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Sobre las justificaciones primarias del 18 de Julio (VI). Días de gloria y días de ocaso

19 abril, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

El carácter estúpido de las referencias a «fuentes» de los posts anteriores en relación con los bolcheviques y la Komintern se confirma no solo a través de la exploración de cada una de ellas, lo que alargaría esta serie. Baste con recordar que, a pesar de todas las proclamaciones del SHM y recogidas de forma ampliada por Félix Maíz, lo que pasaban por servicios de información de los sublevados (y luego del franquismo) fueron incapaces de identificar a los delegados de la Komintern en España y ni siquiera se dieron cuenta de que tras el tan mencionado Ventura se ocultaba, simplemente, Jesús Hernández. En realidad, los posts que anteceden reflejan una de las «justificaciones primarias» de la sublevación, pero no hay que olvidar que esta justificación no tardaría en adquirir una importancia incluso mayo y que hechos sucesivos la potenciaron hasta el infinito.

Captura de pantalla 2016-03-21 a la(s) 11.36.14En la jerga militar y política de los primeros años de la dictadura la guerra fue proclamada, orgullosamente, como «guerra de liberación». ¿De quién? Esencialmente del yugo comunista que hubiese atenazado a España de no haber sido por los valientes patriotas que se alzaron contra aquella amenaza existencial.

La intervención soviética en la contienda se presentó como la lógica continuación de las maniobras que la Komintern había llevado a cabo durante los años de paz. Con respecto a la intervención misma a partir de julio de 1936 eminentes historiadores militares franquistas exageraron sus dimensiones, su significado político y su papel. En ello siguieron las pautas propagandísticas que difundía el Eje por doquier y a las que se atuvo la contrapropaganda de los sublevados. El análisis daría para un libro, además de los dos ya mencionados de Southworth. No en vano desde el Madrid de la victoria, capital del futuro Imperio franco-falangista, se proclamó a voz en grito en todas las declinaciones posibles que en España había estado en juego el futuro de la civilización occidental. La Iglesia católica española colaboró con entusiasmo. Su caso es más comprensible. Había sido víctima de una repulsiva ola de violencia durante los primeros meses de la sublevación.

Desde la histérica exageración del asalto «comunista» a la España eterna tres acontecimientos posteriores a la guerra civil cogieron a la incipiente dictadura con el paso cambiado. El pacto germano-soviético de agosto de 1939. El estallido de la guerra europea tras la invasión nazi de la católica Polonia y el envío de la «División Azul» al frente del Este.

La línea argumental se descompuso entonces en tres grandes direcciones. La primera, y más sustantiva, fue la de que el régimen español fue siempre anticomunista desde su instauración y que así permanecería contra viento y contra marea. Nunca se había dejado engañar por los cantos de sirena del Kremlin y no se dejaría en el futuro. Ni en 1939 ni en 1941. (Implícitamente esto significa que otros, sí: léase británicos y norteamericanos un tanto bobalicones). La segunda dirección, corolario de la anterior, fue la teoría de las «tres guerras»: España era «neutral» en el Oeste, combativa contra el comunismo en el frente del Este y mera espectadora en el Pacífico. No engañó a nadie pero la teoría sirvió de hoja de parra mínima, todavía elevada por algunos historiadores profranquistas a la categoría de «gran estrategia». La tercera dirección acentuó el anticomunismo ferviente desde 1936. Ganó en intensidad con Franco autoelevado a la dignidad suprema de «centinela de Occidente» como el único hombre de Estado que había ganado al comunismo por las armas en la mano y en campo abierto, mientras se acogía encantado a la sombra protectora de Estados Unidos en plena guerra fría.

Representativa de toda esta argumentación (podría fácilmente acudirse a otros ejemplos) es el relato que Luis Antonio Bolín trazó, con toda desvergüenza, en su engañoso libro España. Los años vitales. En mi opinión debería republicarse con un buen estudio introductorio y las notas correspondientes. Bolín siempre fue desmesurado en sus mentiras. Así, con la mayor cara dura, aludió a fantasmagóricas muestras de la ayuda soviética a los comunistas españoles antes de la salvadora, y salvífica, sublevación militar de 1936. Algunos de sus párrafos provocan sonrojo. (Como solo tengo la edición en inglés, destinada a mantener encendida la llama de simpatía por el régimen franquista entre la derecha británica, me referiré a ella).

Combinando inteligentemente supuestas vicisitudes personales y un cuadro general pintado a la medida, Bolín -uno de los creadores del mito de Guernica- no tuvo el menor reparo en echar mano a algunas de las estupideces del SHM y/o de Félix Maíz: así, por ejemplo, al VII Congreso de la Komintern y sus supuestos planes sobre España (p. 144) o a los ditirambos cantados en loor de la URSS (pp. 145s). No pudo faltar la mención al envío de egregios agitadores soviéticos (en primer lugar Bela Kun, un canard que se remontaba a una intoxicación nazi coetánea) pero también otros para mi desconocidos (p. 149).

Bolín, ignoro si sentando un precedente o como mero «pelota» del SHM, no dejó de enfatizar el programa de las izquierdas de cara a las elecciones de febrero de 1936. Con él, aportación fundamental, entremezcló las aterradoras visiones que se desprendían de los supuestos planes de la Komintern (p. 150) y que después tanto hicieron las delicias de algunos profesores «objetivos». Esta entremezcla muestra la suprema desfachatez del excorresponsal de ABC, pero que yo sepa nadie se ha molestado en destacarla.

La cereza sobre el pastel la representó, en otro golpe de audacia, su acusación de que en mayo de 1936 armas bastante más contundentes que pistolas, mosquetones y escopetas (que las izquierdas habrían blandido en el desfile del 1º de mayo en representación de unidades de combate dotadas con 150.000 hombres, de grupos de resistencia con otros 100.000 y de sindicatos que contaban con 200.000 más) habían sido transportadas por barcos soviéticos a Sevilla y Algeciras (p. 151). ¿Se lo imagina el lector? Barcos que descargarían, hemos de suponer, a lo largo de las riberas del Guadalquivir o pegados al Estrecho armamento algo más pesado que el ligero. ¿Ametralladoras?, ¿cañones?, ¿tanques?… No es de extrañar que en el elegante hotel Claridge, tranquilamente pero jugando sucio, Bolín discurseara afirmando que en algún momento cualquier alzamiento nacional podría estallar ante el riesgo inminente de una sublevación comunista (p. 153).

Me permito recordar que el libro de Bolín, en un alarde de coordinación, se publicó simultáneamente en castellano (Espasa Calpe) y en inglés (Cassell) en 1967 y que la edición española contó con el apoyo del insigne ministro de Asuntos Exteriores Don Fernando María Castiella (un ancien de la División Azul y Cruz de Hierro) y con un apéndice, el VI, en el que se reprodujeron varios papeles relacionados con el «oro de Moscú».

Esto no fue ninguna casualidad. A las maniobras soviéticas para desencadenar una revolución rojísima en España y a la ayuda vital a una República no menos roja, para mantenerla en vida en función de los aviesos designios del Kremlin, el franquismo añadió desde 1936 hasta 1975 el mito del oro. El gran expolio perpetrado por la «escoria de la nación» para satisfacer a sus amiguetes o jefecillos soviéticos. (El lector que desee conocer cómo la dictadura trató tal tema puede acudir al segundo capítulo de mi libro Las armas y el oro. Palancas de la guerra, mitos del franquismo. Lo más probable es que se ría). Todo fue en vano. El mito del oro se disipó en el cielo azulado de las camisas falangistas (¿alguien recuerda a algún Gobierno español que lo haya reclamado oficialmente?).

Sin embargo las maniobras soviéticas para lanzar la revolución y mantener una guerra no menos revolucionaria dejaron de interesar políticamente a las autoridades españolas tan pronto como se afianzó la transición, desapareció la censura y se instauró la libertad de expresión. Hoy solo mantienen matices o resabios de aquellas tesis algunos historiadores norteamericanos poco al día de la literatura española. Lo que había sido una de las más importantes justificaciones primarias del 18 de Julio llegó a su ocaso operativo. En la actualidad cabe ojear obras de autores muy conservadores y antirrepublicanos y no leer apenas algo interesante al respecto.

La justificación principal, y hoy ya casi única, fue la segunda: la anarquía, el hundimiento de la ley y el orden, las oleadas de violencia registradas en la primavera de 1936. Fue coetánea de los hechos. ¿Quién no ha oído hablar de los discursos de Gil Robles y de Calvo Sotelo en las Cortes denunciando todas las vesanias del Frente Popular? Y, como corolario, dos tesis presentadas como si fueran afirmaciones bíblicas: el Gobierno republicano dejó hacer a las turbas porque, en el fondo, también quería una revolución.

En definitiva, hubo que torcer un poco la dirección del navío historiográfico. A la mayor gloria de la VERDAD, única e indivisible.

Sobre las justificaciones primarias del 18 de Julio (V). El Servicio Histórico Militar sienta cátedra para el futuro

12 abril, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

Hoy los historiadores sabemos que todas las afirmaciones del testigo Félix Maíz recogidas en los posts anteriores en relación al «vector kominterniano» o soviético no corresponden a los hechos. La cuestión es saber si: a) repitieron los esfuerzos de intoxicación de los conspiradores, militares y civiles, para mejor preparar el golpe y anudar voluntades en favor del mismo; b) los copió de algunos esfuerzos anteriores a sus «memorias»; c) se los inventó. Las tres posibilidades no se autoexcluyen. Quizá se trató de una combinación. En cualquier caso, como muestran los ejemplos de los profesores Suárez Verdeguer y Togores, tienen influencia hasta la más rabiosa actualidad.

Captura de pantalla 2016-03-21 a la(s) 11.21.08Sin haber realizado un análisis más en profundidad, que se escaparía de los propósitos de este blog, me inclino a pensar que la clave se encuentra en las dos primeras alternativas. En la primavera de 1936 es sabido que los conspiradores (quizá la trama civil esencialmente) circularon octavillas y papeles entre los militares. Algunos incluso se entregaron a diplomáticos británicos (en un caso, muy conocido, la embajada los transmitió a Londres en donde se manifestó un gran escepticismo). Probablemente se potenciaron las noticias que aparecían constantemente en la prensa de derechas sobre presuntos manejos comunistas. Más tarde, cuando estalló la guerra civil y se produjo una explosión propagandística en Francia para mantener en la más absoluta neutralidad al Gobierno de París, mucho de lo que se publicó en el país vecino se importó como «prueba» de los aviesos designios de Moscú sobre España. También se inventaron (probablemente de la ardiente fantasía de Tomás Borrás) los documentos que analizó Southworth y que pretendían probar definitivamente la conspiración comunista.

Como es sabido en Francia se los creyeron algunos militares. En el Reino Unido no tuvieron tanta suerte. Pero, para entonces, las máquinas propagandísticas nazi y fascista ya se habían lanzado a todo trapo denunciando los manejos moscovitas para encubrir su propia ayuda a Franco. Para defender, por supuesto, la civilización occidental. No lo olvidemos.

Todo esto nos lleva hacia el ámbito bien estudiado de la propaganda y contrapropaganda respectivas pero no es lo que nos interesa aquí. Gracias al Señor, existe la prueba concreta, firme, sin fisuras de que el mito de la revolución comunista, inspirada por Moscú, formó parte integrante de los primeros esfuerzos intoxicadores de alto nivel que llevó a cabo la dictadura tan pronto como terminó la guerra civil.

