarrollaba en Ginebra ya había reconocido el derecho alemán al rearme en diciembre de 1932. Lo que Hitler añadió fue crear un Ministerio de Aviación bajo Göring (28 de abril de 1933) y retirarse de la Sociedad de Naciones y por tanto de la conferencia tras un referéndum en noviembre. Coincidió con las nuevas elecciones legislativas al Reichstag. Prohibidos los partidos políticos (el KPD en febrero, el SPD en junio de 1933 y los demás obligados a autodisolverse entre tal mes y el siguiente, descabezados los sindicatos (2 de mayo), instaurado un régimen de intimidación masiva y declarado el culto al Führer no es de extrañar que el 92 por ciento de los votos emitidos fuese a parar al NSDAP. ¡Qué cambio!

¿Habían variado los alemanes sus opiniones políticas e ideológicas?. Probablemente no tanto como para alcanzar tal resultado. Lo que sí habían cambiado eran las circunstancias. De una democracia débil e imperfecta se había pasado a una dictadura en expansión creciente. Si Hitler no había tanto engañado a las élites como estas se habían dejado engañar, una cosa era clara. Había que adoctrinar y endoctrinar a los alemanes. Otra tarea.

(Continuará)

¿Por qué se dejaron engañar los alemanes por Hitler? (V)

5 julio, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

Con este post entro ya en aguas turbulentas. A muchos historiadores no les gusta (tampoco a servidor) hacer juicios en blanco y negro. Los grandes fenómenos históricos nunca, nunca, son monocausales. Sin embargo, en este tema me parece adecuado recurrir (como en el caso del estallido de la guerra civil) a la diferencia entre condiciones necesarias y condiciones suficientes. La lógica que subyace a ambas no es la misma. En los posts anteriores me he referido someramente a las primeras. En este abordaré las segundas.

Bundesarchiv_Bild_183-H28422,_Reichskabinett_Adolf_HitlerEntre las condiciones suficientes debe figurar en primer lugar, y de manera absoluta, el inmenso error de cálculo de las derechas alemanas, empezando por la clique reaccionaria de militares, altos funcionarios y grandes empresarios que rodeaban a von Hindenburg y a von Papen, y que contó con la connivencia de amplios sectores del partido católico (Zentrum). Todos ellos pensaron que era posible “domesticar” a Hitler y se aprestaron a hacerle una oferta que en esta ocasión no podía rechazar. En vez de la vicepresidencia del gobierno le pusieron en bandeja de plata la presidencia. Insistieron en que ministros clave y de carácter hiperconservador continuaran en sus puestos (en Asuntos Exteriores y en Hacienda) o que entraran en el futuro gabinete (en Economía, Justicia, Guerra, Trabajo). Von Papen debería ser vicepresidente.

Con suma habilidad, Hitler solo insistió en una cartera y en un puesto sin ella. La cartera fue la de Interior. Los designados fueron Wilhelm Frick y Hermann Göring. Cabría pensar por dónde iban a ir los tiros ya que este último asumiría interinamente la cartera equivalente en el gobierno prusiano. Esto significaba que, prácticamente, la mayor parte de la policía y fuerzas de seguridad quedaron bajo control nazi. El lector puede leer en Evans algunos de los comentarios de von Papen. En dos meses Hitler habría sido domado. El futuro sería hipernacionalista y reaccionario. No nacionalsocialista.

Era preciso ser un poco estúpido para creerlo. Una de las condiciones impuestas por Hitler para aceptar la presidencia había sido la convocatoria de nuevas elecciones. ¿Pensaban aquellos que querían domesticarlo que sus minúsculas formaciones políticas serían capaces de contener el bien engrasado funcionamiento de la maquinaria electoral nazi?

Naturalmente es imposible conjeturar qué hubiera pasado si la clique en torno a Hindenburg no hubiese llamado, en su rescate, a Hitler. Excluir al partido con mayor número de escaños en el Reichstag no era fácil. Ni von Papen ni von Schleicher podían pactar con los socialistas y los comunistas. La única alternativa era una dictadura militar pero Hindenburg no estaba dispuesto a aceptarla. Hubiese implicado tomar medidas durísimas contra los nazis, algo que hasta entonces no había ocurrido en el período de agonía política. Por lo demás, el nuevo ministro de la Guerra, el general Werner von Blomberg, era más pronazi de lo que la clique sospechaba. El Ejército, en las algaradas que se produjeran, permanecería neutral y disciplinado. Y, ni que decir tiene, el nuevo gobierno se apresuró a dictar disposiciones que se dirigieron contra las milicias comunistas y socialistas.

Los nazis tomaron la carrerilla desde el mismo 30 de enero. Procesiones de antorchas en la noche, proclamas incendiarias a la luz del nuevo sol que alumbraría Alemania, desfiles paramilitares, trituración en toda impunidad de las milicias adversarias. Una coreografía perfectamente escenografiada proyectó a lo largo y a lo ancho la ilusión de un nuevo amanecer.  El mes de febrero demostró que el inmenso poder del Estado se orientaba sin cesar contra los elementos anti-nazis en la pavorosa campaña electoral.

En tales circunstancias, la “suerte” ayudó a los nazis. El 27 de febrero un incendio destruyó el edificio del Reichstag, el símbolo del parlamentarismo weimarano. No fue una casualidad. Aunque inmediatamente se detuvo al presunto incendiario, un comunista holandés, las más recientes investigaciones han demostrado que el incendio fue provocado por los nazis mismos, bajo la supervisión del propio Göring. La policía ya tenía preparadas las listas para neutralizar a los enemigos más destacados del nacionalsocialismo y al día siguiente un decreto-ley de urgencia sobre “medidas para la protección del pueblo y del Estado” suministró a los órganos de seguridad los instrumentos adecuados para “desactivar” y “neutralizar” un presunto golpe de Estado comunista.

Se anunció que se había incautado documentación que así lo demostraba (como harían los sublevados españoles tres años y medio después). Nunca, por supuesto, se hizo pública pero las elecciones se celebraron el 5 de marzo en un clima de intimidación, violencia gubernamental y detenciones arbitrarias como hasta entonces no se había conocido en Alemania. Entre ellos figuró Thälmann y muchos otros políticos de izquierdas, no detenidos, se exilaron.

Los resultados, sin embargo, no respondieron del todo a las expectativas. De casi 40 millones de votantes algo más de 17 millones lo hicieron a los nazis (un 44 por ciento) y algo más de 3 millones a las distintas formaciones de la derecha hipernacionalista pero los socialistas obtuvieron algo más de 7 millones, el Zentrum 5,5 y los comunistas casi 5. Hubo, lógicamente, un incremento del número de escaños de los nazis, que pasaron a 288. Sus aliados se mantuvieron. Todos juntos ganaron, eso sí, la mayoría relativa en el Reichstag (340 sobre 647 escaños). Los socialistas y los comunistas obtuvieron 201. El Zentrum solo consiguió 3 escaños y llegó a 73.

