HAY QUE CONTENER LA EXPANSIÓN DEL FASCISMO (II)

1 marzo, 2016 at 8:33 am

Ángel Viñas

Las memorias de Maisky deberían ser de lectura obligada para los estudiosos de las relaciones internacionales, en particular las de los años treinta y cuarenta del pasado siglo. También para los que quieran aprender algunas técnicas diplomáticas que no suelen alumbrarse en libros convencionales. En ellas aparecen, por lo demás, las interioridades, vistas eso sí por un observador exterior, de una de las políticas, la de apaciguamiento de los dictadores fascistas, que mayores controversias ha despertado, y sigue despertando, en la historiografía. Maisky no pretendió escribir historia. Simplemente pretendió escribir un diario y lo hizo, como era lógico, con cautela y las debidas alabanzas a Stalin. Cuando cayó en desgracia, los diarios no podían ser, en principio, una prueba automática de su presunta deslealtad.

Soviet-finnish-nonaggression-pact-1932Con todo, el lector no debe llamarse a engaño. Maisky escribió como un diplomático soviético creyente. Defendió a ultranza el sistema soviético y, como buen marxista, anticipó su triunfo, prácticamente casi irremediable, para el siglo XXI. Eso sí, sin que necesariamente ello supusiera el colapso total del capitalismo. También creyó que este disponía de mecanismos que favorecerían su adaptación a circunstancias cambiantes.

Por ello, cuando tuvo que explicar a sus interlocutores británicos, y en especial a Eden, con el que siempre tuvo una buena amistad, que la política soviética hacia la guerra de España no se orientaba por conseguir el triunfo de un sistema para-soviético en la península y que, desde luego, una revolución comunista no estaba a la vuelta de la esquina, no traicionó ni a sus creencias ni a la orientación que entonces seguía el Kremlin.

Lo que estaba en juego en España era la posibilidad de establecer un muro de contención contra la expansión fascista. A decir verdad, la necesidad de este muro se había hecho sentir mucho antes. El profesor Gorodetsky, gran editor y comentarista de los diarios, señala que en sus actuaciones en Londres, el embajador siguió la pauta que marcaba Litvinov, comisario de Relaciones Exteriores. Litvinov había detectado el peligro fascista desde 1931 pero le costó más de un año convencer a Stalin de que la subida de Hitler al poder en 1933 hacía que, en último término, una guerra europea resultase inevitable. La primera manifestación del giro autorizado por Stalin tuvo lugar en diciembre del mismo año, cuando Litvinov empezó a abogar por la conclusión de un pacto regional de defensa mutua dentro del marco de la Sociedad de Naciones. Encontró un alma gemela en el entonces secretario de Estado permanente en el Foreign Office, sir Robert Vansittart, jefe del servicio diplomático de SM.

Ambos, señala Gorodetsky, compartían la creencia en que las relaciones personales desempeñaban un papel señero en la diplomacia de la épca. De Vansittart aprendió Maisky la importancia de hacer filtraciones orientadas con el fin de ejercer presión. Pronto dominó a la perfección tal arte y lo aplicó tanto hacia los eventuales receptores británicos como hacia su propio Ministerio y, en particular, hacia Stalin.

Ideas que él tenía y que sabía que compartían algunos de sus interlocutores británicos (Vansittart, Eden, Churchill, etc.) las pergeñó en sus despachos y telegramas como si hubiesen procedido de estos últimos. Su objetivo no era engañar a sus superiores sino convencerlos de la necesidad de practicar adaptaciones tácticas, singulares, en momentos determinados para mantener firme la estrategia de contención del fascismo. Incluso, en la segunda guerra mundial, cuando estaba en albis de lo que deseaban Stalin y su nuevo comisario de Relaciones Exteriores, Molotov. Nunca abandonó la idea de que, en la pugna contra el fascismo, los intereses británicos y soviéticos coincidían en lo esencial. Gorodetsky ha hecho un señalado favor a sus lectores al comparar los diarios, los despachos y las ideas que circulaban en la capital soviética.