En el período de oscilación entre neutralidad benevolente a favor del Eje, no-beligerancia más benevolente aún y vuelta a la neutralidad en 1943, pero también con amplias concomitancias con el Eje, las autoridades militares, supongo que bajo el control de Franco o de sus inmediatos sicarios, se lanzaron con paso decidido y firme el ademán en sentar para el futuro lo que fue realmente la Guerra de Liberación y, en particular, sus antecedentes. Porque es en los antecedentes en donde estaba, y sigue todavía, la fuente de todos los males y, para enderezarlos, de todos los bienes que sobre la devastada España derramó Franco a manos llenas.

Así, el Estado Mayor Central del Ejército publicó en 1945 el primer volumen de lo que había de ser la historia del conflicto. Se trató de un tocho de 457 páginas en un formato mas bien grande. Impreso en rústica. Sin alharacas. Como correspondía a un régimen que, gravemente y consciente de la importancia de la obra, se aprestaba a describir lo que le impulsó a aparecer en la historia. Con mayúsculas.

De las 457 páginas nada menos que 243 (el 53 por ciento) se dedicaron a abordar los antecedentes remotos (es decir, la trayectoria histórica de España y las luchas civiles del siglo XIX —me complace señalar que no fue necesario remontarse a los tiempos visigodos) y los antecedentes próximos (la crisis europea entre 1876 y 1936, la Restauración, la Regencia y el Reinado de Alfonso XIII)—.

Las restantes páginas se dedicaron a la República y de estas el período crucial, el del Frente Popular, ocupó de la 423 hasta el final. Treinta páginas para poco más de seis meses. El análisis pormenorizado de sus tesis exigiría un largo artículo académico. Afortunadamente, no es el caso que que se examina en esta serie de posts. La apelación al vector soviético es prácticamente una constante. Medite el amable lector en, por ejemplo, los nueve puntos siguientes.

1.º Tanto el Gobierno de Azaña como el de Casares Quiroga carecieron de autoridad sobre las masas. Estas «solo obedecían las consignas de Moscú y aun en muchos casos las rebasaban para seguir únicamente a sus instintos depravados» (p. 423). La misma tesis la repitió Félix Maíz, como hemos visto. Por consiguiente, nuestro estimado testigo no hizo sino constatar, en su testimonio, la veracidad de aquellas aseveraciones de los militares franquistas. Cabe suponer que, entre ellos, habría habido incluso alguno que hubiese vivido el período de anteguerra. Al fin y al cabo, solo habían transcurrido nueve o diez años.

2.º El lector recordará las presuntas consignas de la Komintern de febrero de 1936. Como fueron las que «encauzaron» la evolución posterior Félix Maíz las destacó basándose en su experto conocimiento de los manejos de la III Internacional. Pues bien, podríamos establecer la hipótesis de que, en realidad, no hizo más que copiarlas de los heroicos historiadores militares que, con autoridad, decisión, sin pelos en la lengua, se hicieron eco de aquellas consignas en lo que habría de ser la obra magna del servicio (pp. 425s). Para que no hubiese la menor duda repitió tan malvada estrategia en 1976. No debe extrañar por consiguiente que tal apreciación histórica haya merecido todos los parabienes de, entre otros, el profesor Togores.

3.º Como es lógico, y en función de las directivas moscovitas, el Gobierno del Frente Popular no tardó mucho en atender a las instrucciones que llegaban de fuera. Los historiadores militares no se atrevieron a pensar de que a lo mejor los sicarios de las logias y los vendidos a Moscú podían sospechar de generales «patriotas». No. Lo que ocurrió es que hacia el mes de marzo «empiezan a cumplirse las consignas rojas acerca de la depuración de mandos del Ejército» (p. 427). Afectaron, no podían por menos de recordarlo con lágrimas de cocodrilo, a los generales Franco y Goded. Pero les salió, añado yo, el tiro por la culata. Lo tenían bien merecido por malvados. Goded, Franco y otros no se resignaron a cruzarse de brazos. Por el bien de España.

4.º Esto era lógico. Los inteligentes y agudos historiadores militares recordaron que Franco se había convencido desde hacía tiempo «de la locura que presidía la política española … Solo él conocía lo cerca que estuvo España… de la implantación del comunismo» cuando la revolución de Octubre (p. 428). Es decir, que en octubre de 1934 España estuvo en un tris de ser anegada ya por la marea moscovita. Si lo sabría él, que había pasado las noches en vela estudiando los telegramas que recibía de Asturias en su soledad en el Palacio de Buenavista.

(¡Ah!, que no se me olvide. Los «pelotas» del SHM introdujeron un dato de importancia capital. Era Franco quien había encargado a Mola de la dirección del Movimiento como su hombre de confianza (p. 429). En 1945 era de todo punto imprescindible dar un pellizquito a la historia porque con las oscuras nubes que se amontonaban en el horizonte era absolutamente preciso hacer todo lo posible para no reducir lo más mínimo la inmensa significación histórica del inmarcesible Caudillo).

5.º Pero es que, además, nada menos que un prohombre, un estadista, de la talla de Calvo Sotelo había denunciado el 16 de abril de 1936 «la progresiva sovietización de España» (p. 435). Y, como es obvio, Calvo Sotelo no podía estar mal informado. Sobre todo porque esa sovietización se palpaba en la calle.

6.º Coincidiendo con un período de desmanes lanzados por las turbas sedientas de sangre, el 21 de abril «la Komintern redacta un plan completo para reducir la resistencia del Ejército, único obstáculo serio que se atraviesa en el camino de los revolucionarios». El SHM lo extractó. Era del todo imprescindible dar a conocer al pueblo español y a los extranjeros que se interesasen por España hasta qué punto la vesania roja superaba todos los límites creíbles. Ese plan alumbró uno de los documentos que se entregaron a los británicos por la extraña vía del cónsul en Vigo, que lo remitió a la Embajada en Madrid. Era de chiste. El lector puede leerlo en mi obra La conspiración del general Franco, versión revisada de 2012, páginas 275-280, algo más ampliado.

7.º Es más. Todo estaba cronometrado exactamente. El SHM subrayó la importancia trascendental de la reunión del 16 de mayo en Valencia. Fue, sin embargo, algo menos preciso que Félix Maiz.

«Asistieron el delegado de la Tercera Internacional, Ventura, y en representación del Comité Revolucionario español (sic) los delegados Aznar y Rafael Pérez. En dicha reunión se acordó realizar en España para mediados del mes de junio un movimiento revolucionario simultáneo con otro que estallaría en Francia en el momento de hacerse allí cargo del Poder el Frente Popular. Entre otros acuerdos complementarios se tomó también el de eliminar a personajes políticos y militares destinados a jugar un papel de interés en la contrarrevolución, de cuya misión se encargaría en Madrid el radio comunista número 25, compuesto por agentes en activo de la Policía gubernativa».

Pero, añadieron, con toda la autoridad de los bregados historiadores militares que se suponían eran, en nota a pie de página: «véase como el asesinato de Calvo Sotelo se hallaba ya previsto con bastante anticipación hasta en sus menores detalles» (p. 444).

Exacto. Los comunistas lo tenían todo pensado. Calvo Sotelo molestaba. Así que había que liquidarlo sin compunción alguna. Lo que nos sorprende es que los tan bregados defensores de la ley y el orden, sabiendo lo que antecede y que Félix Maíz también reprodujo, a ninguno de los conspiradores se le hubiera ocurrido que más valía poner protección al valiente diputado.

8.º El SHM constató un hecho evidente. No se hizo problemas con los motivos. Afirmó, sobriamente, sin pestañear un segundo, que el PCE» es el único que sabe dónde va, o lo saben sus inspiradores moscovitas, que es lo mismo». Por eso experimentó un gran auge (p. 446). Como se ve, unos grandes analistas.

9.º Finalmente, el asesinato de Calvo Sotelo, «como el de otros significados Jefes de derechas, se hallaba, como ya hemos visto, decidido en las instrucciones de la Komintern» (p. 453). Es decir, que oscuros funcionarios habrían estado estudiando España y elevado sus malvadas sugerencias a sus superiores. A Calvo Sotelo se le liquidó como a un conejo, sin la menor compunción. Siempre había estado en el punto de mira de los asesinos manipulados por los planificadores moscovitas.

Todo lo anterior está tomado, no lo olvidemos de una historia oficial. Como el lector comprenderá, la primera justificación primaria de la sublevación está más que apuntalada. Que fuera falsa no tendría la menor importancia. En los años 1945 y siguientes nadie iba a leer en las escuelas, cuarteles y universidades de España algo que se apartara del punto esencial del canon franquista.

Por razones desconocidas, que lamentamos amargamente, el volumen I de aquella Historia de la Guerra de Liberación no tuvo seguimiento. No había peligro, desde luego, de que los españoles olvidaran la justificación del 18 de julio por la prevención de un golpe parasoviético. Quedaban treinta años para remacharlo y moldear a placer las jóvenes conciencias.

Sobre las justificaciones primarias del 18 de Julio (IV): Y en la recta final, el dogal moscovita

5 abril, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

Los historiadores académicos no hemos solido detenernos en los parrafitos antisoviéticos y antimasónicos de Félix Maíz. Pero la verdad es que estos se mantienen a lo largo de toda su obra testimonial. Si acaso, disminuyen en cadencia a medida que se acerca a la sublevación. La narrativa, pura y dura, se impone en este último trecho. Incluso hay gente que piensa que podía contar de verdad lo ocurrido. En cualquier caso, sus tics no desaparecen. Aquí daré una pequeña muestra.

Captura de pantalla 2016-03-10 a la(s) 12.03.52Así, por ejemplo, cuando el 18 de junio nuestro eminente testigo se desplazó a Zaragoza a aclarar una falsa interpretación dada a una de las directivas de Mola se encontró que en Las Delicias la policía fue bastante escrupulosa en el control del coche y su documentación. ¿No estarían ya en vigor las disposiciones kominternianas, se preguntó? (p. 179)

La pregunta era lógica porque, a pesar de que la colaboración política de los Frentes Populares español y francés renqueaba, la Komintern apretaba fuertemente (p. 184). A finales de mes Félix Maiz comentó un «proyecto de licenciamiento de la tropa». Ocultaba designios no siniestros sino supersiniestros. Se buscaba que los «soldados abandonasen los cuarteles dejando libres los fusiles». Estos eran los que, según órdenes de Moscú, debía tomar el Ejército «Rojo» para poder formar sus cuadros y actuar. Pues se me ocurre pensar que la revolución inminente andaba un poco flojilla si tenía que armarse de tal manera. Pero la verdad es que sería una cosa de lo más sencillo (p. 199).

El mismo 30 de junio Félix Maíz ojeó las disposiciones de la «Oposición Sindical Revolucionaria» con las consignas e instrucciones de Moscú. Nueve páginas. Daban la impresión de que los revolucionarios estaban en condiciones «de actuar, esperando la orden». Con fusiles, supongo, o sin ellos. Quizá con los cuchillos afilados entre dientes.

