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CASTIGAR A LOS ROJOS: OTRO ESLABÓN EN UNA CADENA (Y IV)

5 julio, 2022 at 8:30 am

ANGEL VIÑAS

Para culminar esta pequeña serie de posts el profesor Guillermo Portilla ha redactado la siguiente contribución que sitúa perfectamente al teniente coronel Acedo Colunga en el ominoso lugar que le corresponde. Lo ubica como un eslabón fundamental en coexistencia con penalistas españoles no militares de la época. Todos contribuyeron, con sus escritos y opiniones, a crear el caldo de cultivo en el que floreció, en todo su mortal esplendor, la mefítica atmósfera que nutrió el pensamiento jurídico dominante durante la dictadura. Avalaron, con su supuesta autoridad, las ideas que “justificaron” el asesinato legal, la persecución, la depuración o la muerte civil de los defensores de un derecho penal en consonancia con las mejores tradiciones de las Luces, el liberalismo y la democracia tanto en España como en el extranjero.

‘Castigar a los rojos. Acedo Colunga, el gran arquitecto de la represión franquista’, Ángel Viñas | Francisco Espinosa | Guillermo Portilla (Crítica, 2022)

GUILLERMO PORTILLA

Tras el golpe militar los penalistas republicanos fueron perseguidos y condenados. Traicionados por sus “colegas” de profesión, fueron depurados en la Universidad y sancionados por todos los tribunales de excepción. Suerte muy distinta corrieron los que apoyaron al régimen. El Derecho penal español quedó en manos de mediocres y serviles procedentes del tradicionalismo católico y del nacional-falangismo. La interrelación entre unos y otros fue perfecta: los tomistas asumieron sin rechistar el nacionalismo y el Caudillaje en tanto que los fascistas aceptaron de buen grado la intervención eclesiástica en todos los sectores del Estado.  Unos y otros, sin excepción, avalaron, legitimaron y, a veces, incluso participaron directamente en la configuración legal del régimen militar integrando los tribunales “especiales”.

Con la intención de dotar al derecho penal autoritario de la legitimidad que le faltaba, aparecieron ante todo los penalistas: Federico Castejón, falangista ultraconservador, fue uno de los diseñadores del Derecho penal de la dictadura y componente básico de la Comisión serranosuñerista sobre ilegitimidad de una República que habría funcionado como una verdadera organización criminal. Además, fue el redactor del Anteproyecto de Código penal falangista de 1938 que prohibía el matrimonio entre españoles y personas de raza inferior.

Isaías Sánchez Tejerina, artífice de la ley sobre represión de la masonería y el comunismo, vocal del Tribunal correspondiente, fue uno de los depuradores más estrictos en la Universidad. Justificó el golpe de Estado como un ejemplo de legítima defensa colectiva y avaló la creación de una dictadura tradicionalista católica. La mejor manera de prevenir la delincuencia era, pensaba, la creación de un Estado fuerte, autoritario y no neutral en la defensa de la fe.   

Jaime Masaveu, haciendo uso del mismo informe de la Comisión serranosuñerista, elaboró una teoría sobre el estado de necesidad del soldado republicano contra la República. Su ideología ultraderechista quedó patente en el trabajo “La defensa nacional militar frente a un Estado anárquicamente revolucionario. (Enfoque jurídico)”.  En él planteó una cuestión trascendente: si la verdadera obligación del Ejército era la Defensa Nacional frente a cualquier otra finalidad y el significado de asumir tal opción. En tal disyuntiva, Masaveu lo tuvo claro: el soldado republicano debía defender a la Nación española frente al Estado delincuente. Desde la Fiscalía franquista se dijo que su comportamiento durante la “cruzada” fue de intachable patriotismo, estando siempre dispuesto para toda clase de misiones que pudieran encomendársele. Militarizado desde los primeros momentos, se le concedió la medalla de la campaña.

Entre los penalistas hubo otro, Juan del Rosal, que sobresalió por encima de todos. No solo por su apoyo al Caudillo o admiración por el nacionalsocialismo, sino porque intentó elaborar las bases de un Derecho penal totalitario, autoritario y tradicionalista católico conforme a una dictadura fascista. De un catolicismo vehemente, característica, por lo demás, habitual entre aquellos penalistas que tras la guerra se quedaron en España, Del Rosal fue por convicción, quien mejor representó al falangismo nacionalsindicalista y al nacionalsocialismo en la dogmática penal. Renegó de su maestro Jiménez de Asúa una vez consumado el levantamiento militar y apoyó sin fisuras las dictaduras totalitarias de Alemania y España.  Es cierto también que a finales de los años cuarenta, coincidiendo con el fracaso de las dictaduras fascistas, abdicó aparentemente de esa ideología y se pasó al bando del Derecho penal liberal

Eugenio Cuello Calón, ya mencionado en el post anterior, fue el autor intelectual del Proyecto de Código penal de 1939. Franquista y católico, llegó a tener un control absoluto de la Academia. Cooperó activamente con la dictadura de Primo de Rivera hasta el punto de ser uno de los juristas que participó en la Comisión redactora del Código Penal de 1928. En 1929 ya era Catedrático de Derecho penal de la Universidad de Barcelona y Vocal de la Comisión General de Codificación. Su posición iusnaturalista la mantuvo hasta el fin de su vida: principio de legalidad sí, pero siempre que no colisionara contra “los principios de eterna razón y preceptos inmutables de un orden moral obligatorio”. El ideal de Derecho penal que defendió aparece recogido en el discurso de ingreso que pronunció en la Academia de Jurisprudencia y Legislación, el 24 de abril de 1951.  En ella perfiló lo que debería ser su modelo. Un Derecho penal subjetivo en el que no se castigara el hecho sino al autor. Siguiendo muy de cerca el movimiento de la Nueva Defensa Social, salvaguardó una doctrina para los delincuentes corregibles y fundada en el aislamiento o segregación de seguridad, para los ineducables o incorregibles.

En la Academia, una vez fallecido Castejón, el poder se concentró en manos de Cuello Calón y Sánchez Tejerina, a los que se premió con las cátedras de Jiménez de Asúa y Quintiliano Saldaña. Más tarde, sus discípulos: Octavio Pérez Vitoria, Valentín Silva Melero, José Ortego Costales, Antonio Ferrer Sama, José Guallart López y Manuel Serrano mantuvieron una línea continuista, legitimadora de la dictadura. Fueron tan conservadores y tradicionalistas católicos o más que sus maestros. A ninguno se les leyó ni oyó jamás una censura al régimen franquista y a su maquinaria represiva.

Por contraposición, el penalista más perseguido y odiado por los “intelectuales” y el aparato represivo de la dictadura fue sin duda Luis Jiménez de Asúa. Contaba para su orgullo con los antecedentes de una lucha pertinaz contra la Monarquía, la Iglesia católica y la dictadura primorriverista. Similar senda de persecución y exilio sufrieron la mayoría de sus discípulos y amigos: Mariano Ruiz Funes, Emilio González López, Antón Oneca y Manuel López Rey.