Es decir, incluso en las últimas elecciones, ya escasamente libres, celebradas antes de la instauración de la dictadura, la coalición gubernamental no logró la mayoría absoluta. Lo cual significa que el terror, la intimidación y la toma por la fuerza de las posiciones de mando debían continuar. Esto es exactamente lo que ocurrió durante el mes de marzo. Las regiones no gobernadas por los nazis fueron las primeras en cambiar de manos; se establecieron campos de concentración; Goebbels asumió un nuevo ministerio, clave, de Educación Popular y Propaganda y, finalmente, el día 24 el nuevo Reichstag aprobó la Ley de Habilitación (Ermächtigungsgesetz) que derogaba la Constitución y otorgaba al gobierno, es decir, a Hitler poderes ilimitados.

Es interesante destacar que la aprobación se hizo por 444 votos contra 94. ¿Y la diferencia de 109 con el total de 647 diputados?  Los 81 comunistas no pudieron votar porque estaban detenidos o se habían ocultado o exilado. Lo mismo ocurrió con 26 diputados socialdemócratas. Los restantes 94 votaron en bloque en contra. ¡El honor del SPD! Solo dos diputados no votaron por estar enfermos o impedidos. El resto, desde la derecha más reaccionaria hasta los liberales y los católicos, votaron a favor.

Es decir, los nazis instauraron la dictadura con el consentimiento de todo el abanico de fuerzas políticas salvo la izquierda.  Es cierto que profirieron amenazas contra muchos diputados de otras corrientes pero entre las figuras más emblemáticas del Zentrum quien consiguió convencer a sus correligionarios de la necesidad del voto a favor fue su presidente, el prelado Ludwig Kaas, antiguo asesor del nuncio en Berlín Eugenio Pacelli, íntimo colaborador de Brüning, adversario de von Papen, rabiosamente anticomunista y defensor de un Concordato entre Alemania y el Vaticano. Lo que ocurrió posteriormente.

No es exagerado afirmar que Kaas prefiguró el tipo de comportamiento que reprodujeron algunos eclesiásticos españoles en su apoyo a Franco. Convendría estudiar sistemática y comparativamente la relación de los eclesiásticos alemanes y españoles en sus apoyos a los respectivos dictadores. A la mayor gloria de la Iglesia y contra la izquierda.

(Continuará)

¿Por qué se dejaron engañar los alemanes por Hitler? (IV)

28 junio, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

El periodo que media entre julio de 1932 y finales de enero de 1933 fue el de agonía de la maltrecha Alemania weimarense. Puede verse como tragedia (que lo fue) pero también como tragicomedia, caracterización que no es habitual. Sin embargo, raras veces habrá alcanzado cotas tan elevadas la capacidad de autoengaño de las élites católicas, derechistas o reaccionarias en un país europeo. Hindenburg y von Papen sirvieron a Hitler la cena fatídica con la que envenenaron a su país, sus anhelos y sus propias perspectivas. La comparación con tal experiencia muestra que en la misma época hubo derechas bastante más cerriles que las españolas, que no tardaron en participar en el mismo condumio.   

parlamante_1932Las elecciones de 31 de julio de 1932 fueron las penúltimas en Alemania. Consagraron el triunfo resonante de Hitler, que obtuvo un 20 por ciento más de votos que en 1930 y se alzó con 230 diputados, un centenar más que los socialdemócratas. Los comunistas se contentaron con 89 escaños. Los nazis se convirtieron en el partido más fuerte del Reichstag. A von Papen le salió el tiro por la culata. Invitó a Hitler a formar parte del nuevo gabinete aunque no como canciller. Era una opción condenada al fracaso. Hitler estaba interesado en ser el futuro canciller. Como ha recordado Evans, von Papen y Hindenburg se encontraron con el problema de cómo asentar su legitimidad ya que la estrategia de cuadrar el círculo y que consistía en aprovecharse de los nazis, disciplinar a Hitler y encuadrarlo sólidamente entre conservadores y reaccionarios de viejo cuño no había funcionado. Pero no solo estas élites andaban a ciegas. También los comunistas.

En cuanto se constituyó el nuevo Reichstag en septiembre presentaron una moción de censura que los nazis apoyaron. Se aprobó por abrumadora mayoría. No quedó más remedio que convocar nuevas elecciones para el 6 de noviembre. El lector observará que un Parlamento cortito no ha sido un reciente invento español. El campo de juego quedó definido entre los dos partidos más radicales: nacionalsocialistas y comunistas.

En las últimas elecciones celebradas en Alemania antes de 1949 los primeros perdieron el 5 por ciento de los votos y 34 diputados, quedándose con 196. Los socialistas obtuvieron 121 escaños y los comunistas 100. Muchos creyeron que esto preludiaba el principio del fin de los nazis pero el Zentrum (católico) siguió apoyando, erre que erre, la idea de meter a Hitler en el gobierno. También perdieron 5 escaños pero con 70 diputados continuaban siendo una fuerza significativa.

Hindenburg nombró canciller al general Kurt von Schleicher, uno de los muchos muñidores que se habían agitado tras las bambalinas en aquellos tumultuosos años. Su “gobiernito” duró 57 días. Se aproximó a la izquierda nazi y a los sindicatos.  A Hindenburg no le agradaron tales devaneos y lo cesó. ¿Cuáles eran las alternativas?

Basándose en la teoría de las posibilidades objetivas de Max Weber, padre alemán de la sociología moderna, Wehler ha examinado las existentes en aquella época. La primera estribaba en volver al régimen parlamentario normal. Excluible. La clase política alemana la rechazaba y los votantes también. La segunda radicaba en continuar con el régimen presidencialista. Absurdo porque era el que había llevado al bloqueo de la situación. Una tercera consistía en restaurar la monarquía, algo por lo que agitaban ciertas minúsculas élites (como en España). No era en absoluto popular (como también en España). La cuarta, más absurda todavía, era instaurar una dictadura del proletariado. Por mucho que la idea gustase al KPD no existían las condiciones para ello. La única alternativa se planteaba entre la quinta y la sexta posibilidad: o bien una dictadura militar o un régimen republicano liderado por el partido nacionalsocialista.

Nunca se sabrá si una eventual dictadura militar hubiese tenido chances. La clase política reaccionaria que rodeaba a Hindenburg se inclinó por la última, como salida temporal de emergencia. Algunos factores que aconsejaban ir hacia tal opción eran cortoplacistas:

  1. Podría apoyarse en una mayoría parlamentaria relativa.
  2. Contaría con poderosos valedores extraparlamentarios.
  • La lideraría un partido evidentemente muy popular.
  1. Existía la posibilidad de disciplinarlo: una vez que los nazis estuviesen en el poder se darían cuenta de que habría límites a la aplicación de la verborrea necesaria para conseguir votos.

Hoy sabemos que, en aquellas circunstancias precisas, Hitler y su partido estaban disponibles en el momento oportuno y en el lugar oportuno. El primero era la única figura carismática existente en la escena política alemana. El segundo era capaz de recoger un asentimiento popular amplio.

Quizá lo más importante es que ambos predicaban una mezcla ideológica con cuyos componentes siempre podía identificarse algún sector de la sociedad alemana de la época.

