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EL ESCURRIDIZO MR. MIDDLETON

18 noviembre, 2014 at 8:30 am

El pasado es una zona oscura. Desvelar sus dimensiones es una tarea progresiva. Ningún historiador dispone de un foco de luz que alumbre todas las dimensiones a la vez. Sobre los antecedentes inmediatos de la preparación del 18 de julio hemos descubierto en los últimos años muchas cosas nuevas. Otras están por determinar. Hubo gentes curiosas y de todos los pelajes. Entre ellas un norteamericano poco conocido pero escurridizo como una anguila: William Taylor Middleton.

220px-Piétri-1929Se trata de una figura borrosa ligada a los intentos de los conspiradores por adquirir armamento del Tercer Reich de cara a la sublevación. En otro contexto, ya apareció en este blog el 21 de enero pasado. La misión que le asegura una nota a pie de página en los prolegómenos de la “revolución nacional” se la explicitó el agregado militar en París, el entonces comandante Antonio Barroso, el 24 de julio de 1936. Barroso acababa de pasarse a los sublevados. Middleton debía ir a Berlín a hablar con el a la sazón consejero aúlico de Hitler en materia de relaciones exteriores (años más tarde, tras pasar por Londres como embajador, fue nombrado titular de la cartera) Joachim von Ribbentrop y rogarle que “enviase rápidamente la ayuda prometida”.

Las circunstancias en que quedó reflejo escrito de tan extraordinaria petición se detallan en una carta de Middleton a Esteban Bilbao del 28 de enero de 1940. La reproduje y la comenté en mi libro LAS ARMAS Y EL ORO. Argumenté que había buenas razones para que Barroso se dirigiese al acaudalado norteamericano pero no pude ir muy adelante. El trasfondo que condujo a una posible “promesa” de envío de armas nazis a España se desconoce. Quizá, especulé, fuera una consecuencia del viaje de Sanjurjo y Beigbeder a Berlín en marzo de 1936 y sobre el cual reina la oscuridad más absoluta.

Ahora un excelente amigo, el catedrático ya emérito de la Sorbona III y gran hispanista Jean-Marc Delaunay, me ha llamado la atención sobre algo que se me había pasado. Entono un mea culpa. No se me ocurrió acudir a un libro muy famoso que se publicó en París en 1954 (ya ha llovido desde entonces). Se trata de las memorias de François Piétri, embajador que fue de la Francia de Vichy en la España franquista de 1940 a 1944. El autor es más que conocido. Era corso y empezó su carrera política como diputado por Córcega. Un vistazo a la Wikipedia francesa basta para saber que había sido ministro seis o siete veces en los gobiernos de la III República. Naturalmente había apoyado a Franco durante la guerra civil. En plena tragedia de Francia fue uno de los partidarios del armisticio con los alemanes.

Pétain hizo a Piétri ministro de Comunicaciones que se convirtió en un lavalista empedernido. Un pequeño análisis biográfico y personal se encuentra en la conocida obra de Michel Catala Les relations franco-espagnoles pendant la deuxième guerre mondiale, aparecida en 1997. Luego Piétri pasó a Madrid. En 1948 se le condenó a una pena de cinco años por “indignidad nacional”. Falleció en 1966 en Córcega. Fue autor de docena y media de libros e incluso recibió un premio de la Academia Francesa.

De las memorias de Piétri se trasluce que Middleton pasó en Madrid la mayor parte de los años de la segunda guerra mundial, algo que era presumible pero que no se había documentado. Al parecer no se llevaba demasiado bien con la embajada norteamericana. Criticaba la política de Roosevelt y hacía mucho hincapié en sus convicciones republicanas, presumimos que extremadamente conservadoras. Los yanquis le pusieron la proa cuando se enteraron que él y Piétri se habían hecho amigos y pasaban mucho tiempo juntos. Piétri señaló que Middleton era un hombre muy culto y que estaba bien informado de muchas cosas, entendemos que de política. Sus opiniones las consideraba de la mayor importancia.

Esto es algo sorprendente. Piétri no tenía, antes de llegar a España, experiencia diplomática alguna. El primer secretario, Armand du Chayla, que conocía bien el entorno español, se había opuesto a Vichy y marchado en 1941. A medida que la guerra mundial fue desarrollándose en contra de los alemanes las defecciones en la embajada se hicieron muy frecuentes, empezando por los agregados aéreo y naval y varios diplomáticos. A partir de marzo de 1943, se intensificaron: el primer consejero, el segundo secretario, los agregados militar, financiero y eclesiástico amén del personal consular. Confrontado con esta ola, Piétri reafirmó su fidelidad a Pétain y no es exagerado pensar que en el hueco creado las confidencias o informaciones que le transmitiese Middleton podrían haber sido algunos rayitos de luz.

Debemos recordar que antes de la guerra civil Middleton y su mujer, francesa, circulaban entre los medios de la extrema derecha del país vecino. Existen indicios que permiten pensar que el norteamericano no gozaba de demasiada buena fama en los medios policiales franceses y, quizá por ello o por circunstancias todavía no conocidas, Vichy le miraba con desconfianza. Piétri había recibido instrucciones muy precisas. No debía darle visado para entrar en Francia porque, se le dijo, Middleton hacía campaña contra el régimen petainista. En estas condiciones la amistad que le profesó Piétri no deja de llamar la atención.

El salto, indirecto, a la historia de la embajada francesa en Madrid lo hizo Middleton a finales de 1943. Fue entonces cuando sugirió a Piétri, según cuenta este en sus memorias, que convendría que el primer ministro de Vichy, Pierre Laval, cambiase de orientación. El consejo se lo dio Middleton en conexión con la visita a la embajada de un periodista norteamericano amigo suyo y que suministró al embajador algunas informaciones que Piétri creyó eran similares a las noticias que le habían llegado procedentes de ciertas gestiones norteamericanas en Tánger.

De ser esto cierto (y habría que explorar más detenidamente los papeles de la embajada francesa en Madrid) Middleton y el desconocido periodista influyeron para que Piétri recomendase el 5 de enero de 1944 a Laval que modificase el sentido de su actuación política. El Gobierno de Vichy, afirmó el embajador, no podría resistir a la posibilidad de un desembarco aliado en Francia (lo cual era la evidencia misma). A Roosevelt no le hacía gracia el que el general De Gaulle se hiciera con el poder apoyado por los comunistas (lo que también era cierto). Lo nuevo fue la noción de que en Washington habría gente dispuesta a entrevistarse con algún emisario del Gobierno francés. No sorprenderá que Piétri sugiriese que lo hiciera a través de Madrid. Nada de esto tiene demasiada importancia. Hoy se conocen perfectamente los vaivenes de la política norteamericana respecto a Vichy. Más significativo nos parece que Piétri recomendase a la vez que se convocara al Parlamento y que se permitiera que saliesen a la luz algunos personajes de la III República que se habían apartado de la evolución política de Vichy. Laval no le hizo el menor caso de entrada. Cambió un pelín en agosto de 1944, como ha destacado Jean-Paul Cointet en su historia de Vichy. Era, evidentemente, demasiado tarde una vez producido los desembarcos aliados en Normandía y en Provenza. Las horas de Vichy estaban contadas. Las de Piétri también. Middleton se quedó en Madrid hasta que el panorama se despejó. Entonces volvió a Francia. Un aficionado más. Una figura que se movió por la trastienda. Sería interesante conocer algo más de sus relaciones con los carlistas.