Al testigo debieron abrírsele las carnes. No en vano leyó en tales consignas e instrucciones que no había que tener «ni compasión ni miedo ante el acto de ejecutar. Despreciar la vida con serenidad y no olvidar el odio que nos mueve… Hasta cumplir» (p. 209). Todo ello en negrita. Las perspectivas eran sombrías. Los revolucionarios amenazaban con emular a los «novios de la muerte» propios, el Tercio de Extranjeros. Las tropas de choque del Ejército de África.

Pero es que, además, no se trataba de instrucciones a ras de suelo. A Largo Caballero se le había «ordenado que haga caso omiso de toda colaboración o concurso que tienda a retrasar o entorpecer la rápida instauración de la dictadura soviética» (p. 219). Menos mal que «nuestro Ejército ya está dispuesto». Eso, por si Largo tenía alguna duda. No podía desfallecer en aquel momento cumbre.

Un sindicalista informador identificado por T (avezado espía de Mola) dijo a Félix Maíz pocos días después (la fecha no se indica) que en Madrid funcionaba «una célula comunista perfectamente organizada y que depende de la logia Regional Centro. Me señalaron una casa de la calle Príncipe». Su actividad radicaba en el Cuartel de Asalto de Pontejos. Sus protagonistas eran un capitán (Moreno), un teniente (Castillo) y un oficial de seguridad (p. 236). Me permito llamar la atención del lector porque esta información, tan supercontrastada, apunta a un hecho no ya luctuoso sino luctuosísimo. Y, para terminar de aguar la fiesta a los valientes conspiradores, los esbirros soviéticos propagaban mientras tanto en Tetuán la consigna de que «atiendan aviso instrucciones asesinato jefes y oficiales» (p. 243). Es decir. Era una situación de vida o muerte.

En 1976 (pp. 207s) se esfumó misteriosamente la referencia a Moscú en la preparación de un posible golpe «rojo» a finales de junio. Pero el lector no debería inquietarse. En Toulouse, Perpiñán y Barcelona hubo reuniones entre comunistas y anarquistas convocadas por la «Federación Anarquista Internacional» (¡qué combinación! o ¿no sería la FAI?). El espía en la DGS, el comisario Martín Báguenas (1976, p. 219), se entrevistó con Mola el 1.º de julio. Le informó de un plan «rojo» para asaltar el poder que se iniciaría en Madrid y sería secundado en Barcelona, Zaragoza, Asturias, País Vasco y Andalucía.

Obsérvese la astucia. El golpe de Mola, ya no lejano a su estallido, se adelantaba a otro que tenía, ¡horror de los horrores!, las siguientes características:

«Bajo la dirección de una Plana Mayor presidida por Largo Caballero, asistido de Galán, Hernández Zancajo y el delegado de la Komintern, Ventura, se habían celebrado diversas reuniones con los jefes de la zona (….) Resaltaban los acuerdos tomados en una reunión celebrada en París entre delegados del Consejo español y representantes de la CGT francesa, presididos por el agente soviético Turochoff (sic), elemento activo de la sección al servicio de la Secretaría de la Komintern para los asuntos de Occidente….» Lagarto, lagarto.

Mola no tardó en obtener más información.

«Por lo menos en Madrid el trío presidencial Largo Caballero-Ventura-Hernández Zancajo esperaba la HORA, dentro del plan acordado (…) Será dada a conocer por medio de una emisora en la casa central de la UGT. La HORA señalará el comienzo del día R. Todos los jefes de radio estarán personalmente en las operaciones de movilización en los 26 puestos de mando (…) Será dada con cinco petardos que estallarán simultáneamente al anochecer. Inmediatamente se simulará una agresión fascista al centro de la UGT, declarándose la huelga general y sublevándose dentro de sus cuarteles los soldados comprometidos» (1976, p. 221). Y así sucesivamente.

En este momento la composición del futuro Comisariado al servicio soviético reapareció en esta versión más avanzada. Las disensiones entre los líderes de una presunta Alianza revolucionaria sobre si debía tratarse de una autoridad puente o si la futura República debía ser federal o soviética (sic) no permitieron que la lista cuajara. Y afirmó Félix Maíz sentenciosamente: «ese fue el principal motivo del golpe rojo del 30 de junio» (obsérvese que ya había adelantado prudentemente la fecha) (1976, p. 222). Menos mal, debió de pensar Mola. Dios ha venido en nuestra ayuda. Los «rojos» no saben ponerse de acuerdo.

En julio la prensa roja (sic) habló mucho de la Komintern, como partido internacional de combate del proletariado. En su primera versión Félix Maíz lo confirmó. Era «el partido que hoy en día obedece ciegamente las instrucciones del supergobierno que trata de conquistar el Poder en el mundo (…) Anuncian con toda claridad su programa: ´Es preciso destruir la civilización cristiana para conseguir nuestro objetivo´» (p. 254). Había, pues, que echarse a temblar y prevenirlo. A toda costa.

En estas condiciones el asesinato de Calvo Sotelo (p. 266) fue, ni más ni menos, la comprobación de «cómo los esbirros de Moscú han cumplido la amenaza que oficialmente lanzó el Gobierno de la República Española, por boca de uno de sus ministros: el señor Casares Quiroga». Menos mal que poco después (p. 273) «la primera columna saldría al campo» para combatir al comunismo. España emprendía el camino de su salvación.

Se salvaba, sí, pero esto no significaba en absoluto que el golpe rojo se hubiera eliminado. Al contrario, a pesar de su postergación los preparativos continuaban (1976, pp. 225s). Queipo de Llano visitó Málaga, se entrevistó con el general Patxot y rindió informe a Mola: «dice que es imposible dominar la avalancha revolucionaria, bien instruida por los dirigentes anarcosindicalistas y anarcomasónicos dependientes de comandos soviéticos establecidos en Ceuta y Tetuán». ¡Caramba! ¡Comandos ya! En la primera guerra mundial los alemanes habían hecho uso de Stosstruppen, pequeños grupos de asalto, pero los rusos innovaban.

La última distribución de fuerzas del «Comité Nacional Revolucionario» (sic) de la que estaba informado Mola presentaba un total de 150.000 hombres en la primera fase, 80.000 en la segunda y 100.000 al asalto (1976, p. 265). En total 330.000 hombres. Pregunta ingenua: ¿cuánto tiempo le tomó al Ejército Popular llegar a tal cifra en la guerra civil?

El amable lector observará la continuidad en la argumentación. Era lógica. En la primera intentona de la dictadura franquista por esbozar una historia oficial de la guerra civil (perdón «de liberación») se había sentado cátedra en 1945. Fue un clarinazo para mantener prietas las filas en torno a una interpretación única. Casi hasta hoy.

Sobre las justificaciones primarias del 18 de Julio (III): La revolución roja avanza de la mano del judaísmo. Hay que echarse a temblar

29 marzo, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

Podría argumentarse que los arrebatos anticomunistas que estoy reproduciendo no fueron sino eso. Arrebatos. Grave error. El énfasis en el peligro comunista contra el que había que alzarse en armas, virilmente, estuvo presente, al decir del estrecho colaborador del general Mola, en todas y cada una de las etapas de la conspiración. Es decir, formó parte integrante de la modulación de las medidas adoptadas para proteger el conocimiento de la misma de las aviesas miradas del comunistizado Gobierno republicano y para prevenir adecuadamente el asalto que deseaba la Komintern contra la España inmortal.

Captura de pantalla 2016-03-10 a la(s) 12.04.55A finales de abril de 1936, cuando Mola ya había tomado las riendas operativas de la conspiración, Félix Maíz anotó: «Pusimos alma y vida a disposición de la Patria para que España no fuese una República soviética más. Porque siempre fuimos libres y nunca esclavos. Conocíamos perfectamente todas las andanzas de los agentes enviados por Moscú y cómo organizaban ya los actos para los días triunfales de su toma de posesión. Sabíamos de una brigada de nueva creación en el Politburó que se dejaba acariciar por la suave brisa del Mediterráneo y trabajaba en Barcelona, Cartagena, Ceuta y Melilla (…) pero la más negra en medio de aquellas delegaciones de la Komintern era aquella que desde sus madrigueras instruía ciertas brigadillas destinadas a imponer el terror» (p. 80). ¡Temblemos!

Sería prolijo reproducir más ejemplos de este tipo de «informaciones», pero no puedo por menos de recordar a los amables lectores la composición del Consejo Supremo del Soviet Español según comunicó a Mola un agente que poco después salió de España con un destino indeterminado:

Jefe Supremo: Francisco Largo Caballero

Asesor Adjunto: Ventura Delgado

Comisario del Interior: Carlos Hernández Zancajo

Comisario del Exterior: Luis Araquistaín

Comisario de Hacienda: Julio Álvarez del Vayo

Comisario de Guerra: teniente coronel Mangada

Comisario de Comercio: Carlos Vega

Comisario de Prensa y Propaganda: Javier Bueno

Comisario de Obras Públicas: José Díaz

Comisario de Industrias: J. Baraíbar

Comisario de Instrucción: Eduardo Ortega y Gasset

Comisario de Trabajo: Pascual Tomás

Comisario de Agricultura: Ricardo Zabalza

Comisario de Marina: Jerónimo Bugeda.

Quizá Félix Maíz se mosqueara un poco ya que había demasiados socialistas y muy pocos comunistas. Así que se preguntó: ¿dónde quedan Jesús Hernández, Dolores Ibarruri, Francisco Galán, Vicente Uribe, Santiago Carrillo, Andrés Nin, Joaquín Maurín, entre otros? No dio respuesta, salvo algunas palabras incoherentes (p. 85). La composición, y un conato de explicación, reaparecieron fechadas para el mes de julio en la versión 1976 (p. 222). Como si no hubiera pasado el tiempo.

En realidad, los planes eran mucho más siniestros y más preocupantes. El Komintern, adoctrinó el testigo a sus cautivados lectores, estaba sometido a las órdenes del «Kahal». Acudo rápidamente a Wikipedia. Así me entero de que este concepto había tenido una acepción bíblica pero no creo que Félix Maiz se refiriese a ella. Tampoco a la denominación que se había aplicado a ciertas instituciones judías de ayuda mutua en Polonia y Lituania en los siglos XVI a XVIII. Wikipedia en inglés no lo dice pero me parece evidente que el testimonio mas bien apuntaba a un organización conspiradora sionista que buscaba el dominio del mundo. Es decir, lo que los nazis denominaban judeobolchevismo y que el corresponsal de ABC creo que en Berlín, Eugenio Montes, trasladaba vía las encíclicas del maestro Goebbels a sus lectores españoles en la primavera de 1936.

Ya en mayo, mientras proseguía incansable la redacción de sus directivas para la sublevación, el patriótico general Mola recibía noticias del exterior que anunciaban que el comunismo internacional se aprestaba a ejecutar sus odiosos planes en diferentes países de Europa a partir del 1º de agosto (p. 96). Así que había que galopar. No fuera a ocurrir que, en busca de la perfección conspiratorial, a los buenos españoles los malvados comunistas les cogieran sin estar debidamente preparados.

