Septiembre de 1936: la República tiene perdida la guerra (VI)

21 julio, 2020 at 9:20 am

A la República la salvó in extremis la intervención soviética a partir de octubre. Lo hizo con el guante que lanzó a la no intervención, con armas (viejas en un primer envío, modernas después), con asesores militares y de inteligencia, con petróleo y otros carburantes, con apoyo diplomático y, no en último término, con la posibilidad de utilizar la Banque Commerciale pour l´Europe du Nord para zafarla del sabotaje de la banca internacional. Nada fue inmediato. Tampoco gratuito. Se combinaron dos necesidades, la soviética y la española. Stalin no quería una revolución comunista en España.  Quería, en el marco de su política de disuasión, demostrar al fascismo que sus agresiones no quedarían sin oposición por la fuerza. No por amor a la República, sino por sentido de preservación. Un factor nada desdeñable. La necesidad española era más urgente y la describió, de manera insuperable, Julián Zugazagoitia.

La necesidad soviética exigía fortalecer a un Gobierno republicano que fuese aceptable para las democracias occidentales y a las cuales Stalin siguió cortejando a su manera. Estamos a mil leguas de la historia que cuenta la inmensa mayoría de los autores antirrepublicanos, sobre todo españoles, o que justifican la no intervención. Fue una apuesta a favor del fortalecimiento de la propia seguridad frente al zarpazo amenazador del fascismo. Sin embargo, transcurrieron casi tres meses para que la variopinta ayuda soviética se pusiera en marcha. Stalin siempre fue muchísimo más cauteloso que los dictadores fascistas. Ya lo subrayó, hace muchos años, Adam Ulam.


Homenaje a la URSS en la Puerta de Alcalá durante la Guerra Civil
| Cordon Press

Claro que, en España, el tiempo también había pasado y en modo alguno pudo recuperarse. Los aviones italianos y alemanes se dedicaron inmediatamente a trasladar tropas a la península. Actuación aderezada de algunos mitos. El primero, que Göring no tardó en aceptar la idea porque sería la primera vez que se estableciera un puento aéreo entre dos continentes. La afirmación del orondo general no está documentada y si la hizo fue, probablemente, a posteriori. Lo que sí está documentado es que ya se les ocurrió a otros. Desde individuos sin nombre conocido que dejaron huella en algunos papeles italianos hasta el propio Franco que pidió aviones de transporte a Berlín y Roma a los pocos días de llegar a Tetuán. Incluso el cantamañanas de Bolín no encontró mejor argucia que autopresentarse en sus memorias como el generador de la idea ya el mismo 19 de julio. Se han escrito, y siguen escribiéndose, muchas estupideces al respecto pero hoy sabemos que a todos ellos se les habían adelantado los monárquicos alfonsinos. Lo que todavía sigue contándose sobre Franco y Mola pasa por alto tan “pequeño” detalle. Tampoco se destaca la importancia de los transportes de material de guerra al teatro de operaciones del sur de la península.

Cuando se examina cierta literatura ennoblecedora de la marcha victoriosa de las tropas de Regulares o, ¡cielos!, del glorioso e inmarcesible Tercio de Extranjeros parece como si su combate en dicho teatro hubiera sido contra hordas de trabajadores y campesinos armados hasta los dientes, enfervorizados por anarquistas y, sobre todo, comunistas para oponerse con miles de ametralladoras a la fuerza de las ideas que impulsaban tamaños defensores de la civilización “cristiana”.

Pero, lejos de la mitología, ¿eran suficientes los tiros a mauser limpio o el crepitar de las ametralladoras que los “africanos” llevaban a cuestas?  ¿O los que tenían quienes se sublevaron guarnición tras guarnición, debidamente “trabajadas” a lo largo de los meses precedentes? Si bien se reconoce, negarlo sería una estupidez, que el de África era el más fogueado del Ejército español de la época, suele quedar en segundo plano que también era en Marruecos donde se almacenaban armas pesadas, repuestos, municiones y otro material de combate que hacían de él un poderoso ariete integrado en comparación con lo que existía en la península. Si se echa un vistazo a los informes de los agregados militares alemanes, franceses, italianos, británicos o a los del Deuxième Bureau en el Marruecos francés tal es la imagen que se desprende.

