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TODO MAESTRILLO TIENE SU LIBRILLO (Sobre investigación en historia contemporánea, I)

8 septiembre, 2015 at 8:30 am

Vuelvo a este blog después de las vacaciones de agosto. Más cansado que cuando las tomé. En el pasado mes he pasado por una experiencia investigadora que no es nueva para mí pero que me sorprende una y otra vez. Está relacionada con la forma de abordar los retos de la investigación en historia contemporánea. Para mí esta última no es como figura en los libros de texto españoles. Es la que arranca en los años treinta, con el declive de la dictadura de Primo de Rivera y la instauración de la República, y prosigue hasta, por lo menos, el comienzo de la transición hacia la democracia.

1024px-LOC_Main_Reading_Room_HighsmithEste es, por supuesto, un punto de vista discutible aunque con numerosos apoyos en la historiografía. En otros países podría datarse la contemporaneidad a partir de la segunda guerra mundial y, crecientemente, de la postguerra.

En todo caso los retos para los investigadores son similares si de lo que se trata es, como argumentaré en este y otros posts, de abrir brecha en historia, es decir, en el conocimiento de la acción humana en el pasado. Su reflejo o lo que queda de ella son, al fin y al cabo, el material con el que siempre se ha escrito historia. Hay otras interpretaciones pero a ellas no me referiré.

Naturalmente no todos los historiadores abren brecha. Muchos ni lo intentan. Se limitan a transmitir conocimientos adquiridos. Es una actividad honrosa. No todo el mundo está obligado a investigar.

Sin embargo si las ciencias avanzan siguiendo ciertas pautas metodológicas, esto es también hasta cierto punto el caso en historia contemporánea. Lo que las une es la necesidad de basar la argumentación no en prejuicios, creencias, mitos o valores sino en analizar críticamente la evidencia. Ni en unas ni en otras toda la evidencia posible es conocida en un momento determinado.

En el caso que aquí nos ocupa esta evidencia es potencialmente amplísima. ¿Cómo poner límites a la acción o interacción humanas? Sin embargo cabe acortarla en función de las necesidades u objetivos del investigador. No se necesita la misma evidencia para escribir historia social, o de género, o de la comunicación, o de las ideas, o política, o militar o internacional. El fin determina, hasta cierto punto, los medios.

La evidencia, sea la que sea, no está dada. Hay que descubrirla. Existen procedimientos metodológicos muy afinados para llegar a ella. A veces dan resultado, a veces no. A veces el investigador tiene suerte, a veces no. En cualquier caso, mi tesis es que para hacer avanzar el conocimiento son necesarios, al menos, dos enfoques: o bien se encuentra nueva evidencia o bien se aplican nuevos ángulos de análisis a evidencia ya disponible. Ambos son, por lo demás, perfectamente complementarios.

¿Un ejemplo? La nueva historia de la segunda guerra mundial de Andrew Roberts. Este autor ha hecho un uso masivo, pero selectivo, de la bibliografía disponible pero lo ha aderezado con incursiones, muy significativas o menos según los casos, en evidencia primaria, a veces ya muy utilizada por otros y a veces no tanto.

El equilibrio entre fuentes primarias y secundarias depende también del objeto de la investigación. En algunos casos han de predominar aquéllas. En otros, estas últimas. Pero lo que me atrevo a afirmar con carácter general es que nunca deben equipararse la divulgación (aunque sea de altura) y las aperturas de brechas. En mi modesta opinión, son estas las que conducen a un avance genuino del conocimiento.

Lo que antecede son generalidades. ¿Cómo llegar al caso concreto? Todo el que haya escrito una tesis doctoral o un libro innovador es consciente de que sin nueva evidencia no hay progreso. Este puede ser micrométrico o no pero el historiador, que no nace sino que se hace, se enfrenta tarde o temprano con dicho reto.

Quien esto escribe entró por primera vez en un archivo en marzo de 1971. No se me olvida porque coincidió más o menos con esa fecha en la vida de un ser humano en la que se pasa de los veinte a los treinta años. Hasta entonces había leído mucho sobre historia. Incluso había preparado un estudio, por sugerencia del profesor Enrique Fuentes Quintana, sobre la financiación alemana de la guerra civil. Me inicié en 1970 en la Biblioteca del Congreso en Washington que no carecía, ni carece, de libros que rozaban el tema. El resultado lo guardo como oro en paño pero desde el primer momento me dejó insatisfecho. ¡No aportaba nada nuevo! Obviamente me había enfrentado con lo que otros autores habían escrito. A veces los había criticado por falta de rigor o por llegar a conclusiones aventuradas. A veces había tenido que someterme a sus resultados.

En aquella época Fuentes Quintana (posteriormente vicepresidente segundo del Gobierno y ministro de Economía con Adolfo Suárez) perseguía un objetivo muy modesto: publicar un número extraordinario de la revista HACIENDA PÚBLICA ESPAÑOLA sobre la economía de la guerra civil, algo totalmente desconocido en el año de gracia de 1970.

De Washington me habían destinado a Bonn y sugerí a Don Enrique que la única forma de decir algo nuevo consistía en ir a los archivos. Me apoyó financiera y administrativamente y allí, en el período 1971-1973, aprendí sobre el tajo, empíricamente, by trial and error, cómo podía avanzarse en el conocimiento de un tema que hasta entonces solo se había tratado de manera superficial y marginal.

La metodología que fui identificando me sirvió entonces y sigue sirviéndome hoy. La apliqué a mi primer libro (La Alemania nazi y el 18 de julio, publicado en 1974) y la he continuado hasta el último (a punto de salir en el momento en que aparece este post).

Dos jóvenes doctorandos en la Facultad de Geografía e Historia de la UCM, David Jorge y Miguel Íñiguez, la han aplicado en sus tesis y obtenido resultados que han hecho avanzar el nivel de nuestro conocimiento sobre los temas a los que las han dedicado.

Probablemente no dirá nada a los colegas experimentados. Tal vez diga algo a quienes quieren ser historiadores en el futuro. ¿Por qué no habría de dar resultados también para ellos?

Por supuesto no me hago la ilusión de haber descubierto la pólvora. De seguir el dicho tradicional que da título a este post, otros autores habrán aplicado o aplicarán su propio librillo. Por lo demás, enseñar a investigar no es algo que, en mi limitada experiencia, se haga con mucha frecuencia en la Universidad y, desde luego, conozco a mucha gente que no lo hace. No a todo el mundo le interesa.

¿Aburriré a los lectores si presento a la hora de reanudar este blog, y cuyo fin es el deseo de pasar en revista mitos que salpican la historia contemporánea, la forma en que he venido trabajando desde aquel mes de marzo de 1971?

¿Alemanes antipáticos?