El galope a rienda suelta se explica porque la situación era dramática. La actividad comunista en África crecía a pasos agigantados con Melilla (sic) como principal foco. Ya se habían anudado contactos entre los Frentes Populares francés y español. «Todas las conversaciones van dirigidas hacia el logro de una posible conjunción de sus fuerzas revolucionarias para estar dispuestas en el momento que fije el Komintern, la hora de Europa. Treinta días antes estaremos preparados nosotros. Su fecha es el 1º de agosto» (p. 131). No había duda.

Y, lógicamente, Ventura Delgado se fue a París en mayo para informar a las lógicas masónicas. Viajó con doce compañeros más, «que constituyen el pleno del Consejo Nacional del Soviet Español». Por otra parte, el Consejo Revolucionario Comunista (denominación que aparece en la versión de 1976) en una reunión en Valencia celebrada el 16 de aquel mes había preparado un acuerdo para la sublevación roja. Según el artículo 9 sería preciso proceder a la «eliminación de personajes políticos y militares destinados a jugar un papel de interés en la contra-revolución» (p. 144). En 1976 nuestro eminente testigo reprodujo todos los acuerdos. De la eliminación se encargaría el radio 25 de Madrid, «integrado por agentes de policía gubernamental» (1976, pp. 110s).

¡Caramba! Esto sí que debió de desasosegar a los conspiradores: si no se daban prisa, los rojos les pasarían a cuchillo. No era cuestión solo de salvar a la Patria. Era cuestión de salvar a sus salvadores como paso previo.

El viaje a París tiene su morbo. Sobre él vertió su bendición opusdeística el reverendo padre profesor Federico Suárez Verdeguer. De él se hizo eco en el año 2000 en un libro, que no he leído, pero que se titulaba Manuel Azaña y la guerra de 1936 (puede consultarse la página en cuestión en https://books.google.be/books ). Con un enriquecimiento notable: el levantamiento comunista debía ser simultáneo en Francia y España. Lo dicho: la civilización cristiana occidental se enfrentaba a un peligro no mortal, «mortalísimo».

No exagero. A mitad de junio, según Félix Maíz, se reiteró desde Moscú (y de nuevo lo transcribió en negritas):

«Nos hacen falta jefes que no sientan hacia la burguesía que odio mortal. Que preparen al proletariado para una lucha implacable. que no vacilen en usar los medios más violentos con cuantos se interpongan en su camino. Camino de nuestra Revolución, que ha de ser la guerra civil más encarnizada que jamás haya conocido la Historia» (p. 142).

Es decir, había no solo que galopar a toda prisa sino, literalmente, dispararse. ¿No diría el padre y profesor Suárez Verdeguer que el 10 de junio debía reunirse en el local de la biblioteca de Chamartín de la Rosa, c/ Pablo Iglesias nº 11, la flor y nata de la revolución?: Maurice Thorez, Vincent Auriol, Marcel Cachin, Largo Caballero, Dimitrov, Carrillo, Pepe Díaz, Paco Antón y Juan García Oliver, entre otros?. El distinguido académico se refirió a la p. 110 de la versión de 1976 de Félix Maíz. ¡Que no se diga que los historiadores de fuera del «pensamiento antifranquista» no saben manejar sus fuentes!

En consecuencia los servicios de información de Mola detectaron «un aumento de actividad en el ritmo de los preparativos rojos». En 1976 (p. 112) el distinguido testigo de cargo dio varios ejemplos. Menos mal que la CNT no había aceptado la designación de Largo Caballero para la Jefatura Suprema del Soviet Español (sic, p. 147). Pero no fue consuelo porque la nave «revolucionaria navega de prisa, lanzando cabos a babor y estribor? (p. 155). ¡Volvamos a temblar lectores!

Detalladas informaciones recibidas de la organización «Salud y Socorro» (pp. 159s) mostraron que el Gobierno se husmeaba algo. Fíjense, en abreviatura SS. Los revolucionarios habían dado instrucciones: si se producía el movimiento militar del que tanto se rumoreaba lo que había que hacer era aplastar totalmente a los reaccionarios e implantar el «régimen tan soñado». En consecuencia, se comprende bien que Mola, desde el principio, ordenara no tener miramiento alguno a la hora de sublevarse. El compañero que no lo hiciera no sería considerado compañero y contra los rojos, mano dura. La acción debía ser extremadamente violenta. Lo fue. Era, simplemente, cuestión de autosalvarse.

Mientras tanto, los conspiradores se protegían. Félix Maíz pontificó. La inteligencia militar soviética («el servicio secreto de las armadas rusas -[mala traducción del francés] y uno de los éxitos mayores del espionaje organizado por el Comisariado Interior del Komintern», ¡toma esa!) había enviado a un espía para que husmeara por Pamplona, capital de la brava raza que nunca se doblegaría. No logró penetrar las filas tradicionalistas (pp. 164-166s). Era alemán y se presentó como enviado del Vaticano («los círculos católicos (…) desean apoyar el proyecto hasta con dinero, si es necesario»). Pues era verdad. Claro que en Madrid estaban Thaelmann, la Pauker, Prestes, Turochof (sic) (pp. 174 y 176). Todos impecables comunistas que hay que suponer achucharían no en Madrid sino en el extranjero o desde la cárceles foráneas a Largo Caballero. Era el que «mueve sin cesar los agentes que Moscú ha puesto a su disposición» (p. 169). Las informaciones las daba un agente (¿alemán?) conocido como «6-WIW-9». Quizá fuese uno de los canales a través de los cuales Mola recibía noticia sobre las terribles actividades de los «hijos de Sión». No en vano precisa nuestro testigo:

«Es grande la astucia del Judaísmo. Está bien atendido el vivero donde germina su sagacidad. Sus hombres ladinos, dispersos por el mundo, distribuyen y dosifican el veneno de sus frutos» (p. 172).

Menos mal que en España había «hombres libres» que dirían no al judaismo y a su emanación, el comunismo. Como predicaba con sinigual y poético lirismo el maestro Goebbels.

Sobre las justificaciones primarias del 18 de Julio (II): El gran testimonio de un testigo único

22 marzo, 2016 at 8:33 am

Ángel Viñas

Raro es el historiador que, si aborda la conspiración militar que llevó a la sublevación el 18 de julio de 1936, no haya hecho uso, de una manera u otra, de las memorias de B. Félix Maíz. En general las que más suelen utilizarse son las que publicó Planeta en 1976 bajo el título Mola, aquel hombre. Diario de la conspiración. Yo me referí a dicha obra en la revisión de la versión publicada (1974) de mi tesis doctoral  (1973) en cuanto empecé a prepararla y que apareció en 1977. Ya entonces algunas me resultaron más que sospechosas y desmonté, en lo posible, las curiosas afirmaciones de tal autor en relación con contactos con innominados espías alemanes. Sospeché que se inventaba cosas.