  1. Ante todo un nacionalismo radical, visceral, que iba mucho más allá que el que defendían las élites tradicionales.
  2. Combinaba dos de las grandes ideologías del momento, no poniéndolas en oposición una contra otra sino juntándolas en armonía: nacionalismo y socialismo.
  3. Subrayaba una idea que no era patrimonio de región, clase o fortuna. En ella todos los alemanes podían reencontrarse: la “comunidad de sangre” (Volksgemeinschaft), abierta a todos en cuyas venas corriera sangre alemana.
  4. Identificaba con estremecedora claridad al enemigo: el marxismo, el liberalismo, la partitocracia y el contaminante y peligrosísimo elemento judío.
  5. Prometía dar trabajo a todos y atender a todos los sectores en crisis.

En una palabra, se juntaron el hambre y las ganas de comer. En una situación excepcional, de fin de camino, un partido y su líder, el líder y su partido, se encontraron con una gran receptibilidad social. Con independencia de la desaforada demagogia o del inmenso populismo que uno y otro encarnaban y proyectaban.

Nada de ello había surgido en el vacío. La receptibilidad social había ido creciendo a lo largo de la segunda mitad de los años veinte gracias a la desastrosa política de Hindenburg y de Brüning. Luego por la imbricación de los factores exógenos, al impactar las reverberaciones de la Gran Depresión de 1929.

La mezcla ideológica combinaba toda una serie de elementos que  si bien no conjuntamente sí al menos por separado apelaban a los diversos sectores de la sociedad alemana. No eran nuevos.

Las novelas de Christopher Isherwood, Erich Kästner o Ernst von Solomon, por un lado, y el musical y el cine por otro (piense el lector en Cabaret) presentan la imagen turbadora de una sociedad a la deriva que iba encontrando el presunto camino hacia una regeneración total de sus posibilidades. La voz pura de un chaval guapo, rubio, muy blanco, entonando aquella canción de que en un futuro radiante “Alemania me pertenecerá”, podría servir de ilustración plástica de los ensueños que Hitler y los nazis despertaban.

(Continuará)

 

Nota: Volksgemeinschaft suele traducirse en castellano por “comunidad nacional”. Yo acentúo más el componente racial, absolutamente específico e inalterable.

¿Por qué se dejaron engañar los alemanes por Hitler? (III)

21 junio, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

Quizá la experiencia de los últimos ocho años de crisis en la Unión Europea permita hoy colegir mejor lo que debió de significar para los alemanes de la época que a las convulsiones políticas propias se añadieran las secuelas de un retroceso económico como el que se produjo a consecuencia de la Gran Depresión. Hubo una época en la que la discusión entre historiadores se entabló entre quienes daban la preferencia a los factores endógenos (crisis interna) o exógenos (importados). ¿Recuerda esto algo al lector? Si la atribución de responsabilidades por la guerra civil española ha generado multitud de controversias, ¿qué no será en el caso alemán? ¿Por qué, en definitiva, un político novato, quien para muchos apenas si tenía currículum salvo como agitador, accedió al pináculo del poder?

Reichskanzler von Papen spricht im Rundfunk zu dem amerik. Volk ! Reichskanzler von Papen in seinem Arbeitszimmer w‰hrend der Rede zu den amerikanischen Hˆrern.

Reichskanzler von Papen spricht im Rundfunk zu dem amerik. Volk ! Reichskanzler von Papen in seinem Arbeitszimmer w‰hrend der Rede zu den amerikanischen Hˆrern.

La respuesta es que las políticas de Brüning tuvieron mucho que ver en ello. Las económico-sociales y la exterior. En lo que se refiere a la primera es algo que muchos alemanes quieren seguir olvidando hoy en día. Se recurre a todo tipo de argumentos.  El más extendido es que a tenor de la ortodoxia económica de la época, pre-keynesiana, la actuación del sector público debía ir en el mismo sentido que el ciclo económico. En una depresión convenía mejorar el saneamiento del sector público. ¿Cómo? Procediendo a recortar el gasto público que, casi por definición, se entendía en su mayor parte como improductivo. (La idea ha renacido en nuestros días). Las fuerzas del mercado ya agrandarían en su momento el pastel económico.  Así que, para hacer frente al déficit, Brüning se afanó en contraer los gastos con el fin de equilibrar las cuentas públicas. Ni que decir tiene que también las ayudas sociales. Como ha señalado Wehler, el curso deflacionista se mantuvo contra viento y marea. El Estado tenía que funcionar como un ahorrador padre de familia (¿dice algo esto a los lectores?). Y, además, subió drásticamente los impuestos, directos e indirectos. Los españoles que sufren duramente un tipo de planteamiento relativamente similar, made in Alemania y asumido por la UE, no tendrán dificultades en comprender su significado.

Claro que, para poder actuar de tal forma, convenía añadir un complemento de gestión política. Como el gobierno Brüning no tenía mayoría parlamentaria, ¿qué hacer? Pues, simplemente, postergar al Reichstag en todo lo posible. A lo mejor también lo habría hecho en el caso de haber contado con la mayoría absoluta pero en el sistema de Weimar esta era entonces ya una meta imposible de alcanzar. La alternativa (¿lógica?, ¿razonable?) era actuar, en todo lo posible, a través de mecanismos controlados por los auténticos expertos, en la Administración y fuera de ella, y amparándose en los poderes “constitucionales” (que se ampliaron enormemente por encima de toda lógica) del presidente Hindenburg a tenor del artículo 48, de infausto recuerdo.

Algunos lectores podrán pensar que estoy exagerando. Nada más lejos de mi intención. De vez en cuando conviene echar un vistazo a las estadísticas. En 1931, por ejemplo, el Reichstag aprobó 34 leyes en solo 41 días de sesiones (no cabe afirmar que los señores diputados trabajaron hasta quemarse las pestañas) y Brüning, demócrata él, promovió 44 decretos-leyes de urgencia (Notverordnungen, en la terminología alemana). Pero la cosa fue a peor. Al año siguiente la ya de por sí atípica situación se agudizó. A los miembros del Reichstag se les molestó tanto tuvo solo tuvieron que reunirse 13 días de sesiones.  Una asiduidad solo superada después por la dictadura hitleriana poco después. Los señores diputados aprobaron 5 leyes pero como había que tomar medidas se recurrió de nuevo intensamente al artículo 48 para “pasar” la friolera de 66 disposiciones legislativas de urgencia. Es decir, la política se desplazó del Parlamento (un incordio) y se refugió en los pasillos de la Presidencia, de la Cancillería y en las salas de reuniones llenas de humo de los lobbyistas de los partidos de derechas. Salvando las distancias, ¿no sugiere esto nada a los amables lectores?