28 julio, 2015 at 8:30 am

En 1958 dos autores entonces poco conocidos, Eugene Burdick y William J. Lederer, publicaron una novela, The Ugly American, que era una dura crítica a la política norteamericana de cara a un país ficticio del sudeste asiático. La caracterizaban rasgos tan poco deseables como la incompetencia, la corrupción y la arrogancia. Se convirtió en un best-seller. Al año siguiente la publicó Grijalbo bajo el título, literal pero no excelente, de El americano feo.  Probablemente no tardarán en aparecer obras, de ficción o no, que reconstruyan la antipática atmósfera por la que atraviesan una buena parte del electorado alemán, un sector de sus partidos políticos de centro derecha (CDU/CSU) y de extrema derecha y varios de sus abanderados, entre ellos el ministro federal de Finanzas Wolfgang Schäuble. A lo mejor surge incluso una pareja como Burdick y Lederer.
Angela_Merkel y Wolfgang_SchäubleEste va a ser mi último post antes del verano. Todo el mundo tiene derecho a vacaciones (aunque no todos puedan tomarlas) y servidor va a concentrarse por las mañanas un libro que se me resiste y, por las tardes, a leer algo que no tenga nada que ver con él.
En este post quisiera suscitar una cuestión que viene preocupándome desde hace años. No aspiro a originalidad alguna. Todo lo que puede preguntarse, por el momento, sobre la crisis griega ya se ha planteado. Los análisis en profundidad vendrán después.
En el reciente debate generado en Alemania sobre si convenía o no aprobar el principio del tercer rescate a Grecia una minoría, pero no diminuta, se pronunció en contra. Está respaldada por un segmento muy sólido de la población. Su exponente más conocido es nada menos que un ministro del gobierno federal de coalición. En las negociaciones dejó caer, como si no tuviera importancia, que una mejor alternativa estribaba expulsar a Grecia temporalmente de la eurozona. Luego ha repetido en público esta posición que ha levantado cierta indignación entre los socialdemócratas alemanes. Al menos de momento Schäuble no ha sido desautorizado.  ¿Se convertirá en un líder de opinión de los alemanes feos?
Muchos alemanes lo son porque parecen haber olvidado su propia historia. Se encuentran en todas las clases sociales y, por supuesto, entre los círculos dirigentes (con el Bundesbank en primer lugar). Ahora bien, si hay una nación o un pueblo que no tienen derecho a olvidarla, ni siquiera en el transcurso de las generaciones, es Alemania. Muchos países han querido asentar su hegemonía sobre el continente. Pocos lo han logrado y menos aún por mucho tiempo. En Alemania concurren dos circunstancias: fue el último país que lo intentó y el más efímero (ni siquiera cinco años). Aún así se las apañó para sembrar un reguero de destrucción y muerte que culminó en los horrores de la Shoah.
Naturalmente las generaciones actuales no tienen la culpa de ello pero no están eximidas del deber de olvido. Los alemanes fueron, en los años treinta y parte de los cuarenta, muy, muy antipáticos. Precisamente la integración europea se diseñó con dos propósitos esenciales: desterrar la guerra entre los países que en ella participan y fomentar su crecimiento económico, su bienestar y su solidaridad. El primer objetivo se ha alcanzado plenamente.  En los otros dos se han conseguido avances formidables. Alemania ha prestado a ello una contribución impagable.
Este palmarés se ha erosionado considerablemente desde el impacto de la crisis económica. Los nacionalismos y populismos han reverdecido. A veces de forma grotesca. En Alemania, de manera insidiosa. Lo más parecido que en Alemania hay a un santo laico, Jürgen Habermas, ha dado un grito de alarma: ¿asistiremos ahora a un tercer intento alemán en Europa de asentar la hegemonía política, después de haber logrado la económica?
Hábilmente Schäuble, y con él una parte del establishment político alemán, han argumentado que lo que la eurozona necesita es un nivel de integración más elevado. Saben perfectamente que, dejando las cosas a su inercia, el proceso no avanzará. Sería, ciertamente, una buena salida: en la medida en que el invento europeo de compartir soberanía ha ido avanzado, los problemas, incluso lo más intratables, han encontrado solución. Quizá no a gusto de todos, pero sí de forma tal que con ella todos han aprendido a vivir y a convivir.
El otro día, Hollande recogió el guante. ¡Hay que «comunitarizar» la gobernanza de la zona euro a través de la creación de una vanguardia que señale el camino! Lo hizo en el 90 cumpleaños de Jacques Delors, uno de los pocos franceses que supo cohonestar el interés francés con el comunitario. Pero dado que la política francesa se ha caracterizado en numerosos aspectos por el mantenimiento del grado más elevado posible de autonomía consistente con los compromisos integubernamentales dentro de la UE, hay lugar para la sospecha. Sobre todo porque detrás acechan las fuerzas que desean derrumbar la UE en todo lo posible.
Alemania y Francia son los dos países claves para el futuro de Europa. Mi sospecha es que Francia seguirá maniatada en el próximo futuro, con elecciones presidenciales en 2017, y una Marine Le Pen con su amenazante Frente Nacional. Es decir, corresponde a Alemania o bien dejar pasar el tiempo y que la situación se pudra más o dar un salto adelante. En otros tiempos, hoy lejanos, los alemanes encontraron figuras que lo dieron: Adenauer, Schmidt, Kohl. Y sus dificultades no fueron entonces menores que las que hoy existen.
Las cosas pueden empeorar. ¿Quién pone su mano en el fuego de que el tercer rescate a Grecia vaya a ser un éxito? Lo más probable es que no lo sea. Grecia se acerca peligrosamente a la situación, que nunca hemos esperado ver en Europa, de un «estado fallido» o, al menos, «cuasi-fallido» que no ha sabido adaptarse a un entorno en rápida mutación. ¿Pero lo ha hecho Alemania? Mi impresión es que no. Que su capacidad para detectar las rigideces estructurales griegas no la dirige con la urgencia necesaria a la mejora de la gobernanza de la zona euro ni a las inflexibilidades de su economía y de su sociedad. Es el clásico ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio.
De no hacer algo quizá se cumpla la advertencia que los socialdemócratas lanzaron en el Bundestag el otro día. Alemania consolidaará lo que ha perdido en cuarenta ocho horas: una buena parte del «goodwill» que tanto trabajo le costó conseguir a lo largo del tiempo como uno de los alumnos más aplicados de la clase. Y se olvidará que la idea de un núcleo duro conformado por una vanguardia la defendía Schäuble, con la aquiescencia de la clase política alemana, no hace tantos años. Tiempos, tiempos.
Con esta última nota deseo a todos mis amables lectores las mejores vacaciones posibles en estos tiempos de incertidumbre. Volveré  el 8 de septiembre.

EL TERCER GRAN LEGADO DE FRANCO

21 julio, 2015 at 8:30 am

Echando un vistazo a la literatura neo o para-franquista no es difícil discernir que en ella ocupan un lugar preeminente tres «grandes» legados. El primero es haber derrotado a los «rojos» y a su cobertura, la Segunda República. El segundo haber preservado la neutralidad en la guerra mundial. El tercero presidir la época de mayor crecimiento de la economía española. Es el equivalente funcional del que, hasta 1939, se atribuía a Hitler: haberse encontrado con un país hundido económicamente y, en menos de seis años, eliminar el desempleo.

Franco y Carrero Blanco a bordo del AzorEn el caso alemán, claro, luego vino la guerra mundial, su larga serie de victorias y su final con el crepúsculo de los dioses nazis. La recuperación económica alemana de 1933 a 1939 se ha pasado por la lupa. Sus mecanismos se han explicado hasta la saciedad.

En el caso español también hemos hecho lo mismo historiadores y economistas. España disfrutó de una bonanza económica entre 1960 y 1970 pero ¿por qué?, ¿cómo?

Historiadores como Stanley G. Payne y Jesús Palacios no tienen ninguna duda en cuanto a las respuestas: la gran habilidad de Franco como «último regeneracionista», su deseo de hacer de España una potencia moderna y fuerte.

Esto no es sino una burda tergiversación de una historia que, formalente, se inició hoy hace 56 años, el 21 de julio de 1959. Aquel día Franco firmó el Decreto-ley de Ordenación Económica, base de la única operación estratégica de gran calado que la dictadura fue capaz de emprender en el plano económico y con consecuencias profundas.

Los lectores que tecleen en wikipedia «plan de estabilización de 1959» encontrarán una sucinta descripción ni particularmente mala ni particularmente buena (lamento que omita, además, el papel del profesor Manuel Varela, qepd, entonces secretario general técnico de Comercio).

Un apunte. Cuando el Banco Exterior de España (BEE) me encargó en 1976 que, con un equipo, preparase un estudio sobre la política comercial exterior desde 1931 a 1975 para conmemorar el L aniversario de su fundación, lo primero que hice fue pedir autorización para acceder a los archivos gubernamentales del franquismo.

Entre los puntos que pretendía aclarar era la génesis del plan de estabilización. El Decreto-ley de 1959 me pilló en Alemania y todavía recuerdo haber leído en el periódico de Hamburgo Die Welt la noticia. Poco después, lei también la referencia a una advertencia hecha por el Cardenal Primado y Arzobispo de Toledo a los peligros del baile agarrado. La España de la época era realmente diferente.

Gracias al entonces director general del BEE, profesor Rafael Martínez Cortiña (qepd) pude trabajar en los archivos de los Ministerios de Asuntos Exteriores, Comercio, Hacienda, Industria y Presidencia del Gobierno amén del Banco de España y del IEME (Instituto Español de Moneda Extranjera).

Los tres volúmenes que componen la obra, aparecida en 1979, abordaron documentalmente las etapas de la Segunda República, la guerra civil, la autarquía y la estabilización. La del crecimiento se hizo en plan analítico. Rastreamos, hasta donde fue posible, el proceso de formación de las políticas concernidas. Era algo que, hasta donde se me alcanza a recordar, no se había hecho todavía hasta entonces en España. No por falta de medios personales sino de facilidades institucionales.

