UNA PUGNA CONTRA LA DISTORSIÓN: INVESTIGANDO EL PASADO (II)

6 abril, 2021 at 8:38 am

Ángel Viñas

Ya he indicado que cuando me enfrenté a la tarea de escribir mi tesis doctoral flotaba entre dos mundos. Lo que en la RFA se escribía sobre la intervención nazi en la guerra de España tenía poco que ver con lo que se publicaba en la RDA. El único camino a seguir era ir a los archivos. Cuando a ellos regresé a principios de este siglo, había aprendido muchas cosas. Un pensamiento de Pascal me acompañó: «  Vérité en deçà des Pyrénees, erreur au delà ».  No hay que entenderlo en sentido estrictamente geográfico, aunque muchos lo han hecho. Si los alemanes, los británicos, los franceses, los norteamericanos escribían y reescribían su historia acudiendo a evidencias primarias, ¿por qué no podríamos hacerlo nosotros? Además, las viejas certidumbres que seguía prodigando una tras otra Ricardo de la Cierva (el hombre de la “historia definitiva”) chocaban con lo que ya afloraba en ciertos sectores de la historiografía extranjera. Nuevos enfoques, nuevas metodologías, nuevas áreas del pasado atraían la atención. Volver a los archivos fue, para mí, la cosa más natural del mundo.

En una ocasión, creo que hacia 2005, para leer algo ligero en el tren de regreso de París a Bruselas compré una novela de Michael Crichton, Timeline. A ella me he referido en las conclusiones de un libro colectivo, El primer asesinato de Franco. Es una novela de ciencia-ficción, traducida al castellano bajo el título de Rescate en el tiempo. De vez en cuando la releo en mi Kindle. En ella un grupo de arqueólogos que trabajan en una excavación en la Dordoña hacen un viaje hacia lo que era aquel lugar al principio de la guerra de los cien años. Se encuentran con que muchas de las tesis que mantuvieron durante la excavación no se correspondían a la realidad de aquel tiempo remoto. ¡Qué no daríamos los historiadores si pudiéramos sumergirnos en el pasado!

En aquel momento estaba inmerso en una recogida masiva de documentación en archivos  franceses, públicos y privados.  Había fotografiado masas de documentación en otros países. Con frecuencia incompleta. Comparar la EPRE que iba descubriendo con lo que se había escrito en la historiografía española y extranjera pronto me advirtió de las consecuencias de dos trampas.

La primera es, en puridad, del género idiota: el pasado no existe. Lo que existen son “representacionesE del mismo. Pero, ¿de qué dependen esas representaciones? De la cultura en sentido amplio y del tiempo en que escribe el historiador. Es obvio que nadie que escribe ahora sobre la República o la guerra civil se ha pasado por las amplias frondosidades del pasado y podido picar en ellas las flores que más bonitas le parecieron. Y aún así, es difícil que hubiese tenido acceso a todos los niveles de decisión e intelección que generaban documentación  y papeles hoy en  archivos. Olvidémonos, en passant, de lo que escribieron los periodistas del momento como fuente fundamental para la comprensión del pasado.

La segunda trampa es que “reconstruir” fielmente todo un lienzo del pasado (no el pasado entero que es de por sí inabarcable) es imposible: lo que se hace es un “acercamiento” al mismo manejando una especie de linterna intelectual para iluminar ciertos sectores o ciertas vetas con la esperanza de que sean más o menos importantes para no distorsionar el pedacito de pasado que se investiga.

A principios de este siglo la producción bibliográfica sobre la guerra ya era inmensa, pero pocos los autores que habían entrecruzado la documentación almacenada en una docena de archivos (y este número fue aumentando progresivamente) de varios países.  Me dí cuenta de que, en buena medida, la tarea del historiador empírico (aplicando la conocida máxima de Rosa Luxemburgo: zu sagen, was ist, bleibt die revolutionärste Tat, en castellano: “decir lo que es, sigue siendo la acción más revolucionaria”) consistía en separar el trigo de la paja pasando las afirmaciones de la historiografía por el cendal de la evidencia primaria relevante de época allí donde es posible.