Al profesor Jiménez de Asúa, socialista y masón, le persiguieron las dos dictaduras españolas. ¿Qué otro fin podía esperar a un demócrata antimonárquico que altivamente proclamaba que“en España la norma de cultura política es hoy marcadamente antidinástica, afirmativamente republicana, y en pro de la auténtica forma democrática está hoy mayoritariamente pronunciada la opinión pública española. (..) nadie defiende al rey y a la dinastía que representa, a lo sumo los capitalistas e industriales que con algunos políticos conservadores tratan en esta hora de crear un partido “centrista”, soslayan tamaña cuestión diciendo que la política consiste en abordar y resolver problemas concretos, pero no se deciden a la defensa abierta y desinteresada del caduco trono”?          

El desencuentro entre Jiménez de Asúa y la dictadura de Primo de Rivera se produjo prácticamente desde la llegada al poder de los militares. El sátrapa no vio con buenos ojos su crítica a los reiterados ataques a la libertad de expresión ejecutados por la dictadura y la denuncia del confinamiento de Miguel de Unamuno en Fuerteventura, con motivo de la intervención no autorizada de su correspondencia y desvelarse el contenido de una carta que el escritor había enviado a un amigo residente en Argentina. Al tiempo, Asúa reprochó a la dictadura el encarcelamiento de Ángel Ossorio, ex ministro, por una razón similar: desvelarse el contenido de una carta privada dirigida a Antonio Maura, en la que se reprobaba la adjudicación del servicio telefónico a la compañía donde trabajaba el hijo del dictador.  No hay que identificarlo.  

Pero realmente el acontecimiento que marcó el destino de Asúa y su colisión con Primo de Rivera fue el concurso a la cátedra de griego que durante treinta años había ocupado Unamuno. Pese a la presencia policial, Jiménez de Asúa junto a otros docentes y seis alumnos burlaron el control y accedieron al lugar de la votación. En ese escenario se produjeron insultos a los miembros del Tribunal y varias cargas policiales. Al tener conocimiento Asúa de la detención de los estudiantes en los alrededores del Ministerio, se presentó el 29 de abril de 1926 en la Dirección General de Seguridad. Tras dar su nombre fue inmediatamente detenido, al tiempo que se le comunicó la decisión del Gobierno de proceder al inmediato confinamiento.

Durante el franquismo, fue depurado en la Universidad y condenado por el Tribunal de Responsabilidades Políticas a la pérdida de todos sus bienes y a la nacionalidad. Igualmente lo condenó el Tribunal Especial por un delito complejo de masonería y comunismo a la pena de treinta años de cárcel.  Su lucha política y su inmensa contribución al desarrollo del Derecho penal continuaron en el destierro hasta su fallecimiento en Buenos Aires en 1970 cuando era presidente de la República española en el exilio.

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Ex post de servidor

Para terminar esta serie, una pequeña orientación bibliográfica. Los lectores que deseen profundizar en un tema que puede parecerles un tanto abstruso harían ver en consultar el trabajo del profesor Gutmaro Gómez Bravo sobre las no siempre divertidas oposiciones en la postguerra a las codiciadas cátedras de Derecho Procesal y Derecho Penal en los años siguientes a la guerra civil. Se darán una idea del ambiente que en ellas se respiró, con aspirantes que solían vestir el uniforme del “Glorioso Ejército Nacional” e imbuidos en las doctrinas, entre otras, del nacionalsocialismo imperante en los años treinta y principio de los cuarenta. Es de fácil consulta en https://www.academia.edu/28307279/LA_UNIVERSIDAD_NACIONALCAT%C3%93LICA_La_reacci%C3%B3n_antimoderna

Se trata de un estudio masivo dirigido por el profesor Luis Enrique Otero Carvajal, de consulta obligada. Las páginas correspondientes a los dos tipos de “Derecho” de la época que aquí interesan se encuentran en las páginas 969 a 986. Se reirán.

FIN

CASTIGAR A LOS ROJOS: OTRO ESLABÓN EN UNA CADENA (III)

28 junio, 2022 at 8:30 am

ANGEL VIÑAS

Las sorpresas no terminan en lo recogido en el libro objeto de estos comentarios. En este post voy a atreverme a establecer una comparación que a muchos lectores puede parecer entre curiosa o inquietante. En el siguiente y último Guillermo Portilla abundará en algunas referencias que aquí solo dejo apuntadas a medias. 

‘Castigar a los rojos. Acedo Colunga, el gran arquitecto de la represión franquista’, Ángel Viñas | Francisco Espinosa | Guillermo Portilla (Crítica, 2022)

Los sublevados de 1936 copiaron en sus medidas punitivas más importantes no solo de los antecedentes hispanos (Santa Inquisición incluida) y nacionalsocialistas.  En la búsqueda de un mecanismo simple que pudiera arrojar al averno a todos los españoles que no comulgaban con los principios que inspiraron la sublevación del 18 de julio, también remedaron, consciente o inconscientemente, a los malvados bolcheviques. ¡Los extremos se tocan!

Sorprendente, pero no tanto. En lo que sí puede haber controversia, faltos como estamos de otras obras o escritos de Acedo Colunga, es si los remedó consciente o inconscientemente. En todo caso, se trata de una cuestión hasta cierto punto objetivable.

No conozco a ningún autor que haya establecido esta posibilidad de comparación que, sin la menor duda, no es nada inocente. Si lo hay, presento mis disculpas de antemano. No he podido leer más sobre el tema ya que durante la pandemia he estado también ocupado en escribir un tocho de casi 600 páginas, ya en manos de CRITICA. Supongo que cuando salga el año que viene levantará también alguna que otra ampolla.

Se ha dicho y repetido hasta la saciedad que uno de los componentes que entraron en la ideología del denominado “Glorioso Movimiento Nacional” fue la imitación más o menos encubierta de los regímenes fascistas (primero el italiano y poco después el alemán, deslumbrado Franco por el ejemplo que habían dado los duros guerreros de la Legión Cóndor).

Lo que no se ha elaborado en el terreno que nos ocupa es que, en la asunción de ciertas modalidades del derecho penal de autor, la anticomunista España de Franco también estuvo muy abierta a modalidades parecidas a las que practicaban los odiados bolcheviques. Por supuesto, esto no significa que Franco fuese un émulo de Lenin o de Stalin. Simplemente que sus asesores discurrían por vías en cierto modo paralelas.

Tal enfoque, poco trabajado en lo que sé y que no abordamos en nuestro libro porque nos concentramos en lo más sustancial, lleva a considerar lo que hizo el enemigo ideológico y de clase de los militares sublevados en España que fue el comunismo. Los bravísimos oficiales y jefes del Ejército de Franco, muy cristianos, muy tradicionalistas, muy españoles, en el fondo no hicieron demasiados ascos en el plano jurídico al abordar de forma parecida el elenco de “males” (o “pecados” para los defensores de la SMICAR)  

Tan “cristianos” fueron que uno de los más feroces de entre ellos, el teniente general Don Gonzalo Queipo de Llano, se cobijó bajo el manto de Nuestra Señora de la Macarena para ser enterrado con todos los honores debidos a su acendrada muestra de religiosidad en la basílica correspondiente. Allí sigue, por cierto. Al igual que el jefe de su Asesoría jurídica, otro destacado asesino de uniforme.  

Sin embargo, todos emularon a los odiados bolcheviques a pesar de que la lucha contra el comunismo se elevó al sintagma que reunía en sí todos los males, pensables e impensables.  