El 19 de julio, si no ya en la noche anterior, comenzó el traslado por barquichuelos de las primeras unidades de Regulares a las costas gaditanas; no tardaron en unirse al paso, en esta ocasión por aire, los transportados por los pocos aviones militares y civiles allegados por los sublevado; a la par comenzó la recluta de “moros”, aunque no faltaran quienes años antes habían hecho desangrarse a las tropas españolas en la interminable guerra colonial; finalmente, la propaganda por radio y prensa empezó a distorsionar la realidad de cara al extranjero. ¡Había que salvar a España de la inminente amenaza roja!

Se trató de actuaciones imprescindibles a la espera de los aviones italianos apalabrados y los resultados de las gestiones de Franco a través del agregado militar nazi en París o los de la misión que, ¿heroicamente?, había enviado a Berlín.

Cuando fue arribando el refuerzo aéreo nazi-fascista en tres etapas (el Junker de la misión berlinesa, los Savoia Marchetti iniciales y los aviones que Hitler prometió) la situación empezó a sonreir a los sublevados.  En la primera semana de agosto (una eternidad para algunos, en realidad ocho o nueve días después del golpe) empezó a funcionar una división del trabajo: los italianos atendieron al transporte, inmediatamente a las primeras actuaciones bélicas necesarias y los Junkers se concentraron en el traslado de tropas, pero especialmente de material de guerra. Solo hacia mitad de agosto recibieron autorización de operar contra los republicanos.

La propaganda pro-franquista magnificó los ditirambos sobre la aportación (supuestamente más que vital) del denominado “convoy de la victoria”. Que fue una aportación, es innegable. Que palidece ante la que transportó la aviación extranjera, también. El tan, en aquella época, enaltecido Mussolini fue fiel a los contratos firmados con los monárquicos el 1º de julio. Tal y como había decidido, envió las expediciones para cumplimentar los tres que quedaban y, al igual que pasó con la de los alemanes, su ayuda creció casi automáticamente. ¿Por qué? Sobre esto siempre ha habido tesis y contratesis basadas en algunos mitos bien instalados en la literatura pro-franquista.

Es sabido que ya el 4 de agosto, dos viejos conocidos, los jefes de los servicios de inteligencia militar nazi y fascista, el almirante Canaris y el general Roatta, se reunieron en Bolzano, en el norte de Italia,  para intercambiar opiniones. Quizá convenga destacar que la solicitud procedió de la parte alemana unos días antes, es decir, después de que ya hubiera llegado a Tetuán la respuesta de Hitler a la petición de Franco.

A raiz de dicha entrevista las dos potencias revisionistas, que ya se hallaban en proa a una aproximación estratégica y táctica con un futuro más que ominoso, se comprometieron a mantener intensos contactos al nivel de los dos jefes de inteligencia. Su resultado debió de reflejarse en incontables telegramas, hasta ahora no localicados que yo sepa. Por cierto que tal reunión tiene algunos antecedentes que, lo que son las cosas, ha pasado por alto  la historiografía pro-franquista que no ha salido de su letanía habitual, ya consagrada en plena guerra civil, sobre los contactos que antecedieron a la intervención nazi-fascista (léanse las memorias del superembustero marqués de Valdeigleisas), pero reconozco que se trata de  un terreno algo incómodo. Lo que  “mola” es la supuesta conspiración comunista y la “inevitable” intervención estalinista.

En el Centro Documental sobre el Bombardeo de Gernika se han recopilado datos sobre las operaciones de la aviación alemana durante los primeros meses de la guerra. Que yo sepa, pero puedo equivocarme, los guerreros de Franco no conservaron demasiadas estadísticas precisas sobre los envíos iniciales de hombres y material. De aquí que no convenga hacer abstracción de la documentación nazi (tampoco en otras dimensiones). Por ella se sabe que en los primeros veinte días los Junkers pasaron unos 2.850 hombres (no muchos, en realidad) con su material, municiones, repuestos y demás impedimenta (8.000 kilos) y que luego dieron prioridad a esta segunda parte (o se lo pidieron pero que, quizá por la manía de reducir tal “ayudita”, se subestima). En la semana del 17 al 23 de agosto se trasladaron 700 hombres con ya 11.650 kilos de material y en la siguiente 1.275 soldados con 35.300 kilos. Hubieran podido trasladar muchos más de no haber sido por la momentánea carencia de combustible, a pesar de que nazis y fascistas habían enviado desde el primer momento lo necesario para que sus aviones fuesen plenamente operativos desde el primer momento. En Bolzano se acordó que los italianos harían envíos por cuenta de Berlín, no en vano estaban más próximos a Marruecos. El combustible tenía que enviarse por vía marítima. Desde los puertos del norte de Alemania, llevaba más tiempo.  