Presentación de Salamanca, 1936 en Madrid.

14 noviembre, 2014 at 9:00 am

ATT00000 El próximo miércoles estaré en el Ateneo de Madrid para presentar mi último libro: ‘Salamanca, 1936’, las memorias del primer «ministro» de Asuntos Exteriores de Franco. Aquí tienen la invitación con todos los detalles, por si quieren asistir.

EN EL CUARTEL GENERAL DEL CAUDILLO

11 noviembre, 2014 at 9:00 am

En este blog no soy muy dado, hasta ahora, a las celebraciones o conmemoraciones. Quizá porque se repiten de año en año. Desde que lo empecé a comienzos de 2014 he pasado por alto fechas tan señeras como el aniversario del golpe de Casado o del final de la guerra, por no hablar sino de temas españoles. Tampoco he aludido a efemérides internacionales, como por ejemplo el pacto Molotov-Ribbentrop, el comienzo de la segunda guerra mundial o el inicio del Blitz sobre Londres. No puedo, sin embargo, resistirme a pasar por alto el 20-N. En tal fecha falleció Franco y, a trancas y barrancas, se puso en marcha un proceso que desembocó en el arrumbamiento del sistema político que había creado. He tomado prestado el título de este post al de las memorias del general Warlimont, de dudosa fama, cuando se refirió en sus memorias al de la Wehrmacht.
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El año pasado presenté el 20-N en el Ateneo de Madrid mi último libro, Las armas y el oro. Haré en un próximo post alguna referencia al mismo. En este año presento las memorias de Francisco Serrat y Bonastre, primer «proto-ministro» de Asuntos Exteriores de Franco. No lo conoce nadie. La entrada que de él existe en Wikipedia no es informativa y no responde, en general, a la realidad. En la biografía de Franco que han escrito Payne y Palacios se le ignora radicalmente. En un libro reciente sobre los catalanes que sirvieron a la causa franquista también. Dado que el 20-N la sala del Ateneo en la que suelen hacerse las presentaciones está comprometida desde hace meses, la de las memorias de Serrat ha debido trasladarse a la víspera. En puridad, estaremos más cerca del momento preciso en el que tuvo lugar el fallecimiento hace ahora treinta y nueve años. Para los interesados el libro se titula Salamanca, 1936. A lo mejor incluso sirve para que el Ayuntamiento de dicha ciudad, controlado por el PP, se decida a eliminar el fatuo medallón del SEJE (Su Excelencia el Jefe del Estado) que «adorna» la Plaza Mayor.
Las memorias de Serrat son importantes por tres razones. La primera es que su autor no las escribió con fines de publicación. Lo hizo para que sus hijos, nietos y bisnietos supieran lo que había visto en la guerra civil. Más concretamente en el período comprendido entre el mes de octubre de 1936 y el de abril de 1937. Es, por supuesto, un período clave. Los pocos libros de memorias que lo tratan han de cogerse con varias toneladas de sal. Sus autores quisieron dar a conocer sus versiones al gran público y, con ello, pasar a la historia bajo una luz determinada. No siempre bien. Ninguno, que yo sepa, ha abordado la tarea de describir el ambiente que existía en el seno del Cuartel General. Ya por ello la descripción de Serrat sirve para rellenar un hueco sensible en la literatura.
Pero hay más. La segunda razón es que Serrat constituye, en lo que se me alcanza a saber, un caso único en la historia de la diplomacia española (a lo mejor hubo algún otro en el Ancien Régime, pero no lo sé). En julio de 1936 era embajador en Varsovia. Estaba a la cabeza del escalafón. Se pasó a los sublevados en agosto. En octubre se le ordenó que se presentara en España para asumir la dirección de las exiguas relaciones exteriores de la incipiente dictadura. Serrat, hombre de derechas, diplomático de vieja cepa, disciplinado y autoexigente, obedeció sin tardanza. A mitad de 1937 se autoexilió en Suiza de donde no regresó hasta poco antes de su muerte en 1950. Franco le persiguió con saña y encono. Su hoja de servicios no le ayudó para nada. El tomo de sus memorias dedicado a la guerra civil no precisa el porqué. Hay que recurrir al primer volumen de sus recuerdos de exilio y contrastar sus afirmaciones con el voluminoso expediente personal que se conserva en el archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación. El análisis simultáneo permite comprobar que Serrat no incidió en camelos. A la diferencia del inmarcesible Caudillo no se auto-mintió en  lo que escribió.
No es de extrañar que entre los viejos del lugar siempre hubiera interrogantes sobre lo que pasó a Serrat. Es un misterio hasta ahora no desvelado. Quienes se han acercado al caso se han cuidado muy bien de cubrirse las espaldas. Había que hacer todo lo necesario para no embadurnar la refulgente imagen del Führer español.
La tercera razón es que la información que transmite Serrat en torno al mismo permite llegar a dos conclusiones. Ante todo que Franco era, en aquel momento, un ceporro en los temas internacionales. Aprendió como pudo, rodeado de sicofantes. No sorprenderá que cometiera pifias a diestro y siniestro, que pocos historiadores se han tomado la molestia de identificar. Desperdició ocasiones de mejorar la posición internacional de los sublevados porque, ya entonces, se dejó llevar del discreto encanto de dos protectores hoy escasamente ensalzables:  Hitler sobre todo pero también Mussolini. La segunda conclusión se refiere al clima de intriga, corrupción y desidia que reinaba (¿quién lo dijera?) en el Cuartel General en donde el hermanito, Nicolás, hacía poco menos lo que le venía en gana en medio de un desastre burocrático y procedimental de primer orden.
Para los interesados en los avatares de la carrera diplomática de los vencedores será de la máxima importancia comprobar cómo Franco trituró la propuesta de depuración de funcionarios que le transmitió Serrat. Tras su autoexilio se realizó otra que, para colmo de parabienes, dejó pasar a más de algún indeseable.
Ni que decir tiene que hoy ya no sería posible hacer el estudio que acompaña a las memorias. Gracias a nuestro nunca demasiado bien alabado ministro de Asuntos Exteriores solo quienes tienen bula podrán acceder a los archivos de su Ministerio. Tampoco sería posible profundizar en los orígenes de las fantasías pro-franquistas que esparce una literatura de combate por las grandes superficies españolas. Pero no hay que desesperar. Salvo que se pegue fuego o se meta en el shredder la documentación que conservan los archivos españoles, tarde o temprano (y esperemos que sea lo más pronto posible) los historiadores  podrán proseguir documentando su veredicto sobre tiempos oscuros. Un trabajo que sigue siendo esencial y que espero poder continuar. Por ejemplo, de cara al XL aniversario del fallecimiento del providencial Caudillo.