Un librito que tenía olvidado en mi biblioteca (y que para mi propio horror reconozco haber desestimado hasta el momento) se titula, en efecto,

¡¡ESPAÑA!! Alzamiento de la Patria contra Moscú

Lo escribió un tal J. Mata. Se publicó en Zaragoza, en noviembre de 1936, en la Imprenta Editorial Gambón. Estaba dedicado “especialmente a los patriotas de las regiones “leales” “. Tenía como subtítulo “Apuntes histórico-críticos sobre el Alzamiento de la Patria contra la invasión masónica-bolchevique”.

Me parece más acertada que la denominación habitual de “judeo-masónica”. Como han estudiado tantos historiadores y politólogos, el adjetivo “judaico” terminó desapareciendo del lenguaje viperino habitual de los grandes teorizantes del franquismo, pero el bolchevique no lo hizo jamás.

El para mí desconocido señor Mata debió escribir su panfleto (en un tamaño algo inferior al de bolsillo y con la friolera de 176 páginas) en los meses del verano y principio de otoño, tras refugiarse en Francia. Cabe suponerlo porque el Imprimátur eclesiástico dató del 7 de noviembre de 1936 bajo la firma de Rigobertus, “archiepiscopus caesaraugustanus” En román paladino: Rigoberto Doménech Valls, nacido en Alcoi en 1870 y fallecido en Zaragoza en 1954.

El diccionario biográfico español de la RAH (edición on line) afirma que fue catedrático (¡otro!), teólogo, obispo de Mallorca y finalmente arzobispo en la ciudad en la que había tronado el general Cabanellas, temprano conspirador contra la República. Fue uno de los varios que secundaron el intento de golpe de Estado “legal” de un tal Francisco Franco (no podía ser otro) desde el EMC del Ejército de Tierra en febrero de 1936 (esto no lo dice dicha monumental obra; lo afirma servidor). Lo que de tan “piadoso” eclesiástico se recoge en él puede encontrarse en https://dbe.rah.es/biografias/39805/rigoberto-domenech-valls.

Es lógico, pues, que el señor Mata no tuviese dificultad alguna en ver visado su panfletillo por la “autoridad militar”. Es decir, recibió todos los parabienes de las autoridades que iban a formar el dúo permanente que constituyó el basamento ideológico esencial de la dictadura de Franco (con perdón a los resabios falangistas que cumplieron, tras 1945, una función muy diferente).

De la basura intelectual e histórica que escribió tal autor dos cosas me han llamado la atención. La primera es que se adelantó en buena medida en varias décadas al Bolloten de la teoría de la “revolución camuflada”.

Al describir la acción del Gobierno republicano -que, según él, pregonaba a todo trapo mentiras por la radio- al Sr. Mata se le ocurrió mencionar a los comunistas. Lo hizo con estas palabras:

“Asombrados ante el peligro de tener que afrontar ellos la situación, se batieron en retirada, negando que fuesen a implantar su sistema, antes asegurando que solo intentaban, en unión de los demás, defender la República” (p. 27).

Lo cierto es que los comunistas no pretendían establecer una República soviética (no lo querían entonces ni lo quisieron después) pero…. ¿y los malvados bolcheviques? ¡Ah!, eso es otra cosa.

Ya el 25 de julio, precisó el Sr. Mata, “convocados por el Komintern de París aquellos jefes comunistas con los recién llegados de España, convenían en que Toulouse fuera el centro de la movilización de numerosas expediciones, en las que cada comunista español se mezclaría con los enviados de Francia, para establecer la república soviética de Barcelona” (p. 89). Con pocas variantes, esta burrada histórica llegó hasta finales del siglo XX o principios del presente.

Se comprenderá que, en estas supuestas condiciones, y luchando contra tan criminales elementos, el patriótico teniente coronel Acedo Colunga tampoco viese el menor inconveniente en importar de la URSS, a su vez, la concepción fundamental del enemigo ontológico. Es decir, del que lo es por el hecho de ser judío o comunista, etc. Había que aprovechar del adversario todo lo que pudiera servir para fortalecer el bando propio.

Ignoramos, en ausencia de papeles privados de Acedo Colunga que pudieran, tal vez, arrojar alguna luz, en qué medida el principio fundamental común a los derechos penales soviético y nacionalsocialista llegó a su conocimiento. Me extrañaría que no hubiese ocurrido porque un vistazo a la literatura de los años treinta en España muestra que entre los eminentes juristas patrios había alguno que se atrevió en profundizar, ignoro con qué alto grado de sabiduría, en los fundamentos del código penal de la URSS.

Me parece improbable que Acedo Colunga no hubiese oído hablar del catedrático Eugenio Cuello Calón, que ya había publicado algún trabajo sobre el mismo y una comparativa entre los correspondientes a tres dictaduras de la época: la nacionalsocialista, la fascista y la soviética. Aparecieron en 1931 y 1934.

Sobre dicho caballero, que no dudó en adherirse al GMN con gran entusiasmo, el lector curioso puede encontrar una reseña en https://humanidadesdigitales.uc3m.es/s/catedraticos/item/14535. No sé si el Señor lo tendrá en su gloria, pero su juicio como experto lo dejo al profesor Guillermo Portilla, al que debemos la glosa de la Memoria de Acedo Colunga.

También es impensable que un fiscal tan acreditado en Asturias como nuestro personaje no hubiese leído nada acerca de la persecución estalinista de destacados exdirigentes soviéticos caídos en desgracia. Además, se acentuó desde el otoño de 1936 hasta alcanzar su paroxismo en la segunda mitad de 1937 y la primera de 1938. En la medida en que el fiscal general Andrey Vishinsky fue ganando fama parecería extraño que el teniente coronel que redactaba entonces su inmortal Memoria no supiera nada de él.

Es decir, quedan cabos por atar. Para la aportación de servidor al libro que acabamos de publicar no son demasiado importantes. Las dictaduras tienen unas lógicas comunes que determinan su acción. Lo que hacen los juristas en ellas es recubrirla con el caparazón más adecuado. Y justificar los asesinatos “legales”, siempre por la Patria, española, nazi o soviética.

En el próximo y último post de esta pequeña glosa participará como protagonista el profesor Guillermo Portilla.

(continuará)

CASTIGAR A LOS ROJOS: OTRO ESLABÓN EN UNA CADENA (II)

21 junio, 2022 at 8:35 am

ANGEL VIÑAS

La reflexión contenida en el post precedente se aplica también a los dos coautores restantes del libro en que los tres participamos. Es, a todas luces, innecesario presentar a Francisco Espinosa. Lleva más de treinta años escribiendo sobre la mortífera represión franquista tras el 18 de julio de 1936, Es un auténtico referente. A él se debe, en este caso, el haber podido consultar la memoria del protagonista, el general de División en el Ejército del Aire y miembro de su cuerpo jurídico así como, previamente, del jurídico militar, Felipe Acedo Colunga.

En lo que respecta al profesor Guillermo Portilla, lo conocí tras haber adquirido su libro La consagración del derecho penal de autor durante el franquismo (Comares, Sevilla, 2010). Es un estudio detallado de las actuaciones del Tribunal especial para la represión de la masonería y el comunismo. Fue una de las aberraciones típicas de la postguerra, pero lo que más me impactó fue el apéndice documental. En particular las transcripciones de las declaraciones de abjuración de la masonería que debían firmar quienes deseaban abandonar lo que entonces se denominaba “secta”.

