Los camelos políticos e históricos de hoy no son cosa nueva: tienen antecedentes directos en la publicística española (y VII)

27 diciembre, 2022 at 8:31 am

ESTA SERIE ESTÁ DEDICADA A LA MEMORIA DEL PROFESOR RICARDO MIRALLES, CATEDRÁTICO DE HISTORIA DE LA UPV, EN EL RECUERDO Y CON MI ADMIRACIÓN

Ángel Viñas

El anticomunismo militante de la guerra fría permitió a la dictadura superar las dificultades tras el conflicto mundial. El abrazo del “amigo americano” hizo el resto. Se silenció el costo. Lo que se ofreció a los españoles fue alguna que otra secuela del “desarrollismo” que el agotamiento de las divisas impuso al Generalísimo. Cuando se “desmandaban” se añadieron muchos palos y ejecuciones meditadas.

La transición echó abajo las instituciones y numerosas plasmaciones políticas del franquismo. No planteó la necesidad de enfrentarse con la historia ya acuñada. El tema se dejó, menos mal, en manos de los historiadores, liberados por fin de la censura. Eso sí, reparaciones materiales e inmateriales (pensiones, reconocimiento de grados del Ejército Popular, devolución de activos a las organizaciones y sindicatos prohibidos durante el franquismo), aspectos nada despreciables, ocuparon la atención.  La memoria de los masacrados pasó a segundo término.

Abordemos ahora esta memoria.

Historia y memoria no son términos antitéticos. En primer lugar, porque ningún historiador puede afirmar que todo el pasado esté contenido exclusivamente en evidencias. En segundo lugar, porque la memoria o el recuerdo de hechos pueden aportar testimonios fundamentales para responder a ciertas preguntas -cambiantes- que se plantea la sociedad. En tercer lugar, porque para determinados sucesos, como las ejecuciones no regladas, los recuerdos grabados a fuego pueden ser esenciales. Finalmente, porque las modernas técnicas ligadas a las exhumaciones de fosas y a su interpretación arrojan conocimientos de los que no queda constancia escrita o memorial.

Tres puntualizaciones sobre las ejecuciones no regladas. La primera es que son incontrovertibles. Francisco Espinosa abordó los mecanismos burocráticos ideados para encubrir las que salpicaron la “justicia” de uno de los grandes asesinos de la contienda: el general Queipo de Llano en Sevilla.  La segunda es que los propios verdugos dejaron huellas. La tercera son los testimonios de los descendientes, la muestra más intensa que cabe imaginar.

Daré un ejemplo de las segundas. Lo tomo de una circular de instrucción titulada “Evoluciones de la guerra en España vistas desde el Ejército del Sur”. Su autor fue un sanguinario teniente coronel, ligado muy de cerca al asesinato del general Amado Balmes y protegido desde entonces por el “Glorioso Caudillo” de quien fue distinguido botafumeiro. Hoy olvidado. Se refirió, en particular, a la campaña inicial en Extremadura en la cual (cito literalmente)

“pequeños grupos en audaz marcha caían sobre un pueblo, vencían la resistencia localizada en las torres de la iglesia, y al son de las campanas al repicar se izaba el Pabellón Nacional y se nombraba la nueva Gestora Municipal. Ya no era preciso más. Unos muros de tapial y unos centinelas aseguraban la tranquilidad pública”

¿No es suficiente? Sí, para los destinatarios, que participaban en los asesinatos unos tras otros. También para el historiador. Se hacía una limpieza mediante fusilamientos más o menos masivos. ¡Al diablo las normas! Es muy notable que a tamaño carnicero la ciudad de Badajoz lo nombrase, junto a otros asesinos de mayor porte, Queipo de Llano y Yagüe, hijo adoptivo. Fue el jefe de la única división (la 21) que retrocedió en el campo de batalla. Una ignominia. La sentencia del consejo de guerra subsiguiente no la aceptó Franco. Desde el Cuartel General emergieron órdenes para que se rebajara de tal forma que pudiese seguir en el Glorioso Ejército Nacional.  Había que pagar una deuda y Franco hizo honor a ello. No solo entonces. También después.