TRASLADAR AL CIBERESPACIO EL ESFUERZO ACADÉMICO POR ILUMINAR EL PASADO

4 noviembre, 2014 at 8:30 am

En los meses transcurridos desde la aparición de este blog, hace ahora casi un año, me he visto obligado a abandonar algunas certidumbres. La crisis ha recortado drásticamente las ventas de libros. También los de historia. Incluso me atrevo a decir que en particular los de historia. Las tiradas se hacen diminutas. Los costes de distribución se han disparado. Las devoluciones aumentan. El Gobierno se caracteriza por su inacción ante un sector que no solo representa la cultura del país sino que también hace una contribución nada desdeñable al sacrosanto PIB. Por el contrario, noticias, informaciones, análisis, bulos y tergiversaciones han encontrado en el ciberespacio campo abonado para darse a conocer. Las nuevas realidades se imponen. ¿Qué hacer?

homepageImage_es_ESEn primer lugar salir de la torre de marfil. Cuando empecé a estudiar historia en Alemania escribir significaba, esencialmente, escribir para los colegas. Lo que contaba era conseguir el reconocimiento dentro de la profesión. En España las cosas eran algo diferentes. La oferta de los contemporaneistas encontraba una demanda ávida. En los años de la transición nuevas revistas especializadas y nuevas firmas en editoriales consagradas lograron grandes éxitos de ventas.

Esto último suele aplicarse hoy, con escasas excepciones, a autores que escriben para reforzar las convicciones de ciertos sectores sociales. O para “hacer caja”. Uno de los libros más deleznables jamás escritos sobre Franco, ya publicado hace algunos años, ha conseguido ventas al parecer notables. A mí me da vergüenza citarlo. Al lado, la monografía paciente y cuidada subsiste; la apertura de brechas en términos de nuevo conocimiento subsiste, pero siempre en tiradas cortas. La reconstrucción del pasado continúa pero ¿cuál es su impacto en términos de lectores?

Y, sin embargo, la necesidad de potenciar este impacto es hoy más intensa que nunca. Un colega y amigo me envía la siguiente cita de Tony Judt:

Amañar el pasado es la forma más antigua de control del conocimiento: si tienes en tus manos el poder de la interpretación de lo que pasó antes (o simplemente puedes mentir acerca de ello), el presente y el futuro están a tu disposición. De modo que, por simple prudencia democrática, conviene garantizar que la ciudadanía esté informada históricamente.      

La tarea del historiador, si se quiere verlo de este modo, es proporcionar la dimensión del conocimiento y la narrativa histórica, sin lo cual no podemos ser un todo cívico. Si  tenemos una responsabilidad cívica como historiadores, es esta.  Los  historiadores tienen la responsabilidad de explicar. Aquellos de nosotros  que  hemos elegido estudiar Historia Contemporánea tenemos una responsabilidad más: una obligación respecto a los debates contemporáneos.»

 

Judt desarrolla una idea que ya anticipó Orwell pero, en lenguaje actual, no cabría expresar mejor los desafíos y responsabilidades del contemporaneista. Sin medro alguno de la pulcritud y exactitud científicas, sin la menor concesión a la necesidad absoluta de fundamentar las aportaciones, se hace de todo punto preciso desarrollar una labor educativa más amplia y extenderla al ciberespacio. Un portal que atiende a ello es, desde hace unos años, www.academia.edu al que académicos de todo el mundo suben algunos de sus trabajos.

 

Para el caso de la guerra civil la profesora Matilde Eiroa y su equipo en la Universidad Carlos III han empezado a estudiar las modalidades de propagación via internet del conocimiento sobre tal capítulo esencial de nuestra contemporaneidad. En diciembre aparecerá en papel, por última vez, la revista STUDIA HISTORICA, de la Universidad de Salamanca. El número, monográfico, está dedicado a la bibliografía más reciente sobre la guerra. Ha sido un trabajo pionero en cuanto a extensión y profundidad. Colaboramos treinta y seis historiadores de las más variadas diversas nacionalidades.

 

Ya estoy poniendo en marcha un proyecto que amplíe el contenido de STUDIA HISTORICA a otras tradiciones historiográficas (holandesa, griega, latinoamericanas, quizá japonesa). Su puesta al día se hará en forma de e-book exclusivamente. Ello le asegura la posibilidad de una difusión prácticamente universal. La fecha de salida está prevista para, aproximadamente, dentro de un año.

 

HISPANIANOVA se ha renovado. Es la primera revista electrónica de carácter académico que se creó en España a iniciativa de los desgraciadamente ya desaparecidos Angel Martínez de Velasco y Julio Aróstegui. Ha mantenido un alto nivel de calidad. Los lectores pueden comprobarlo en http://e-revistas.uc3m.es/index.php/HISPNOV . Los artículos que en ella aparecen computan a efectos de la ANECA.

 

Pues bien, no por casualidad sino coincidiendo con el XL aniversario del fallecimiento del general Franco HISPANIA NOVA publicará en octubre o noviembre de 2015 un número extraordinario. Uno de sus platos fuertes será la disección, a cargo de un pequeño grupo de expertos, de la biografía que de tan señera figura han publicado recientemente Stanley G. Payne y Jesús Palacios.

 

Sin esperar tanto tiempo los interesados podrán dentro de poco leer en e-book las ponencias presentadas en el reciente congreso de la Asociación de Historia Contemporánea que tuvo lugar el pasado mes de septiembre en la sede del CSIC. Será gracias a la entusiasta cooperación de las Universidades Autónoma y Complutense y a la dedicación de los profesores Pilar Folguera y Juan-Carlos Pereira, entre otros, y sus correspondientes equipos.

 

Nada de esto sustituye, de forma radical, a la letra impresa. Es preciso pulsar todos los teclados a la vez, con el fin de difundir en y fuera de España los avances y progresos que en los últimos años, y a pesar de todas las dificultades, hemos realizado los historiadores españoles.

 

Por mi parte, y cuando este post aparezca en el blog, habré dejado mis libros y mis documentos en Bruselas y realizado una gira de quince días, en México y Portugal, para familiarizar a aquellos colegas con las luces que, poco a poco, han ido encendiéndose en el actual panorama de la historiografía española sobre la guerra civil y el franquismo. No revelo ningún secreto si afirmo que, por lo general, no coinciden con las interpretaciones que han difundido sus ilustres biógrafos. De alguna me haré eco en los próximos posts.

 

 

 

¿UNA BIOGRAFÍA DE FRANCO QUE PRETENDE NO SER PRO-FRANQUISTA NI ANTI-FRANQUISTA SINO RIGUROSAMENTE OBJETIVA?

28 octubre, 2014 at 9:00 am

En la última semana de septiembre se puso a la venta la anunciada biografía de Franco escrita por el profesor Stanley G. Payne y el periodista Jesús Palacios. En la contracubierta se afirma que “es el  primer estudio objetivo y desapasionado sobre la figura que gobernó España durante casi cuarenta años y que se convirtió en el líder político con mayor poder de la historia del país”. En mi modesta opinión, se convertirá fácilmente, y durante algún tiempo, en la biblia de la derecha.

 

Este blog no es el lugar adecuado para hacer una reseña de la obra. Sí lo es para exponer sinceramente un temor y un alivio.

El temor es humano y supongo que común y corriente. Cuando un historiador escribe sobre un tema y se entera de que otro u otros van a publicar algo sobre el mismo lo primero que se pregunta es algo así como ¿me machacarán el trabajo?, ¿descubrirán algo que no haya visto?, ¿utilizarán documentos que me hagan cambiar lo que estaba escribiendo? Confieso haber sentido tal temor y en anteriores posts así lo he insinuado.

Ahora, tras leer la reciente biografía, he dado un suspiro de alivio. No hay documentación nueva en los temas que me interesan. Es más, la que utilizan es una pequeña parte de la que yo he manejado. No me han pisado nada. Mis argumentos no sufren alteración. Eso sí, he debido introducir en mi texto o en las notas a pié de página algunas puntualizaciones en temas en que difiero radicalmente de tan ilustres autores. Quien calla, otorga. Cuando salga mi trabajito, ya más cerca del LX aniversario del fallecimiento del inmarcesible Caudillo, los lectores compararán.