Baste con decir que se comprometían a creer firmemente en todos los dogmas de la Santa Madre Iglesia Católica Apostólica y Romana (SMICAR) que remontaban hasta el Concilio de Trento, del siglo XVI. Una prescripción muy adecuada porque el clero español (ciertamente masacrado en la contienda) tomaba así su revancha. Además de la humillación a los “nuevamente” convertidos a la fe católica, una y verdadera por los siglos de los siglos amén, los prelados los amenazaban con el fuego eterno si volvían a la apostasía (que no les eximía, por cierto, de los rigores que les aguardaban vía el brazo secular, es decir, los sayones y verdugos de la dictadura).

Como ya me ha llegado, merced a Amazon.fr, el catecismo del obispo González Menéndez-Reigada, aprovecho la ocasión para reproducir lo que a dicho excelso príncipe de la SMICAR le parecía tan odiosa “secta”:

Es una sociedad secreta, aliada del judaísmo, para realizar en la sombra sus intentos criminales, y tiene por divisa su odio contra Cristo y aun contra Dios (sic), ensalzando todas las fuerzas de la naturaleza, hasta las pasiones más bajas y abominable, como procedentes de lo que llaman el gran Arquitecto del Universo, adoptando como medio el disimulo y la hipocresía más solapada.

Para Francisco Espinosa y Guillermo Portilla, al igual que para mí, el libro que hemos publicado la semana pasada es una continuación de trabajos previos.

‘Castigar a los rojos. Acedo Colunga, el gran arquitecto de la represión franquista’, Ángel Viñas | Francisco Espinosa | Guillermo Portilla (Crítica, 2022)

Quien esto escribe no conocía la totalidad de la Memoria del general Alcedo Colunga (a quien cabe, quizá, augurar una larga estancia en el infierno en el que permanecerán todos los no perdonados por la gracia infinita de Dios). Me dejó helado, si bien la literatura sobre aspectos parciales de la represión jurídica de los vencidos en y tras la guerra era ya abundante. Siempre se aprende algo y la Memoria en cuestión me enseñó muchas cosas nuevas. Quizá la más impactante fue no tanto la consideración de los vencidos como “sublevados”. Esto es un tema que se conoce desde 1936. Fue lo que había detrás.

En particular, las justificaciones de la mala baba de quienes, efectivamente, empezaron a matar a diestro y siniestro, allí donde encontraron oposición, pero también donde no hubo mucha o incluso ninguna (Marruecos, Navarra, Rioja, Galicia, Baleares, Canarias, grandes partes de Castilla la Vieja y León o de Andalucía). En todos ellos su mala baba se reflejó no solo en los chorros de sangre vertida desde el primer momento.

También aparece, de forma cristalina, en las infames reflexiones del entonces teniente coronel Acedo Colunga de que a  los soldados, oficiales y jefes que se opusieron a una sublevación largamente preparada con pretextos espurios no se les debía reconocer ni siquiera su condición de militares. Según él, no podía haber igualdad moral, ni profesional, porque quienes no se rindieron ipso facto no eran equivalentes a los “patriotas”, los que se sublevaron, porque estos representaban el Bien en dura pugna para hacerlo triunfar sobre el satanismo y la barbarie.

Esta aberración conceptual no solo tenía un fundamente religioso (¡oh, Santa Inquisición!) sino también supuestamente “jurídico”. El teniente coronel Acedo Colunga se agarró a la tesis del pirata vs la guerra justa que tomó del ilustre tratadista pro-nazi Carl Schmitt. Nuestro protagonista, al hacerlo, fue muy pillín. Mezcló alusiones a la teoría medieval cristiana sobre dicho tipo de guerra y estableció la distinción fundamental, ontológica, entre el enemigo legítimo (extranjero) y el enemigo ilegítimo (interior).

O sea, el bandido, el rebelde o el pirata que era necesario perseguir con denuedo, hasta eliminarlo, por el bien y por el orden del Estado.  Las páginas 64 y siguientes de CASTIGAR A LOS ROJOS son muy representativas de las consecuencias de esta absurda analogía. Por desgracia, tuvo consecuencias devastadoras y muchos pagaron con su vida o con largos años de prisión estas que a muchos podrían sonar elucubraciones teóricas.

El libro que ahora hemos publicado debe insertarse, pues, no solo como un mero eslabón en nuestras propias carreras de investigadores. Esperamos que lo sea también en un marco más amplio. Es decir, para bien del conocimiento histórico de años cruciales en la evolución de la sociedad española. Desde este punto de vista hacemos causa común con muchos otros, entre historiadores y juristas, que han emprendido la tarea de mirar, desde la atalaya del presente siglo, las aberraciones del pasado. En este aspecto, los investigadores españoles estamos en línea con los extranjeros que han abordado las aberraciones acaecidas en sus propios países, por ejemplo, Francia, Bélgica, Holanda, Dinamarca, Alemania, Austria, Polonia, Italia, Croacia, etc.

Ya después de terminada la corrección del último juego de galeradas me han llegado dos libros que, tanto para el caso español como para el extranjero, arrojan luz sobre las conexiones entre Derecho y Política en la historia relativamente reciente.

El primero es la tesis doctoral, convertida en libro, de Gonzalo J. Martínez Cánovas: Luis Jiménez de Asúa (1880-1970). Utopía socialista y revolución jurídica al servicio de la Segunda República (Comares, Granada, 2022). Un contrapunto a las miserables teorías de Acedo Colunga. El segundo es de otro carácter, pero no demasiado alejado en cuanto también es de un tema histórico-jurídico. Un mamotreto de la profesora Francine Hirsch, Soviet Judgment at Nuremberg. A New History of the International Military Tribunal after World War II (Oxford University Press, Nueva York, 2020). Una investigación en profundidad basada en nueva documentación procedente de los archivos soviéticos. Pone de relieve cómo varias aportaciones esenciales de sus juristas sirvieron, paradójicamente, para asegurar una nueva interpretación que criminalizó las consecuencias de las guerras de agresión y conquista.

Confieso que no he podido abordar ninguno de ambos libros. Muestran que la combinación entre archivos, documentación, sentencias de los tribunales y análisis de las doctrinas jurídicas a que se atuvieron constituye un ámbito vivito y coleando.

Sería muy conveniente continuar profundizando en la vía abierta por tal combinación. En este sentido no puedo sino lamentar la cerrazón (no hay otra manera de calificarlo) que demostraron las instancias correspondientes de los archivos del TS cuando varios colegas y un servidor acudimos a ver el expediente de un caso -delicado, por supuesto- pero que nos hubiera permitido aclarar mejor los posibles desmanes de un asesino al servicio de Franco.

No hay historia definitiva. No hay historiadores definitivos. Una afirmación que choca con los postulados de quien fue el cortesano más asiduo en el entorno de Franco, Ricardo de la Cierva y Hoces, y que, al parecer, siguen cultivando con fruición algunos meritorios, en la Universidad pero, sobre todo,  fuera de ella.

(continuará)

CASTIGAR A LOS ROJOS: OTRO ESLABÓN EN UNA CADENA (I)

14 junio, 2022 at 8:30 am

ANGEL VIÑAS

Mañana, 15 de junio, sale a la venta el libro que hemos escrito a seis manos Francisco Espinosa, Guillermo Portilla y servidor. Espero -y deseo- que tenga mucho éxito. No, por supuesto, para comprar con los derechos de autor un pisito en la playa o algo similar en la montaña. Para ello deberían venderse muchos miles de ejemplares. Por otra parte, dudo que tales derechos, repartidos entre los tres, compensaran mínimamente las horas de trabajo, las adquisiciones de libros y de documentos y los desvelos por los que hemos pasado a lo largo de la pandemia.

