Un testimonio, poco conocido, del horror en la zona sublevada

26 febrero, 2019 at 8:25 am

Ángel Viñas

 A lo largo de la preparación de mi próximo libro no he dejado en ningún momento de llevarme sorpresas. Algunas relacionadas directamente con la investigación. Otras, por motivos aleatorios. En este post quisiera rescatar de la oscuridad un libro -tirado a 500 ejemplares solamente- que me envió un colega por indicación de un amigo mío. Se trata del testimonio de un periodista y escritor asturiano, huido a México en 1937, y del que servidor no había oído hablar jamás. Confieso, paladinamente, me ignorancia. Como es lógico, tras leer el libro que es objeto de este comentario acudí en demanda de auxilio a Mr Google. Gracias a él, y a la magia del Internet, pude enterarme de algunas cosas sobre su biografía. Está incluso, con una entrada muy sosa, en es.wikipedia.org. Su libro se encuentra en alguna que otra biblioteca del Principado y hay referencias a él, desperdigadas, en un cierto número de obras. Tengo, sin embargo, la sensación de que quienes lo mencionaron no habían leído el libro en cuestión.

ESPAÑA A HIERRO Y FUEGO. Diez meses con los sublevados. Editorial Norte. México. 1938

 Se trata de la obra de un tal Alfonso CAMIN, titulada ESPAÑA A HIERRO Y FUEGO. Diez meses con los sublevados. Se publicó en México en 1938 en una editorial llamada Norte y, en edición facsimilar, se ha republicado en Asturias por una, supongo, pequeña editorial denominada Alto Nalón, en Pola de Laviana. Le acompaña un corto prólogo de un antiguo minero, Albino Suárez, admirador confesado de la obra -ingente- de su paisano y que, en mi modesta opinión, no pone suficientemente en valor la importancia del libro, sus afirmaciones y las cuestiones que sugiere. Terminó de imprimirse el 12 de diciembre de 2012 en el XXX aniversario, se afirma, del fallecimiento del autor.

La obra tiene 430 páginas y narra en estilo directo, sin florituras, las “aventuras” del autor desde el Madrid inmediatamente antes del estallido de la sublevación en julio de 1936 hasta su huida a Portugal, desde Galicia, diez meses más tarde. Sin sospechar nada de lo que se preparaba se había ido de la capital en coche, conducido por un chófer, a pasar las vacaciones en su tierra y se detuvo en Palencia a visitar a unos amigos. Es en esta adormecida ciudad donde le despertó el estruendo de las bombas y el crepitar de los fusiles y ametralladoras.

Fue el principio de un largo viaje a lo largo del cual pasó por León, El Ferrol, Coruña, Ribadeo, Burgos, Luarca, etc y en el que atravesó innumerables momentos de angustia y pocos de alegría. No sabemos si llegó a tomar notas -algo peligroso- en las circunstancias o si retuvo sus vivencias en la memoria. Tampoco si adornó el relato, en el que con múltiples señales y detalles recogió el horror que fue presenciando en los distintos lugares por los que pasó en la zona sublevada y, singularmente, en Asturias.

A pesar de la facilidad de la escritura, aunque de calidad poco arrebatadora, y de dar casi siempre cuenta de las personas con las que trató, se hace difícil -desde la salva distancia de más de 80 años- de comprender el cúmulo de barbaridades que describe. Si solo la mitad de lo que cuenta respondiera a los hechos, la ferocidad y salvajismo de los actos de represión contra los republicanos, liberales, masones, comunistas y socialistas supera fácilmente una gran parte de la literatura testimonial que conozco.

La impresión, muy nítida, que se desprende es que la sublevación militar y falangista (no olvidemos que Camín empezó a presenciarla en Castilla la Vieja) es que una especie de odio y de rabia acumulados durante años derrumbó todos los modos de convivencia ciudadana que habían regido hasta entonces. Burgueses de derechas, guardias civiles, soldados del remplazo y oficiales y suboficiales del Ejército, presas de un ansia asesina, empezaron a pasear, fusilar, detener y humillar a quienes creían enemigos de la PATRIA. Daba igual su edad, su sexo o su condición, muertos sin contemplación alguna por los guardianes de la futura nueva España.

La lectura de tales atrocidades, continua, sin compasión alguna para el lector, pronto se hace difícil y no tengo reparo en afirmar que, después de un centenar de páginas, hube de continuarla en pequeñas dosis.