No obstante, con un pequeño ejemplo quisiera ilustrar un modo de proceder recurrente que aflora en la nueva biografía. No hago crítica. Tampoco una mini-reseña. Es, simplemente, una muestra. Podría haber elegido otras.

En el capítulo X nuestros distinguidos biógrafos abordan, entre varios temas, el muy discutido de las ideas económicas de Franco. Para ilustrarlas citan de las memorias de Don José Larraz, el primer ministro de Hacienda en la postguerra civil. Franco le llamó el 6 de agosto para ofrecerle el puesto. Los autores recogen las primeras impresiones que consignó Larraz. Cito:

“Vio a un Caudillo ´con un aspecto más modesto que el de sus propios ayudantes; su traje de general estaba raído y viejo; los codos zurcidos, las borlas doradas de la faja más que desgastadas, casi ralas. Aquella cámara y su habitante exhalaban pobreza, austeridad´”.

La cita se encuentra en la página 282 de la biografía. Genera una imagen poderosa. Podría pensarse que tiene poco que ver con lo que el profesor Jordi Maluquer afirma que, con mucha indulgencia, podría denominarse “el pensamiento económico de Franco”. Pero dejemos esto de lado. Nuestros biógrafos podrían pensar, probablemente, que Maluquer es un “rojo” disfrazado.

Lo que es significativo de su metodología es que soslayen, eludan, ignoren, pasen por alto o escondan el juicio de Larraz sobre el “pensamiento económico” de su tan encomiado biografiado. Esto sí que me parece que debería figurar en la biografía,  si es que sus autores sienten la necesidad de acudir a la autoridad del antiguo ministro de Hacienda a quien citan en numerosas ocasiones.

Mi afirmación se basa en que Larraz hizo una amplia referencia al pensamiento mágico de Franco mucho más precisa que las impresiones que reflejó al recordar el uniforme. Nuestros biógrafos no pueden alegar que la desconocen. La mención del uniforme se encuentra en la página 181 de las memorias y no oculta entre sus 576 páginas. Figura, exactamente, en la 182, tres párrafos después de la cita anterior. ¿Y cuál fue?. Reproduzco:

“…Con sorpresa mía y, eso sí, sin perder el tono humilde y hasta balbuciente, comenzó a trazar su parecer y a dibujar las líneas de la política económica y financiera. Hizo una amplia declaración concerniente a la balanza de nuestro comercio exterior y a la permanencia de su déficit; examinó las partidas desfavorables; se manifestó entusiasta de una política autárquica à outrance; atacó la economía liberal; defendió con entusiasmo la economía dirigida; no recató sus íntimas preferencias por una revolución desde arriba impregnada de sentido social y anticapitalista; recriminó al paro obrero, con el que era preciso acabar; afirmó que España podía engrandecerse en dos lustros y pasar a ser una gran potencia europea; me expuso planes de obras, trabajos públicos, mecanización del ejército y dotación de grandes armadas aéreas y navales; creyó, rotundamente, que todo aquello podía financiarse con una leva sobre el capital y, en lo que fuera necesario, con creaciones de dinero, con billetes, porque eso –dijo- no era inflación (sic) (…) en torno de estas ideas el general estuvo discurriendo dos horas, con un consumo casi total de mi paciencia. En ocasiones hablaba de la ´depreciación´ del dinero. Al fin calló y me miró de modo profundo, sin duda convencido de que me había impresionado fuertemente. Y, en parte, era verdad”

Naturalmente cabría argumentar que la cita es demasiado larga. Podrían haberla recortado. Yo mismo lo he hecho un pelín.  Es difícil negar, sin embargo, que para entender el “pensamiento económico de Franco” es algo más instructiva que la mera alusión a su uniforme.

Nuestros avezados biógrafos probablemente no consideran la anterior cita interesante. Pero hay más. También soslayan, eluden, ignoran, pasan por alto o esconden la valoración final que Larraz consignó seguidamente en la misma página 182 de sus memorias. Puestos a utilizar al ministro en apoyo de no se sabe qué, pero relacionado con las ideas y obsesiones del excelso Caudillo, no llegamos a comprender la desaparición del juicio que Franco  mereció a Larraz. ¿Cuál fue? Transcribo:

¿Cómo precisaría yo la clase de cultura económica de mi ilustre interlocutor? Aquello no tenía sabor universitario, ni siquiera de Escuela de Comercio; tampoco era la visión experimental de un banquero, o de un hombre de negocios, o de un funcionario. Aquello era la cultura económica de un bizarro capitán de Estado Mayor, recién salido de la Escuela de Guerra [donde aprendiera desde la Física hasta el Derecho Internacional, pasando por la Química, la Táctica, la Estrategia y el Derecho Administrativo]… Con algo más, quizá algunas referencias o influencias de las economías totalitarias”.

¿Me dejo llevar por pensamientos malévolos? ¿Podría ocurrir que  nuestros estimados biógrafos hayan querido soslayar, eludir, ignorar, pasar por alto o esconder este implacable juicio de Larraz que no es demasiado elogioso para el tan alabado Caudillo?

Los lectores no necesitan acudir a las Memorias de Larraz, publicadas por la Real Academia de Ciencias Morales Políticas en el año 2006 y que probablemente ya solo encontrarán en bibliotecas.  No la anécdota del uniforme pero sí la referencia crítica al “pensamiento económico de Franco”  figura en un libro muy reciente que está hoy en todas las librerías. El de Jordi Maluquer, La economía española en perspectiva histórica, Pasado&Presente, pp. 201s. (He recuperado lo que hay entre corchetes ).

¿Y por qué reproduce  Maluquer la crítica de Larraz? Simplemente porque se trata de una información de importancia excepcional. Precisamente la que Payne/Palacios soslayan, eluden, ignoran, pasan por alto o esconden. No hay engaños. Larraz dedicó tres páginas a la entrevista y la encuadró histórica y políticamente.

La lectura de la nueva biografía, autocalificada de objetiva, proporciona las claves explicativas en el plano epistemológico y metodológico de tan notable ausencia. Habrá que explicitarlas en algún momento.

La coartada comunista y el incendio del Reichstag

21 octubre, 2014 at 7:47 am

En los años treinta del pasado siglo políticos, escritores y analistas de variado pelaje, generalmente de derechas, divisaron en el comunismo un peligro para los regímenes democráticos occidentales. Los nacionalsocialistas lo plantearon como un riesgo absolutamente existencial (los fascistas franceses e italianos siguieron después). La derecha española ya lo había denunciado durante la dictadura de Primo de Rivera, cuando los comunistas españoles eran cuatro gatos. Pronto aprendió de los nazis cómo mejorar el argumento. La campanada la dio  el incendio del Reichstag el 27 de febrero de 1933, al mes casi de la llegada de Hitler al poder, aupado por la derecha monárquica y capitalista alemana.