‘Castigar a los rojos. Acedo Colunga, el gran arquitecto de la represión franquista’, Ángel Viñas | Francisco Espinosa | Guillermo Portilla (Crítica, 2022)

Si deseo que se venda mucho es por otras razones, profesionales y personales. Nótese el orden. Implica una cierta escala en términos de importancia. En primer lugar, creo que con nuestro enfoque hemos cubierto un frente en el que todavía no se había escrito lo suficiente para poner patas arriba principios fundamentales de la “historietografía” (Alberto Reig) franquista, pro-franquista y metafranquista. Lo hemos hecho como se debe. No partiendo de aprioris, sino por inducción desde la búsqueda y el descubrimiento de una nueva base documental. Es decir, EPRE en estado químicamente puro.

El tono personal es porque de manera tanteante, con altos y bajos, a lo largo de los últimos diez o doce años, es decir, desde que me jubilé en la Complutense y me dediqué a la investigación en archivos como ocupación principal, he identificado un objetivo preciso: explicar de una manera algo diferente de la habitual los orígenes inmediatos de la guerra civil. Pero, siempre con EPRE, es decir, evidencia primaria relevante de época.

Por lo demás he citado a muchos de los historiadores más importantes, españoles y extranjeros, que me han precedido. Ningún historiador navega solo. Las aguas por las que se aventura han sido, muchas veces, surcadas por otros.  Si no he mencionado a muchos más ha sido por un motivo muy simple. No hay historia definitiva (tampoco de la República, la guerra civil y el franquismo) ni, por supuesto, historiadores definitivos, mal que le pesen, por ejemplo, al profesor Stanley G. Payne y a sus acólitos.

Por consiguiente, me he abstenido de criticar -o incluso de citar – a autores que trabajaron de buena fé, con sus papeles y con su bagaje cultural, intelectual e ideológico. En cambio, sí he acudido a otras dos categorías: quienes han rellenado huecos que no hubiera podido abordar sin mencionarlos porque mi EPRE no bastaba y, en segundo término, a algunos de los que se han erigido, quizá tras implorar la gracia de Dios, en custodios o defensores de la tradición franquista o, por lo menos, antirrepublicana.

De manera sistemática, aunque con desviaciones previas, empecé a otear que la historia no había sido como nos la habían contado desde mi primer libro en 1974 (La Alemania nazi y el 18 de julio). Se cita todavía cuando, en aspectos fundamentales, ya he avanzado mucho más. Lo mismo ocurre con el segundo (El oro español en la guerra civil). A este respecto algún que otro historiador se ha empeñado (sin documentación al apoyo) en sostener que el envío de una parte del mismo fue “un error, un inmenso error” (por utilizar la terminología de Ricardo de la Cierva al caracterizar el primer gobierno Suárez en los albores de la transición).

Sin embargo, fueron dos obras (La conspiración del general Franco) y la colectiva (Los mitos del 18 de julio) en donde empecé a otear que en otros aspectos fundamentales las cosas tampoco fueron como nos las habían contado ni los historiadores franquistas o neofranquistas ni muchos extranjeros que no solían visitar archivos españoles.

Por razón de la documentación acumulada empecé a mirar hacia atrás y aclarar (con las ayudas imprescindibles de un primo hermano piloto, Cecilio Yusta, y de un amigo patólogo, el Dr. Miguel Ull) la singular aportación del general Franco a la conspiración de 1936 (también con el asesinato de su compañero el general Balmes) y su superinflado papel en mantener a España fuera del segundo conflicto europeo.

Quedaron sin abordar dos flecos principales, un tanto marginados en mi investigación.

El primero, los preparativos jurídicos para amparar el sangriento tajo que en el cuerpo social español los conspiradores querían dar tan pronto se sublevaran. No lo hicieron los militarotes de pro (Mola, Goded, Sanjurjo, Franco, Queipo….). Muchos autores lo habían inducido (en particular Francisco Espinosa) partiendo de los hechos (y generado una larga controversia respecto a cómo caracterizarlos: ¿genocidio?, ¿no genocidio?).

El segundo fleco, desde la perspectiva -tan cara a los sublevados y a sus apoyos ideológicos -católicos y fascistas, extranjeros y propios- cómo se configuró el ritmo del apoyo soviético a la República, al principio y al final de la guerra. En este caso no he olvidado las “aportaciones” de un ya fallecido (y que el Señor tenga en su gloria) general de división en el Ejército del Aire, posteriores a una trilogía que lo examinó de pasada. [CRITICA ya tiene un largo manuscrito en que he abordado tales temitas. Espero que aparezca el año que viene].        

Pues bien, CASTIGAR A LOS ROJOS es un libro de tres autores que identifican los variados hilos ideológicos que confluyeron en la praxis y en la teoría de la represión franquista. Mostramos las raíces de las que surgió la tesis -en la que todavía creen o dicen que creen- numerosos políticos, periodistas, medios impresos y digitales y ciudadanos. No han logrado, o querido, destetarse de la versión según la cual la sublevación obedeció a “un estado de necesidad” para salvar a la PATRIA de caer en las garras del comunismo.

Nuestro libro pone el acento en que la mayor parte de los pensadores jurídico-militares del momento, y los generales a quienes aconsejaban (ya fuesen Sanjurjo, Goded, Franco, Queipo de Llano o Mola) no podían ignorar que desde el Gobierno se les consideraría como jefes de “bandas armadas”, sublevadas contra el régimen legítimo y reconocido internacionalmente. No en vano los conspiradores estaban dispuestos a emprender acciones terroristas que caían dentro los supuestos penados por la legislación y el Código de Justicia Militar entonces vigentes.

Por ello, y en su propia defensa, los terroristas sublevados acusaron a los leales de que, al defenderse contra ellos, cometieron actos de terror. Con ello pusieron de relieve una de las características más notables que subsistió durante toda la dictadura de Franco y que ha encontrado su prolongación en la “historia” que le es proclive: proyectar hacia los adversarios rasgos esenciales del propio comportamiento.

Su mejor plasmación se encuentra en el Dictamen de la Comisión sobre ilegitimidad de poderes actuantes en 18 de julio de 1936 que encargó el entonces ministro de la Gobernación Ramón Serrano Suñer y siniestro personaje. Para colmo, entre los autores figuraban nombres egregios de los conspiradores monárquicos que, con la ayuda previa fascista, habían venido maniobrando para derribar la República y sustituirla por una Monarquía fascistizada desde 1932.

Esto todavía se oculta hoy cuidadosamente y hay gente que utiliza dicho Dictamen como si tuviera la misma validez y significación históricas que las tablas mosaicas. Pues no.

Nota

Un amigo y colega ha leído mi post de la semana anterior en el que citaba a la Dra. Olga Glondys y me ha comunicado que había fallecido, inesperadamente, hace casi dos años. Ha sido un choque profundo.