Todos, salvo uno, de los compañeros que participamos en aquella aventura recordarán lo que sufrimos: el embajador Senén Florensa (jefe de fila para la Segunda República), el hoy secretario de Estado para la UE Fernando Eguidazu (transversalmente para la política contingentaria y de control de cambios), Carlos Fernández Pulgar (qepd) para el ambiente ideológico de la autarquía y Julio Viñuela (para el crecimiento tras la estabilización).

Hubo que sortear dificultades. Por ejemplo, la interpuesta por aquel genio de la política patria Leopoldo Calvo-Sotelo (qepd), a la sazón ministro para las relaciones con las Comunidades Europeas, que se enfureció porque el libro podría dar munición a los comunitarios en sus negociaciones con España. Revelaba, ciertamente, algunos de los mecanismos por los que la dictadura había introducido un alto nivel de protección encubierta contra las mercancías extranjeras. Muy a tono con los postulados en los que Franco siempre creyó.

Al Caudillo hubo que sacarle el plan con fórceps. Fue un parto duro, largo y difícil cuyos antecedentes se remontan, en ciertos círculos económicos ilustrados de la Administración, hasta por lo menos 1954. ¿Quiénes se opusieron a él con tenacidad? Franco y su escudero el almirante Luis Carrero Blanco, ministro subsecretario de la Presidencia del Gobierno.

De él encontré una «Introducción al estudio de un plan coordinado de aumento de la producción nacional» que redactó, o le ayudaron a redactar, en la primavera de 1957 y que constituye una sublime profesión de fé en las virtudes de lo que los economistas suelen denominar «crecimiento hacia adentro», una expresión edulcorada para lo que las potencias fascistas llamaban, pura y simplemente, autarquía. En sus virtudes creyó Franco, tras según él haber leído la tira sobre temas económicos, desde la guerra civil hasta que se vio obligado a tirar la toalla.

Carrero Blanco, que tanto ayudó al excelso Caudillo en sus maniobras políticas, también le había apoyado en sus curiosas estrategias económicas. Entre los dos se preocuparon cuidadosamente de que la economía española y la internacional se mantuviesen disociadas. Solo la amenaza de insolvencia en los pagos internacionales con unos débitos en divisas a corto, medio y largo plazos imposibles de satisfacer con las entradas en moneda extranjera indujo a ambos prohombres a dejar hacer a quienes sabían. El resultado fue el Decreto-ley de hace 56 años. Con ayuda del FMI y de otros técnicos extranjeros. Un francés, Gabriel Ferras, redactó incluso el borrador de justificación.

Años después de la publicación del libro tuve necesidad de bucear de nuevo en los archivos de la Presidencia del Gobierno. Encontré entonces en el acta de la primera o segunda reunión de la Comisión Delegada del Gobierno para Asuntos Económicos, probablemente en abril de 1957, un discurso anejo de Franco. Lo fotocopié y guardé como oro en paño hasta perderlo en alguno de mis mudanzas internacionales.

Gracias a una buena amiga, la profesora Paloma Villota, traté de localizarlo hacia 1998. Le dijeron que naranjas de la China. Volví a la carga hacia 2006. Era ya entonces secretario general de la Presidencia el embajador Nicolás Martínez-Fresno quien ordenó la búsqueda del famoso discurso. ¡Había desaparecido! Se encontraron, eso sí, varios saludas en los que López Rodó lo distribuyó a los ministros encareciéndoles su lectura. Se subrayaba la importancia de las manifestaciones de Su Excelencia el Jefe del Estado con respecto al guayule.

Consulten los lectores el diccionario: planta cauchífera que crecía (hoy ya no lo sé) en los arenales de Huelva. Fue la explotación industrial del guayule una de las brillantes ideas que SEJE introdujo en su discurso para remediar el problema de la falta de caucho. Y sin él, claro, los camiones y camionetas no podrían cumplir su esencial labor de «unir a todos los hombres y tierras de España».

No crea el lector que Payne/Palacios han perdido el tiempo leyendo la obra.

«HA LLEGADO EL DÍA DE LA GLORIA»: DE FIESTAS NACIONALES Y OTRAS COSAS

14 julio, 2015 at 8:30 am

flagEstas líneas aparecen el 14 de julio. Una coincidencia de calendario. Es el día de la fiesta nacional francesa de cuyo himno revolucionario-patriótico por excelencia, La Marsellesa, extraigo el título del post. La domina. En la España de Franco el equivalente fue el 18 de julio. Y como vivo en Bruselas no puedo dejar de recordar que el 21 de julio se conmemora el juramento del primer rey del Reino de Bélgica. Por no hablar del 4 de julio y de la Declaración de Independencia aprobada aquel día en 1776 por el segundo congreso continental que formaban las trece colonias que aspiraban a emanciparse de la Corona británica.  
Quisiera, no obstante, centrarme en la comparación entre los casos francés, belga y español. Hoy, el 14 de julio, es una fecha marcada por el habitual desfile militar en los Campos Elíseos y multitud de bailes populares. Siempre recordaré la primera vez que la viví en 1958. Para ver el desfile, y a De Gaulle, me pasé la noche anterior en una comisaría parisina. No tenía un centavo en el bolsillo para regresar a la Ciudad Universitaria. Los policías me dejaron en una celda y al amanecer me invitaron a café y croissants.
No siempre se celebró en Francia el 14 de julio que recuerda el día de la toma de la Bastilla en 1789 y también la celebración de la Fiesta de la Federación del año siguiente. En la combinación de ambas la Tercera República, instaurada tras el derrumbamiento del Segundo Imperio a consecuencia de la guerra franco-prusiana, quiso unir el carácter revolucionario y la unión nacional. En 1880 tal carácter quedó implantado sólidamente. Antes, sin embargo, había habido mucho movimiento. En la Monarquía absoluta se celebraba el nacimiento de San Luis. En el primer imperio, el de Napoleón el 15 de agosto. Para ello se buscaron además connotaciones católicas, como la fecha del concordato de 1801 que restableció como oficial tal religión. La Monarquía de Julio celebró los días de la revolución de 1830 que a ella condujo. El golpe de Estado de Luis Bonaparte reanudó, hasta 1869, con el aniversario imperial.
De este somero relato se deduce el carácter altamente simbólico de toda Fiesta Nacional. Francia  tuvo un siglo XIX atormentado y desgarrado por las pugnas políticas y memoriales que desató la revolución por antonomasia. Los años más ambiguos fueron los del «Estado francés».  El 14 de julio no desapareció pero Vichy se esforzó por contrarrestarlo teniendo en cuenta los «nuevos valores» que representaba. Para ello retorció fiestas de origen republicano y creó otras.
En el mes de mayo, por ejemplo, adicionó a la fiesta del trabajo,  debidamente «petainizada», el día de las madres y el nacimiento de Juana de Arco. Incluso recuperó el 15 de agosto. Un historiador francés, Rémi Dalisson, ha hecho un magnífico estudio que muestra la refuncionalización de las celebraciones precedentes  al servicio de un régimen apoyado tanto sobre una interpretación profundamente reaccionaria del pasado francés como sobre las bayonetas extranjeras.
En Bélgica un historiador, Hervé Hasquin, ha mostrado cómo se inventó una historia ad hoc a lo largo de los primeros cien años de existencia del Reino. Había que mostrar, con el más elevado sentido patriótico, que no se trataba de un Reino sin raíces y que Bélgica no era un accidente de la historia sino que su creación como Estado respondía a una auténtica necesidad histórica. Nombres que esmaltan el callejero recuerdan a los defensores de la gran historiografía nacional. Al principio se conmemoró el 27 de setiembre, en recuerdo de la revolución que en 1830 terminó con el dominio holandés. Desde l890, Leopoldo II, el rey que explotó vilmente «su» finca del Congo, se traspasó a la fecha actual para ligar estrechamente nación y Corona.
El caso español es singular.  José Álvarez Junco ha explorado muy bien por qué en el siglo XIX no llegó a instaurarse una fiesta nacional de carácter patriótico. Las dos fechas más utilizadas (2 de mayo y 25 de julio) no ganaron aceptación general. No fue hasta el siglo XX cuando empezó a celebrarse el 12 de octubre, aunque la reina regente María Cristina ya lo había propuesto sin éxito, quizá para edulcorar el sabor italiano que Estados Unidos había empezado a dar al «Columbus Day». En realidad, la primera fiesta nacional laica por excelencia fue el 14 de abril, día de instauración de la República. No duró mucho.
Franco impuso la conmemoración del «Alzamiento Nacional». De hecho su dictadura solía autodenominarse como «el régimen del 18 de julio». Fecha correspondiente a un año cero de carácter palingenésico. Le añadió un motivo de celebración mucho más popular: la paga extraordinaria que esperaban como agua de mayo millones de trabajadores y empleados. La fiesta del 18 de julio duró tanto como su dictadura. Un estudio que no sé si alguien habrá llevado a cabo compararía los mensajes políticos, intelectuales, ideológicos y culturales que los medios de comunicación social bajo el franquismo emitían alrededor de tal fecha. Primero, al socaire de una censura propia de los tiempos de guerra y más tarde bajo el imperio de la ley de prensa Fraga Iribarne. Si no está hecho, podría ser un proyecto estimulante.
Ahora, cuando se acerca de nuevo el 18 de julio será interesante comprobar qué se dice acerca de él en la prensa escrita y, de forma más representativo quizá, en el ciberespacio. Porque si el 18 de julio es hoy como la historia merovingia para muchos de nuestros jóvenes, no es menos cierto que sigue proyectando su alargada sombra sobre estos tiempos que corren. La discusión que se ha levantado ante la idea de cambiar los nombres de las numerosas calles que continenen claras reminiscencias franquistas es buena prueba de ello.
Siguiendo con las coincidencias de calendario: el post de la semana que viene coincide con el aniversario de la aprobación por Franco en 1959 del denominado Decreto-Ley de ordenación económica. Para muchos esto estará tan alejado  de la actualidad como la historia merovingia pero tiene su importancia.  Ya lo verán.