Naturalmente hay dos consideraciones que no cabe dejar de lado: es raro que la EPRE que logre encontrar el historiador no adolezca de huecos y lagunas. Por consiguiente, la “representación” en ella basada siempre tendrá sombras; en segundo término, el historiador no debe inventar nada. Lo que le interesa es alumbrar el proceso por el cual ciertos hechos, y no otros de entre diversas posibilidades, fueron los que habían llegado a existir. En mi último libro, lo he ejemplificado de gracias a los versos de un bello poema, The Road not Taken, del gran poeta norteamericano Robert L. Frost. 

Siempre me pareció que para el período que amaneció con los años treinta del pasado siglo el desafío más importante estribaba en analizar las conexiones entre el régimen republicano, la guerra civil y el franquismo. Tarea repleta de “trampas saduceas”, porque los planteamientos que se encuentran en la historiografía (me refiero a la que tiene pretensiones de seriedad, no a las fantasías difundidas por una propaganda que recuerda con frecuencia a la que distribuyó a espuertas el maestro Goebbels) suelen situar en el mismo capítulo el antes de la contienda como el preludio inexcusable de la guerra civil misma. Que antecedió a esta en el tiempo es innegable, pero ¿qué causalidades existieron? Sobre la discusión entre historiadores (no entre aficionados) siempre se añadió el peso muerto de lo que he denominado el “canon franquista”:  una serie de afirmaciones cuasi dogmáticas que postulaban una estrecha causalidad entre los dos períodos y explicaban la guerra como el resultado inevitable del trecho anterior.  Tal canon sigue estando presente en la sociedad española de nuestros días, aunque menos en la historiografía profesional.

Tras escribir una pentalogía (el último tomo con Fernando Hernández Sánchez) y tres libros (uno de los cuales con mi primo hermano Cecilio Yusta y el Dr. Miguel Ull, fallecidos durante la pandemia) en los que puse bajo la lupa el comportamiento de Franco y su participación en la conspiración, mi perplejidad no había disminuído.  Aunque sin duda cometí errores (en realidad,  si empezara de nuevo con lo que sé hoy escribiría ciertos capítulos de forma y con pesos diferentes) las tesis fundamentales no las he visto refutadas con documentos nuevos que permitan rechazarlas. En el bien entendido de que no hay nadie en el planeta que escriba historia definitiva. Personalmente me ha cansado de clamar por la apertura completa de los archivos oficiales y el acceso a ciertos archivos personales.

Todo investigador sabe que encontrar EPRE no es una tarea sencilla. Depende de muchos factores: ante todo, y sobre todo, del azar. Por mucho que se hayan catalogado los archivos, el resultado no siempre es lo suficiententeme instructivo para todos los puntos de la paleta de interrogantes. Y los españoles, por desgracia, sufren de un mal congénito: carencia de recursos en materia de personal, organización y catalogación. No son dificultades insuperables aunque las conoazco de primera mano ya que, desde que por edad dejé la Universidad en 2012, no me he dedicado a otra cosa.

A lo largo de este periplo (sé muy bien que el de otros historiadores es más largo,  pero servidor ha tenido la suerte de haber seguido otra carrera  y atendido a las exigencias de otra profesión),  he ido identificando ciertos ámbitos cruciales.  En estos, la desinformación promovida por la dictadura, y alentada por ciertos medios periodísticos y en las redes sociales en la postdictadura, se ha empeñado en realizar frecuentes maniobras de distorsión. Incluso se han acentuado a lo largo de los últimos años, con desparpajo y desvergüenza crecientes.  Creo que uno de los ámbitos más significativos es el de los orígenes de la guerra civil y su inserción en las coordenadas internacionales de la época.  Porque de él se desprenden muchas de las representaciones del pasado que siguió.

(continuará)