Descanse en paz. (continuará)

COSTRAS. ESPAÑA HURGA EN SUS HERIDAS

7 junio, 2022 at 8:30 am

ANGEL VIÑAS

A mi regreso a Bruselas hace quince días me encontré con la obra que da título a este post. Me la había enviado CRITICA. Me interesaba sobremanera saber qué había escrito una periodista polaca, asentada durante algún tiempo en España, Katarzyna Kobylarczyk, sobre la represión en y tras la guerra civil. El tema y la autoría me despertaron una curiosidad irrefrenable.

En lo que se refiere al primero porque, como he escrito y repetido en múltiples ocasiones, el estudio de la represión constituye el capítulo más vibrante de la historiografía española contemporánea. VOX y el PP lo deplorarán, pero no pueden negar la evidencia.  El número de títulos que sobre tal tema ha aparecido en, digamos, los últimos treinta años es simplemente inabarcable, a pesar de que numerosos colegas han intentado hacer obras de síntesis, en España y fuera de España (notablemente en varias ocasiones por el profesor Sir Paul Preston).

En lo que respecta a la autoría porque en dos ensayos sobre bibliografía española y extranjera en torno a la guerra civil, el capítulo de lo escrito por polacos ha tenido una excelente presentación de la pluma de la también historiadora de esta nacionalidad, la Dra. Olga Glondys. Debo señalar que establecida en España.

Polonia es, por otra parte, un país muy interesante no solo por razón de su azarosa historia, que también, sino igualmente por los cambios políticos e ideológicos que ha experimentado en los últimos años. Hoy es un Estado miembro con una postura reticente en el seno de la Unión Europea a causa de las presiones gubernamentales sobre su aparato judicial (que recuerda a ciertas dictaduras “suaves”). Su Gobierno no es demasiado fiable para muchos. Por otro lado, ha demostrado ser un partenaire extremadamente generoso en su acogida a refugiados ucranianos.

Sobre la guerra española la historiografía polaca, a decir de la Dra. Glondys, ha oscilado entre dos paradigmas: el oficial que se había asentado en los tiempos en los que la soberanía polaca estaba recortada durante la guerra fría en su condición de aliada de la URSS, y el rabiosamente anticomunista que ha ido desarrollándose después. En términos generales, no es difícil detectar una aproximación a tesis muy queridas por la derecha española en cuanto a los orígenes, desarrollo y significación de nuestra guerra civil. En ambos casos nunca se es suficientemente anticomunista. Algunos todavía hoy. Con independencia de que Putin sea escasamente equiparable a Stalin y que la Rusia actual no tiene una institucionalidad política, económica y social que la diferencia con toda claridad de la precedente.

A los lectores que quieran profundizar en la historiografía polaca sobre nuestra pasada contienda (hoy se dice que entre hermanos o que todos fueron iguales entonces, cosa evidentemente insulsa) les remito a sendos artículos de Olga Glondys en el número monográfico de la revista de la Universidad de Salamanca, Stvdia Historica. Historia contemporánea, La guerra civil, nº 32, 2014, que me ocupo el honor de dirigir en homenaje al añorado profesor Julio Aróstegui. Está disponible en internet. Igualmente he de aludir al volumen La guerra civil. Una visión bibliográfica, que codirigí con el profesor Juan Andrés Blanco y que cabe adquirir de Marcial Pons Digital, 2017. Puede descargarse por un módico precio (se trata de un volumen de 763 páginas). Fue la recopilación más completa sobre literatura española y extranjera en el siglo XX en el momento de su aparición.

La lectura de COSTRAS. ESPAÑA HURGA EN SUS HERIDAS equivale, por decirlo breve pero acertadamente, a un mazazo emotivo. Está escrito en un lenguaje directo y dinámico, muy bien traducido al castellano, provisto de una elemental -pero escogida- literatura de autores españoles, con algunos pocos títulos en inglés, pero disponibles en nuestro idioma, y un par de obras en polaco no traducidas. La autora pretendió sin duda hacer llegar a su público en Polonia un resumen de los resultados de la investigación española sobre la represión en y tras la guerra civil. Hay otros resúmenes en inglés y, que yo conozca, también en alemán (hasta el momento, que yo sepa, no traducidos). En general tienen un corte académico.

‘Costras. España hurga en sus heridas’, Katarzyna Kobylarczyk (Crítica, 2022)

La aparición en castellano de esta divulgación de alto estilo hace la obra muy recomendable para los lectores españoles, de derechas, de izquierdas, de centro o indiferentes, que quieran en unas pocas horas recorrer las 250 páginas con el fin de labrarse una idea del estado de la cuestión.

Como es lógico, el núcleo se centra en la represión franquista. Fue la más inmediata, la más dura, la más extensa, la más variada y la mejor controlada desde las alturas de los militares sublevados en contra de la República. Sin embargo, hay también un amplio espacio para la represión en el caso republicano. En ambas situaciones con pocos juicios de valor explícitos. Las diferencias se exponen con admirable claridad.

La autora se basa en observaciones y experiencias hechas durante su estancia en España. Desde luego, en conversaciones con los expertos que más se han destacado en la identificación de las víctimas de la represión franquista olvidadas en fosas. A la par con otras entrevistas sostenidas con los descendientes.  No olvida los primeros intentos de abordar la cuestión, emanados de la sociedad civil, efectuados después de la muerte de Franco y cuando los medios universitarios apenas si se movían.

El período central de su atención discurre desde finales del siglo XX y primeros años del XXI tras la exhumación, por Emilio Silva, de la fosa de Priaranza del Bierzo en la que yacían su abuelo y otros desaparecidos: Juan Pérez Merino, Pedro Cancho, Feliciano Ciruelos del Val.

En prosa ultrarrápida, que corta el aliento, el primer capítulo (todos son breves), titulado Matemáticas, hace un recuento de los resultados de la represión estimados en número de huesos. Tras la guerra, el suelo español llegó a acumular, por lo menos, 103 millones. Una contabilidad mínima.

La autora ha hablado con médicos forenses, antropólogos, arqueólogos, historiadores, hijos y nietos de víctimas en un amplio espectro.

Describe, sobre la base de casos identificados, cómo se hacían las sacas, se daban los paseos, se enterraban someramente a quienes pasaron a engrosar la nueva categoría de desaparecidos. Por desgracia, muchos siguen siéndolo todavía. También muestra el desgarro y los miedos de los descendientes, la incuria de las autoridades, los progresos que la sociedad civil fue arrancando a base de lloros y esfuerzos, las inanidades proclamadas por ciertos medios de comunicación. (Probablemente se han intensificado desde que puso en prensa su obra en Polonia).  Identifica a los contactos que fue estableciendo. Es decir, hijos y nietos. En ocasiones ha hablado con alguno de los propios ejecutores, cuando no se opusieron a hablar, pero que tampoco mostraron el menor remordimiento.

No deja de lado a los supervivientes. Es decir, a los encarcelados que lograron sobrevivir a su cautiverio. Los datos que ofrece sobre hacinamientos en las cárceles, fallecimientos por enfermedades contraídas, desnutrición (se le ha pasado que en Córdoba se dieron circunstancias casi peores que en Auschwitz, como ha demostrado Francisco Moreno),  la forma en que  conocidos empresarios se hicieron con mano de obra casi esclava a base de salarios de ganga, etc., son estremecedores.