Una reimpresión de la obra hubiera debido llevar, en mi opinión, una presentación crítica, hecha por algún historiador asturiano o castellano, que pudiera dilucidar hasta qué punto muchas de las atrocidades encajan con el comportamiento de los sublevados y cuáles podrían haber sido fruto de la imaginación del autor. En definitiva, una edición crítica.

Es posible que en los lugares por los que Camín viajó persistan memorias de las barbaridades cometidas en aquellos años, en general sobre víctimas presentadas como absolutamente inocentes.

Para mí, el texto de Camín corrobora lo que siempre he escrito acerca de las atrocidades cometidas por los sublevados. Siguiendo las instrucciones de Mola, se trataba de descabezar toda posibilidad de resistencia aniquilando a las autoridades políticas y administrativas republicanas, ya fueran provinciales o municipales; destruyendo la capacidad de reacción de las masas obreras mediante el asesinato de los responsables sindicales y de partidos y, no en último lugar, dando un sajo sangriento en el cuerpo social, de manera más o menos indiscriminada siempre que fuese entre las masas izquierdistas, para inducir un estado de shock paralizante e inhibidor de toda posibilidad de resistencia.

Curiosamente, Camín no apoda a los sublevados como era costumbre en aquellas fechas en plan de facciosos o fascistas, sino que utiliza constantemente un adjetivo desorientador: a todos ellos les calificó de “negros”.

Sería un tanto irresponsable reproducir varios de los episodios que narra Camín. Me contentaré con indicar dos. El primero se refiere a la toma de Luarca. En el combate cayó herido el comandante de Carabineros que defendía la plaza. Fue hecho prisionero y condenado a muerte, pero se le dejó en el hospital para fusilarlo apenas pudiera ponerse en pie. El comandante se extrañó. Curarle para después fusilarle era cosa de rufianes. El era un hombre y pidió que le fusilaran inmediatamente. Se le concedió su deseo. La ejecución tuvo lugar en domingo. Acudió a presenciarla la “buena sociedad”: el cura, los señoritos, el banquero, las beatas y las mocitas histéricas a la salida de misa. El comandante no podía moverse. Estaba herido en el vientre. Se le trasladó en una silla hasta las paredes del cementerio. Se le arrimó al muro. Entonces el pidió que se le diera permiso para mandar el piquete de ejecución y exclamó: “¡Yo no deshonro el uniforme! ¡Yo no soy un traidor! ¡Viva la República! ¡Viva el Ejército de la Nación! ¡Carguen!, ¡Apunten!, ¡Fuego!”. Es posible que haya quedado algún recuerdo. La memoria. Es difícil, aunque no imposible, que alguien escribiera algo al respecto.

El segundo se refiere a una de las visitas que Camín hizo a A Coruña. Había allí numerosos presos, lo lógico en una ciudad que los sublevados tildaban de “roja”. Por ella pasó en una ocasión el general Cabanellas. Al comunicarle los presos que había se mesó airado la “blanca barba masónica. ¿Y qué hacéis con ellos? Lo que usted diga, mi General. En cuanto yo me vaya, que no quede uno”.

Esto es congruente con una de las anotaciones que José María Iribarren, el primer narrador del golpe de Mola, escribió en el margen de su libro, secuestrado por la autoridad militar tal y como hemos descrito en EL PRIMER ASESINATO DE FRANCO. Iribarren señaló que Cabanellas tenía la costumbre de viajar -no estaba ya al frente de tropas y había sido nombrado Inspector General del Ejército- y por los lugares que pasaba solía preguntar si había prisioneros. Cuando la respuesta era afirmativa, la orden que daba era siempre la misma. ¡Caramba con el general que había tenido fama de ser republicano!

En algunos de los posts del año pasado hice algunas sugerencias que, naturalmente, no espero que las autoridades a que iban dirigidas tomasen en cuenta. Ahora bien, teniendo en cuenta lo que va a pasar en Andalucía, con la derogación de la ley andaluza de Memoria Histórica, una de las más avanzadas en su género, pienso que tal vez los responsables de la Autonomía asturiana bien podrían encargar, en este año del ochenta aniversario del final de la guerra -que no de la campaña-, una edición crítica de esta obra de Camín. ¿Inventó cosas? ¿Describió correctamente lo que había visto? ¿Qué se recuerda, de nuevo la memoria histórica por medio, en las colectividades por las que hizo su gira en medio de las llamas y horrores de la España sublevada?

Y, en todo caso, como imagino que los 500 ejemplares de la editorial Alto Nalón estarán ya agotados, ¿no podría reimprimirse o -al menos- digitalizarse la obra del escritor asturiano?