Hay que embaucar a jefes y oficiales

9 marzo, 2021 at 8:30 am

ANGEL VIÑAS

Desde hace años vengo defendiendo una tesis muy precisa: la historiografía patria sobre la República y la guerra civil, tal y como se configuró durante la dictadura y cómo continúa perviviendo en algunos ámbitos castrenses y políticos de la actualidad, es esencialmente un caso de PROYECCIÓN: es decir, atribuye al adversario (o al enemigo, en la terminología de Carl Schmitt, siempre bienquisto de los intelectuales que hicieron pachas con los sublevados) comportamientos propios a la vez que los presenta como una aberración que era imprescindible estirpar. Llegué a tal conclusión hace varios años y me apresuré a indicarla en mi libro LA OTRA CARA DEL CAUDILLO, tras consultar con una médico siquietra de formación alemana y británica. Ciertamente, poco influenciada por las mores españolas.  Desde entonces, investigaciones posteriores no han hecho sino reforzarla. Claro que es posible que quizá ya no dé para más, pero lo cierto es que no he leído nada que me haya hecho cambiar de idea y eso que servidor, creyente firme en la inexistencia de las historias definitivas, está siempre dispuesto a modificar mi opinión, si se ofrece la EPRE adecuada.

Los lectores de este blog quizá recuerden una serie de posts que hace algunos años publiqué bajo el título general “Sobre las justificaciones primarias del 18 de julio”. Entonces me basé esencialmente en una crítica acerada de lo que se había publicado sobre la supuesta “necesidad” de la sublevación y en autores que todavía hoy no sé por qué continúan haciendo “autoridad”. B. Félix Maiz fue uno de ellos. Ciertas historias oficiales, como la primera no ya oficial sino oficialísima de los orígenes de la guerra civil publicada por el Servicio Histórico Militar en 1945, reforzaron tal idea: los marxistas -diabólicos- iban a levantarse en armas y lo más granado del Glorioso Ejército Españolhubo de prevenirlo para impedir que España poco menos que se convirtiera en una nueva República soviética. No de otro tenor lo argumentó el Dictamen que aquella luminaria jurídica del “nuevo Estado” que fue Serrano Suñer se esforzó en que escribiera una mezcla de intelectuales, políticos, funcionarios, conspiradores de 1936 y JURISTAS adictos. Hoy ya no suele citárselo abiertamente, pero la tesis continúa haciendo estragos. A pesar de que los historiadores más avispados de derechas hayan desviado la atención desde los malvados comunistas a otros no menos malvados, pero más acordes con las necesidades políticas e ideológicas del presente. En general, los socialistas de izquierda. Ya hemos visto cómo los gerifaltes del Excelentísimo Ayto de Madrid han procedido simultáneamente contra Francisco Largo Caballero y su “oponente”, Indalecio Prieto, mezclándolos en la misma salsa ideológica. Que no se diga que los ilustres concejales que apoyaron la moción de un desconocido militante de VOX se anduvieron con remilgos. ¡Al pozo, los dos!

En esta perspectiva, no me llevé una gran sorpresa al hojear los nada polvorientos legajos en que se conserva una probablemente pequeña porción de la propaganda sediciosa que se difundió dentro del Ejército durante el período 1934-1936. Fue captada por las vigilantes antenas de la Sección Servicio Especial (SSE), del Estado Mayor Central, que disponía de  redes muy tupidas en todas y cada una de las guarniciones ubicadas a lo largo y a lo ancho de la geografía patria. Resultó que lo que el Dictamen y el SHM habían escribieron después en páginas inmortalizadas ya para todos los tiempos respondía a la misma lógica que imperó en los años 1934 a 1936.  

A la oficialidad potencialmente levantisca, a sus jefes y a algunos de sus generales se les inundó con una lluvia completamente ridícula. Prevenía de todos los males posibles que se derivarían de una revolución roja inminente, impulsada desde Moscú. Algunas de estas estupideces refulgen todavía hoy en Internet. No es de extrañar. En 1965, lo he escrito muchas veces, el tan alabado canciller de la dictadura, Fernando María Castiella, no tuvo el menor inconveniente en prologar, con su pluma y con su autoridad, las memorias de uno de los periodistas y conspiradores de la época, Luis A. Bolín, corresponsal del venerable ABC en Londres y muñidor, por encargo del señor marqués de Luca de Tena, del famoso vuelo del Dragon Rapide.  Algunas de sus páginas, en las que Bolín se refirió a  las barcazas llenas de armas soviéticas que remontaban el Guadalquivir para distribuirlas a las hordas rojas de los pueblos vecinos, merecen el equivalente de un premio Nóbel de la sandez y una mención muy honorable en el libro de los disparates de Guinness. Que yo sepa, Bolín -que también había hecho de las suyas en torno a la leyenda divulgada por la dictadura sobre la destrucción de Gernika- nunca fue desautorizado. Antes al contrario.