Katarzyna describe, describe, describe. Cuanto mayor es el horror más cortos son los comentarios. Menciona, eso sí, en varias ocasiones el sublime Catecismo Patriótico Español, del obispo Albino González Menéndez-Reigada. Data de 1939 y, naturalmente, se publicó con la debida autorización eclesiástica. Es muy conocido.  Tras la muerte de Franco se hicieron varias ediciones. Lo he extraviado en mi biblioteca, pero afortunadamente lo he pedido en Amazon.fr. Me prometo volver a él en los próximos meses.

Tan eminente prelado (cuya biografía, ¿por qué será?, en Wikipedia omite todo lo que es relevante para el caso que aquí nos ocupa) identificó a los enemigos de España: liberalismo, democracia, judaísmo, masonería, capitalismo, marxismo y separatismo. Los caracterizó, de cara a la historia, con términos desprovistos de piedad evangélica (por ejemplo, sabandijas ponzoñosas) y puso de relieve el papel fundamental de la masonería, “nodriza de todos los otros”. Este eminente “cruzado” de medio pelo fue también doctor en Derecho y estudió en las Universidades de Salamanca, Madrid, Roma, Berlín y Friburgo. En suma, una lumbrera de la Santa Madre Iglesia Católica Apostólica y Romana de España.

Uno piensa que ya en agosto de 1936 los militares y guardias civiles sublevados, los pistoleros falangistas, las escuadras de acción dirigidas por terratenientes y prohombres locales -todos católicos, todos defensores de la PATRIA en peligro- armados con tales convicciones -y muchas pistolas, fusiles, escopetas y otro material de guerra- no tuvieron demasiada compunción en derramar millares de litros de sangre de los “rojos”. Los exigía la SALVACIÓN de España. Los lectores pueden acudir a las páginas 102 y 103 para hallar más basura vertida por dicho eclesiástico.

Ahora bien, la autora es una periodista concienzuda. También planteó (p. 199) el tema que está desde hace años -en particular en los tiempos del por VOX denominado “gobierno social-comunista”- en los medios periodísticos y redes digitales de la derecha y extrema derecha: ¿Por qué ahora se habla tanto de las víctimas de la represión franquista y no se dice nada de los miles y miles de asesinados por los comunistas y los anarquistas? (sic)

No reproduciré su comentario. Sí aludiré al hecho que, desde la gran victoria contra el comunismo y la masonería de 1939, se elevó y perfeccionó crecientemente un peregrino culto a los “caídos por Dios y por España”. En algunos de mis últimos viajes, poco antes de la pandemia, todavía vi la inscripción en varias iglesias, incluso -si no recuerdo mal- en Pontevedra. Me llamó la atención,  pero salvo que las autoridades locales o autonómicas hayan tomado cartas en el asunto, a lo mejor todavía sigue.

Pues bien, el amable lector encontrará que la periodista polaca dedica de la página 105 a la 139 a reseñar el origen, peripecias de la construcción y funciones del “Valle de los Caídos” y desde la página 200 a la 256 a las evocaciones que los descendientes de quienes entonces cayeron ante los fusiles y tropelías “rojos” hacen sus deudos. Empezando por el jefe de pistoleros, José Antonio Primo de Rivera, pedigüeño de ayuda a Mussolini junto con Calvo Sotelo y Goicoechea desde la cárcel en junio de 1936, y sin olvidar a los inmortales generales Sanjurjo y Mola, Ni tampoco, naturalmente, “Paracuellos”.

En resumen, un libro ágil, impactante, donde cada uno puede encontrar lo que busca, no exento de errores que podrían haberse evitado (las causas del accidente aéreo, por ejemplo, en el que pereció Sanjurjo) y que, en mi opinión, constituye un ejemplo para presentar en este modesto blog porque no está cortado por el patrón de los periodistas que se pronuncian con más autoridad que si fueran eminentes historiadores. Que conste que servidor sí los lee, aunque solo en alguna ocasión he pretendido sacar los colores a uno de quienes al parecer está en la nómina de ABC.  

El 15 de este mes se publica un libro firmado por Francisco Espinosa, Guillermo Portilla y servidor -prologado por Baltasar Garzón- CASTIGAR A LOS ROJOS. En él se analiza lo qué hubo detrás de la represión bajo la férula militar (es decir, del sector del “Glorioso Ejército” que rompió sus juramentos de fidelidad al régimen constituido en 1931). Es decir, EPRE pura y dura. ¿Figurará en las docenas de libros del futuro sobre la supuesta conspiración comunista que se preparaba, sobre los no menos supuestos planes para “asesinar” a todo hijo de vecino que fuese de derechas? ¿En los preparativos de un gobierno que estuvo carcomido por extremistas antiespañoles? Katarzyna Kobylarczyk se hace eco de tal tipo de afirmaciones en las págs. 229s, de la boca de un piloto que identifica (no lo hará servidor, aunque recomiendo no omitirlo en la lectura). Los amables lectores juzgarán.

UN ANÁLISIS ACERBO, EN LAS LIBRERÍAS BRÍTÁNICAS, DE QUIENES LOGRARON SACAR AL REINO UNIDO DE LA UE (II)

31 mayo, 2022 at 8:30 am

ANGEL VIÑAS

Tras mi primera semana de vacaciones en casi tres años he regresado a Bruselas cargado de libros. No sé si llegaré a leerlos por completo, aunque todos son -creo- muy interesantes. En el caso del Brexit, objeto de este post, hay ya naturalmente una abundante literatura. No es sorprendente. Para algunos autores tiene la potencialidad de convertirse en un paralelo en el siglo XXI de las políticas de Enrique VIII que llevaron a la ruptura con Roma e iniciaron un giro copernicano en la relación de Inglaterra con el resto de Europa. Como todavía dichas políticas son objeto de agrias controversias historiográficas, y eso que ocurrieron en el siglo XVI, es de suponer que el Brexit también lo será durante, al menos, algunos centenios.

Por el momento, casi ninguno de los ángulos desde los cuales se ha examinado el Brexit hasta ahora ha sido objeto de una historia basada en fuentes internas, es decir, restringidas a los círculos del Gobierno y de la Administración. Las que hay se han basado en documentos públicos y en declaraciones más o menos interesadas, a veces para ajustar cuentas. En el mercado coexisten, pues, obras tortuosas, con frecuencia de difícil lectura, escritas por especialistas en la UE, junto con relatos más ligeros, adaptados a las necesidades de conocimiento del público general. Estas suelen ser obras de periodistas. Algunos muy bien informados. Otros, menos.

Uno de los libros más recientes y que ha recibido elogiosos comentarios es el escrito por Simon Kuper, uno de los redactores del Financial Times, y cuyos artículos siempre he encontrado estimulantes. Su título ya advierte de lo que se trata: Chums. How a Tiny Caste of Oxford Tories Took Over the UK.  En traducción libre: Amiguetes. De cómo un pequeño grupito de conservadores que estudiaron en Oxford se hizo con el poder en el Reino Unido.