El incendio ha generado una furiosa controversia en la historiografía, sobre todo alemana. Se han contrapuesto dos tesis: por un lado, la noción de que fue obra exclusiva de un albañil holandés, Martinus van der Lubbe; por otro, que el fuego se debió a la actuación de un comando nazi. Los historiadores alemanes suelen extraer conclusiones muy diferentes de cada una. Para algunos (entre los que figuran nombres muy respetados como Hans Mommsen) los nazis aprovecharon el incendio para inculpar a los comunistas y con ello arrancar al presidente Hindenburg varios decretos que abolieron el sistema de derechos establecido en la constitución de Weimar. El establecimiento de la dictadura arrancaría, pues, de un hecho fortuito, circunstancial, imprevisible. Para otros historiadores, Hitler y sus seguidores tenían la intención de crear un régimen dictatorial desde antes de llegar al Gobierno y proyectaron el incendio del Reichstag con el fin de generar la coartada necesaria para obtener de manera inmediata los instrumentos jurídicos necesarios. En el extranjero el incendio se ha abordado preferentemente como el mecanismo por el cual los nazis consiguieron el necesario capital político para llevar a la práctica sus nefandos propósitos. Si los amables lectores echan un vistazo a las páginas de Wikipedia en castellano e inglés podrán encontrar atisbos, muy diluídos, de tal  controversia.

Como ocurre con frecuencia, la disponibilidad de nueva evidencia primaria relevante de época permite inclinar las tesis de un lado o de otro. En el caso del incendio esta EPRE se encontraba en Moscú adonde había sido trasladada en 1945. En 1982 los soviéticos la devolvieron a la entonces República Democrática Alemana. Tras la unificación, hoy es accesible a cualquier investigador. Se trata de un volumen considerable de documentos, más de cincuenta mil páginas. Entre ellos figura los generados por la primera comisión policial de investigación y sus antecedentes asi como los del Tribunal Supremo (Reichsgericht) y de la Fiscalía de 1933, con las actas de las sesiones del juicio que se celebró en Leipizig contra dirigentes comunistas.

Pocos son los historiadores que se han empecinado en escudriñar tal montaña. Lo hicieron en el cambio de siglo dos autores, Alexander Bahar y Wilfried Kugel (mencionados superficialmente en la página de Wikipedia en inglés). Han seguido en la brecha. El año pasado pusieron al día sus investigaciones en un libro que no encontró una editorial de primera línea en Alemania, en donde uno podría sospechar que sus tesis pueden parecer todavía un tanto tóxicas. En todas partes cuecen habas.

Es un libro interesantísimo. En este blog ya he citado el caso de Dag Hammarskjöld o el asesinato (que no accidente) del general Balmes. Bahar y Kugel siguen el mismo método inductivo aplicado a ambos. Lo completan con una historia de la controversia historiográfica, iniciada pocos años después de terminada la segunda guerra mundial por un agente de la seguridad interior del Estado, un tal Fritz Tobias, recuperado por los británicos en el marco de la “desnazificación”, un proceso en el que “salvaron” a otros especialistas de la lucha anticomunista. Por si las moscas. Tobias, al parecer, había sido miembro de la “policía militar secreta” (Geheime Feldpolizei), aspecto que él negó siempre. Su expediente militar, y su archivo personal, siguen hoy, sin embargo, cerrados a cal y canto. Dos casualidades. Tobias, que ingresó posteriormente en el partido socialdemócrata, arrastró a su encrespada y dialécticamente durísima “cruzada” a favor de la única responsabilidad de van der Lubbe a Rudolf Augstein, el todopoderoso director de Der Spiegel. La revista ha mantenido una guerrilla contra los dos historiadores a la cual incluso Die Zeit se sumó en algún momento.  Palabras mayores en Alemania.

El procedimiento seguido por los autores me parece impecable. En primer lugar con documentación pública y no pública de la época han reconstruído al minuto los detalles del descubrimiento del incendio, de su propagación y de sus resultados. A cada paso muestran las contradicciones con la tesis de la autoría única. En segundo lugar pasan a examinar las reacciones de la policía, de los bomberos (a quienes se llamó algo tarde) y de los funcionarios que plasmaaron sus observaciones en documentos oficiales, muchos de los cuales han desaparecido. No todos. Otra casualidad. En tercer lugar analizan la intervención de las autoridades (Göring en primer lugar) para forzar las investigaciones dejando de lado los procedimientos establecidos y sustituir a los jueces y  fiscales a quienes correspondía entender del caso por otros de proclividades nazis. En cuarto lugar examinan el caso  de numerosos funcionarios y elementos nazis que fallecieron o aparentemente se suicidaron o que fueron ejecutados, algunos de los más importantes, en la “noche de los cuchillos largos” del año siguiente. Otra casualidad.

La pieza de resistencia la constituye el análisis de las actas del proceso de Leipzig. Bajo el peso de la opinión pública internacional se intentó preservar un venero de legalidad. En vano. Había instrucciones de condenar a van der Lubbe y, en lo posible, a varios dirigentes comunistas (entre ellos Dimitrof). El tribunal, aunque lo intentó, no logró establecer un nexo casual entre el primero y los segundos, que fueron declarados inocentes. Sí reconoció que van der Lubbe había sido el autor material del incendio, auxiliado por personas desconocidas.

La obra muestra que el tribunal se hizo el loco ante numerosas declaraciones contradictorias de los testigos y varios informes técnicos sobre las causas y propagación del incendio. Los resultados de éstos coinciden con varios dictámenes que diversos medios de comunicación alemanes solicitaron en los últimos quince años. La tesis de la autoría nacionalsocialista queda más que robustecida, a pesar de la desaparición de documentos importantes.

Y de las proclamaciones de Hitler, Göring (que probablemente había ordenado el incendio) y Goebbels acerca de la conspiración comunista, reflejada aparentemente en decenas de papeles encontrados en la central del KPD, ¿qué?. Nada. Los nazis establecieron su dictadura y se “olvidaron” de publicar los documentos.

Esta última fue una lección que aprendieron los conspiradores españoles dos años y pico más tarde. Los “documentos” de la “inminente” insurrección comunista, a la que se opuso el “18 de julio”, se comunicaron por vía reservada a los diplomáticos franceses y británicos y a algunos periodistas extranjeros amigos. Y a vivir.

A vivir del bollo. Lo demostró uno de los más infames propagandistas del régimen, Luis Bolín, cuyo libro España: Los años vitales debería publicarse de nuevo debidamente anotado. Todavía en 1967, y con prólogo nada menos que del entonces ministro de Asuntos Exteriores, Fernando María Castiella, propagó la GRAN noticia de que armas “rojas”, moscovitas, las llevaban barquichuelos, por el Guadalquivir, para distribuir entre los comunistas andaluces (¿sedientos de sangre latifundista?). ¿O fue al revés?

A los lectores a quienes les interese el tema la referencia es Der Reichstagsbrand. Geschichte einer Provokation, PapyRossa Verlag, Colonia, 2013.

 

Gerald Howson: un recuerdo

13 octubre, 2014 at 7:39 am

La noticia del fallecimiento de Gerald Howson me llegó antes de las vacaciones de verano. No pude escribir entonces unas líneas en su recuerdo. El  impacto fue demasiado vívido. Ahora ya he recuperado fuerzas para hacerlo. Me siento, además, obligado porque en la prensa británica su fallecimiento ha pasado casi desapercibido salvo por un artículo necrológico muy conmovedor aparecido en The Guardian. Se detiene mucho en la persona y en su trayectoria vital pero no comenta las obras que le han asegurado un puesto en la historiografía de la guerra civil española.