49236717Años más tarde, cuando entré la problemática del 18 de Julio me di cuenta de que B. Félix Maíz es una auténtica mina para el historiador. Fui tomando notas en forma desperdigada de lo que más me sorprendió.  Hoy, a los jóvenes de nuestros días, el nombre de Maíz no les dirá nada. Se trató de un  contratista de obras de Pamplona, casado, con dos hijos, fervientemente católico, muy respetado, muy discreto. Actuó durante la conspiración de 1936 como estrechísimo colaborador del general Mola y, según afirmaría, estuvo al corriente de todos los preparativos. No lo dudo.
Dado que los papeles de Mola «desaparecieron» tras su accidente de aviación en junio de 1937 en el que perdió la vida (las malas lenguas dicen que Franco envió a unos propios a que se apoderaran de ellos y, de ser así, solo Dios en su infinita sabiduría conocerá adónde hayan ido a parar), el diario de Maíz ha podido servir de (mal) sustituto.
Es menos conocido que el mismo autor ya había publicado en el franquismo pleno de la autarquía, la hipercensura, la introversión y el aislamiento otro titulado Alzamiento en España. De un diario de la conspiración. Apareció en 1952 en la Editorial Gómez, de Pamplona, y es posible que fuese un éxito de ventas. Mi ejemplar es la segunda edición de aquel año.
Cuando se comparan las dos versiones se observan diferencias sustanciales (el lado antisemita, por ejemplo, desaparece). Daría para un largo artículo académico analizarlas y contextualizarlas. Baste con indicar que la segunda versión, una vez muerto Franco, es menos cortesana con respecto al inmarcesible Caudillo.
Aquí, sin embargo, lo que interesa examinar es la justificación de la sublevación militar. No olvido, por cierto, que de dicho autor (fallecido en  1980) todavía se publicó un aditamento que, en esta ocasión, fue más allá del 18 de julio y penetró en ciertas interioridades del bando franquista  hasta prácticamente la muerte de Mola. Este aditamento, que no apareció  hasta 2007 bajo el título Mola frente a Franco. Guerra y muerte del general Mola,  es menos relevante en esta serie de posts.
Con todo, la comparación más superficial posible entre las diferentes versiones no podrá ocultar una línea de continuidad en la argumentación, con modificaciones ocasionales, desde 1952 hasta 1980 y las necesarias adaptaciones al diferente contexto político. Centrado en los testimonios, no entraré a considerar el largo ensayo que, a modo de introducción histórica, precede a la tercera y que fue escrito por un exdiputado del PP, Jaime Ignacio del Burgo. Llamo simplemente la atención de los lectores sobre él esperando que algún estudiante de grado o incluso de maestría en historia lleve a su análisis las herramientas analíticas del oficio.
Para nuestros propósitos la más importante es la primera obra. La más cercana a los acontecimientos. La que levantó el telón sobre ciertos «enigmas» de la conspiración bajo una divisa rotunda: «la exposición de unos hechos que responden a la verdad, aunque sea en forma seca, áspera y concisa». Yo tomo la palabra al autor.
De todas maneras advierto que me cuesta trabajo aceptar muchísimo de lo que Félix Maíz reveló en 1952 ya en la cuarta página de la obra. Tenía un amigo («Tolo»), excompañero de colegio, que en febrero de 1936 le dijo que «trabajaba al servicio de una logia extranjera: Bruselas… Era un agente secreto del Frente Popular Internacional para la Unión de las Repúblicas Democráticas de Occidente» (¡nada menos!).
Nuestro autor debió de hacer indagaciones y en aquel mismo mes de febrero ya había identificado al enemigo: la Komintern. ¡Qué rapidez! Y dos páginas más adelante dio un supuesto diagrama organizativo de la misma. ¿Habían llegado los espías de Mola a Moscú? ¿O lo tomaron simplemente del Bulletin de l´Entente anticommuniste que analizó Southworth? ¿O de la prensa canallesca de la época? En 1976 (pp. 43s)  avanzaría un pelín. En París el general ruso blanco E. von Miller (sic) tenía a Mola informado desde que había sido director general de Seguridad en 1930. En consecuencia,  los planes soviéticos eran para Mola un libro abierto ya en 1933 (1976, pp. 43-46). De hecho, esta nueva versión de 1970 empieza con un fresco sobre el peligro soviético no solo sobre España sino sobre el oeste de Europa y el Mediterráneo occidental (1976, 19s).
Maíz indicó claramente la situación, quizá copiando al general.  España «caminaba hacia una República soviética». En el Frente Popular «quedaban agrupados todos los partidos que aspiraban a la revolución del proletariado». También estaba, ¡cómo no!, la Masonería, gracias al «hombre nefasto siempre para los destinos de España y servil en todo momento a la secta a que pertenecía, don Manuel Portela Valladares» (p. 16). El lector ya ve el tono.
No faltó un hálito antisemita en la «labor secreta y misteriosa de los hijos de Moisés y de los hijos de Sión» (p. 23).  Y, naturalmente, tan eminente testigo no dejó de reproducir una introducción (aparecida, dijo, en The Times, el 8 de mayo de 1920) achacada a los consabidos protocolos de los sabios de aquella procedencia. En las páginas 317 a 329 transcribió un extracto de los mismos. Este anexo desaparecerá en 1976.
Acongojado, algún lector no podría por menos de congratularse de que  frente a aquellas oleadas gigantescas que se precipitaban sobre España había hombres que iban «a oponer un muro. Hombres valientes, duros en el sacrificio, hombres libres, [que] ofrecen sus vidas para taponar las hendeduras sufridas en nuestros fundamentos» (p. 27). ¿No es bonito?  Ya el 12 de febrero (antes de las elecciones) algunos de tales hombres hicieron acopio de armas para salvar a España. Todavía pocas, pero era un comienzo. Probablemente esto es verdad. Si fue así, el lector ya puede ahorrarse la lectura de lo que sigue. Los gloriosos soldados de España se aprestaban a la batalla, elecciones o no elecciones.
Era, sin embargo, un comienzo imprescindible porque en España «se tramaba una revolución bajo el mandato de Moscú», «la organización soviética forzaba su marcha (…) preparaba sus cuarteles para el Ejército internacional» (¿alusión a las Brigadas?), «se acercaba paso a paso al final de su proyecto, ordenando sin cesar traslados y destituciones de jefes y oficiales del Ejército y Cuerpos Armados».
¿Exageraciones? De ninguna manera. Félix Maíz se sacó de la manga (p. 45) las directrices del «Consejo Permanente del Politburó» (que no existía sino en su exaltada imaginación). Eran muy precisas y se me hiela la sangre al transcribirlas. El lector disculpará este momentáneo desfallecimiento. Según tales órdenes había que eliminar al presidente Alcalá-Zamora, actuar contra los jefes y oficiales del ejército, expropiar y nacionalizar fincas rústicas y la banca, cerrar iglesias y casas religiosas, dar la independencia a Marruecos y transformarlo en Estado soviético independiente, exterminar la burguesía, crear el Ejército Rojo, asaltar el Poder, establecer la República soviética ibérica y declarar la guerra a Portugal, etc.  ¡Quelle horreur!  (las directrices se reproducen también en 1976, p. 56),
¿Hay quién dé más? Sí: un historiador de esos que arremeten contra la marea izquierdista que anega nuestras Universidades y que a él no le afecta pues es distinguido catedrático de una Universidad confesional, Luis E. Togores, ha tomado la lista anterior como hecho demostrado. Y dado que el Guadalquivir pasa por Sigüenza, lo ha incrustado en una hagiografía amable de aquel personaje, no menos amable, que fue el general Juan Yagüe. Al fin y al cabo, uno de los salvadores de España.
Pero, a veces, los deseos de Moscú tenían mala traducción. Félix Maíz dio testimonio de que los comunistas españoles se excedían e iban demasiado por delante de lo que querían sus tutores. Por ello los agentes de la Komintern en España informaron a sus gerifaltes:
«Se asalta, se quema, se mata demasiado sin que todavía han     ocupado puestos los jefes elegidos. Antes de obrar, es necesario …     destituir, trasladar, suprimir, pero suavemente, sin que apenas     pueda ser percibida la llegada de nuestra hora. Pudiera ser muy     peligrosa una reacción violenta».
¡Horroroso! Por si no quedaba dura, lo puso en negrita. Sin ella, lo reprodujo en 1976 (p. 60). En una palabra en Moscú se sabía  que era preciso actuar con mayor sutileza y no como unos carniceros desatados. No sé si el receptor de tales secretos estaba familiarizado con el concepto soviético de la maskirovka, la gama de operaciones de desinformación, camuflaje, distracción y de engaño estratégicas, pero si no lo estaba, su argumentación se atenía a ella rigurosamente.
Abril fue el mes clave (Mola empezaba ya la escalada para asumir el papel de Director de la conspiración) y su colaborador (1976, p. 81) se refirió a un tal Ventura Delgado que había dicho que la URSS «apoya incondicionalmente» la revolución proletaria en España. «El Gobierno español no la impedirá y […] el terror… será aplicado con todos los medios».  En 1976 (p. 158) optó por otra versión: «La URSS apoyará cuanto se haga con toda clase de medios, ya que es la primera interesada en el triunfo de la revolución española, porque le permitirá tomar posiciones cercanas a los países de régimen fascista y tenerlos así bajo su amenaza». No era lo mismo. Pero es igual. Félix Maiz dio su testimonio y a las derechas ya podía el Señor acogerlas confesadas.
No en vano, comunistas y socialistas «estaban amparados y aconsejados por agentes especialistas de la Komintern. Krivitsky, Stepanov, Münzenberg, Ovscenko (sic), bajo el mando directo de Dimitrov» (1976, p. 86).  Son nombres que sonaron después en la guerra civil pero olvidemos la ucronía. Entonces nuestro testigo se sacó de la manga a Dimitroff (secretario ejecutivo de la Komintern y bestia negra particular) y le presentó dando órdenes a sus «células» para que empleasen «sus armas favoritas, envidia, odio y venganza, en la colosal obra de descomposición». Para animar al personal Dimitrov envió a España una copia de «su famosa Catarsis rusa» (?) ordenando, también lo puso Félix Maíz en negritas, que la depuración alcanzase «a toda clase de elementos sobre los cuales pudiera recaer una ligera sospecha de que por su imaginación crucen ráfagas con ansias de libertad».
Como el diablo manda.

Sobre las justificaciones primarias del 18 de Julio (I): A guisa de telón de fondo

15 marzo, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

El hecho de que nuestros jefes y oficiales, entre otros, hayan recibido en el CESEDEN una lección sobre «El camino al 18 de Julio» dada por un eminente y nunca suficientemente ensalzado hispanista me ha hecho pensar si no sería quizá conveniente ofrecer algunas reflexiones en este blog conectadas con una vertiente complementaria. Abordaré las justificaciones aducidas en favor del golpe de Estado y, si se me apura, de la guerra civil. Es una tarea que puede no venir mal de cara al próximo LXXX aniversario.

51cVexfvDJL._SX327_BO1,204,203,200_Mis puntos de partida, que hago inmediatamente explícitos, son los siguientes: la sublevación de una parte del Ejército, de la Marina y de la Aviación en julio de 1936, apoyada por una trama civil cuya fundamental importancia va poniéndose de manifiesto a medida que transcurre el tiempo,
a) estuvo alimentada por una justificación previa,
b) se robusteció durante la guerra misma,
c) se explayó en todos los tonos desde los años cuarenta,
d) se incrustó a machamartillo en la mente de los niños y estudiantes de Bachillerato, lo que asegura su perdurabilidad hoy en ciertos sectores de la sociedad española.
Los lectores que quieran saber algo más de aquella justificación pueden recurrir a dos libros. El primero data de 1964 y se titula El mito de la Cruzada de Franco. Ha tenido numerosas ediciones desde que, ¡oh, cielos!, desapareció el inmarcesible general. Ha sido republicado, en la edición tutelada por el profesor Paul Preston, el año pasado por el módico precio de diez euros, es decir, menos que un par de copas. El editor ha añadido también un artículo sumamente interesante sobre el bienaventurado Ricardo de la Cierva.  Sería muy conveniente que las nuevas generaciones siguieran extrayendo conclusiones de aquella obra porque el argumento es tan vivo que no ha perdido actualidad.  El segundo libro data del año 2000 y apareció bajo el título de El lavado de cerebro de Francisco Franco. Ambos se deben a la pluma del historiador norteamericano y doctor por la Sorbona Herbert R. Southworth.
En los próximos posts voy a seguir un camino diferente al hollado por mi admirado Southworth. Entresacaré afirmaciones de testigos o de sesudas historias oficiales aparecidas después de la guerra civil, una vez asentada  la dictadura. Indicaré a los lectores la perdurabilidad de algunos de los aspectos más grotescos.
Las justificaciones primarias para defender una maniobra tan cargada de consecuencias como una sublevación militar contra un gobierno legítimo fueron las siguientes:
1. En España se avecinaba una revolución de signo comunista, apoyada por la URSS. Era tan peligrosa que el Ejército y las fuerzas vivas de la nación no tuvieron otra opción que rebelarse.
2. España había caído en un proceso de anarquía, desorden, tumultos y asesinatos por lo que era de todo punto necesario restablecer la ley y el orden.
3.  La sublevación fue, en consecuencia, legítima no solo en el plano moral. Jurídicamente también fue legal. Quienes se opusieron a la misma en las filas del Gobierno fueron los auténticos rebeldes.
Se añadieron algunas justificaciones más (defensa de la religión y de la integridad de la Patria, amenazada por el secesionismo) pero las que he denominado primarias fueron las más impactantes y coetáneas de los preparativos del golpe militar. Por consiguiente, son las que merecen la mayor atención. Para los lectores que deseen estudiar lo que hubo detrás de aquellos preparativos me permito recomendar el libro coordinado por el profesor Francisco Sánchez Pérez Los mitos del 18 de Julio, o el del profesor Eduardo González Calleja, Contrarrevolucionarios. Radicalización violenta de las derechas durante la Segunda República,  1931-1936. Por no hablar de su última aportación, hoy por hoy, Cifras cruentas, ya mencionada en este blog. Hay, sin duda, muchos otros pero estos posts no pretenden abordar la bibliografía relevante.
De aquellas tres justificaciones primarias, rotundas y que no dan lugar a equívoco alguno, la que más adaptaciones ha sufrido es la primera. Hoy los comunistas no son una amenaza. Como la publicística franquista se escribió cuando así lo parecían y siempre tuvo un carácter tremendamente presentista (no era historia sino propaganda, intoxicación y lavado de cerebro todo junto) su pervivencia se explica fácilmente. En la actualidad lo que es realmente inexplicable es que, a pesar de todo, no haya desaparecido en el basurero de la historiografía y que algunos autores todavía la abanderen. Lo hacen habitualmente, por supuesto, numerosos publicistas. Basta con ojear las páginas en red de, por ejemplo, la Fundación Nacional Francisco Franco.
Pondré menos énfasis en algo que hoy ha pasado a desempeñar un papel fundamental en la percepción de muchos historiadores: los achuchones publicísticos y mediáticos coetáneos (el framing de la narrativa). Fueron, en lo que se refiere a la primera y segunda justificación, dos rasgos fundamentales en los medios proclives a los futuros sublevados. En lo que respecta a la primera sus líneas esenciales han sido estudiadas por historiadores como Hugo García y Fernando Hernández Sánchez. Aún así, creo que falta todavía un tratamiento sistemático de los medios de comunicación españoles durante la primavera de 1936 con las perspectivas que impone un análisis de contenido profundo y que tenga en cuenta la labor propagandística de los medios nazis y fascistas que recogieron, a veces al dictado, los más caracterizadamente carpetovetónicos.
En estos posts me centraré esencialmente en las afirmaciones rotundas efectuadas por un testigo directo de los acontecimientos. Sus testimonios ulteriores, en «la paz de Franco», tienen una importancia trascendental porque quien los hizo había convivido con los preparativos de la sublevación más importantes. Eran los que organizaba el general Emilio Mola.
Tal particularidad me exime de considerar otras obras, fundamentales por diferentes motivos, por ejemplo las memorias de personajes como José María Gil Robles, no siempre fiables. Son irrelevantes para seguir de cerca los motivos que de manera directa se supone que impulsaron al sector de los uniformados dispuestos a sublevarse. Las afirmaciones coetáneas en los medios de comunicación arrojan más luz a la hora de determinar lo que, en retrospectiva,  fueron tales justificaciones: un ejercicio mayúsculo de intoxicación y de proyección. Intoxicación para velar las intenciones reales. Proyección en la medida en que traspasaron a los «futuros rebeldes» (es decir, los leales al Gobierno republicano) un tipo de comportamiento que no fue otra cosa que el propio. Este es el que, en una conspiración exitosa que llevó a la guerra civil, siempre hubo que ocultar cuidadosamente.
El concepto de  «proyección», en el sentido sicoanalítico del término,  es aplicable no solo a este caso sino a muchos otros. Quizá no sea exagerado afirmar que la doctrina oficial sobre la guerra civil generada por el franquismo no es sino un gigantesco ejercicio de proyección.
No ilustraré mi argumento con referencias actuales, salvo esporádicamente. Este es un blog modesto pero no tiene la menor vocación de hacer de eco publicitario de las opiniones que, al amparo de la libertad de expresión felizmente existente, cabe encontrar en numerosas páginas neo o parafranquistas. Ya se arreglan, con gran éxito, los autores en cuestión.
Para una discusión sobre la permanencia de tales versiones en la red remito a los lectores interesados al artículo de la profesora Matilde Eiroa, «La guerra civil española en la actualidad cibermediática», en la revista STUDIA HISTORICA. HISTORIA CONTEMPORÁNEA. LA GUERRA CIVIL, Universidad de Salamanca, vol. 32, 2014. (En la página de mi blog www.angelvinas.es he subido un ejemplar en pdf de dicho volumen. El artículo se encuentra en las páginas 357-369).
Confío en que los amables lectores no se aburran y que incluso suelten alguna que otra pequeña carcajada. El material bien se lo merece.