Con los temas endógenos encauzados a su manera la política exterior de Brüning, extremadamente nacionalista, enajenó cualesquiera simpatías que tan afanado, y afamado, canciller pudiera haber despertado en los países vecinos, lógicamente preocupados por lo que pasaba en Alemania. Así, por ejemplo, se rompieron las negociaciones con Francia sobre el Sarre, se rechazaron olímpicamente las sugerencias paneuropeas del ministro de Asuntos Exteriores francés Aristide Briand, se torpedeó un importante acuerdo comercial con Polonia, se declararon inaceptables todos los compromisos que recortaran la capacidad de maniobra del gobierno, se planteó una unión aduanera con Austria sin encomendarse ni a dios ni al diablo y sin que mediara la menor concertación con los terceros países que se verían afectados, se promovió la expansión comercial hacia el sureste europeo y se declaró como objetivo fundamental la eliminación de los pagos a los vencedores de la primera guerra mundial. Por si quedase alguna duda (¡somos muy mashos!) Brüning no hizo el menor caso a una propuesta de moratoria suscitada por el presidente norteamericano  Herbert Hoover (junio de 1931) y, ¡para que se enteren de lo que vale un peine!, se negó a aceptar soluciones transaccionales.

Es decir, Brüning, sus expertos y las fuerzas sociales que lo sostenían se asentaron sólidamente sobre el hipernacionalismo más reaccionario. ¿No recuerda esto nada a los lectores? En el exterior, sin embargo, donde no abundaban los idiotas, se pensó que los alemanes iban a lo suyo y que estaban dispuestos a hacer caso omiso de todo lo que se interpusiera en la vocación dominadora de Mitteleuropa. Ni que decir tiene que tan afamado canciller no consiguió nada.

Además, hombre inteligente, Brüning no trató demasiado bien a Hindenburg. En 1932 se celebraron elecciones presidenciales.  Como la primera vuelta no fue un paseo triunfal para él y, hombre precavido vale por dos, echó la culpa a su canciller, Hindenburg tuvo que acudir a disputar la segunda vuelta contra el perenne candidato comunista, Ernst Thälmann, y un caballero llamado Adolf Hitler. Los socialistas apoyaron a Hindenburg, quizá creyendo que era un buen amiguete suyo. Pero lo cierto es que, tras la reelección, le retiró su confianza el 30 de mayo. La idea socialista de que lo mantendría en la Cancillería se reveló como un error de cálculo estrepitoso.

Con el beneficio que da conocer el pasado (¿quién, en cambio, conoce el futuro?) hoy cabe afirmar que con el cese de Brüning terminó la primera fase de la dinámica que propulsaba al régimen de Weimar hacia su hundimiento final. En comparación con lo que vino después fue, con todo, una fase relativamente moderada porque desde junio en adelante las cosas siempre fueron a peor de forma sistemática.

Lo del adverbio aplicado a aquella fase refleja la evolución constatada, muy preocupante sí, pero no catastrófica todavía. Había cristalizado, en primer lugar, un incremento del electorado que votaba a favor del partido nacional-socialista. También se había intensificado la polarización entre los votantes que buscaban soluciones radicales (nazis de un lado y comunistas de otro) y un tercer partido, el socialdemócrata que se negaba tercamente a aceptar que estaba perdiendo el contacto con la realidad política, estaba emparedado entre los anteriores. Una clásica situación de pinza.

¿Y a quién elegió Hindenburg en sustitución del quemado Brüning? Pues nada menos que a un caballero llamado Franz von Papen. Noble por casa y de oficio militar y político su tendencia no era reaccionaria sino archireaccionaria. Por supuesto era muy proclive a los militares, una de las cliques que sostenían a Hindenburg. Von Papen estaba más que dispuesto a crear un “nuevo Estado” por encima de los partidos y, naturalmente, formó un gobierno con gente de escasa experiencia. Lo primero que hizo fue fortalecer -por si las moscas- las tendencias antiparlamentarias del presidente y, para ampliar su base política, no tuvo mejor idea que, en una situación explosiva, convocar nuevas elecciones para el 31 de julio de 1932.

ba161663Solo a los dormidos en permanencia pudo sorprender que la campaña fuera dura y, ¡ojo al canto!, tan sangrienta que afloraran temores a una posible guerra civil. En un solo día, el 10 de julio, un incidente entre nazis y comunistas en Altona (cerca de Hamburgo) provocó 17 muertos y más de 100 heridos (varios mortalmente). A von Papen y a su camarilla no se les ocurrió disolver las milicias nazis, comunistas o socialistas sino que tiraron a una cabeza: al gobierno socialdemócrata de Prusia como responsable de no haber prevenido aquella catástrofe. Se trataba, sin embargo, del gobierno  más sólido contra el régimen autoritario que aquellos patriotas hiperreaccionarios deseaban consolidar. Fue una medida con efectos muy deletéreos porque destruyó, de la noche a la mañana, el principio fundamental del federalismo republicano weimarense. ¿Y qué hizo el partido socialdemócrata? Aguantarse.

(Continuará)

¿Por qué se dejaron engañar los alemanes por Hitler? (II)

14 junio, 2016 at 11:37 am

Ángel Viñas

Solo los ingenuos podrían pensar que los habitantes de un Estado que había atravesado por la experiencia de la primera guerra mundial y sostenido, mal que bien, los frentes durante cuatro años serían susceptibles de creer a pies juntillas en los encantos de un demagogo salido de la nada. El que, sin embargo, este fuera el resultado sentido por una parte muy sustancial de la sociedad alemana respondió a una multiplicidad de factores en un proceso complejo que ha sido estudiado exhaustivamente desde el mismo tiempo en que discurría hasta la más rabiosa actualidad.

KAS-Brüning,_Heinrich-Bild-15720-1La traducción inmediata y más visible se produjo en la esfera de la actividad política. No es de extrañar que haya sido la más analizada. En principio con los enfoques propios de la historia política. Más tarde con las aportaciones de toda una serie de paradigmas anclados en las distintas ciencias sociales (economía, sociología, politología, sicología, antropología, estadística etc.) y en los nuevos enfoques utilizados en la práctica historiográfica: intelectual, cultural, de mentalidades, de género y otros.

Que la República de Weimar fue una construcción de difícil manejo es la evidencia misma. Cómo lidiar con las innumerables secuelas de la derrota y de las inmensas privaciones en la retaguardia, las responsabilidades por lo ocurrido, las dislocaciones sociales, económicas y territoriales derivadas del régimen de Versalles impuesto por los vencedores, las limitaciones dictadas por potencias extranjeras, intentonas revolucionarias de signo contrapuesto, las consecuencias de un proceso hiperinflacionario que derrumbó la economía, las expectativas populares y la sociedad implicó toda una serie de desafíos extremadamente serios. Hubo de encararlos con mayor o peor fortuna una clase política escindida y que contaba con apoyos sociales muy diversos. En comparación los años de la segunda República española fueron, casi, un remanso de paz.

Para autores como Wehler el comienzo de la cuesta abajo de la República de Weimar puede fecharse. Esto implica que el nuevo sistema de gobierno no estaba condenado al fracaso (como tampoco lo estuvo su homólogo español posterior). Tal descenso a los infiernos fue paulatino y se inició cuando en las elecciones presidenciales de 1925 resultó elegido, no sin dificultad, el sucesor del primer presidente, el socialdemócrata Friedrich Ebert. El agraciado fue el mariscal Paul von Hindenburg.