Foto de Bogdan FrymorgenHowson tiene derecho a ello en razón de dos trabajos fundamentales. El primero, Aircraft of the Spanish Civil War, Putnam, Londres, 1990, es solo aparentemente una enciclopedia de los numerosísimos tipos de aviones que se emplearon en la guerra civil. Uso el adverbio porque la obra es mucho más. Se trata de un estudio enormemente detallado de los orígenes, características, utilización y, en ocasiones, destino de las diferentes marcas y modelos de aviones y con frecuencia de aparatos individuales. Todo ello acompañado de análisis, más o menos breves, de operaciones aéreas y de aspectos varios de la contienda en el aire. No pretendió ser un estudio de la guerra aérea. Sin embargo, el investigador o el lector interesados encontrarán un sinfín de informaciones que les servirán para apoyar o refutar muchas de las afirmaciones que pululan en obras de amplia difusión en España. No es de extrañar que Howson se convirtiera en una de las bêtes noires de los historiadores pro y neo-franquistas.

Añadamos, de entrada, que el libro es muy superior en su enfoque al de otras obras similares. Estoy pensando en una francesa sobre la aviación republicana y en particular en una española, publicada no hace mucho por el Ministerio de Defensa, repleta de errores y con grandes lagunas. Howson se interesó por la aviación militar desde cuando, adolescente, vivió en Londres los bombardeos nazis de 1940-1941.

Su segunda obra, Arms for Spain: The Untold Story of the Spanish Civil War, 1998, fue pionera. Su traducción se publicó en Península en el año 2000. Abordó las innumerables dificultades que los republicanos encontraron en abastecerse de armas frente al dogal de la no intervención. Dada la orientación, sus fuentes fueron esencialmente extranjeras y pocas españolas.  Es obvio que una guerra no se gana solo gracias a la disponibilidad de armas  pero también es cierto que sin armas modernas es bastante difícil conseguir la victoria, por lo menos en una situación como la española de la época. Por si las moscas, Franco no tuvo inconveniente alguno en bajarse los pantalones cuando fue necesario para que los nazis no interrumpieras sus suministros.

A la República le fallaron muchas cosas pero, en el origen, dos factores fueron determinantes: la carencia relativa de armamento y la desintegración de las fuerzas armadas con la necesidad, nada trivial, de tener que forjar un ejército de nuevo cuño.

Los historiadores pro y neo-franquistas han solido manipular todo lo posible el primer factor. En el segundo avanzaron más, gracias a la monumental obra sobre el Ejército Popular del entonces coronel Ramón Salas Larrazábal, a quien por cierto no se le permitió indagar sobre el vencedor que es en el que había combatido. A pesar de sus deficiencias, en particular en el análisis de factores no ligados estrictamente a los aspectos bélicos, sigue siendo un trabajo de obligada referencia.

Gracias a la documentación soviética que a Howson proporcionó María Dolores Genovés (autora de, entre otros, un excelente documental sobre el caso Nin) y a otros colegas británicos y rusos exiliados también pudo abordar con pericia las principales vicisitudes ocurridas en los envíos de armas soviéticas a España. Consignó a la basura muchas fantasías, entre ellas las tan extendidas de Krivitsky y que todavía afloran en la última biografía que conozco de este personaje de hace unos cuantos años.

Howson siempre fue consciente de que necesitaba ampliar este libro. Trabajó en ello denodadamente a pesar de achaques de salud y de su avanzada edad. Falleció antes de dar término a la revisión. Fue, en definitiva, uno de esos ingleses que inspiran respeto y admiración. En mi caso los tuvo sin límites. Ello no quiere decir que estuviese de acuerdo con algunas de sus tesis.

La tesis que hizo famoso a Howson fue la de creer haber descubierto que los soviéticos expoliaron a la República inflando artificialmente el precio al que suministraron armas, en especial aviones. Esta idea encajaba perfectamente en las elucubraciones, y a veces desvaríos, de los innumerables guerreros de la guerra fría, sobre todo anglo-norteamericanos (con, a la cabeza, un “convertido”, el profesor Ronald Radosh).

Para estos autores la ayuda soviética fue un intento por penetrar en el bajo vientre de Europa para asentar en España un remedo de las repúblicas populares de después de la segunda guerra mundial. Ni que decir tiene que este enfoque vino como anillo al dedo a la propaganda del “Centinela de Occidente”. El que un historiador de escasas simpatías hacia los vencedores afirmara que, encima, Stalin robó a la República fue la guinda sobre el pastel.

En varios de mis libros he intentado demostrar que la tesis reposaba sobre supuestos harto frágiles, ligados al desconocimiento del sistema de tipos de cambio múltiples a que se atenía el comercio exterior soviético y a la utilización de un tipo oficial que no era aplicable a las exportaciones de mercancías. Siempre di a conocer a Howson lo que escribía antes de publicarlo. Nuestra amistad no se resintió.

Dos meses antes de fallecer me telefoneó por la noche. Acababa de encontrar la clave que le había inducido a error y que por fin le permitía aclarar el tema.  Me preguntó si estaría dispuesto a ayudarle a publicar un artículo en España con sus descubrimientos. Naturalmente dije que sí pero, por respeto, no indagué en ellos. Lamento no haberlo hecho. No volvió a llamarme y no me envió nada. Este fue Howson. Un historiador más que íntegro, honesto, comprometido hasta el tuétano con la siempre difícil búsqueda de la verdad.

Miguel Íñiguez Campos, que tanto me ha ayudado en alguno de mis últimas obras, está trabajando en una tesis sobre las dificultades de aprovisionamiento de la República durante los Gobiernos Giral y Largo Caballero. Se basa, esencialmente, en documentación española y francesa. Sus resultados, por lo que sé, ampliarán los pioneros descubrimientos de Howson y demostrarán que tales dificultades fueron incluso muy superiores. Franco no las tuvo y, cuando surgieron en 1938, la bajada de pantalones le bastó.

La historia se escribe en un tejer y destejer continuos. Howson, allí donde se encuentre, no debe tener miedo a ser desautorizado en lo fundamental.

En el libro que publicaré el año que viene hay una larga lista de nombres a los que va dedicado “in memoriam”. Con sumo dolor, con infinita tristeza, he incorporado también el de Gerald Howson, nacido el 29 de noviembre de 1925 en un pueblecito del condado de Cambridge pero crecido en Londres, donde falleció el 7 de junio. Los lectores que  quieran saber algo más de su interesante y polifacética vida (fue también pintor, fotógrafo y músico) pueden acudir a la sentida necrológica en The Guardian el 20 de junio). Jim Jump ha publicado otra en The Volunteer el 9 de septiembre.

DEP.

Un capitán traidor a la República

7 octubre, 2014 at 7:34 am

En los días de ocio de las ya casi olvidadas vacaciones me dediqué esencialmente a leer. Entre los libros que me ocuparon figura uno que me parece ser un excelente aperitivo para el plato fuerte que nos promete en un próximo futuro el profesor Ángel Bahamonde. Está relacionado con las discusiones en torno a las razones por las cuales los republicanos perdieron la guerra, unas discusiones que han levantado sangre en el pasado y que, verosímilmente, continuarán levantándola en el futuro.