HISTORIA PARA EL VERANO

7 julio, 2015 at 8:30 am

Están a punto de llegar las vacaciones. Muchos no gozarán de ellas. Para otros serán cortas. Seguimos en la crisis. En algún momento, cuando echemos la vista atrás con la suficiente distancia, quizá podramos advertir que este habrá sido un tiempo de mutaciones. El campo preferido del historiador. Períodos tales abundaron en los años treinta y cuarenta del pasado siglo. Todavía seguimos lidiando con sus consecuencias. El verano, se trabaje (quizá menos) o no se trabaje, es tiempo favorable a la lectura de obras de historia y de ficción. Servidor va a compensar el mucho tiempo que he invertido en otras actividades. Aparte de intentar progresar, lentamente, en un libro que espero pueda salir el próximo año, trataré de leer de cubierta a cubierta tres obras que llevan en mi mesa varias semanas y que hasta ahora solo he podido ojear. Las menciono en este post por si logro convencer a algún amable lector de que se trata de libros que merecen la pena.

El primero es un grueso mamotreto que, sin duda, está llamado a hacer época sobre la historia de la segunda República española. Hoy es más necesario que nunca. Llevamos años sometidos a un bombardeo incesante en algunos medios de comunicación, en un sector del ciberespacio y en libros escritos apresuradamente o con intenciones de intoxicación sobre lo horrendos que fueron aquellos años. Hasta políticos de cierta relevancia como la nunca suficientemente alabada Doña Esperanza Aguirre ha ilustrado a sus lectores de ABC al respecto. Por no hablar de eminentes políticos o politiquillos de la escena patria. Apoyados, todo hay que decirlo, por autores, especialistas o no, que se han prestado a un juego que es probablemente muy lucrativo.

P1020594Por ello la salida al mercado hace unos meses de un trabajo de síntesis y actualización, centrado en particular en el período que va de 1931 a 1936, es más que bienvenida. Se titula, escuetamente, LA SEGUNDA REPÚBLICA ESPAÑOLA. La ha publicado Pasado & Presente. Los autores (Eduardo González Calleja, Francisco Cobo Romero, Ana Martínez Rus y Francisco Sánchez Pérez), a tres de los cuales conozco personalmente, son expertos en el tema, vienen investigando sobre el período republicano desde hace años, han publicado decenas de títulos (de esos que, probablemente, Doña Esperanza Aguirre jamás habrá leído – ahora, en la oposición, a lo mejor encuentra más tiempo) y han acometido una tarea ímproba con serenidad y buen juicio. Naturalmente, ya han levantado detractores pero, como es habitual en nuestros pagos, ha dominado el ninguneo. Como si por ello, en condiciones de libertad de expresión (que brillaron por su ausencia durante lo que solía denominarse «anterior régimen» y que no fue sino una dictadura pura y dura, de toques y ribetes fascisto/clericales asentada sobre una base militar y gestapista), pudieran ponerse límites al viento del campo. De entrada, sugiero a los amables lectores que, si no tienen ganas de abordar de golpe la lectura de las 1.245 páginas, sin contar la bibliografía, de esta obra empiecen al menos con la introducción y conclusiones (la Segunda República en la memoria colectiva de los españoles) y que luego pasen a las peripecias por las que atravesó el primer intento serio de democratización y modernización de una España oficial bastante anquilosada.

P1020592El segundo volumen que tengo en mi mesa es complementario. Se titula EL PASADO EN CONSTRUCCIÓN. REVISIONISMOS HISTÓRICOS EN LA HISTORIOGRAFÍA CONTEMPORÁNEA. Lo ha publicado la Institución Fernando el Católico, de la Diputación de Zaragoza. Se trata de un conjunto de ensayos bajo la coordinación de Carlos Forcadell, Ignacio Peiró y Mercedes Yusta, sobre las manifestaciones de la historiografía seudorrevisionista en varios países europeos y en España. No somos tan especiales, aunque esto no suponga en nuestro caso ningún mérito (más bien demérito). Las querellas sobre la interpretación del pasado afectan también a países que quizá lo tengan algo menos oscuro que nosotros, en la medida en que las situaciones de coacción por las que atravesaron fueron con frecuencia más cortas que la española, pero también dejaron huella indeleble en su reciente recorrido, ya se trate de los antiguos países fascistas, de la Francia de Vichy, de algún que otro ejemplo del «socialismo realmente existente» como en lo que era Checoslovaquia, sin olvidar a Portugal. Es un libro que debería ser lectura obligada, al menos, para periodistas, forjadores de opinión y estudiantes de historia.

P1020593El tercer libro es de un amigo mío, Fernando Hernández Sánchez. Se titula LOS AÑOS DE PLOMO y lo ha publicado Crítica. Trata de los años más oscuros del PCE, años de resistencia, reconstrucción, sabotaje, persecución y heroísmo. Años que están incrustados en la memoria de los padres y abuelos de un sector de la joven generación pero cuya interpretación ha sido dejada por lo ganeral a las valoraciones de los «historiadores» oficiales (guardias civiles, exbrigada política social, militares e «intelectuales orgánicos») o a los celadores de la ortodoxia comunista. Contiene episodios increíbles que refuerzan la muy extendida opinión de que la realidad puede superar con creces a la ficción más desbocada.

Los tres libros comparten una misma preocupación metodológica: hay que volver a las fuentes primarias relevantes de época, publicadas o no; hay que aplicar los enfoques basados en la evolución de la metodología y de la teoría del conocimiento histórico; hay que practicar la autodisciplina, es decir, subordinar las posiciones personales a la contrastación con los datos y el debate con otros autores. Porque, no se engañe el lector, hay buenos y malos historiadores, como hay buenos y malos médicos, abogados o ingenieros. Es deber de los primeros desvelar, e impugnar, las falacias, las tergiversaciones, las omisiones y las construcciones seudocientíficas. El historiador, lo quiera o no, cumple una función social. No podrá pedírsele que sea imparcial pero sí debe exigírsele que sea objetivo. Es decir, que ponga al descubierto sus fuentes y su metodología y que clarifique su argumentación, sus supuestos y sus conclusiones debidamente apoyadas y contrastadas.

Cuando se aplica este criterio se advierte que nombres ensalzados en ciertos medios de comunicación son poco más que vendedores de ficción, cómoda tal vez para un Gobierno que tiene miedo del pasado (su comportamiento en materia de apertura de archivos así permite inferirlo) pero que no tienen mucho que ver con historiadores auténticos, del signo que sean.

DE TRAICIÓN Y SUBLEVACIONES

30 junio, 2015 at 8:30 am

En este mes de junio que ahora expira muchas cosas se han acelerado, en España y en el resto del mundo. Hace unos días en una iglesia de Charleston, la bella ciudad sureña de Estados Unidos, un descerebrado ha liquidado a balazo limpio a nueve conciudadanos por ser de otro color. La salvajada ha levantado ampollas.