Con todo, mentiría si ocultase que no me he llevado sorpresa tras sorpresa. Es lo que ocurre cuando se bucea sin respiración asistida en las profundidades de la EPRE. Siempre creí, por ejemplo, que la leyenda de un Béla Kun sanguinario (siempre con las atrocidades de la República roja en Hungría a sus espaldas) espoleando a las huestes comunistas en España había sido una invención del maestro Goebbels, sin duda uno de los agitadores, propagandistas y cuentistas más hábiles de todos los tiempos. La difundió aquel compendio de “trolas” y pre-trumpismos que distribuía la Wilhelmstrasse bajo el título de Deutsche diplomatisch-politische Korrespondenz a la prensa internacional.

¡Me equivoqué! Los supuestos viajes de Béla Kun a España hicieron tilín-tilín a varios periódicos, casi todos de derechas, por no decir de la derecha más cerril, y llevaron a algún servicio de inteligencia a preocuparse por sus devaneos. Gracias a Fernando Hernández Sánchez me enteré de que hasta el augusto MI5 (el servicio de contraespionaje británico) había creado un dossier sobre Béla Kun. Está disponible para el público como ejemplo de lo que puede dar una política durable de apertura de documentos sobre sus actividades durante los años treinta y cuarenta y que se dirigieron contra agentes soviéticos y nazis principalmente. (Siempre he dicho que los españoles deberíamos aprender algo de los rectores de la política archivística británica y poner a disposición de la Administración correspondiente los medios necesarios para sostenerla).

Pues bien, en dicho dossier se recogieron noticias no solo de la prensa británica y otras sino también alguna comunicación con los colegas franceses del correspondiente servicio. El resultado está un poco embarullado pero al final, ¿qué resulta? Pues que la idea nació en Cataluña y, probablemente, de alguno de los conspiradores más enfebrecidos del lugar. De allí se extendió a toda Europa y no valió que Béla Kun lo negase a través de la prensa francesa, afirmando que él no se había movido de Moscú. Todavía no hace tanto tiempo, distinguidos autores españoles de la derecha más rancia se hacían eco del subterfugio e incluso alguno le dio toda su bendición.

Sobre la utilización en tan preclara historiografía de fuentes tan sospechosas como Je suis partout o Action Française no me extenderé demasiado: los creadores de tales trumpismos avant la lettre pasaron en su  mayoría entusiasmados a la colaboración con el ocupante nazi en los años cuarenta, pero militares e historiadores españoles han seguido acudiendo a ellos. Que no se diga que los bulos no tienen larga vida. Banon y QAnon no han inventado nada. Simplemente han aplicado nuevas tecnologías y de la misma manera que hay idiotas que se las creen en USA también hay parecida gente que se las cree (o que hace que se las cree) en nuestro amable país.  No daré nombres.

Como no soy novelista tampoco he entrado a especular en lo que podría pasar por las cabezas de los inteligentes mandos de la SSE (en una época en que en el EMC tronaba el superglorificado general Francisco  Franco) al leer los opúsculos que se distribuían por los cuartos de banderas de las guarniciones de toda España. Cabe pensar en dos posibilidades: a) que se alegraran un montón; b) que no hicieran nada. No son incompatibles entre sí. En la primera alternativa, se sentirían llenos de alborozo. Al fin y al cabo Franco estaba abierto a todas las posibilidades. En la segunda, porque daría muestras de su proverbial sagacidad. Que se calentasen otros. Cuanto más, mejor.

También, si fuese novelista, especularía hasta qué punto habría estado enterado el entonces ministro de la Guerra y distinguido líder de la CEDA Don José María Gil Robles. ¿Sería posible que malvados militares izquierdistas evitaran que no se le tuviera al corriente de lo que circulaba por los cuarteles? Estaba rodeado de conspiradores de derechas, pero quizá la Masonería podría haberse infiltrado, insidiosa, entre sus fieles. La pluralidad de escenarios de novela barata que cabe diseñar es muy amplia.

Retengamos, pues, dos cosas: 1ª a los militares, temerosos del futuro de la PATRIA, se les suministraron dosis masivas de sopa boba y 2ª los jefes se callaron cuidadosamente dejando que el tiempo siguiera obrando su obra destructora. Malas cosas ambas pero, sobre todo, para la República. No, por supuesto, para quienes estaban decididos a ofrendar sus vidad (y las de los demás, preferentemente) para salvar a España.  

PS: Por cierto, mañana miércoles se pone a la venta mi último libro, EL GRAN ERROR DE LA REPÚBLICA. En el próximo post seguiré con la diferencia entre historia y novela.