Ángel Bahamonde ha partido de una idea brillante. Examinar los expedientes de los consejos de guerra incoados a los militares republicanos del Ejército de Tierra terminada la guerra civil. Su hipótesis, perfectamente plausible, es que en ellos aparecerían datos sobre actividades anti-republicanas en el curso del conflicto. La noción de que el Ejército Popular  albergó a numerosos traidores en su seno se remonta a los días sangrientos de la guerra civil y desempeñó un cierto papel en las querellas del exilio. Se vio, claro está, estimulado por el traicionero golpe del coronel Segismundo Casado.

El tan denostado SIM fue una de las piezas claves montadas (lo hizo Indalecio Prieto en su época de ministro de Defensa Nacional) para atajar tal tipo de actividades subversivas. Las repetidas llamadas de los dirigentes comunistas sobre su proliferación en las filas del Ejército Popular han solido achacarse a la paranoia estalinista y, ciertamente, en los informes de los asesores soviéticos enviados a Moscú las quejas sobre traiciones, reales o inventadas, son continuas.

Ahora, gracias al profesor Bahamonde, pueden precisarse aspectos poco conocidos o totalmente desconocidos. De él tomo el ejemplo que más me ha impactado. Por ejemplo, cuarenta ocho horas antes de que los republicanos lanzaran la ofensiva sobre Brunete sus planes habían llegado a conocimiento del Cuartel General de Franco. Es un tema importante, porque a la luz de esta nueva información habrá que examinar la actuación comandada por el tan ensalzado Generalísimo. No es lo mismo hacer frente a una ofensiva sin saber a ciencia cierta lo que persigue el enemigo que tener en mano sus planes de batalla. Aun así, y por razones que en algún momento se descubrirán, si es que han quedado papeles, el ejército franquista se vio sorprendido e, inicialmente, desbordado.

Recordemos que tanto los plumillas franquistas y neo-franquistas, amén de algún que otro historiador, han atribuido la ofensiva de Brunete a incitaciones soviéticas. Uno de los últimos en hacerlo es el conocido autor británico Antony Beevor. Está ya demostrado que no fue así y que fue el Gobierno republicano, compuesto de civiles, el que preconizó la acción. Tras la caída de Bilbao, la moral estaba por los suelos. Brunete fue, en puridad, la primera gran ofensiva republicana. Se saldó más bien con un empate y no logró su proclamado objetivo estratégico de detener el arrollador avance franquista en el Norte. El consejero militar jefe soviético recomendó a Moscú un estudio detenido de la operación, que plantea toda una serie de cuestiones tácticas y logísticas de la mayor importancia.

Ahora bien, ¿quién, de entre los lectores, ha oído hablar del capitán Agustín Delgado Cros? Este caballero, nos dice Bahamonde, era próximo a Falange. Conocía la trama conspirativa de cara a julio de 1936. Fue considerado desafecto y estuvo incluso detenido en la cárcel de Ventas, en Madrid, hasta enero de 1937. Se reincorporó, gracias a los buenos oficios de un familiar suyo, al Ejército Popular y sus jefes inmediatos no ignoraron sus predilecciones. ¿Hicieron algo para neutralizarlas? Parece ser que tal no fue el caso. Gracias a su amistad con alguno de ellos Delgado se hizo con documentación reservada y, ¡zas!, en cuanto se perfilaron los planes de la ofensiva de Brunete los hizo llegar al otro lado. En diciembre de 1937 el SIM lo detuvo. Las acusaciones probablemente hubieran debido llevarle al paredón pero, por razones que ignoro, el hecho es que pasó el resto de la guerra en la cárcel. Terminado el conflicto se incorporó tranquilamente a los vencedores. Tan tranquilo. Incluso combatió en Rusia.

El capitán Delgado Cros es un mero ejemplo. Por las páginas del libro de Bahamonde (Madrid, 1939. La conjura del coronel Casado, ediciones Cátedra) desfilan otros caracteres que le superaron con mucho. Entre ellos figura el general Manuel Matallana, íntimo de Rojo, del que algunos investigadores ya examinaron su expediente personal hace varios años. Tras ello llegaron a la conclusión de que igualmente había traicionado a sus compañeros. Pour la bonne cause. Bahamonde lo ratifica.

La traición no hizo estragos solo en el Ejército de Tierra. También se dedicaron a ello muchos de los no muy numerosos mandos profesionales de la Flota que se quedaron con la República. Uno de sus objetivos estribó en reducir las actividades de la Armada al mínimo imprescindible y alejarla en lo posible de las zonas de riesgo. Encontraron una excelente coartada en la imperiosa necesidad de proteger los convoyes que transportaban armas, medicinas, alimentos, petróleo y materias primas para el esfuerzo de guerra republicano. En cuanto se refugiaron en Bizerta, tras la doble traición de Buiza a Casado y a Negrín,  se apresuraron a hacer valer sus méritos a los vencedores. Los lectores no ignorarán que, durante la primera parte de la segunda guerra mundial, uno de los papeles más importantes de la Royal Navy fue proteger las rutas marítimas en el Atlántico por las que transitaba el apoyo material (en armas, materias primas y alimentos) norteamericano.

Naturalmente, nada de ello significa que la República perdiera la guerra solo a causa de la traición pero si se tiene en cuenta que, como ya señalaron en su día muchos combatientes, los emboscados y sospechosos tendían a concentrarse en los Estados Mayores y mucho menos entre los mandos combatientes, es verosímil que el daño fuese considerable. Stalin tomó nota y la aplicó con fruición y salvajismo inaudito a sus sangrientas purgas del Ejército Rojo.

La única arma en donde, al parecer, menos traidores hubo fue la Aviación. Era la más joven y más tecnificada y sus integrantes atravesaron en gran medida por los cursos de aprendizaje en la URSS. Los aviadores republicanos se batieron con arrojo hasta el amargo final. No extrañará que la furia de los vencedores se desatara sobre sus componentes.

Aviso a futuros investigadores: en el archivo histórico del Ejército del Aire, en Villaviciosa de Odón, próximo a Madrid, se conservan todos los expedientes de los consejos de guerra montados a los aviadores. Constituyen la materia idónea para, en relativamente poco tiempo, preparar una tesis doctoral sobre la represión de la postguerra en las FARE. Por desgracia, nunca he tenido tiempo de emprender un estudio sobre tal tema. A buen seguro que daría lugar para interesantes conclusiones.

¿Se anima alguien?

La Iglesia contra Juan March (y II)

30 septiembre, 2014 at 7:23 am

La semana pasada comenté brevemente la nota elevada a Franco sobre los riesgos que algunos de los sectores más ultramontanos de la dictadura percibían en el proyecto del banquero Juan March de crear la fundación que lleva su nombre. Me abstuve de cargar las tintas, evidentemente negras, que la nota suscita. Dejo que otros lo hagan. Dado que la nota es fácilmente reproducible, se ha incorporado a este post. Se agradecen comentarios, no sea que me haya dejado llevar por prejuicios inconfesables.

 De la nota elevada a Franco se desprendía que el Estado no podía desentenderse de la futura Fundación. Había que asegurarse de que estuviese inspirada por la Iglesia, “única sociedad perfecta” ya que “por misión divina” atendía al bien común. Había que estudiar cuidadosamente los estatutos y, llegado el caso, intervenir. Los autores, haciendo gala de una orientación preocupada por el futuro de la PATRIA, terminaron  encareciendo la necesidad de encargar “misas y oraciones para mejor acertar” y con el trascendente objeto de “obtener la ayuda de Dios, Nuestro Señor, en su ulterior desarrollo”.