Sustituir el análisis político por comparaciones contables no siempre es la mejor perspectiva, pero a veces estan resultan útiles. Por ejemplo, a finales de agosto de 1936 nazis y fascistas se intercambiaron resúmenes de los suministros efectuados. Los primeros habían enviado 26 Junkers de bombardeo con sus correspondientes tripulaciones; 15 Heinkel de caza sin ellas (suponemos que irían en barco o que los valientes pilotos sublevados estuvieron en condiciones de volarlos), 20 cañones y ametralladoras antiaéreos, 50 ametralladoras, 8.000 fusiles, 5.000 máscaras antigás más las correspondientes bombas y municiones. Por parte italiana se habían suministrado 12 cañones antiaéreos de 20mm con 96.000 proyectiles, 20.000 máscaras, 5 carros veloces con tripulación y armamento, 100.000 cartuchos para ametralladoras del 35, 50.000 bombas de mano, 12 bombarderos (tres más que a finales de julio), 27 cazas con radio, armamento y tripulaciones (todos llegados en agosto), 40 ametralladoras S. Etienne con 100.000 cartuchos, 2.000 bombas de dos kilos, 2.000 bombas de 50-100 y 250 kilos; 400 toneladas de gasolina y carburante; otras 300 por cuenta de Alemania y 11 toneladas de lubricantes. Naturalmente, pensar que unos y otros se confesaran tales datos a corazón abierto al comienzo de su amistad es debatible, pero no se trata de buscar la perfección.

No se trata porque, en todo caso, fueron inyecciones, todavía limitadas, a los stocks con que contaban los sublevados, si bien los elementos más importantes (aviones modernos o superiores a los existentes en España) no eran nada desdeñables. Y aquí es donde los traslados de material de guerra por los aviones alemanes debieron de quitar algunos dolores de cabeza a Franco, teniendo en cuenta que los nazis no eran como los fascistas que ya habían tanteado el terreno mucho antes del 18 de julio.

Por ejemplo, en la primera semana de septiembre los Junkers transportaron 1.200 hombres a la península con 36.850 kilos de material; en la segunda 1.400 y 46.800 respectivamente; en la tercera 1.120 y 39.0000 y en la cuarta 1.550 y 68.450. Sobre la importancia de estas cantidades puede discutirse, pero la presencia en suelo peninsular, en apenas dos meses y pico, de más de 5.000 fieros combatientes a los que gustaban el saqueo, la matanza  y las violaciones y su equipamiento adicional a los trasladados por vía marítima, tuvo que tener resultados óptimos frente a las depauperadas fuerzas gubernamentales en Andalucía y Extremadura y a los campesinos que dejaban sus hoces para empezar a manejar, como pudieran, armas algo más sofisticadas que las escopetas a las que, en el mejor de los casos, estarían acostumbrados.

Por lo demás, en octubre continuó la ayudita nazi sin la menor solución de continuidad. La prioridad siguió dándose al material (25.550 kilos y 1.600 hombres). Aunque las estadísticas alemanas no son necesariamente fiables, y el resumen final no es el que se obtiene de la suma de los suministros semanales, el total que los contables militares del Tercer Reich reseñaron fue de 13.520 hombres trasladados desde el 26 de julio hasta el 11 de octubre y 270 toneladas de material de guerra. La combinación entre unos y otros fue imbatible.  