Bandera ConfederadaNumerosos han sido los comentaristas que se han servido de ella para denunciar, una vez más, las tensiones raciales en Estados Unidos. La hoy superpotencia se creó en la esclavitud. La mantuvo vivita y coleando durante casi sus primeros cien años. Lo que terminó denominándose «la peculiar institución» estuvo en el origen de su guerra civil (1861-1865) aunque esta, al principio, se dirimió para evitar la secesión de los Estados esclavistas. Una inmensa literatura se aplicó después en argumentar que la guerra había tenido por motivo fundamental la preservación de la Unión. Esta orientación, lógicamente, no ha prevalecido.

Los debates historiográficos norteamericanos recuerdan los que todavía suscita en nuestro país la inevitabilidad o no inevitabilidad de la guerra civil. Así que los historiadores y la sociedad españoles en general no tenemos demasiadas razones para mostrarnos sordos a las discusiones que el tema racial y sus orígenes despiertan allende el Atlántico.

A mi, que he vivido unos siete años en Estados Unidos por razones profesionales, siempre me ha interesado la cuestión, «el dilema americano» como lo caracterizó un sociólogo sueco, Gunnar Myrdal, en una obra que era de lectura obligada en mis años de estudiante. Como historiador también me ha fascinado la querella historiográfica subsiguiente.

Viajando por el Sur siempre tuve la sensación de estar en otro planeta, ya fuese en Texas o en Alabama, en Georgia o en las Carolinas. En su «Requiem por una monja» Faulkner dijo algo perfectamente aplicable a tal mundo: The past is never past. It´s not even past. Un juego de palabras que viene a significar que el pasado nunca pasa y que incluso ni siquiera es pasado. Uno, sin embargo, se acostumbra a todo. También a la reverencia que en el Sur se presta a sus héroes, en particular a los militares y, sobre todo, a Robert E. Lee.

Lee fue el general más exitoso de la guerra civil y, según dicen sus admiradores, el prototipo del perfecto caballero del Sur. Batalló sin descanso para que el resultado que esperaba de la guerra pudiese garantizar la supervivencia de la confederación de estados secesionistas y, con ella, el sistema esclavista. Es un dato que no suelen subrayar muchos sureños en las abundantes hagiografías que de Lee se han escrito.

Por ello me ha llamado poderosamente la atención que en un reciente artículo en The New York Times (26 de junio) un conocido comentarista, David Brooks, publicase un notable artículo de opinión. En él, lisa y llanamente, se preguntaba si no habría que revisar también, aparte de la utilización más o menos oficial de la bandera confederada, la figura histórica de Lee.

Con un argumento de peso. Al anteponer su lealtad a su Estado natal, Virginia, a la que como militar había jurado a la Constitución de los Estados Unidos, Lee se convirtió automáticamente en un traidor. Y mantuvo su traición en la medida en que sostuvo la bandera de la rebelión y guerreó contra el gobierno constitucional y legítimo que, como soldado, había prometido defender.

Obviamente no tengo ni idea de si esa reevaluación del honor de Lee que preconiza Brooks se llevará a cabo o no, pero me suscita una cuestión relacionada con España. ¿No existe un extraño paralelismo entre la actuación de Lee en 1861 y la de Franco en 1936? Porque este último también había jurado defender la Constitución de 1931 y el Gobierno contra el cual se levantó en armas era tan legítimo como el que había en Washington en 1860 o 1861.

Son obvias las diferencias. La más importante es que Lee perdió. Franco ganó y permitió, deleitado, que los pelotas de turno construyeran en torno suyo un mito duradero. En ambos casos, sin embargo, ciertos historiadores ofuscan las cuestiones de índole política y moral que suscitan ambos comportamientos. En el americano, disminuyendo la importancia de la esclavitud. En el español acentuando hasta límites insospechados la presunta situación de anarquía y desorden que el Gobierno republicano toleró, si no impulsó, en la primavera de 1936. De aquí que Franco, ya en Tenerife, preparara la justificación oportuna: los sublevados no eran quienes se sublevaban sino quienes permanecían fieles al Gobierno legítimo.

El enfoque que subyacía a esta «justicia al revés», como la caracterizó muchos años después aquel prohombre fascista que fue Ramón Serrano Suñer, permitió todo tipo de asesinatos y ejecuciones sumarias contra los no sublevados al amparo de la proliferación de bandos de guerra no menos ilegales y de la ulterior declaración del «estado de guerra» por la Junta de Defensa Nacional, un grupito de generales y jefes autoseleccionados que se arrogaron la calidad de dictar normas en nombre de la Nación y del Estado.

Los lectores quizá piensen que exagero. Pues no. Un hispanista de gran talla, y de la categoría de Stanley G. Payne, ha reiterado muy recientemente sus conocidas cantinelas sobre la inevitabilidad de la justificable rebelión. No solo en su biografía (con Jesús Palacios) de Franco. Aprovechando que el Guadiana pasa por Guadalajara también lo ha hecho en una reseña aparecida en el Times Literary Supplement (19 de junio) de un libro de Julián Casanova y Carlos Gil Andrés acerca de la historia de España en el siglo XX publicado en inglés por Cambridge University Press.

Es decir, lo que algunos caracterizan de traición allende el océano, aquí es virtud. Ya sé que las analogías son peligrosas. También que las condiciones en los Estados Unidos antes de 1861 no eran como las de la España republicana. Pero, ¿no exaltan algunos de nuestros historiadores aquella democracia y denigran la española, aplicando ahistóricamente un concepto polisémico?

Ni siquiera la transición española fue particularmente pacífica. En 1977 la policía cargó contra 788 manifestaciones. Cerca de 600 personas perdieron la vida entre 1975 y 1983. Son datos públicos. ¿A cuántos se cargó ETA?

En la «pacífica» democracia norteamericana un siglo antes, solo en 1855, otras 600 personas perdieron la vida en California por causas violentas. ¿Y cuántos mueren al año hoy, sesgados por las balas, incluso de la policía?

Para el caso español más valdría estudiar y, si es posible, corregir las estadísticas que ha compilado con gran esfuerzo Eduardo González Calleja. Pero no tema el lector. Todos esos datos, debidamente categorizados por origen, clase, forma, tipo, circunstancias etc. no cuentan para algunos autores.

SOBRE LA RECONSTITUCIÓN DE UNA GRAN BATALLA

23 junio, 2015 at 8:30 am

 

El viernes y el sábado pasados, 19 y 20 de junio, tuvo lugar la reconstitución de la batalla de Waterloo. Fue una primicia en Europa tanto por el tiempo invertido en su preparación como por los inmensos medios desplegados. Las reconstrucciones de acontecimientos históricos son un fenómeno que, importado de los países de habla inglesa, en particular de Estados Unidos, se han generalizado en casi todos los países europeos. Las más frecuentes se refieren a episodios de la Edad Media pero también se llevan la palma las referidas a la epopeya napoleónica. Las que recrean episodios de la antigüedad suelen ir en tercer lugar.

P1020580La batalla de Waterloo fue un acontecimiento decisivo. Liquidó la pugna franco-británica por la supremacía en Europa, fortaleció -aunque no duraderamente- el orden europeo negociado en el Congreso de Viena, abrió las puertas a la expansión ultramarina británica y fortaleció el comercio entre los dos lados del Atlántico. Más de dos siglos de guerras intra-europeas casi incesantes desembocaron en una paz precaria pero en la que las llamaradas bélicas fueron contenidas hasta la guerra de Crimea. Localizadas, como las carlistas, o tendentes de garantizar la posición de preeminencia de Prusia en el mundo germánico, no desembocaron en un conflicto general. El capitalismo se desarrolló a marchas forzadas, la pugna contra los regímenes absolutistas continuó y la burguesía irrumpió en el espacio político. Le siguió, ya avanzado el siglo, el movimiento obrero. En los cien años que siguieron a Waterloo se sentaron las bases del mundo moderno.

En este cuadro general no es de extrañar que lo que suele denominarse epopeya napoleónica ocupe un lugar singular. Al fin y al cabo fue una de las consecuencias de la revolución que trastocó el Antiguo Régimen y con ello Europa y el mundo.