Hay que contener la expansión del fascismo (y III)

8 marzo, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

La estrategia estalinista de contener el fascismo fue anterior a la guerra civil española pero en retrospectiva (solo en retrospectiva) podría argumentarse que estaba destinada al fracaso. En este último post (cabría escribir más pero es preferible leer los diarios de Maisky y los comentarios de Gordodetsky) señalaré algunos de los motivos que explican por qué. La historia siempre se escribe a toro pasado pero de lo que no puede prescindir es de las percepciones que en él dominaban y a tenor de las cuales actuaban hombres y mujeres, decisores, ejecutores o testigos pasivos. No se escribe dando preferencia a las necesidades político-ideológicas del presente. Volveré a esta tema en futuros posts.

Mayskiy_I._M.-P001.Antes de la guerra civil española la ocupación principal de Maisky estribó en ganar para la política de seguridad colectiva, apoyada decididamente por la URSS, al Gobierno londinense. Era consciente de que en la sociedad británica había fuerzas que militaban en dicha dirección y no solo en la izquierda. Se había entrevistado con Austen Chamberlain, exministro de Asuntos Exteriores y hermanastro del ulterior primer ministro. Austen había negociado en favor de que Francia y Alemania acordasen dirimir sus diferencias en Europa occidental por medios pacíficos. El Pacto de Locarno, en 1925, por el que ganó el Premio Nobel de la Paz, así lo consagró.

En 1935/36 Chamberlain seguía manteniendo que solo una Sociedad de Naciones robusta, apoyada por el Reino Unido, Francia y la URSS, sería capaz de preservar la paz en Europa. Para entonces, claro, Hitler ya proyectaba su ominosa sombra fuera de sus fronteras.

En aquel empeño Maisky no tuvo éxito. Mientras trataba de convencer a Eden, ministro de Asuntos Exteriores, ignoraba lo que este repercutía hacia adentro en el Foreign Office: no se fiaba un pelo del embajador, él quería buenas relaciones con la URSS pero no que fuesen demasiado estrechas, sería mejor que los soviéticos dejaran de hacer propaganda en el Reino Unido, etc.

Esta vertiente interna, doméstica, ha sido siempre sobrevaluada en un sector de la historiografía británica (también en la neofranquista en el caso de España). La diferencia estriba en dos circunstancias que suelen olvidarse:

a) El Reino Unido, a través de los telegramas enviados por la Komintern a los diferentes partidos comunistas nacionales y que se interceptaban sistemáticamente, conocía perfectamente los planes formales de la misma, tanto en su caso como en el de otros países (incluida España).

b) A mayor abundamiento, el servicio de seguridad y contraespionaje británico (MI5) había logrado colocar a una de sus agentes como secretaria personal y confidencial del secretario general del PCGB, Harry Pollitt.

La embajada británica en Moscú y el director general para el Departamento de la Europa del Norte, Laurence Collier, seguirían muy de cerca las maniobras soviéticas en el ámbito internacional mientras que MI5 controlaba las que se desarrollaban en suelo británico. Otra cosa era lo que pudiese afirmar el SIS, que al parecer veía amenazas soviéticas por todas partes.

Pero, en cualquier caso, la postura del primer ministro, a la sazón Stanley Baldwin, quedó reflejada en cuanto Hitler se cargó el Pacto de Locarno con la militarización de Renania. Suponía que entre Francia y la URSS podrían derrotar, llegado el caso, a los agresores nazis pero esto no sería una buena cosa necesariamente. El resultado podría ser la bolchevización de Alemania y él prefería más bien que las miradas codiciosas de Hitler se concentraran en el Este.

La minimización del peligro nazi y la sobrevaloración del peligro soviético fueron dos de los hilos conductores de la política de apaciguamiento que se había estrenado con Japón, acentuado con Italia y que llegaría a su paroxismo en los siguientes jalones de la marcha hacia la guerra europea: España, Austria (marzo de 1938), los Sudetes (septiembre/octubre del mismo año).

Los soviéticos no se llamaron a engaño. Inmediatamente después de Renania, el comisario de Asuntos Exteriores, Maxim Litvinov, dejó totalmente en claro que la postura británica significaba:

a) recompensar al agresor

b) romper el sistema de seguridad colectiva

c) el final de la Sociedad de Naciones.

En términos puramente estratégicos, desprovistos en lo posible de cualquier connotación ideológica, aferrándose a aquella realpolitik mítica de que los británicos habían sido practicantes exitosos, no puede por menos de reconocerse que tales manifestaciones (apuntadas por Maisky el 10 de marzo de 1936 en su diario) preludiaban el futuro.

También añadió las inmediatas consecuencias operativas:

a) la confianza en el Reino Unido podría ir evaporándose.

b) la Sociedad de Naciones perdería su importancia como instrumento al servicio de la paz.

c) para evitarlo la URSS tendría que apoyar cualquier actividad en tal sentido que pudiera adoptarse en Ginebra.

Gorodetsky señala que único de los pocos solaces de Maisky en aquella época se lo dio el gran defensor del continuado esplendor del Imperio Británico: Churchill.

Sobre Churchill podría escribirse largo y tendido desde otras perspectivas que no son las dominantes en la historiografía británica (el alcalde de Londres, hoy pro-salida de la EU, aspirante todavía no declarado pero seguro al puesto de primer ministro si Mr. Cameron tropieza en su referéndum, ha escrito una hagiografía con gran éxito y que en España pocos se han atrevido a criticar).

Maisky, en abril de 1936, invitó a almorzar a Churchill en tête-à-tête y este no tardó en comunicarle que compartía la opinión soviética de que la paz era «indivisible» y que el peligro alemán era el más inmediato. Añadió que los británicos «seríamos unos idiotas si nos negáramos a apoyarla por razón del hipócrita peligro de que el socialismo pueda amenazar a nuestros hijos y nietos».

En este panorama, la noticia de que a principios de mayo el Negus (rey de Abisinia) había huido de su país, tomado por la fuerza por los ejércitos y Aviación fascistas, llevó a Maisky a comentar «este es, pues, el clavo final en el ataúd de la Sociedad de Naciones y Europa se encuentra ante una encrucijada terrible».

Se equivocaba. Un mes y medio más tarde otra encrucijada mucho más terrible apareció no en África, no en América Latina sino en la propia Europa: un sector del ejército español se levantó en armas contra el Gobierno de la Segunda República. El golpe de Estado se había anticipado en Londres y si Londres había dejado en la estacada a los chinos, a los franceses, a los abisinios, ¿cual iba a ser su reacción? También la de dejar en la estacada a los españoles, a los austriacos, a los checos y, finalmente, a los soviéticos. Con la innovación de que se quitó toda posibilidad de acción a la Sociedad de Naciones y se pasó, a iniciativa francesa, al Comité de No Intervención, asentado en el Foreign Office.

No es de extrañar que los años treinta hayan dado origen a una abundantísima historiografía. Tampoco es de extrañar que haya que saludar, alborozados, la aparición de todo tipo de material que pueda arrojar luz complementaria para alumbrarlos.

En lo que se refiere al caso británico podría empezarse, por ejemplo, con la desclasificación de los documentos del Servicio Secreto de Inteligencia (SIS/M16), todavía cerrados para España no solo en los años treinta sino también en su continuación, cuando lo que estuvo en juego fue la supervivencia del propio Imperio Británico.

 

HAY QUE CONTENER LA EXPANSIÓN DEL FASCISMO (II)

1 marzo, 2016 at 8:33 am

Ángel Viñas

Las memorias de Maisky deberían ser de lectura obligada para los estudiosos de las relaciones internacionales, en particular las de los años treinta y cuarenta del pasado siglo. También para los que quieran aprender algunas técnicas diplomáticas que no suelen alumbrarse en libros convencionales. En ellas aparecen, por lo demás, las interioridades, vistas eso sí por un observador exterior, de una de las políticas, la de apaciguamiento de los dictadores fascistas, que mayores controversias ha despertado, y sigue despertando, en la historiografía. Maisky no pretendió escribir historia. Simplemente pretendió escribir un diario y lo hizo, como era lógico, con cautela y las debidas alabanzas a Stalin. Cuando cayó en desgracia, los diarios no podían ser, en principio, una prueba automática de su presunta deslealtad.

Soviet-finnish-nonaggression-pact-1932Con todo, el lector no debe llamarse a engaño. Maisky escribió como un diplomático soviético creyente. Defendió a ultranza el sistema soviético y, como buen marxista, anticipó su triunfo, prácticamente casi irremediable, para el siglo XXI. Eso sí, sin que necesariamente ello supusiera el colapso total del capitalismo. También creyó que este disponía de mecanismos que favorecerían su adaptación a circunstancias cambiantes.

Por ello, cuando tuvo que explicar a sus interlocutores británicos, y en especial a Eden, con el que siempre tuvo una buena amistad, que la política soviética hacia la guerra de España no se orientaba por conseguir el triunfo de un sistema para-soviético en la península y que, desde luego, una revolución comunista no estaba a la vuelta de la esquina, no traicionó ni a sus creencias ni a la orientación que entonces seguía el Kremlin.