La participación italiana, y luego nazi, en operaciones de bombardeo terrestre y marítimo es difícil que se hiciera en contra los deseos de Franco, a no ser que se encuentre documentación en la que este, virilmente, se pronunciara en contra. A servidor no se le ocurre pensar que obrasen sin contar con él. Es más, prontamente se reveló como un protegido muy exigente y, por ende, muy costoso. Satisfacerle planteó problemas operativos, en particular a los nazis. Italia tenía experiencia reciente en el envío a distancia de pertrechos bélicos y unidades de combate gracias a las campañas de Abisinia. El Tercer Reich, por el contario, se encontraba en proceso de expansión y de modernización de la Luftwaffe. Ni siquiera en la Gran Guerra la aviación del Kaiser se había visto inmersa en una actividad de tal volumen actual y potencial. Tampoco la Marina.

(continuará)

Referencias

  • Un análisis de la ayuda nazi-fascista inicial se encuentra en mi trabajo “Negociaciones sobre el apoyo nazi-fascista a Franco”, en Bombardeos en Euskadi (1936-1937), Centro de Documentación del Bombardeo de Gernika, 2017, pp. 21-64,  y en La soledad de la República.  
  • Los lectores que tengan la bondad de leer algo de lo que escribo observarán que siempre que me refiero a Bolín utilizo un calificativo  (“cantamañanas” o similar). Es lo más suave que se me ocurre. Koestler lo inmortalizó en sus memorias con otro y Southworth  hizo algo similar en su obra sobre Gernika. No lo sospecharían quienes se contenten con leer las banalidades que de él escribe un colega suyo en una revista de divulgación en este mismo mes, aniversario del 18 de julio.

EL NO BLANQUEAMIENTO DE STALIN

27 octubre, 2015 at 8:30 am

En el post de la semana pasada me referí al número extraordinario de HISPANIA NOVA que pondrá al descubierto el blanqueamiento a que han sometido la figura de Franco el profesor Stanley G. Payne y el periodista Jesús Palacios montándose al caballo de una presunta objetividad. Como el primero tiene a gala mostrar en su currículum alguna que otra incursión por la política soviética de los años treinta y cuarenta en relación con España me permitiré en este post llamar la atención de mis amables lectores acerca de una obra nueva sobre Stalin que combina tres características, propias de cualquier ejercicio historiográfico, de las que carece la mencionada biografía «objetiva».

StalinLa primera característica es que se trata de un libro no muy largo (con notas e índices no llega a las 400 páginas) que une los conocimientos aportados por obras serias previas sobre Stalin y la URSS de su tiempo y los que se derivan de un estudio sistemático de las fuentes primarias relevantes. Nuestros blanqueantes autores rehuyen lo primero y se pasan por el forro lo segundo.

La siguiente caraterística es que el peso de los argumentos descansa esencialmente en obras y fuentes rusos, prestando eso sí siempre atención a las aportaciones de autores extranjeros. Es lo normal en cualquier trabajo de historia nacional. Son los historiadores del país en cuestión quienes se encuentran en mejores condiciones para entender las fuentes y registrar las sinuosidades de una trayectoria política. Descartado el aficionado Palacios, hubiera debido corresponder a Payne la tarea de asumir la interpenetración de fuentes primarias y secundarias.

La tercera es que el autor de la biografía, Oleg V. Khlevniuk, tiene detrás de sí una obra impresionante caracterizada por el desbrozamiento continuo y permanente de fuentes primarias. Algo que el profesor Payne jamás ha hecho, ni probablemente se le ha ocurrido, en relación con las españolas.

Finalmente una cuarta característica que me ha llamado la atención es que Khlevniuk no alberga el menor recelo en referirse a Stalin con su título de vozhd. Es el que se le daba. Como a Hitler el de Führer o a Franco el de Caudillo o a Mussolini el de Duce. Nadie puede saltar sobre tales hechos.

¿Cuáles son los resultados? El primero es que Khlevniuk tiene buen cuidado de reconocer las principales aportaciones realizadas por especialistas extranjeros cuando todavía no se habían abierto los archivos soviéticos. Destaca, en particular, y en esto no puedo sino reconocer su acierto, las obras de Adam B. Ulam y Robert Tucker, que constituyeron hace ya muchos años mi primera introducción al tema.