Aunque Maisky llegó a Londres el 27 de octubre de 1932 los diarios empiezan en julio de 1934. El 16 de noviembre ya anotó que todo lo que estaba ocurriendo en Alemania apuntaba hacia una guerra europea, la quisiera Hitler o no. El Tercer Reich se había convertido en el foco de mayor peligro en Europa. Toda su labor se dirigió, desde entonces, a despejar el camino para un posible pacto británico-soviético. No lo logró hasta los años de la segunda guerra mundial.

Maisky siempre creyó que la élite británica, con su acusado pragmatismo, terminaría comprendiendo que, más allá de las discrepancias ideológicas, los hechos, tozudos, hablarían un lenguaje contundente. Lo hicieron, pero demasiado tarde. Y, desde luego, cuando España había dejado de ser un irritante para la política de apaciguamiento.

El embajador soviético fue siempre muy crítico de Chamberlain. También de sus antecesores, Ramsay MacDonald y Stanley Baldwin. Cuando la guerra civil no era ni siquiera una vaga posibilidad en el horizonte, ya señaló el 10 de febrero de 1935 que la política de ambos estadistas había estribado en decir a Hitler: déjanos en paz a nosotros y a los franceses y haz lo que quieras en la Europa del Este. El problema, para los soviéticos, es que la Europa del Este se encontraba pegada a sus fronteras. Desde entonces las medidas hitlerianas más importantes apuntaron, para Maisky, en solo una dirección: la guerra.

La diferencia con sus anfitriones radicó siempre en que estos, como Eden llegó a admitir ante Litvinov, que los británicos no se creyeron del todo el carácter esencialmente agresivo de la política nazi. Gorodetsky no escatima críticas a los mandarines del Foreign Office que recomendaban, en aquellos años anteriores a la guerra civil española, la necesidad de hacer concesiones al Tercer Reich. El fallo británico no fue solo de los políticos. También lo fue de los «expertos». Quien esto escribe salvaría, sin embargo, a un diplomático que no aparece en las páginas de Maisky. Quizá no lo trató o tal vez se encuentre en la versión completa de los diarios.

No era, desde luego, un desconocido y los soviéticos tuvieron que tener muchos contactos con él, siquiera a un nivel inferior al del embajador. Fue el director general del Departamento de la Europa del Norte, un eminente sovietólogo hoy completamente olvidado. Se llamaba Laurence Collier. En plena guerra civil española alertó a sus colegas y superiores que en la Península la URSS estaba dando una batalla contra el peligro fascista y que no entraba en su política entonces buscar un asentamiento en España.

Naturalmente, no le hicieron el menor caso (tampoco a Vansittart a quien Chamberlain terminó enviándolo a un retiro dorado a principios de 1938). Se conservan, no obstante, apuntes de alguno de los colegas fascistizado de Collier que, con esa suavidad característica de la prosa diplomática interna de la época, se hacía preguntas acerca de sus lealtades. ¿No se trataría de un «infiltrado» del Labour Party? Ni que decir tiene que, cuando estalló la guerra europea el destino de Collier no fue de los más rutilantes. Embajador ante el Gobierno noruego en Londres en el segundo conflicto mundia y después. Casi diez años. Había cometido el pecado mortal de tener razón.

Por lo demás, Maisky no tardó en exponerse a otra de las convenciones de la época, en particular cuando sir Samuel Hoare (más conocido como posterior embajador de SM en la España vacilante de la segunda guerra mundial) fue ministro de Exteriores. Le rodeó de tantas melosidades que había que ponerse en guardia necesariamente porque el mensaje iba a ser, con toda seguridad, desalentador. Pero Maisky, el 6 de noviembre de 1935, no se dejó engañar. Si la Unión Soviética se oponía a la agresión italiana en Abisinia era porque quería dar una advertencia a posibles sucesores en el futuro. Italia no era un agresor muy serio pero en Europa había otros que sí lo eran…

Bajo este signo la guerra civil y la intensificación del apaciguamiento fueron los dos obstáculos en los que Maisky tuvo que poner a prueba su habilidad, tenacidad y correosidad, cualidades que nunca vienen mal a un diplomático en tiempos difíciles.