Hindenburg salió elegido gracias a la movilización entusiasta y masiva de todas las fuerzas conservadoras, nacionalistas, antirepublicanas, antidemocráticas y völkisch (un vocablo de difícil traducción que engloba las tendencias etnonacionalistas, etnorracistas e incluso tribales que agitaban la sociedad alemana).

La movilización del KPD (partido comunista) y de la extrema izquierda en favor del líder comunista Ernst Thälmann siguiendo las instrucciones de la Komintern, entonces en su fase de abierta enemistad contra la socialdemocracia, impidió que resultara elegido el centrista Wilhelm Marx.

El presidente de la República, hay que recordarlo, ocupaba una posición absolutamente básica en el sistema de Weimar en virtud de dos cualidades inmarcesibles. Podía nombrar y destituir al canciller (presidente del Gobierno) y ejercer poderes excepcionales previstos en el artículo 48 de la Constitución, poderes que terminarían aplicándose mucho más allá de las previsiones del texto.

Con von Hindenburg, viejo militar, de corte autoritario, escasamente leal al sistema republicano, se configuraron tres focos de poder: el que constituyó el complejo presidencial y militarista centrado en torno a su figura; el que se dilucidaba en el juego entre los partidos políticos y las asociaciones sindicales y profesionales que manejaban una parte sustancial de la economía y de la sociedad alemanas y el muy influyente aparato burocrático heredado de la Alemania guillermina. El aparato constitucional weimarense subsistió, sí,  pero la República quedó desprovista de sustancia.

En este plano fueron incidiendo a medida que transcurría el tiempo y con carácter determinante factores de naturaleza estructural: las experiencias, las interpretaciones y los mitos del pasado alemán que condujeron a una permanente añoranza del hombre fuerte, salvador de la Patria (complejo de Bismarck, como lo han denominado numerosos historiadores). En este sentido Hindenburg fue proyectándose como una suerte de remedo de los depuestos emperadores (en la terminología de la época, un  Ersatzkaiser).  Este tipo de añoranza ya se había percibido en la Italia mussoliniana y el propio Hitler había presentado sus aspiraciones al efecto en la insurrección de 1923.

En el caso alemán la incidencia antedicha se vio potenciada por el recuerdo vívido de las consecuencias de la guerra perdida. Un sentimiento profundo de humillación nacional y de desesperación por la derrota. Los elementos nacionalistas y revanchistas (también los nazis) hicieron todo lo posible e imposible por esparcer y anclar en la conciencia colectiva la leyenda de la puñalada por la espalda a los ejércitos combatientes. Estos no habrían sido batidos en campo abierto sino que se habrían visto traicionados por los capituladores y emboscados de la retaguardia (pacifistas, socialistas, comunistas y judíos).

A ello se añadieron las secuelas de las confrontaciones de clase y de regiones (Prusia, Baviera) que habían salpicado los primeros años de la República weimarense y la experiencia de la ocupación territorial hecha por franceses y belgas para imponer el pago de las reparaciones dictadas por los vencedores en Versalles. La hiperinflación de 1923, la fragmentación social y la desmoralización de las clases medias, unidas a la agitación de los viejos combatientes brutalizados por cuatro años de guerra, arrojaron más combustible a una situación que fue haciéndose cada vez más volátil.

Dos elementos atizaron la hoguera. Un anticomunismo primario (que no evitó la colaboración militar y secreta de la Reichswehr con la URSS), muy potente entre los elementos derechistas, cuando no reaccionarios, y una incomodidad cada vez más acusada ante las nuevas tendencias que hicieron famosa la “cultura de Weimar” pero que promovieron también la desafección de amplias capas sociales ante la misma.

A  finales de los años veinte se impusieron las consecuencias de la crisis financiera internacional (de incidencia muy desigual según las clases y sectores sociales) que se combinaron la permanente crisis política.

En 1930 cayó el último gobierno de coalición bajo dirección socialdemócrata. No pudo resistir los embates de la alianza entre la gran industria y los intereses agrarios contra un estado supuestamente en manos de movimientos sociales de izquierdas. Desde entonces, ningún otro gobierno pudo contar con una mayoría parlamentaria.

En tales circunstancias Hindenburg tomó una decisión que ha sido  muy discutida: haciendo uso de sus poderes constitucionales nombró presidente del gobierno (canciller) a un politico conservador, antiguo official, llamado Heinrich Brüning. La idea del anciano presidente estribaba en promover una política autoritaria en un contexto de crítica aguda al sistema parlamentario y de nacionalismo extremado que apuntaban a una revolución conservadora y a un “tercer Reich”. Este era un término ya utilizado con contenidos diversos pero que hizo fortuna en los años veinte gracias, según unos, al propagandista pro-nazi Dietrich Eckart o, según otros, a un tratadista nacionalista, Arthur Moeller van den Bruck. Ambas teorías, por lo demás, están sometidas a una incesante discusión. En cualquier caso los años Brüning constituyeron un giro decisivo.

(Continuará)

¿Por qué se dejaron engañar los alemanes por Hitler? (I)

7 junio, 2016 at 8:33 am

Ángel Viñas

Con este post empiezo a intentar dar respuesta a los varios comentarios que recibí cuando, terminada provisionalmente la serie de «justificaciones» del 18 de julio, anuncié que durante unas cuantas semanas pensaba escribir algunos otros dedicados a la Alemania hitleriana. De entrada tengo que señalar que la pregunta que lo encabeza constituye el meollo de la historia contemporánea alemana. Es más difícil de responder que el porqué estalló la guerra civil española. También ha sido mucho más estudiada por historiadores, sociólogos, politólogos, sicólogos, antropólogos, economistas, filósofos que la guerra de España. Y, además, de las más diversas nacionalidades, perspectivas y escuelas de pensamiento.  

Bundesarchiv_Bild_183-S38324,_Tag_von_Potsdam,_Adolf_Hitler,_Paul_v._HindenburgNecesitaría muchos posts para empezar a dar una respuesta congruente con el estado actual del conocimiento histórico y estoy seguro de que no generaría un consenso entre los lectores. Creo que lo mejor que puedo hacer, de entrada, es recomendar unos cuantos libros. La mayoría está al alcance de cualquier interesado. Luego desarrollaré unas cuantas ideas generales.

Para mí, pero reconozco que puedo estar equivocado, los dos mejores libros que responden a la cuestión son los de Richard E. Evans. Están traducidos al castellano. Se titulan La llegada del Tercer Reich y El Tercer Reich en el poder. Los publicó Península en 2005 y 2007 y los ha reeditado recientemente en 2012. Sobre Hitler mismo sin duda la biografía canónica de Sir Ian Kershaw constituyó un punto culminante. También la publicó Península y se ha reeditado el año pasado por Grupo Editorial. Crítica dio a la luz en 2012 una obra complementaria del mismo autor, El mito de Hitler.

Los autores españoles que han escrito sobre Hitler y el Tercer Reich han solido apoyarse en literatura secundaria. Muchos de ellos no entienden alemán y tampoco tienen experiencia de la cultura germana. No es una crítica. Para escribir sobre realidades foránea conviene empaparse de ellas. Una excepción (sin duda hay otras) la constituye Ferran Gallego con su obra De Munich a Auschwitz, reeditada en 2011.