Lo que estaba en juego en España era la posibilidad de establecer un muro de contención contra la expansión fascista. A decir verdad, la necesidad de este muro se había hecho sentir mucho antes. El profesor Gorodetsky, gran editor y comentarista de los diarios, señala que en sus actuaciones en Londres, el embajador siguió la pauta que marcaba Litvinov, comisario de Relaciones Exteriores. Litvinov había detectado el peligro fascista desde 1931 pero le costó más de un año convencer a Stalin de que la subida de Hitler al poder en 1933 hacía que, en último término, una guerra europea resultase inevitable. La primera manifestación del giro autorizado por Stalin tuvo lugar en diciembre del mismo año, cuando Litvinov empezó a abogar por la conclusión de un pacto regional de defensa mutua dentro del marco de la Sociedad de Naciones. Encontró un alma gemela en el entonces secretario de Estado permanente en el Foreign Office, sir Robert Vansittart, jefe del servicio diplomático de SM.

Ambos, señala Gorodetsky, compartían la creencia en que las relaciones personales desempeñaban un papel señero en la diplomacia de la épca. De Vansittart aprendió Maisky la importancia de hacer filtraciones orientadas con el fin de ejercer presión. Pronto dominó a la perfección tal arte y lo aplicó tanto hacia los eventuales receptores británicos como hacia su propio Ministerio y, en particular, hacia Stalin.

Ideas que él tenía y que sabía que compartían algunos de sus interlocutores británicos (Vansittart, Eden, Churchill, etc.) las pergeñó en sus despachos y telegramas como si hubiesen procedido de estos últimos. Su objetivo no era engañar a sus superiores sino convencerlos de la necesidad de practicar adaptaciones tácticas, singulares, en momentos determinados para mantener firme la estrategia de contención del fascismo. Incluso, en la segunda guerra mundial, cuando estaba en albis de lo que deseaban Stalin y su nuevo comisario de Relaciones Exteriores, Molotov. Nunca abandonó la idea de que, en la pugna contra el fascismo, los intereses británicos y soviéticos coincidían en lo esencial. Gorodetsky ha hecho un señalado favor a sus lectores al comparar los diarios, los despachos y las ideas que circulaban en la capital soviética.

Aunque Maisky llegó a Londres el 27 de octubre de 1932 los diarios empiezan en julio de 1934. El 16 de noviembre ya anotó que todo lo que estaba ocurriendo en Alemania apuntaba hacia una guerra europea, la quisiera Hitler o no. El Tercer Reich se había convertido en el foco de mayor peligro en Europa. Toda su labor se dirigió, desde entonces, a despejar el camino para un posible pacto británico-soviético. No lo logró hasta los años de la segunda guerra mundial.

Maisky siempre creyó que la élite británica, con su acusado pragmatismo, terminaría comprendiendo que, más allá de las discrepancias ideológicas, los hechos, tozudos, hablarían un lenguaje contundente. Lo hicieron, pero demasiado tarde. Y, desde luego, cuando España había dejado de ser un irritante para la política de apaciguamiento.

El embajador soviético fue siempre muy crítico de Chamberlain. También de sus antecesores, Ramsay MacDonald y Stanley Baldwin. Cuando la guerra civil no era ni siquiera una vaga posibilidad en el horizonte, ya señaló el 10 de febrero de 1935 que la política de ambos estadistas había estribado en decir a Hitler: déjanos en paz a nosotros y a los franceses y haz lo que quieras en la Europa del Este. El problema, para los soviéticos, es que la Europa del Este se encontraba pegada a sus fronteras. Desde entonces las medidas hitlerianas más importantes apuntaron, para Maisky, en solo una dirección: la guerra.

La diferencia con sus anfitriones radicó siempre en que estos, como Eden llegó a admitir ante Litvinov, que los británicos no se creyeron del todo el carácter esencialmente agresivo de la política nazi. Gorodetsky no escatima críticas a los mandarines del Foreign Office que recomendaban, en aquellos años anteriores a la guerra civil española, la necesidad de hacer concesiones al Tercer Reich. El fallo británico no fue solo de los políticos. También lo fue de los «expertos». Quien esto escribe salvaría, sin embargo, a un diplomático que no aparece en las páginas de Maisky. Quizá no lo trató o tal vez se encuentre en la versión completa de los diarios.

No era, desde luego, un desconocido y los soviéticos tuvieron que tener muchos contactos con él, siquiera a un nivel inferior al del embajador. Fue el director general del Departamento de la Europa del Norte, un eminente sovietólogo hoy completamente olvidado. Se llamaba Laurence Collier. En plena guerra civil española alertó a sus colegas y superiores que en la Península la URSS estaba dando una batalla contra el peligro fascista y que no entraba en su política entonces buscar un asentamiento en España.

Naturalmente, no le hicieron el menor caso (tampoco a Vansittart a quien Chamberlain terminó enviándolo a un retiro dorado a principios de 1938). Se conservan, no obstante, apuntes de alguno de los colegas fascistizado de Collier que, con esa suavidad característica de la prosa diplomática interna de la época, se hacía preguntas acerca de sus lealtades. ¿No se trataría de un «infiltrado» del Labour Party? Ni que decir tiene que, cuando estalló la guerra europea el destino de Collier no fue de los más rutilantes. Embajador ante el Gobierno noruego en Londres en el segundo conflicto mundia y después. Casi diez años. Había cometido el pecado mortal de tener razón.

Por lo demás, Maisky no tardó en exponerse a otra de las convenciones de la época, en particular cuando sir Samuel Hoare (más conocido como posterior embajador de SM en la España vacilante de la segunda guerra mundial) fue ministro de Exteriores. Le rodeó de tantas melosidades que había que ponerse en guardia necesariamente porque el mensaje iba a ser, con toda seguridad, desalentador. Pero Maisky, el 6 de noviembre de 1935, no se dejó engañar. Si la Unión Soviética se oponía a la agresión italiana en Abisinia era porque quería dar una advertencia a posibles sucesores en el futuro. Italia no era un agresor muy serio pero en Europa había otros que sí lo eran…

Bajo este signo la guerra civil y la intensificación del apaciguamiento fueron los dos obstáculos en los que Maisky tuvo que poner a prueba su habilidad, tenacidad y correosidad, cualidades que nunca vienen mal a un diplomático en tiempos difíciles.

HAY QUE CONTENER LA EXPANSIÓN DEL FASCISMO (I)

23 febrero, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

He elegido para este y los próximos posts un título deliberadamente ambiguo. No me refiero a la actualidad. Tampoco deseo entrar si hay hoy fascismo o alguna extraña mutación de esta fracasada ideología. Me refiero al de los años treinta del pasado siglo. Aunque está estudiado exhaustivamente, con cierta periodicidad salen libros y artículos que abordan nuevas facetas, reelaboran los conocimientos adquiridos y escudriñan rincones todavía oscuros. La contención del imperialismo fascista planteó grandes interrogantes en aquel período y enormes desafíos a las políticas de las democracias occidentales pero también a las de la Unión Soviética. Las primeras han sido investigadas pormenorizamente, si bien no de manera exenta de evidentes sesgos. Las segundas lo han sido mucho menos. La interacción entre ambas siempre se ha resentido del acceso libre a los antiguos archivos soviéticos pero también del enfoque ideológico de numerosos historiadores occidentales. En el caso de España no hay sino que remitirse a Bolloten, Payne y a su escuela.

Captura de pantalla 2016-02-20 a la(s) 11.06.32Afortunadamente hace unos meses se ha publicado en el mundo anglosajón por Yale University Press (YUP) un libro excepcional. Extraordinario. YUP ha dado a conocer numerosas obras documentales que han aclarado aspectos esenciales de la política soviética, interna y externa. Pinchó de forma estrepitosa con el libro dedicado a la guerra civil española, dejado en manos de unos cuantos autores liderados por el profesor Ronald Radosh, excomunista o casi y posteriormente renegado activista. El pinchazo no fue tanto por los documentos mismos, que no fueron numerosos, sino por la interpretación, los comentarios y el hilo argumental que intentó trabarlos. Incidentalmente, en los países de habla inglesa consiguió numerosas y gratificantes reseñas, académicas y periodísticas. En España, muy pocas y de fuentes de probadas anteojeras ideológicas. Una casualidad.

Hablamos de hace unos quince años. Ahora YUP se ha redimido con la publicación de la versión abreviada de los diarios de Ivan Maiski, embajador en el Reino Unido entre 1932 y 1943. Lo ha hecho en una edición sumamente cuidada a cargo del profesor Gabriel Gorodetsky de la Universidad de Oxford. Se trata de un sovietólogo eminente, de trayectoria académica brillante y que ha dedicado años a la tarea de comentar, situar y elucidar el contenido de dichos diarios.

La versión abreviada no es corta. Tiene casi 600 páginas que son, en general, oro puro. Está prevista la publicación en tres volúmenes de los diarios completos con el necesario aparato crítico que en el libro que aquí se comenta está reducido al mínimo necesario para que no se pierdan sus, es de esperar, numerosos lectores que ni son especialistas ni están decididos a invertir la suma que presumiblemente necesitarían para adquirirlos.

La contraportada del libro lleva comentarios firmados por Paul Kennedy, Niall Ferguson, Antony Beevor y Richard Overy. Todos reconocen el gran valor de esta edición abreviada. En dos de ellas se ha deslizado alguna pequeña puya (no en vano, afirmaba un dicho muy querido del corresponsal de Le Monde en Moscú en los años setenta, Michel Tatu, nunca se era suficientemente antisoviético). Yo me quedo con la de Kennedy: «¡Asombroso! … Quizá el mejor diario político del siglo XX». No estoy en condiciones de aceptar sin más tal afirmación. Hay muchos otros diarios que podrían también optar a tal calificativo, pero en cualquier caso es significativa.

Maiski no es un desconocido para los historiadores de la guerra civil española. En su condición de embajador en Londres fue el representante soviético en el Comité de No Intervención y publicó en ruso una pequeña monografía que se tradujo al inglés con el título de Spanish Notebooks y también al español (Cuadernos españoles). Esta última, y supongo que también la primera, por la editorial Progreso en Moscú. También publicó unas memorias, muy adaptadas a las exigencias de la censura soviética, que se tradujeron inmediatamente al alemán y al inglés. En este caso creo que solo para el período de la segunda guerra mundial. Tras dejar el servicio diplomático al final de la contienda pasó a la Academia de Ciencias. Dedicado a la historia impulsó, entre otros aspectos, el interés por España. Una de sus discípulas fue la conocida hispanista Svetlana Pozhárskaya. Casi al final de la dictadura estalinista fue condenado a seis años de prisión «por espionaje». Se le rehabilitó totalmente en 1955.

Gorodetsky ha tenido la fortuna de trabajar sobre los diarios originales de Maiski, conservados en el archivo del Ministerio ruso de Relaciones Exteriores, y con el permiso de los herederos. Ha invertido más de diez años. No es de extrañar que haya levantado un monumento a Maiski pero, si se me permite la expresión, también a sí mismo y al valor de la investigación académica, más necesaria que nunca en temas que siguen siendo altamente sensibles. Tras haber editado quien esto escribe las memorias de la posguerra civil de Pablo de Azcárate y las de los comienzos de la guerra misma de Francisco Serrat, no tengo inconveniente alguno en postrarme simbólicamente ante Gorodetsky. Solo quien ha editado memorias complicadas tiene idea del inmenso trabajo que conllevan.