El segundo es que Khlevniuk, historiador brillante y sumamamente cuidadoso, es muy consciente de cuando sus afirmaciones están basadas en EPRE y/o literatura secundaria y cuando por los huecos que existen en los archivos o por la inaccesibilidad de documentos -en general relacionados con las autoridades a cargo de la seguridad del Estado- ha de utilizar hipótesis insuficientemente contrastadas.

El tercero es la EPRE se utiliza siempre críticamente. Los documentos por sí solos no hablan. Hay que explorarlos con cuidado y en conexión con su origen, el contexto y las finalidades a que sirven. En todos los casos Khlevniuk dedica el espacio necesario a familiarizar al lector con interpretaciones lo más congruentes posibles.

En modo alguno se trata de una biografía blanqueadora de Stalin. Los rasgos caracteriales que fueron combinándose para integrar su personalidad se discuten extensamente. Su comportamiento se pasa por un estrecho cendal documental, tanto dado a conocer en la época como el que se refleja en sus papeles. Mal orador, solía dar órdenes, instrucciones y explicaciones por escrito. En ocasiones Khlevniuk lo contrapone con el que presentaba una propaganda obsesionante e invasiva del tejido social.

Estamos muy lejos de la actitud de Payne/Palacios de liquidar la responsabilidad del Caudillo en cuatro páginas por la represión multimodal que abatió sobre España desde 1936 a 1951 y que luego continuó con otros métodos, algo más «civilizados».

Nada de lo que antecede significa que Franco y Stalin fueran comparables ni en personalidad, comportamiento, objetivos y nivel y alcance de sus respectivas decisiones dictatoriales. El origen, contexto y situación geográfica y geopolítica de sus dictaduras no lo permiten.

De lo que se trata es de destacar hasta qué punto, y en el plano estrictamente deontológico y metodológico, la biografía de Payne/Palacios es falaz. Por lo demás, ninguno de ambos autores hubiesen tenido necesidad de a acudir a ejemplos lejanos porque uno más próximo lo tenían bien cerca: la biografía de Franco escrita por Paul Preston hace ya bastantes años. Los procedimientos heurísticos del historiador británico se asemejan, como es lógico, a lo que todo biógrafo serio suele hacer, al menos en lo que se refiere al conocimiento lo más exhaustivo posible de los archivos en los que se remansa la evidencia primaria relacionada con el biografiado y en la utilización juiciosa, que no sesgada, de la literatura secundaria.

En Rusia, como en España, los últimos veinte o veinticinco años han sido de floración de una literatura histórica de base empírica que ha puesto de relieve hasta extremos insospechados el funcionamiento de las respectivas dictaduras y el papel estelar que en ambas tuvieron los dictadores en la cúpula. También subsiste una literatura mediocre, apologética, generosa con respecto a ellos. Aberraciones para apaciguar los sentimientos de sectores sociales desvalidos al verse confrontados con sus pasados.

En español se han traducido varias biografías de Stalin (no siempre buenas) e incluso algún autor español se ha atrevido a escribir una de por sí. Entiendo, sin embargo, que la biografía de Khlevniuk necesitaría una traducción urgente. La versión en inglés es brillante y si no se hiciera del ruso directamente podría acudirse a la publicada en un idioma más asequible.

Aviso a los navegantes: cuando yo estaba haciendo mis pinitos por los archivos moscovitas años atrás, Khlevniuk fue una de mis referencias. Sus interpretaciones de la relación entre Stalin y la guerra civil, que era el objeto de mi investigación, se vieron perfectamente documentadas en la EPRE que pude localizar. Para Khlevniuk el episodio no era ni es marginal. La experiencia española aceleró la paranoia de Stalin contra una eventual «quinta columna» y encontró su reflejo en la aceleración del terror de los años 1937 y 1938. El tratamiento que de este período no ya oscuro sino oscurísimo y desgarrador ofrece Khlevniuk es, en mi opinión, una de las aportaciones más brillantes, y desasogantes, del libro.

La referencia es: Olg V. Khlevniuk, Stalin. New Biography of a Dictator, traducción del ruso de Nora Seligman Favorov, Yale University Press, New Haven y Londres, 2015.