En alemán, claro está, la literatura es inmensa. Quizá mayor en número que la que la guerra civil ha generado en castellano. Rara es la semana que no aparece algún nuevo título. Personalmente confieso mi predilección por una obra muy discutida, y bastante gruesa por cierto, que es la de Hans-Ulrich Wehler, Deutsche Gesellschaftsgeschichte, 1914-1949, aparecida en 2003. Como su título indica  sitúa la dictadura alemana en un período más amplio que el convencional.

Naturalmente podría citar muchos otros y muchos más. Evans, por ejemplo, inició su obra señalando que, a tenor de ciertos cálculos, en el año 2000 ya podían computarse 37.500 títulos, un número que probablemente se habrá incrementado en varios miles más en los años transcurridos desde entonces.

La respuesta a la pregunta que da título a este post es, sin embargo,  relativamente fácil  si bien sospecho que defraudará a más de uno: a causa de la concatenación de factores múltiples, muy complejos, relacionados con la evolución de la sociedad alemana en el contexto europeo e incluso universal. Esto significa que en historia no hay grandes cuestiones cuyo desentrañamiento pueda reducirse a soluciones simples. Quien las da, engaña a sus lectores o, como dicen los franceses, les vende mercancía averiada.

¿Era una evolución predeterminada? Los historiadores podemos fácilmente caer en una trampa que señaló hace tiempo un distinguido colega norteamericano, el profesor David Potter, ya fallecido: «Saber lo que pasó es el principal activo con que cuenta todo historiador pero también su pasivo fundamental». Es una de las máximas que figura, en su versión original, en el frontispicio de mi próximo libro, que también roza un tema alemán y, más concretamente, de política exterior nazi.

Potter abordó cuidadosamente un capítulo que no puede decirse que haya sido inexplorado: las causas que llevaron a la guerra civil americana o de Secesión, uno de mis temas favoritos. Ganó póstumamente un Premio Pulitzer, que tampoco está al alcance de todo el mundo. En lenguaje más «fino» muchos historiadores acostumbramos a advertir de los riesgos que se esconden tras la máxima del post hoc ergo propter hoc, en román paladino «dado que un acontecimiento B fue posterior a A, A es la causa de B». Pues no.

Los grandes procesos históricos (y nadie podría afirmar que la dictadura nazi y sus consecuencias escapan a tal categorización) no responden a factores monocausales o predominantemente monocausales. En tal sentido no cabe hoy afirmar que fue, poco menos, que el resultado inevitable del funcionamiento del capitalismo monopolista de Estado. Es algo que solía presentar la ortodoxia marxista leninista acuñada en la Unión Soviética y practicada con singular entusiasmo por los historiadores de la República Democrática Alemana. Tampoco fue la consecuencia imparable de la teoría del Sonderweg, el especial camino alemán hacia la modernidad, es decir, el cambio lento y no exento de trampas saduceas, propio de Alemania (pero no de los países de democratización temprana) desde un régimen autocrático y aristocrático hacia un sistema plenamente democrático. En último término, la dictadura alemana (como la denominó K. D. Bracher) sería eso, un fenómeno específicamente alemán.

No es difícil reconocer en ambos extremos una concepción de la historia como el resultado de estructuras, procesos y dinámicas que se escapan al control de los hombres y que a muchos les huele como una versión sofisticada del gran aforismo, muy acertado, de Marx en El 18 de Brumario de Luis Bonaparte: «Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos».  Es un aforismo que ha dado lugar a debates inmensos y que aquí no puedo ni siquiera intentar resumir.

Lo que deseo señalar es que los alemanes se dejaron engañar por Hitler en condiciones dadas y que para llegar a esas «condiciones dadas»  ocurrió  una serie de fenómenos de naturaleza muy variada, política, económica, social, cultural y sicológica. Todos ellos se interrelacionaron y sobre todos  incidieron decisiones humanas que, de haber sido diferentes, probablemente hubieran producido resultados también diferentes. En aquellas condiciones y en estas decisiones tuvo un impacto formidable una variable independiente: el azar. Quizá no haya que llegar a las tesis de Jacques Monod que presentan tal variable como la única posible en la evolución biológica (yo no tengo ni idea de genética) pero sí conozco giros en la evolución histórica en los que ese azar, perfectamente describible, desempeñó un papel fundamental. .

De entrada conviene resaltar dos aspectos  muy claros. El primero que Hitler llegó al poder que suponía ostentar la condición de canciller (presidente) del Gobierno de una manera muy precisa. No fue aupado por la mayoría de los alemanes sino en virtud de los manejos de una clique reaccionaria y militarista que se proponía domeñarlo y que no lo consiguió. El segundo aspecto es que Hitler no engañó demasiado en cuanto a sus propósitos. Los había expuesto con claridad meridiana en los dos volúmenes de su autografía (Mein Kampf). El primero se publicó en 1925 y el segundo al año siguiente. No alcanzó la Cancillería hasta el 30 de enero de 1933. Se estima que en tal período vendió la friolera de un cuarto de millón de ejemplares. Cuántos compradores leyeron el tocho es cosa de otro cantar. Y cuántos se la tomaron en serio es todavía más difícil de estimar. Pero para quien quisiera enterarse lo cierto es que todo su programa estaba ahí, incluyendo interesantes disertaciones sobre la conveniencia de llevar a cabo una política de expansión territorial y de genocidio.

(Continuará)

Alfred Rosenberg y temas españoles (y II)

31 mayo, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

Los diarios de Rosenberg también permiten especular sobre un tema delicado. No sé si algún historiador se habrá dado cuenta de la posible significación de una de sus no muy numerosas anotaciones en las que menciona a España y a los españoles.

Bundesarchiv_Bild_183-1985-0723-500,_Alfred_RosenbergEn el post precedente cité a Rosenberg en 1940 afirmando que había tenido un encuentro con José Antonio Primo de Rivera. El único que menciona en sus diarios se halla en la entrada correspondiente al 23 de agosto de 1936. En ella alude a que el general Franco no quería saber nada de antisemitismo (otros generales, por ejemplo, Queipo de Llano) y numerosos publicistas (como ha recordado Paul Preston en  El holocausto español) sí. Es más lo defendieron explícitamente (un aspecto que, naturalmente, hoy ciertos autores pro-franquistas quieren olvidar en todo lo posible). La explicación de Rosenberg sobre la conducta de Franco fue de las de nota: tendría respeto a «sus» judíos marroquíes y no había comprendido que la abominable raza se estaba vengando de Isabel y Fernando (aquéllos de la canción falangista del «espíritu impera».

En aquel contexto Rosenberg escribió:  «Hace un año el joven Primo de Rivera vino a visitarme. Un tipo inteligente y claro: católico (pero no clerical); nacionalista (pero no dinástico). Tampoco él se pronunció sobre la cuestión judía».