Me apresuro a señalar que ni España ni la guerra civil figuran en lugar prominente en esta versión abreviada. No sé si aparecerán, al menos en lo que se refiere a la segunda, en la versión completa. La edición de YUP está pensada, esencialmente, para el mundo de habla inglesa.

Así, por ejemplo, se explica que el lector anglosajón no identifique con facilidad el significado de las idas y venidas de Maiski durante los años de la segunda guerra mundial a Bovingdon, un pueblo al noroeste a unos 60 kms de Londres y en el que residió Juan Negrín. Maiski solía ir a verle los domingos y fue tras hablar largo y tendido con Juan Negrin cuando prácticamente le cogió la noticia del ataque nazi a la Unión Soviética el 22 de junio de 1941. Le llegó a las 8 de la mañana el día siguiente. Por cierto que, como muestra de una cierta insularidad, las páginas dedicadas a Bovingdon, que es fácil localizar en la red, no indican nunca, entre los residentes famosos del pueblo, al expresidente del gobierno republicano.

Maiski tuvo ocasión en los años de su larguísima embajada en Londres de penetrar profundamente en la vida política, diplomática, cultural y social inglesa. Su relación con los políticos, periodistas, intelectuales y medios económicos más influyentes fue intensísima. En una ocasión, cuando las purgas soviéticas se cebaron en los cuadros del Ministerio de Asuntos Exteriores y el servicio diplomático quedó prácticamente descabezado, una de las nuevas estrellas ascendentes en la central moscovita (y luego, en 1943, su sucesor en Londres), criticó severamente los métodos de trabajo de Maiski. Era el director general para Europa Occidental, nada menos. Ordenó a principios de 1940, ¡pásmese el lector!, que restringiera sus contactos a los funcionarios británicos de más alto nivel y que obtuviera sus informaciones de la prensa y de la radio. Como suena. Gorodetsky reproduce algunos extractos de la «pequeña» lección sobre diplomacia en el Reino Unido que le impartió Maiski. Para poder hacer algo, era preciso, indicó, conocer bien por lo menos a un centenar de diputados de los distintos partidos. A ellos habría que añadir otros cuatrocientos más de diversos ámbitos de la vida política, diplomática, mediática, económica, militar, etc.

Y todo ¿para qué? Para suministrar a los servicios centrales el mínimo de información necesario para que juzgasen la situación y perspectivas de la política británica. Algo que solo podía hacer un embajador muy bien enterado y apoyado por los diversos miembros de su misión.

¿Y cuál fue el objetivo de Maiski? Mejorar las relaciones bilaterales, influir lo más posible en la política británica, evitar que los servicios centrales cometieran pifias y limar las inmensas dificultades que se interponían en tal tarea.

El resultado es un libro esencial para conocer ciertas interioridades de la política exterior soviética en la época de Stalin y las percepciones que un analista inteligente pudo extraer de sus contactos íntimos con una muestra amplia de la élite británica en aquellos años de expansión, aparentemente imparable, del fascismo.

Seguirá.

¿UN MINISTERIO AMABLE? El Ministerio de la Gobernación, ese desconocido (y II)

16 febrero, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

Con los presupuestos conceptuales evocados en el post anterior cualquier lector estará anhelante por conocer cómo se autoretrata dicho Ministerio en dos etapas que no fueron amables: la guerra civil y la dictadura franquista. Lo que destaca, ante todo, es una pretendida voluntad de equidistancia. La historia se esboza en términos formales y en omisiones glamorosas. Ya se sabe, una historia oficial -u oficiosa- debe ser rigurosamente «objetiva». Así, por ejemplo, se habla del «bando republicano» y del «bando nacional», pero no tema el lector. En alguna ocasión también hay referencias al «Gobierno legítimo de la República» y el contrario recibe el adjetivo de «denominado». ¿Quién lo desnominaría?

Captura de pantalla 2016-02-05 a las 11.03.24La voluntad de «objetividad» alcanza extremos desusados. Por ejemplo, no se afirma en ningún momento que los servicios de seguridad republicanos estuvieran controlados ya fuese por los malvados comunistas o los sicarios de Stalin. ¡Caramba! Esto sí que es una sorpresa porque tales afirmaciones forman parte integral de las autojustificaciones franquistas y de la controversia intra-republicana. ¿No lo dijeron y repitieron hasta la saciedad anarquistas y poumistas? Entre otros. La cuestión quizá se explique, en términos puramente formales, porque en justa correspondencia la historia del Ministerio omite toda referencia a la penetración nazi-fascista en la España «nacional» y, sobre todo, en los cuerpos de seguridad del «nuevo Estado».

Item más. La guerra es la guerra es la guerra pero en el caso de esta apasionante historica casi aparece como un picnic. ¿Quién habla de violencia en ella? ¿Qué fue eso de la represión? Rien de rien. A lo sumo pequeñas divergencias entre españoles que, eso sí, compartían gustos comunes como los toros, el cine y el fútbol. A veces, no puede evitarse, aparece la referencia al carácter fratricida de la contienda pero aun así había hermanos que se escribieron cartas en el curso de la misma, por ejemplo los Machado. Sobre las razones de la explosión, el desarrollo, la duración, tampoco rien de rien.

Una pequeña decepción la ofrece el golpe de Casado. Parecería que hubiese sido el resultado de una actitud casi patriótica para lograr un acuerdo entre militares que limitase las anunciadas represalias de los vencedores y, ¡qué espíritu nacional!, «evitar el intento del Gobierno de Negrín de prolongar el conflicto hasta enlazarlo con la inmediata conflagración europea» (p. 141). ¡Una intención muy, pero que muy aviesa!

Por cierto, si no hay la menor referencia a la represión tampoco la encontrará el lector al carácter internacional de la guerra. Los españoles parece que se dieron de mamporros ellos solitos. Y, además, absurdamente.

Las mejores perlas se dejan, claro está, para la dictadura. Sí, se utiliza este término pero, tampoco tema el lector, no se la adjetiva salvo en una ocasión. ¿Por qué? Porque, en el fondo, de lo que se trató era de crear «una especie de versión española del antiguo ideal alemán del Estado administrativo autoritario basado en el Derecho» (p. 149). Ni Linz lo hubiese expresado mejor. ¿Imitación foránea? Sí, un pelín, pero a lo Bismarck. El lector no debe pensar en regímenes abominables como los nazi-fascistas. Franco, eso sí, se esforzó mucho. ¿Para qué? Pues para «presentar al régimen como un sistema limitado de Gobierno sometido a Derecho y a no llamarlo «dictadura» sino «democracia popular orgánica» (DPO).

Admire el lector cómo los historiadores del Ministerio del Interior han descubierto un nuevo concepto. La única DP que he conocido un pelín fue la denominada República Democrática Alemana y no me suena que a ningún tratadista se le ocurriera añadirle la O. Puede ser ignorancia supina. O no. En cualquier caso felicito efusivamente al equipo del ministro Fernández Díaz por haber efectuado una percée conceptual que habrá, cuando se conozca mejor, de dejar admirados a centenares de historiadores, sociólogos y politólogos. Ahora bien, reconozcamos, objetivamente, que los autores son conscientes de que Franco no respondía «ante instituciones jurídico-políticas de raíz y composición democráticas».

En realidad, los funcionarios del Ministerio del Interior bajo el PP blanquean todo lo que pueden. Destaca un ejemplo antológico al aludir a la famosa ley de 8 de marzo de 1941 sobre reorganización de los cuerpos de seguridad en una tríada compuesta por el General de Policía, el de Policía Armada y de Tráfico y el Instituto de la Guardia Civil. Al lector despistado no le sorprenderá demasiado, sobre todo si recuerda a los escasamente añorados «grises». Hay que acudir al BOE (8 de abril del mismo año) para saber lo que había detrás: nada más, ni nada menos, que un planteamiento fundamental establecido por tan augusta disposición.

A saber, «la victoria de las armas españolas, al instaurar un Régimen que quiere evitar los errores y defectos de la vieja organización liberal y democrática, exige de los organismos encargados de la defensa del Estado una mayor eficacia y amplitud». En consecuencia, la «nueva policía española» debía realizar «una vigilancia permanente y total para la vida de la Nación que en los Estados totalitarios se logra merced a una acertada combinación de técnica perfecta y de lealtad». Para lo cual, previsoramente, ya en 1938 se habían firmado acuerdos de cooperación con la Gestapo y las SS, sin duda hábiles transmisores de técnicas apropiadas y «profesionales» en consonancia con aquellos tiempos que, ¡oh, cielos!, desaparecen en la historia presentada por el ministro Fernández Díaz.

Los alemanes indican esta forma de proceder de hablar a través de las flores. Es una técnica que, al parecer, no se ha olvidado en la capital madrileña. El terrorismo etarra se configura como «independentismo radical vasco» (p. 163), aunque el sustantivo indicado aparece como tal o en forma adjetivada en otras ocasiones. No creo que sea una manifestación de «corrección política».

Una perla mucho más blanca y valiosa. ¿Qué pasa con la inolvidable Brigada Político-Social (BPS), lo más parecido a la Gestapo que nunca ha habido en España? Pues que solo se la menciona una única vez, mal y de tapadillo. En la misma página, al indicar que la actividad terrorista se inició en agosto de 1968 «con el asesinato del jefe de la Brigada Social de Guipúzcoa». ¡Pobre hombre! Claro que no se le identifica con su nombre, no sea que entre la vieja generación evoque recuerdos amargos. Se llamaba Melitón Manzanas, de profesión torturador. Se le concedió, por cierto, a título póstumo una medallita como víctima de ETA.

Sobre los comisarios y jefes de la BPS (Yagüe, Blanco, los hermanos Creix, Billy «el niño», etc.) existe ya una abundante literatura pero sus servicios al Ministerio de la Gobernación de la época hoy ya no se hacen valer. Sic transit….

En definitiva, debemos saludar alborozados la demostración de la probidad investigadora, del celo por la objetividad y de la capacidad de eliminar aspectos hoy no del todo agradables. Esperemos que bajo un nuevo equipo ministerial en los próximos años los funcionarios del Ministerio del Interior hagan algún esfuercillo adicional para poner la historia de tan importante organismo en consonancia con la relevante historiografía, teniendo en cuenta que la opinión pública parece tener en mayor estima hoy a los policías y guardias civiles que a los políticos que los mandan.

¡Ah! No he logrado resolver una duda existencial. Aquel paradigma de insigne servidor del Estado que fue el durísimo ministro de la Gobernación Don Blas Pérez González, ¿llegó a ser presidente del Tribunal Supremo? No me suena, a pesar de haber sido catedrático de Derecho Civil y miembro del glorioso cuerpo jurídico militar. En realidad no es cierto, pero es lo que, en una finta final, se afirma en esta curiosa historia (p. 153). No quiero pensar que tenga mucha importancia porque después de algunas de las omisiones e interpretaciones creativas que he identificado en estos dos posts un tanto apresuradamente, un errorcillo factual de tal porte no significa mucho. ¿O sí?