En el caso concreto de Bélgica, Waterloo alumbró una primera manifestación de lo que, en el siglo XX, terminaría siendo el Benelux. A las tierras holandesas se les agregaron las arrebatadas a Francia. La idea estribó en crear un Estado tampón que rodease en parte a los franceses y sirviera de escudo protector de las islas británicas. Cuando los belgas se sacudieron la dominación holandesa en 1830 la función pasó a desempeñarla el nuevo Estado bajo la protección de una garantía británica. En 1914 fue uno de los resortes que llevaron a la primera guerra mundial.

No extrañará por ello que en Valonia, la parte sureña y francófona de Bélgica, se pusiera en movimiento ya en 2010 una detallada planificación para festejar adecuadamente el bicentenario. Se creó una organización ad hoc, se conjuntaron los esfuerzos de las cuatro comunas en cuyos territorios se desarrolló la batalla y se movilizaron recursos públicos y privados para preparar las conmemoraciones.

Ha habido críticas acerca de si el asunto merecía la pena pero la proximidad de 2015 ha inducido mejoras sustanciales en los lugares de memoria relacionados con la guerra de hace doscientos años antes que potenciarán el turismo en la región. Un turismo, no hay que olvidarlo, que figura entre los más antiguos de la Europa nórdica pues los primeros «tour operadores» fueron británicos y organizaron, ya a los pocos años, expediciones de turistas para visitar los lugares relacionados con Waterloo. En todo caso, la idea ha estribado en que las conmemoraciones tengan el mínimo impacto sobre las finanzas públicas. A juzgar por los datos de asistencia y por los esfuerzos de mercadotecnia para vender todo tipo de recuerdos la operación no ha despegado con mal pié. Las autoridades se han comprometido a dar a conocer los datos financieros a finales del actual ejercicio.

Las primeras estimaciones hablan de la presencia en el lugar de la reconstitución de entre 60.000 y 70.000 espectadores. Los billetes no eran baratos. Los recreadores, en torno a los 6.500, procedentes de 52 países, han recibido solo unos pequeños emolumentos. Los uniformes y armas ligeras los han aportado ellos mismos.

Esto lleva a otra consideración. ¿Qué es lo que mueve a que tanta gente se muestre dispuesta a participar en este tipo de recreaciones? Ya se han escrito varias tesis doctorales al respecto en, por lo menos, Francia y Alemania. La prensa de ambos países ha publicado entrevistas. Los académicos han efectuado (no podía ser menos) sesudas reflexiones. ¿Deseo de escapar a la monotonía de la vida cotidiana? ¿Interés por el pasado? ¿Curiosidad por experimentar, siquiera aproximativamente, una forma de vida muy alejada de la moderna? ¿Deseo de hacer un tipo de vacaciones diferente?

Lo cierto es que las recreaciones se hacen en la Europa occidental, central y oriental. En el caso de la epopeya napoleónica pueden servir de ejemplos, para las dos últimas, las batallas de Borodino (7 de septiembre de 1812) y de Austerlitz (2 de diciembre de 1805). La primera una rotunda victoria rusa. La segunda, la batalla perfecta ganada por Napoleón.

En el caso que ahora nos ocupa, la reconstrucción se hizo en dos fases y de una forma que no había visto nunca. El escenario era muy grande (unos cuatro kilómetros cuadrados). Lo constituían los campos de la comuna de Braine l´Alleud, próximos al monumento erigido por el rey de Holanda en honor de la victoria: es un león de fiero semblante que mira hacia el sur, hacia Francia. Los agricultores habían sembrado los campos con cereales del tipo que dominaba hace doscientos años, en particular una variedad muy resistente de centeno.

En tal escenario no es fácil que los espectadores puedan seguir los detalles de la reconstitución. De aquí que la coreografía de masas tuviese un papel especial. Se reflejaron algunas acciones sobresalientes. En una primera noche el ataque francés contra las posiciones aliadas (inglesas, alemanas, belgo-holandesas), para lo cual se construyeron a escala dos remedos de las granjas en torno a las cuales se desarrollaron dos grandes maniobras de diversión. En una segunda noche se coreografió la respuesta aliada. Quien esto escribe estuvo sentado en la tribuna de detrás de la línea defensiva anglo-holandesa, así que pudo contemplar mejor la respuesta que el ataque francés.

Atender a los gustos de los 60 o 70.000 mil espectadores no podía ser cosa fácil. Los comentarios en francés, holandés e inglés fueron superficiales y se repitieron en las dos noches con escasas variaciones. Para quienes hubieran leído algo de la batalla serían insuficientes. Quienes no supieran nada, no se enterarían demasiado. Afortunadamente la prensa belga, francesa, holandesa y alemana, pero sobre todo la primera, había hecho un gran despliegue de informaciones en los días precedentes.

P1020567¿Qué me impresionó más? Una banda militar del Ejército francés, en uniformes de época perfectos, y dirigida por un oficial cargado de condecoraciones, interpretó, de manera que no dudo en calificar de magistral, el himno escocés por excelencia: Amazing Grace. Una manifestación modesta, pero emocionante, de que una cosa es la historia y otra, muy diferente, su recreación como espectáculo.

18 de junio 1815: Waterloo

16 junio, 2015 at 8:30 am

Estamos en un año que es aniversario en números redondos de grandes acontecimientos: el final de la guerra civil norteamericana o de secesión, el de la segunda guerra mundial, el de la de Vietnam (incluso, para España, el del fallecimiento de Franco). Pero, para alguien que vive en Bélgica, Waterloo es esencial. La batalla se libró a veinte kilómetros de Bruselas y muchos de los turistas que visitan la capital no desdeñan una excursión a un pueblo que es ya casi una prolongación del extrarradio.

NapoleonyWellingtonDesde hace más de año y pico ha venido organizándose una celebración por todo lo alto del bicentenario. Hay, por ejemplo, previsto un simulacro de algunas de las escenas cruciales de la batalla en el que participarán millares de aficionados (ni que decir tiene que servidor compró tickets desde el primer momento). Los libros y los números especiales de las revistas de divulgación históricas son incontables (como también ocurre en Francia y en el Reino Unido).

El Instituto Cervantes de Bruselas participa en las conmemoraciones con una mesa redonda en torno a uno de los protagonistas de la batalla: un militar y diplomático español, el general Miguel Álava Esquivel. Un descendiente suyo, que se ha pasado años husmeando en los papeles de la familia, presentará una biografía (que todavía no he leído) de su antecesor. Fue embajador del Reino de España ante la corte holandesa y, bajo cuerda, ante el rey francés en el exilio, Luis XVIII, en lo que hoy es Bélgica. Pero, y sobre todo, fue amigo íntimo de Wellington (si es que el duque de Ciudad de Rodrigo, como se le conocía en España) tuvo amigos de tal categoría.

Hubo, pues, un vector español en Waterloo. A decir verdad, adoptó tres manifestaciones esenciales. La primera vino dada de manera implícita: el desgaste sufrido por los ejércitos napoleónicos en la guerra de la independencia (del francés, en Cataluña). Años de hostigamientos y de incesante batallar con los guerrilleros y fuerzas españoles. Esto conllevó la necesidad de atender a un teatro de operaciones que se resistía al vasallaje francés. Con ello se minó la capacidad ofensiva y defensiva francesa de cara a otros escenarios europeos. Las ventajas que Napoleón se prometía de la ocupación de España y Portugal se tornaron en costes no solo tácticos y operacionales sino, y sobre todo, estratégicas.

La segunda manifestación se reflejó en las enseñanzas que Wellington extrajo de sus campañas en España. Ya se había forjado un nombre en la India pero su camino hacia la gloria discurrió por los campos portugueses y, sobre todo, españoles. En este aprendizaje de la batalla del débil contra el fuerte (el ejército británico siempre fue pequeño), uno de sus interlocutores privilegiados fue Álava como representante ante su cuartel general de las armas españolas. En las batallas de la península entre Wellington y Ávila se forjó una amistad inquebrantable.

La tercera manifestación derivó del hecho que Álava, como embajador ante la corte holandesa, no tardó un minuto en echar su cuarto a espadas tan pronto como Wellington apareció en Bruselas. Durante la batalla de Waterloo el general español le sirvió prácticamente como una especie de jefe de estado mayor.