En esta, al parecer, inocua e incluso elogiosa referencia hay un dato que me ha sorprendido. Si el engolado ideólogo nazi y el joven jefe de Falange se vieron en 1935, ¿dónde habría sido?. Como de Rosenberg no consta que viniera a España en este año, se verían o bien en Alemania o en otro país. Sin embargo, cuando preparé mi tesis doctoral ya recalqué que de la única visita de Primo de Rivera al Tercer Reich de la que hay (o encontré) constancia en los archivos alemanas tuvo lugar en marzo de 1934.

Dos posibilidades: o bien Rosenberg se equivocó de año (lo cual es muy posible) o bien la visita del líder falangista  fue secreta. Y esto me escama. No hay que olvidar que solía ir a París a recoger a la embajada italiana la subvención mensual que le pasaban los fascistas italianos y que, naturalmente, ningún historiador falangista o profalangista había tenido a bien documentar. ¿Habría mantenido  Primo de Rivera contactos ocultos de tal tenor, o similares, con los dirigentes nazis? No especulo. Pregunto. A una gran parte de la derecha española el Tercer Reich le encandilaba. Todavía no se han documentado muchas de las visitas que, por ejemplo, líderes monárquicos, aunque de segunda fila, hicieron a la nueva Meca del antibolchevismo militante.

Otras referencias de Rosenberg a temas españoles no tienen tanto morbo. Quizá la que más destaque, en mi opinión, es la entrada del 26 de septiembre de 1936. En ella señaló que la víspera había regresado a Berlín el corresponsal del Völkischer Beobachter (cabecera del partido nazi) Ronald von Strunck. Llevaba un informe urgente. Robert H. Whealey ya llamó la atención sobre este periodista cuyas misiones en España, aparte de las periodísticas, están envueltas en un cierto misterio. No llegaré a decir que era el equivalente nazi del periodista soviético Koltsov (corresponsal de Pravda) pero, en realidad, no lo sabemos. Tal informe, por ejemplo, no lo encontré pero a lo mejor ya ha aflorado en algún libro del que no tengo noticia.

El hecho es que el asesino consumado que fue Rosenberg se espantó (tan delicado que era) de los relatos que le hizo von Strunck. «Ha sido testigo de terribles mutilaciones a los nacionales, a veces en formas que revelan patologías sexuales imposibles de describir». Se le cayó el alma a los piés, sin duda, al escribir que «el estado en el que se ha encontrado a las monjas asesinadas es terrible. Y resulta difícil hacerse una idea del modo en que se han profanado los altares…»

¿Moraleja? Los nazis no harían eso. Por supuesto, tampoco los «nacionales».  Si Rosenberg llegó a leer los informes del representante en España del Ejército de Tierra alemán, teniente coronel barón Hans von Funck, se habría llevado alguna sorpresa. También lo hacían los últimos, precisamente tras la toma de Toledo, operación que el corresponsal alemán había seguido antes de regresar rápidamente a Berlín por unos cortos días.  Von Funck pensó, ingenuo él que había vivido la guerra en el frente francés, que los soldados alemanes se desmoralizarían viendo semejantes salvajadas, cometidas por Dios y por la Patria. No anticipaba los horrores en los territorios del Este en los que Rosenberg tuvo tanto que decir pocos años más tarde.

De la forma en que von Strunck veía la guerra da cuenta su creencia de que los generales obtendrían la victoria y que el conflicto se resolvería en unos dos meses más. Curiosamente, esa misma impresión es la que dominaba en Moscú y la que tenía el presidente Azaña. La República estaba con el agua al cuello.

Rosenberg procuró adelantarse a los acontecimientos. El corresponsal  del Völkischer Beobachter debía explicar a Franco y a los líderes falangistas que en cuanto alcanzaran la victoria la Iglesia católica se apresuraría a lanzar «una salvaje campaña de difamación contra nosotros, la «Alemania pagana» «. Ya entonces  anunció que los nazis reconocían el catolicismo como religión del pueblo español y nadie deseaba inmiscuirse en ese terreno.

Es una de las pocas cosas en que Rosenberg demostró cierta intuición. También en el cuadro estratégico que hoy todavía no penetra en cierta literatura pro-franquista.  Lo reproduzco con sus propias palabras: «Una España aliada de Alemania significaría, a ojos de París, el desgarro de un flanco que siempre ha considerado seguro. Para Inglaterra supondría la posibilidad de que a las espaldas de Gibraltar gobernase en estas circunstancias un amigo de Italia». Las consecuencias que de ello extrajo fueron muy erróneas: «Los franceses y los ingleses harán todo cuanto esté en sus manos para, al menos, convertir a Cataluña en un estado de contención». Rien de rien.

Rosenberg era entonces el director de la Oficina de Política Exterior del partido nazi (APA) y se encontraba en una relación de fuerte competencia, típica de la organización del Estado hitleriano, con el Ministerio de Relaciones Exteriores, la Auslandsorganisation (AO) u Organización para el Exterior del partido  -que fue el canal por el cual los emisarios de Franco llegaron a Hitler en julio de 1936- y los agentes de von Ribbentrop, convertido en asesor aúlico de Hitler en materia de política internacional.

A juzgar por lo que en sus diarios escribió sobre la escena exterior Rosenberg no era un genio. Su destino apuntaba a otras latitudes. Por lo demás, mucho antes de ser ministro ya tenía una categoría igual a las eminencias que formaron el Gobierno nazi pero que Hitler no reunía en Consejo de Ministros.

Rosenberg conoció al pelota Johannes Bernhardt. Era el hombre de Göring en España y director de la HISMA. Se convirtió en la cabeza visible de los esfuerzos nazis por penetrar en las fuentes de la riqueza mineral española. Ya había asentado un sistema «moderno», explotador, de trueque comercial que implicaba la parca utilización de divisas escasas.  Con la bendición, lógicamente, de Franco, que nunca pudo superar su dependencia estructural de los suministros bélicos del Tercer Reich. Pues bien, según la entrada del 27 de noviembre de 1936, Bernhardt sugirió  que convendría traducir al español la segunda biblia nazi, El mito del siglo XX. Rosenberg dijo que no, que todavía era pronto para distribuir su opus magnum en el extranjero, aunque podría pensarse en traducirlo por si había que hacer uso de él rápidamente. Como es natural se tradujo y hoy está incluso disponible en internet, con descarga gratis y todo. Para interesados por las catacumbas intelectuales del Imperio de los mil años.

Alfred Rosenberg y temas españoles (I)

24 mayo, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

La editorial Crítica tuvo la amabilidad de enviarme hace algunos meses un ejemplar de los diarios de Alfred Rosenberg que publicó el año pasado. Reconozco que me ha costado trabajo echarle un vistazo. Rosenberg fue, junto con von Ribbentrop, uno de los personajes más repelentes del nacionalsocialismo. No es que este sistema se caracterizase por una élite amable. Asesinos monstruosos, sicópatas, borrachos, gánsteres de todo tipo abundaron en sus filas. Sin embargo, Rosenberg nunca se quedó atrás. Los vencedores lo ahorcaron tras el juicio a los grandes criminales de guerra en Nuremberg.

portada_alfred-rosenberg-diarios-1934-1944_jurgen-matthaus_201506011615Quizá por deformación profesional lo primero que he ojeado en los diarios es si hay referencias a temas españoles. Como es notorio, la dictadura franquista tuvo una especial relación con la Alemania nazi. De esta relación no todo se ha contado por falta de documentación relevante. Esta carencia es particularmente importante en ciertos aspectos sobre los cuales franquistas y neofranquistas han tendido a echar un velo pudoroso. ¿Dónde están, por ejemplo, las evidencias que demuestren las manifestaciones de la cooperación operativa entre las fuerzas represivas de la dictadura nazi y sus equivalentes de la española? Es obvio que debieron existir pero nadie las ha encontrado. Una casualidad.