No sabemos lo que el inmarcesible Jefe del Estado pensara de la nota. Pero sí podemos decir algo acerca de la reacción de Juan March (es impensable que no se enterase de tal tipo de prevenciones). Fue doble. La primera estrictamente legal. Las disposiciones de la escritura de constitución de su Fundación determinaron que no podrían alterarse o modificarse en modo alguno. Evidentemente ello traducía la percepción clara de algún tipo de riesgo. Si el Estado u otro organismo o autoridad pretendieran modificar o no cumplir la voluntad del fundador, el Patronato de la Fundación se opondría. Uno se pregunta, ¿por qué se opondría? Caso de no tener éxito, la Fundación quedaría extinguida automáticamente. Nada de tirar por la calle de en medio.  La segunda reacción fue táctica y en consonancia con las mores de la dictadura. Al Patronato pasaron, entre otros, el tan alabado cardenal Eijo y Garay, clérigo duro entre los duros; el almirante Salvador Moreno y el exministro de Gobernación, y no de los blandos precisamente, Blas Pérez González. Suponemos que para tranquilizar.

No conocemos las relaciones que March tuviera con aquel prelado de infausta memoria pero sí sabemos algo de las que mantuvo con los dos últimos. Se remontaban a los años de la guerra civil y se habían fortalecido durante el período de neutralidad/no beligerancia/neutralidad en la segunda guerra mundial. Están documentados, gracias a Manuel Ros Agudo y a Richard Wigg, significativos contactos que March tuvo con el Ministerio de Marina en 1939/40 en conexión con operaciones muy secretas tanto con nazis como con los británicos. Quien juega doble, puede ganar por los dos lados.

FundacionMarch-3

Después March había dado pruebas de lealtad al régimen, si bien protegiendo cuidadosamente un margen de actuación autónoma. Como ha escrito Mercedes Cabrera, había financiado el traslado de Don Juan de Borbón desde Suiza a Portugal. Menos conocido es que March mantenía excelentes relaciones con la embajada británica (no por casualidad ya que había sido uno de sus más importantes agentes, si no el más importante, durante el conflicto mundial). En consecuencia, no tuvo inconveniente en informar a Franco de las impresiones que en reinaban en dicha embajada con respecto a la dictadura en los primeros años del tan abombado “cerco internacional”.

Sin olvidar que March había sido el gran financiador de la sublevación del 18 de Julio y que gracias a él los monárquicos alfonsinos (al frente de los cuales se encontraba el “proto-mártir” José Calvo Sotelo) habían podido pagar a tocateja los aviones que Pedro Sainz Rodríguez contrató con la Italia fascista el 1º de julio. No precisamente para que apoyasen el golpe sino para que ayudaran a los militares insurrectos a encarar una guerra presumiblemente corta.

En comparación con quienes querían acudir a las preces y misas para evitar que la futura Fundación pudiera descarriarse, Juan March era un hombre no moderno sino supermoderno. La Iglesia, no. Lo había demostrado en los albores del 18 de julio y lo consagró definitivamente en la Carta colectiva del episcopado español de 1937. Pero se llevó el gato al agua y el Concordato de 1953 plasmó definitivamente sus privilegios en materia económica y educativa. Todavía conserva una parte.

¿Y la Fundación?  Pues cumplió con creces las esperanzas y deseos que su fundador expuso en la escritura de constitución, consultable fácilmente en el portal de la misma en Internet.

Laus Deo.

La Iglesia contra Juan March (I)

23 septiembre, 2014 at 7:19 am

En los archivos del franquismo se encuentran auténticas joyas. Muchos de ellos, no todos, forman el núcleo de los de la benemérita Fundación Nacional Francisco Franco (benemérita porque es una máquina de producción de historiadores anti-franquistas). Se trata de fondos que, en lo que se me alcanza, no siempre han sido demasiado explorados con ojo suficientemente crítico. Hoy, por fortuna, se encuentran digitalizados –aunque no sé si en su totalidad o solo en parte- en el Centro Documental de la Memoria Histórica de Salamanca.

Buscando otras cosas, que daré a conocer el año que viene en un libro (ya terminado a reserva de lo que escriban Stanley G. Payne y Jesús Palacios en su biografía de Franco), me topé con una nota reservada sobre la Fundación Juan March. Se elevó, por lo que cabe pensar, a conocimiento del Jefe del Estado/Caudillo/Generalísimo/presidente del Gobierno/ Jefe Nacional del Movimiento, etc. etc. No tiene firma ni fecha, pero dado que la Fundación se creó a finales de 1955 tuvo que ser de antes y datar del período que convencionalmente se denomina de “nacional-catolicismo”.

El autor o autores (integristas o ultramontanos católicos) vieron en el proyecto de la Fundación todo un peligro. No era para menos. Constituía una novedad en el siniestro panorama educativo y cultural de la época. No extrañará que se apresuraran a alertar a su amado JEFE. Entre los factores que les mosquearon figuró el que la proyectada Fundación iniciaría su andadura con una dotación de recursos significativa en aquellos años oscuros de pobreza y de introversión generalizadas.

La idea de financiar la formación de una élite cultural, científica o artística era más que sospechosa. ¡No había hecho algo similar, con menos fondos, la malhadada Institución Libre de Enseñanza!  ¡Y qué decir de la Junta de Ampliación de Estudios! Por inspiración divina, sin duda, las había sustituido una institución, el CSIC, absolutamente controlado por el Opus Dei. Pero ¿quién controlaría la Fundación? Obsérvese el planteamiento que se elevó al inmarcesible Jefe del Estado. ¿No habría peligro de que cayera en manos de la “secta”? (entiéndase la MASONERÍA). Con quince millones de pesetas anuales, argumentaron los meapilas, que era lo inicialmente previsto, sería posible cambiar la faz de España en quince o veinte años. ¿Qué país tendríamos entonces si la élite expuesta a la posible influencia maléfica se apartaba de los cánones y postulados establecidos por la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana?. ¿Quién elegiría a los agraciados? Puntos muy sensibles.

Lo interesante es la justificación de las contramedidas. Según los autores de la nota, el Ministerio de Educación Nacional tenía que guiarse por normas objetivas sobre la importancia de los expedientes académicos. Eso sí, existían otros criterios no desdeñables: las propuestas de las autoridades y de los mandos de Falange. No debió  de considerarse necesario poner negro sobre blanco que tales “incitaciones” eran órdenes para los funcionarios del Ministerio. ¡Para qué detenerse en explicarlo a Franco! No en vano las autoridades y Falange velaban por la salud y salvación de la PATRIA. (Así siguieron haciéndolo, de cara a los funcionarios de Educación, hasta mucho después de la muerte de Franco).

En resumen. En el horizonte los redactores de la nota oteaban riesgos, peligros, la influencia masónica.

Una circunstancia agravaba la situación que podría crearse:  el Ejército, el Partido, el Ministerio de la Gobernación y las Universidades tenían que fijarse en el corto plazo pero ¿quién se ocupaba del “mañana”? ¿Quién y cómo configuraría el futuro? El futuro pertenecería a quienes se preocupasen de él. De esta vacuidad se desprendía que había que tener en cuenta que los soportes económicos y sociales del régimen se comportaban de manera incierta, cubriéndose las espaldas por lo que pudiera ocurrir. ¿Cómo, pues, se perpetuarían las esencias de la España inmortal, de la España nacional-católica?

Continuará la semana próxima. No se lo pierdan.