Desde el punto de vista español, y aunque parezca mentira, esta última manifestación tuvo consecuencias muy afortunadas. Ávila pasó a ser embajador en París ante la restaurada monarquía. Su talento natural y sus conexiones británicas compensaron en cierto grado el desastre diplomático sin paliativos que para España supuso enviar un inútil como representante en el congreso de Viena que debía organizar la Europa postnapoleónica.

Por razones largas de explicar aquí, uno de los países que más habían contribuído al desgaste de Napoleón se quedó prácticamente en mantillas a la hora de obtener frutos de la victoria. Pasemos en silencio uno de los episodios más vergonzosos de la historia de la diplomacia española.

Álava salvó el honor. Recuperó parte de los tesoros artísticos españoles robados por los franceses y jugó hábilmente su relación con Wellington, con lo que se aseguró que una parte de las indemnizaciones pactadas por Francia con sus vencedores se destinara a España. De no haber sido por él, y si el peor rey español que fue Fernando VII hubiese tenido como representante en París a alguno parecido al que tuvo en Viena, la debacle hubiera sido total.

A Álava le aguardaban horas sombrías. Tras el hundimiento del trienio liberal hubo de huir, vía Gibraltar, a Inglaterra. Wellington le acogió prácticamente como a alguien de la familia. Fue embajador en Londres y, andando el tiempo, de nuevo en París. Sus aportaciones fueron notables aunque no logró evitar una cierta deriva francesa a favor de los carlistas en la primera guerra contra estos. Los británicos siempre fueron generosos con él. Álava es probablemente el único español que ha sido condecorado con una de las más ansiadas distinciones inglesas: la gran cruz de la Orden del Baño, casi al nivel de la Orden de la Jarretera.

Para los españoles actuales Ávila no es un nombre conocido, salvo en Vitoria, su ciudad natal. Un autor muy empapado en las mores de la Europa de aquellos años, Ildefonso Arenas, ha escrito una novela con el sugestivo título «Álava en Waterloo» que presenta un cuadro magnífico del trasfondo del Congreso de Viena y de las intrigas que desató en París el regreso de Napoleón desde Elba, la fracasada campaña de Bélgica y las consecuencias inmediatas de la batalla de Waterloo.

Terminaré esta ligera evocación recordando que en la clásica obra de sir William Napier (History of the Peninsular War and in the South of France), aparecida entre 1828 y 1840, se hacen elogiosas referencias a la habilidad política, militar y diplomática de Ávila. No ocurre lo mismo con la de sir Charles Osman quien solo le cita dos veces. Una cuando fue herido y otra en el famoso brindis que Wellington dedicó a Luis XVIII en Toulouse tras conocerse la (primera) abdicación de Napoleón. Ávila respondió con otro brindis por Wellington, «liberador de España, de Francia, de Europa».

Por cierto, Álava fue el único hombre en Waterloo que había combatido contra los británicos en Trafalgar y con ellos en muchas otras batallas, por ejemplo en Busaco (Portugal) y Vitoria. Si en la España de aquella época hubo un soldado internacionalizado y que además combinó experiencia de primera mano en la guerra naval, la guerra terrestre y la diplomacia ese soldado se llamó Miguel Ricardo Ávila y Esquivel.

CORROMPER A TODO UN PUEBLO

9 junio, 2015 at 8:30 am

La actividad corruptora de Hitler no se extendió solo a sus militares y a los gerifaltes del partido y de la Administración. La política nazi se orientó a generar un alto grado de fidelidad a los postulados racistas del Tercer Reich y, con ellos, sostener una guerra de conquista, expolio y rapiña contra los países conquistados y por conquistar. Los frutos de su explotación contribuyeron grandemente a mantener el nivel de vida y de consumo de los «arios» en la Alemania imperial y, por ende, a soldar una relación íntima entre el donante y los donados. Dicho en términos menos conversacionales: las ventajas económicas de las conquistas se socializaron. Hitler se atuvo a la combinación de los dos términos del engendro que puso en marcha: nacionalista y «socialista». Una mezcla letal para los conquistados.

P1020531En el incesante proceso de reinterpretación del pasado, que es la ocupación genuina de todo historiador que se precie, ha ido creciendo en significación una dirección analítica. Sir Richard Evans, uno de los historiadores británicos mejor conocedores del Tercer Reich, ha apuntado que, en los últimos tiempos, el marchamo «totalitario» ha caído en favor de la creciente utilización del vector racial como basamento de numerosas políticas de aquella aberración que fue la Alemania nazi.

Uno de los historiadores alemanes que más ha batallado en esa dirección se llama Götz Aly. De sus diversos libros solo uno, que yo sepa, se ha traducido al castellano. Su título original fue «El hitleriano Estado del pueblo. Expolio, guerra racial y socialismo nacional«. Aquí se ha vertido como «La utopía nazi» con un subtítulo que da en el clavo: «Cómo Hitler compró a los alemanes«.

Lo hizo de diversas formas y la tesis fundamental de Aly es que los nazis diseñaron un conjunto de políticas que convirtieron el régimen en algo atractivo para la mayoría de los alemanes: la aplicación de principios tales como la igualdad de oportunidades (en oposición a la sociedad jerárquica precedente), la implementación de un «Estado social», la difuminación de las barreras sociales, la renovación de las clases dirigentes, la exaltación de la juventud en oposición a los carcamales de Weimar o de la Alemania guillermina… En definitiva: una auténtica alborada.

La apropiación de valores de la izquierda alemana (en la que los movimientos socialista y comunista eran dominantes), la aplicación de prácticas keynesianas avant la lettre, el saqueo y «arianización» de las propiedades judías y la explotación sistemática de las economías de los países conquistados, en particular Polonia y, sobre todo, Francia, o puestos al servicio de la economía alemana constituyeron otros tantos hitos. Las inmensas transferencias reales y financieras cuya extracción posibilitó la presencia de la Wehrmacht en ambos países (pero también en Austria, Bélgica, Holanda, exChecoslovaquia, Dinamarca, Noruega, una parte de la URSS) o en Rumania, Hungría, Yugoslavia e Italia permitieron simultanear cañones y mantequilla, la guerra y un alto consumo interno. Al menos durante los primeros años.

Es característico que una economía en principio dirigida por las autoridades estatales y en la que el mercado libre prácticamente había desparecido no llegara hasta bien entrada la guerra, aproximadamente 1943, al grado de disciplina, planificación y subordinación de todos los recursos de la nación que el Reino Unido puso en práctica desde casi el primer momento.

A pesar de que la economía de guerra alemana funcionó con muchos sobresaltos y no precisamente de forma demasiado racional, la explotación sin límites de la mano de obra extranjera procedente de los territorios ocupados y la introducción de reformas internas que no habían podido superar los conflictos de intereses del precedente sistema democrático y parlamentario acolcharon el impacto que supuso la desviación de recursos del sector civil al militar.

Aly ha llamado la atención sobre el hecho notable que Hitler se ocupó de que ni los campesinos, ni los obreros, ni los empleados, ni los funcionarios pequeños o medianos se vieran afectados duramente por los impuestos de guerra. Las cargas tributarias se distribuyeron en función de la clase social y en beneficio de los más débiles. ¿Cómo, pues, se financió la guerra si la tributación de los más pudiente no colmaba el déficit de ingresos? Esencialmente a costa de las condiciones de vida de los pueblos conquistados, manipulando los tipos de cambio fijos de las monedas nacionales y gravando hasta límites insospechados su capacidad productiva. Los historiadores franceses han examinado pormenorizamente cómo los nazis trataron a la economía tanto de la Francia ocupada como de la «libre». No recuerdo que ninguna de las obras estándard en este tema se haya traducido.

La máxima, tal y como la explicita Aly, fue la siguiente: «si en esta guerra alguien tiene que pasar hambre, que sean los demás; si no se puede evitar la inflación de guerra, entonces debe ocurrir en cualquier otro lugar, pero no en Alemania». Sin olvidar nunca, en ningún momento, el expolio sistemático, hasta la raiz, del enemigo por antonomasia en que la dictadura convirtió a los judíos propios y extraños. Su aniquilación fue siempre el alfa y el omega de la dictadura.

Como la máxima de «la pela es la pela» no constituye, en su aplicación a la práctica, algo amable, tampoco extrañará que en la Alemania Federal se destruyeran masivamente inmensas cantidades de fondos documentales en los que se reflejó el producto de la explotación, en términos reales y financieros, de los países ocupados. Aly señala un posible motivo: evitar en lo posible la presentación fundamentada de reclamaciones. Con éxito aunque no hasta el extremo de apagar las quejas griegas.