Cuando en Alemania preparaba mi ya lejana tesis doctoral, aparte de consultar  Mein Kampf y el segundo libro de Hitler, eché un vistazo a la obra cumbre de Rosenberg, El mito del siglo XX. Si se me permite la expresión coloquial, un pestiño de mucho cuidado, difícil de leer, incoherente y a veces incomprensible, una entremezcla amarañada de estupideces, antisemitismo primario y «reflexiones» que pretendían continuar en el sendero de la obra de un pensador racista inglés H. S. Chamberlain, «El mito del siglo XIX». Desde entonces reconozco que tengo una aversión particular a Rosenberg.

Hay de él una biografía muy voluminosa escrita por Ernst Piper, hijo del famoso editor del mismo apellido, que a lo que parece agotó, más o menos, el tema. Confieso no haberla leído pero dado que Rosenberg fue uno de los pilares de la creencia nazi en una especie de religión de la sangre, que fue uno de los impulsores «intelectuales» de la Shoah y que además se empapó las manos en el horror como ministro a cargo de los territorios ocupados en el Este (amén de depredador consumado de cuantiosas riquezas artísticas), me parece muy adecuado que los diarios aparezcan ahora en versión castellana. Al fin y al cabo, en estos lares hay todavía excolaboradores del extinto CEDADE que campan por sus respetos como «historiadores» y que ya se han olvidado del pasado y/o de su pasado neonazi.

Rosenberg, aparte de antisemita furibundo, era profundamente anticatólico. No deja de tener su morbo que en los albores de la dictadura española hubiese falangistas (siempre tan modernos) que se confiaran a él mostrando su disconformidad con el tradicional dominio clerical en nuestro país.

En este sentido recomiendo la lectura de la entrada en los diarios correspondiente al 7 de octubre de 1938. Fue un momento interesante porque los franquistas estaban a punto de ganar la batalla del Ebro, Franco se había bajado literalmente los pantalones ante los nazis en demanda de más aviones, más armas, más municiones, !hasta pólvora!, y los alemanes se hacían los locos e insistían en que tenía que aceptar las solapadas inversiones en minas que ya habían efectuado mediante testaferros pero en contravención de las disposiciones «legales» vigentes. Un capitulito de las relaciones hispano-alemanas que, desde siempre, los historiadores pro-franquistas han distorsionado cuidadosamente.

Pues bien, en aquellos momentos visitó a Rosenberg un líder falangista no identificado. No sería difícil hacerlo acudiendo a la prensa de la época. Seguro que mencionaron su nombre. Naturalmente este probo falangista hizo la pelota al líder nazi. También dijo que el futuro de Falange descansaba en los obreros muchas de cuyas reivindicaciones podía aceptar.  Ya se sabe: «la revolución pendiente». Rosenberg se puso muy contento: la mezcla de nacionalismo y socialismo era el futuro. Con todo, no se recató de responder que las tradiciones alemanas tenían implicaciones muy diferentes a las españolas y que los nazis no querían ejercer influencia en estas últimas. Pero como en España siempre ha habido más papistas que el Papa o, en este caso, más nazis que los nazis mismos, el prohombre falangista soltó la idea de que el Papa (a la sazón Pio XI) era un viejo rojo-liberal y que lideraba una Internacional como la de los masones y los marxistas. La Falange, continuó, era católica pero no tenía la intención de someterse al papa de Roma. ¡Faltaría más!

Las estupideces de Rosenberg no merecen reproducirse en este blog (los lectores pueden consultar el libro en cualquier momento) pero el engolado dirigente nazi no olvidó el tema. En la entrada del 16 de septiembre de 1940 recogió algunos rasgos de una conversación que había tenido con Hitler. Era un momento en el que se esperaba la visita de Serrano Suñer en Alemania. Se trataba de la primera ocasión en la que el todavía ministro de la Gobernación (que obviamente tenía a sus órdenes a los policías que con entusiasmo suponemos delirante se dedicaban a cooperar con la Gestapo y las SS) visitaría el Tercer Reich, algo por lo que había suspirado un par de meses antes aun cuando fuese en secreto (en mi próximo libro abordaré el contexto que no fue como muchos historiadores pro-franquistas y pro-serranistas han descrito).

Rosenberg preguntó a Wilhelm Frick, la contraparte nazi de Serrano, cómo era el ministro español. Frick (compañero de horca Rosenberg en 1946) respondió que había tenido una educación jesuita. No lo sé. Serrano pasó su niñez en Castellón pero en ninguna de las biografías que de él tengo aparece a qué colegio fue). Entonces Rosenberg adujo que un falangista le había escrito durante la guerra civil diciéndole que por orden de Serrano le habían detenido por tener sus obras en casa. Hitler se echó a reir. «!Ah!, sus escritos!», exclamó.

Rosenberg debió de sentirse picado y replicó que él siempre se había entendido muy bien con José Antonio Primo de Rivera. Habían mantenido una conversación en la que había dicho a este último que el Tercer Reich no quería entrometerse en asuntos religiosos españoles. A Primo la idea le pareció excelente pero subrayó que el Papa era semejante a un líder masón y que España elegiría el suyo propio. ¡Caramba! Reconozco que es una veta del fundador de Falange que, en mi ignorancia, no conocía. Al menos no la encontré cuando ojeaba sus a veces incomprensibles escritos. Ello dio pie a Hitler a afirmar que sería muy deseable que todos los Estados católicos lo hicieran también. Sin duda, aparte de su anticatolicismo profundo, tenía muy en cuenta sus querellas con la Iglesia católica e incluso con la evangélica (la «Bekennende Kirche», BK)  que habían llevado a que los nazis favorecieran en todo lo posible un previo «movimiento» denominado de «cristianos alemanes» («deutsche Christen»).

Hay que recordar que la BK se había fundado en 1934 y que se consideraba como la auténtica Iglesia evangélica. En ella militaron figuras de gran relevancia histórica y teológica como los pastores Martin Niemöller y Dietrich Bonhoeffer (asesinado en un campo de concentración poco antes de que terminara la guerra en Europa). Los «cristianos alemanes», más nazis que cristianos, trataron de hacer la «machada» de conciliar una especie de «cristianismo» a su medida con los preceptos racistas oficiales. No lograron demasiado éxito, a pesar de todas las ayudas que recibieron. Alguno de los personajes nazis con más influencia en la España de Franco participó de esta mezcolanza contra natura, lo cual no impidió que su esquela lo silenciase cuidadosamente. Ya se habría, supongo, reconciliado con la Iglesia católica. Cosas que pasan.