Las preguntas que se hace un historiador desprejuzgado pueden, en mi opinión, articularse en torno a la argumentación siguiente:

El pasado no existe. Ha desaparecido. No podemos reconstruirlo en su totalidad. Tenemos que acercarnos a él a través de evidencias. Estas no son solo documentales. También son las arqueológicas clásicas (se han utilizado desde tiempo inmemorial). Hoy, sin embargo, han entrado en acción las que se derivan de la aplicación de ciencias y técnicas afortunadamente mucho más duras que la historia. La medicina y sus numerosas subdisciplinas; la física; la química; la biología; la genética; la ciencia de los suelos, la arqueología de los campos de batalla, etc. Sin olvidar, otras menos duras, pero esenciales como la sociología, la sicología social y la antropología, en un abanico que cada día que pasa se amplía más y más.

Es decir, el conocimiento del pasado se ha hecho más complejo y también más contingente. En contra de lo que suele afirmarse no depende esencialmente de la ideología de quienes lo investigan, ni siquiera de la versión dominante en un momento determinado, ni de las modas que cambian a lo largo del tiempo. Tampoco depende de cómo se resuelva el eterno problema entre la objetividad y la subjetividad -ya sea a nivel individual o, si se me apura, social. Los hechos determinados por procedimientos propios de las ciencias naturales son hechos duros. Exigen una explicación que, con el tiempo, cambia porque el progreso de las ciencias duras se ha acelerado en el curso de los últimos cincuenta años.

Muchos lectores de mi generación recordarán el caso de la supuesta hija de los zares que, según afirmaba, pudo sobrevivir a la matanza de la familia imperial. Fue por el mundo bajo el nombre de Anna Anderson. La interpretó, en una emocionante película dirigida por Livak (Anastasia, 1956), nada menos que Ingrid Bergman. Muchos siguieron creyendo en ella hasta su fallecimiento. Sin embargo, la comparación años después de muestras del ADN de la familia de los zares con el de uno de los familiares de Anna muestra que esta fue, al fin y al cabo, una impostora. Esto es algo que se había dicho desde el primer momento.  Eso sí, conoció detalles de la vida en familia de los zares que algunos consideraron como exactos. Otros no.  Engañó a medio mundo durante un montón de años.

A mí me impresionó, cuando daba mis primeros pasos en historia, uno de los libros del conocido historiador francés Emmanuel Le Roi Ladurie: Montaillou. Siguió esencialmente un procedimiento tradicional, en su caso, los documentos de uno de los procesos de la “Santa” Inquisición, en este caso francesa, contra los herejes cátaros. Le Roi Ladurie se sirvió de ellos, y de otras evidencias, para reconstruir la vida, acciones, odios y amores que caracterizaron la vida de los habitantes del pueblecito occitano. Un tour de force que lo hizo mundialmente famoso.

En la actualidad, los análisis por medio de ADN han servido para identificar a muchas víctimas de la represión franquista, olvidadas en fosas, y restaurar su recuerdo y su dignidad.  Con ello han aparecido, en la historia, hombres y mujeres, mujeres y hombres, cuyo rastro se había perdido. Los enfoques teóricos y metodológicos subyacentes algunos historiadores no lo aceptan.

Hoy, las ciencias duras, aplicadas al conocimiento de facetas ocultas hasta hace veinte o veinticinco años en el estudio de la represión franquista (también, ¿por qué no?, de la republicana), han abierto el capítulo más avanzado en el estudio de la guerra civil y de sus consecuencias.

En medio de la marejada de datos y conocimientos proporcionados por tales ciencias duras quien al final los interpreta es el historiador: hijo de su época y que en ella actúa. Si la Historia (con mayúscula) aspira en nuestros días a ser algo más que literatura o relato (algo que suelen defender quienes no son historiadores) tiene que recurrir a los resultados que proporcionan nuevas técnicas muchísimo más sofisticadas que las que existían cuando empezó a asentarse sobre modos de pensar científicos, es decir, en el siglo XIX.

En términos muy generales podría afirmarse que la “representación” o las “representaciones” dominantes en los individuos que forman una colectividad en un momento del tiempo son su memoria del pasado. No tiene necesariamente aspiraciones científicas, no se vale de los instrumentos y mecanismos que escudriñan un tiempo inexistente, pero sí se ve influida por los factores culturales, políticos, técnicos e ideológicos de quienes las albergan y, naturalmente, de su entorno.

Tales “representaciones” dejan huellas. Serán objeto de estudio, como parte de la Historia (con mayúscula), por las generaciones futuras. Sus contornos son fluidos y terminan esfumándose con los individuos que las mantuvieron. No así sus resultados.