La última gran operación de destrucción de documentos en gran escala de que se tiene noticia data de los años 1976/78, es decir, anteayer. Fue autorizada expresamente por un ministro de Hacienda, socialdemócrata por más señas, llamado Hans Apel.

Convendría señalar que la España de Franco no quedó al margen de las políticas de expoliación aplicadas a países extranjeros. Este es un tema que ya hace muchos años empecé a estudiar y que luego completó y amplió el profesor Rafael García Pérez en un libro que, quizá porque fue publicado en una editorial oficial, el Centro de Estudios Constitucionales, no ha tenido la difusión que merece.

En el caso español la cosa se hizo de manera más sibilina. Los nazis «compraron» voluntades en la desbaratada Administración de la época y se dedicaron a adquirir y a exportar por medios legales y no legales todos aquellos productos a que pudieron echar mano. En una España exangüe, desabastecida y desmoralizada por oleadas de represión multiforme, las deudas de guerra con el Tercer Reich se saldaron indirectamente con el regulador que fue el hambre de la gran parte de la población. Pero como posiblemente eran «rojos» tampoco había que preocuparse demasiado. Curiosamente, también en España todavía hay nazis.

CORROMPIDO Y CORRUPTOR: EL CASO DE ADOLF HITLER

2 junio, 2015 at 8:30 am

Quien corrompe suele, a su vez, estar corrompido. Más aun si quien se dedica a tales afanes dispone de poder absoluto. Nuestros estimados historiadores, el profesor Stanley G. Payne y su coautor, niegan este principio general en el caso de Franco. Ya se verá. Se confirma ciertamente en el de Hitler. No es que tenga demasiada importancia para enjuiciar a uno de los mayores criminales de la historia pero sí llama la atención que los historiadores no hayan penetrado profundamente en el tema, apasionante, de las finanzas personales del Führer del autoproclamado imperio que debía durar mil años.

P1020528Los británicos, que siempre siguieron con atención el rearme alemán en los años treinta, exploraron las finanzas personales de los líderes de la Alemania nazi. En el caso de Hitler sin demasiado éxito. Al menos a juzgar por los documentos, otrora muy secretos, que hoy son consultables en los Archivos Nacionales de Kew. Andaban totalmente desenfocados, lo cual no es de extrañar porque el tema fue uno de los mejor guardados en el Tercer Reich y porque supongo que, cuando estalló la guerra, el MI6 y los servicios de inteligencia adicionales tenían otras cosas más importantes de las que preocuparse.

Poco a poco, después del hundimiento nazi, las investigaciones de los servicios norteamericanos, británicos, franceses y quizá soviéticos fueron extrayendo datos que tardaron en salir a la luz pública. Muchos biógrafos de Hitler pasaron sobre el tema muy superficialmente o hicieron afirmaciones contradictorias sin base documental directa. Überschär y Vogel ofrecieron datos muy concretos basados en evidencia primaria relevante de época pero su preocupación no fueron las finanzas personales de Hitler sino su papel como corruptor.

Subrayaron, eso sí, algunos rasgos del comportamiento de Hitler que no tienen desperdicio. Por ejemplo: desde fecha temprana el Führer fue un avezado evasor de impuestos. Al español de nuestros días, acostumbrado a los horrores que han venido destapándose en este ámbito en los últimos años, la noticia no le impresionará. Sin embargo pensar en la (remotísima) posibilidad que la canciller o el presidente de la República Federal pudieran no pagar los impuestos que les correspondan es, si se me permite, un oxímoron impensable. Equivaldría por lo menos al derrumbamiento de su carrera política. España, claro, es diferente.

Hoy está absolutamente documentado que la Agencia Tributaria bávara reclamó una y otra vez el pago de los impuestos a un político que decía subsistir con lo que cobraba por su libro, sus discursos y sus artículos pero que llevaba un envidiable tren de vida. Hacia 1932 sus deudas a Hacienda ascendían, se ha estimado, a unos 400.000 marcos, que no eran una fruslería. En su última declaración indicó unos ingresos en 1933 de 1,2 millones de marcos de los cuales 861.146 fueron por derechos de autor. Una vez que se convirtió en canciller e implantó la dictadura, sus subordinados, «trabajando en el sentido que quería el Führer», como ya advirtió su biógrafo sir Ian Kershaw, se esforzaron en conseguir que las autoridades fiscales bávaras cesaran en sus esfuerzos. El Ministerio de Finanzas del Reich, cuyo subsecretario era un exprofesor en una escuela de Comercio y nazi redomado, eximió al Führer de toda tributación. ¡Faltería más!.

La fortuna personal de Hitler subió como la espuma. Aunque en contra de lo que se ha dicho la gran patronal no le había dado un apoyo financiero desmedido antes de llegar a la Cancillería, las cosas cambiaron cuando se hizo con el poder. Los industriales, nazis convencidos o no, se apresuraron a crear un fondo de apoyo financiero (la Adolf-Hitler-Spende) que se convirtió en una de sus mayores fuentes de ingresos.

La propaganda goebbelsiana inmediatamente trompeteó a los cuatro vientos que se destinaría a obras sociales. Por cierto, también anunció que, en un rasgo de generosidad muy loable, el sueldo como canciller se destinaría a otras actividades del mismo tenor. Naranjas de la China. En cuanto la novedad dejó de ser novedad, Hitler se embolsó los ingresos tranquilamente. Ni que decir tiene que los funcionarios que supieron del tema hicieron carreras brillantes en el Tercer Reich. Uno de ellos, por ejemplo, se convirtió en el presidente del Tribunal de Cuentas. Había que pagar a los leales y el Estado alemán se convirtió en un Estado de gángsters.

Es más, los secuaces de Hitler encontraron formas innovadoras para acrecentar la fortuna de su jefe. El ministro de Correos y Comunicaciones tuvo la feliz idea de destinar un porcentaje de las ventas de sellos a su amado Führer en concepto de derechos de autor por la utilización en los mismos de su retrato (desde 1941 la mayoría de los sellos). Una perita en dulce que se transformó en cheque anual, también «para obras sociales».

Todo lo que antecede es conocido a grandes rasgos. Menos conocido es que ya antes de llegar a la Cancillería Hitler se había hecho con las acciones de la editorial del partido nazi, la Eher Verlag, que después se convirtió en una de las más potentes y más modernas de Europa. Sus variopintos productos se vendieron como rosquillas y el Führer, en toda legalidad, se embolsó los dividendos.

Por si las moscas, los derechos de autor comprendieron también las ventas de Mein Kampf. El regalo de este ilegible tocho constituyó una muestra del favor del Führer a todas las parejas que contraían matrimonio y como Alemania era un país bastante poblado ya puede imaginar el lector la suculenta fuente de ingresos que ello representó porque, claro, las autoridades civiles corrían con los desembolsos que suponía su adquisición. El año en que Hitler llegó a la Cancillería las ventas del mamotreto habían llegado a ser de 854.000 ejemplares. Más tarde se dispararon.

Cris Whetton pasó muchos años indagando en las fuentes de la fortuna personal de Hitler. Su libro ha pasado un tanto desapercibido pero no es desdeñable. Tras penosas estimaciones llegó a la conclusión de que los ingresos entre 1933 y 1945 oscilarían entre un mínimo de 600 millones de marcos y un máximo de 1.749 con una cifra probable intermedia de 919 millones. Su traducción a términos actuales es problemática. El historiador alemán Götz Aly utilizó a una tasa de conversión fácil de aplicar. Un marco = 10 euros. El lector comprenderá que unos ingresos probables de más de nueve mil millones de marcos solo en los escasos doce años de duración del Tercer Reich no pueden considerarse una niñería.

Y ¿adónde fueron a parar? En grandísima medida a propiedades inmobiliarias y obras de arte. Dinero en cuentas bancarias no se depositó mucho y una parte lo fue a nombre de testaferros en Suiza y Holanda. Varias se han localizado. Quizá sigan existiendo, otras, dormidas.

En resumen, además de gran criminal de guerra Hitler fue un supermillonario gracias al desvergonzado aprovechameinto de la «ley» y a la aplicación de truquitos propios de un trilero. ¿Podría ocurrir que algún otro dictador contemporáneo más próximo a nosotros hubiese imitado, mutatis mutandis, sus pasos? La respuesta dependerá de alguna investigación fiable.