¿Un ejemplo? En la sociedad española de nuestros días no hay “memoria” de la guerra de la independencia o de la guerra de Cuba. Hay, simplemente, Historia, es decir, representaciones elaboradas, confrontadas con los “hechos”, comprobadas y discutidas por los historiadores de todas las manifestaciones del espectro intelectual e ideológico a lo largo del tiempo. Cuando entre ellos se llega a un amplio consenso tales “representaciones” dejan de serlo para convertirse en HISTORIA.

La memoria, por su parte, resultado de aquel proceso individual, cuando se exterioriza, lo que hace es complementar o iluminar realidades que no han quedado fijadas adecuadamente por otras evidencias. También esta traslación encierra trampas. Como para el caso del Tercer Reich han mostrado Harald Welzer y su equipo la memoria individual, exteriorizada o transmitida, puede pasar a integrar una memoria familiar e incluso intergeneracional y chocar con la historia aceptada y enseñada.

Así, pues, no tengo ni idea (nadie puede tenerla) de lo que pensarán de la guerra civil y de la dictadura franquista las generaciones futuras. Tampoco del uso que en tales momentos se dará a los conocimientos acumulados o debatidos por la nuestra. Ahora bien, el historiador genuino tiene el deber profesional de fijarlos en su tiempo.

No existe, en consecuencia, eso que algunos llamaban (pienso en Ricardo de la Cierva) o incluso siguen denominando hoy “historia definitiva”. Lo que existe es un proceso social cuyos resultados podemos y debemos ir estableciendo en cada momento. Es inútil, desde este punto de vista, hacer mucho caso de los “relatos” motivados por finalidades ideológicas, políticas, de lucha por “imponer” una determinada interpretación en oposición a otras alternativas. Son ocupaciones efímeras. Como las interpretaciones de Isabel II que dominaron el relato histórico hasta que llegó Isabel Burdiel para asentar una reinterpretación basada en un acopio de evidencias que muy pocos habían logrado acumular hasta que escribió su biografía -y la de su tiempo- la historiadora valenciana.

Los esfuerzos de la publicística franquista, profranquista o neofranquista, ya sean realizados por políticos, periodistas de medio pelo, se escriban en libros o se comuniquen por la red, están -en mi modesta opinión- destinados al fracaso.

En la medida en que uno puede estar seguro de algo, las interpretaciones sobre la República, la guerra civil y el franquismo que hoy se enfrentan en el presente continuarán teniendo respuesta por parte de los historiadores del futuro. Como las “representaciones” profranquistas son ya en gran parte invalidables por el recurso a evidencias (documentos, fosas y técnicas de interpretación disponibles), mi impresión es que no prevalecerán. La Historia, en contra de lo que se afirma sin mucha reflexión, no la escriben los vencedores. La escribirán los historiadores del período en el futuro.

En esta perspectiva, la reciente Ley de Memoria Democrática debería contribuir de forma muy sustancial. Simplemente porque facilitará la mejora de las “representaciones“ del pasado de las que podamos disponer de cara a ese futuro. No extraña el temor que suscita en ciertos sectores, en particular ligados a las derechas españolas, incapaces hasta hoy de asumir lo que choca con sus interpretaciones extraídas, en ocasiones, de bazofias supuestamente documentales. No en vano, como se ha dicho y repetido hasta la saciedad, el pasado es un país extraño. 

También ayudará la LMD porque facilitará la divulgación, en la enseñanza reglada, de los sueños, ilusiones y actos de generaciones de españoles olvidados por la historia oficial que fue creándose antes de la guerra, en la guerra y después de la guerra. 

En todo caso, cualquier historiador español o extranjero que quiera decir algo nuevo, o contravenir la versión oficial franquista o neofranquista, no puede dejar de trabajar en los archivos y fosas adecuados. Los archivos foráneos están hoy abiertos, con algunas excepciones perfectamente identificadas. Los españoles empezaron a abrirse en 1976. Su apertura continúa. Se ha acelerado en los últimos años. También la LMD vigorizará la identificación y apertura de fosas.

¡Ójala se la dote de los mayores medios y recursos posibles, personales, técnicos y materiales! Simplemente porque los archivos y las fosas, las fosas y los archivos, son, en último término, parte esencial de la memoria de un pueblo, de una nación, y también en el caso español, de la de todos. Como ocurre en otros países europeos, latinoamericanos, asiáticos o africanos.

FIN de la serie

¡FELICES FIESTAS DE NAVIDAD Y DE AÑO NUEVO A TODOS LOS AMABLES LECTORES! VOLVERÉ CON USTEDES DESPUÉS DE REYES.