‘Chums. How a Tiny Caste of Oxford Tories Took Over the Uk’, Simon Kupper (Profile Books, 2022)

Es un libro de un periodista británico, exestudiante de Oxford, y escrito esencialmente para el público británico. Una eventual versión al castellano debería llevar numerosas notas a pie de página del traductor. Modismos, giros, personajes y episodios ligados a la famosa Universidad no tienen réplica en otras del continente. Tampoco su función secular de protección de los mecanismos de selección -o de cooptación- de estudiantes procedentes de una clase social determinada. Son mecanismos encaminados a mantener un cierto monopolio de acceso a las alturas dominantes de la sociedad. Kuper se refiere al Oxford que todavía existía en los años ochenta del pasado siglo, cuando su papel estribaba en dar un barniz peculiar a los hijos (entonces pocas hijas) de la nobleza de la sangre, de la tierra, de la toga, de la política o de las finanzas -y a los de las clases adineradas y pudientes- que procedían de colegios privados carísimos e hiperselectivos y destinados a reproducir, ya adultos, los modos de ejercicio del poder político, económico, jurídico, militar y diplomático. Un caso único en relación con otras sociedades avanzadas y que echa raíces en la peculiar historia británica.

Para un lector poco familiarizado con los sistemas de la época la enseñanza que se impartía le parecerá absurda. Los canales esenciales ponían el énfasis en los autores clásicos griegos y romanos o en una mezcolanza de rudimentos en tres materias: philosophy, politics, economics. Se embalaban en tres años en el llamado PEP (lo que no permitía conocer sino cuatro cosas de cada). También se enfatiza la Historia, pero esencialmente la inglesa (británica, después) con énfasis en la forja y control del IMPERIO y en los hombres (no mujeres, por favor) que lo hicieron posible.

Por supuesto no se trataba de aprender nada en profundidad. Lo que se aspiraba a lograr era otra cosa: en primer lugar, desarrollar, sobre los basamentos de las restrictivas escuelas secundarias privadas, una cierta forma de hablar y de exponer lo que con seguridad y aplomo, se conociera bien o mal de lo que se discurseaba; (en román paladino, desarrollar hasta límites insospechados la capacidad de abordar cualquier tema con la suficiente labia); hacer contactos que serían útiles en la vida profesional ulterior y salir con fortuna de aprietos difíciles como si no costara trabajo. Es decir: aprender la forma y manera de dar el pego en cualquier situación. Todo ello en medio de una “guerra” larvada entre  los retoños de las “aristocracias” y los de las ambicionas “clases medias altas”. Se dirimía en un contexto en el que participar -o ascender- en el club de debates que era, y es, la Unión de Oxford iba afilando los colmillos, los puñales, los trucos saduceos de la Cámara de los Comunes, cuyo remedo era. Solo que sin el menor poder. Una escuela sinigual para futuros políticos y que en los años ochenta ya no habían pasado por la experiencia de exposición a otras clases sociales, como había ocurrido en las dos guerras mundiales.

Kuper conoce otros sistemas educativos (estudió en Países Bajos y Berlín) y señala con acierto que el inglés no podía ser más diferente. En España, en cierta medida, se copió (perdón, se importó) lo más fácil y sencillo de su antítesis: el francés. En primer lugar, la acumulación de conocimientos; en segundo la memorización como mecanismo de selección (oposiciones); en tercer lugar, la diferenciación por carreras administrativas (no son lo mismo las oposiciones a los grandes cuerpos jurídicos, económicos y diplomáticos del Estado -escalafonados por grados de dificultad- que las que permiten el acceso a los cuerpos subalternos).

Pues bien, en el Oxford que existía en los años ochenta en los que Kuper fue también estudiante el autor de este libro coincidió con un grupito de estudiantes de características similares. Todos eran miembros del partido conservador o próximos a él; todos tenían una seguridad en sí mismos a prueba de bomba; todos se interesaban por la política; todos aspiraban a ocupar las cúpulas del Estado; todos carecían del sentido del ridículo y todos consideraban que su Inglaterra (Reino Unido para los demás) era el mejor país del mundo. Irrepetible, pero desgraciadamente contaminado por otros sistemas, en particular los continentales.

Numerosos especímenes de su misma cuerda alcanzaron tales cúpulas antes que ellos. Más pragmáticos o más avispados, hicieron causa común en torno a quien llegaría a ser su jefe y portavoz, David Cameron. Quienes terminaron abogando por el Brexit quisieron diferenciarse de los europeos en todo lo posible. En el Reino Unido su casta había mandado siempre. No los de allende el canal. Si la entrada en la CEE se había celebrado como un éxito, solo posible porque De Gaulle (que se había batido los cuartos con Churchill y los tories de su generación y los conocía bien) había dejado el poder Ni Cameron ni sus boys querían salir de la ya Unión Europea. Querían permanecer en ella en una situación sui generis y oponerse a su profundización. El camino ya lo había mostrado, al final, Margaret Thatcher. Había que despejarlo y hacerlo avanzar. Con seguridad, desparpajo, de nuevo mucha labia y argumentos algo más que falibles. Arrastraron, por diversas razones, a una mayoría de la población que acudió al referéndum, engañada por distorsiones que eran grotescas entonces y que siguen siéndolo hoy en día.

Lo que ha hecho Kuper, con gracia y las necesarias dosis de sutileza, es examinar la interacción entre el peculiar ecosistema de la Universidad de Oxford con un pequeño grupo, forjado en los escarceos estudiantiles de loa años ochenta, para llegar al poder. ¿Para qué? Para dar un giro copernicano, con argumentos espurios, e implantar visiones si no de un nuevo Imperio británico sí de un Estado con el cual campear en la escena internacional sin trabas ni cortapisas, aunque sin poder superar el papel de segundones del primo hermano norteamericano.

Una reseña del libro, hecha por una autora francesa, se encuentra en https://www.ft.com/content/ce9c0387-89d3-407e-b50e-bcf127f7a292

TRAS UNA VUELTA POR LIBRERÍAS BRITÁNICAS (I)

24 mayo, 2022 at 8:30 am

ANGEL VIÑAS

Hacía casi dos años y medio que no me movía de Bruselas. Pandemia obligaba. Estar casi encerrado en casa (salvo los fines de semanas y para acometer tareas perentorias como ir al super, a la farmacia o. en raras ocasiones, a la peluquería) ha sido simultáneamente muy productivo, por un lado, y desolador por otro. He participado en un libro que saldrá el 15 de junio, terminado otro bastante grueso, medio terminado un tercero y abordado un cuarto. Ahíto, harto y con un irreprimible sentimiento de liberación durante diez días hemos estado dando vueltas por Escocia y, naturalmente, visitado varias librerías.

Durante la pandemia me he mantenido, en lo posible, al día de las novedades editoriales en España, Francia, Alemania y Reino Unido en los temas que más me interesaban. He adquirido muchos nuevos libros, bien por curiosidad, bien porque creí que los necesitaría de cara a los que he estado escribiendo. Me he equivocado en muchas ocasiones. Al recibirlos me he dado cuenta de que o no me aportaban nada que pudiera interesarme o que tenían planteamientos que no encajaban en mis necesidades. Ansiaba ir a librerías. Ahora he regresado a Bruselas como solía. Con la maleta repleta de novedades en materia de Historia. No me referiré a todas en este blog, pero sí a algunas de las que me han parecido más destacables. He dejado de lado, y no he adquirido, muchas otras que no tienen relación ni directa ni indirecta con mis preocupaciones actuales.

El libro que hoy comento ha tenido excelentes reseñas bibliográficas en, al menos, The Financial Times, The New York Times y The New Yorker, publicaciones que sigo  habitualmente, Se trata de un estudio de un economista afincado en París, Serguei Guriev, y un catedrático de Ciencia Política en la Universidad de California en Los Angeles, Daniel Treisman.  Los lectores observarán que ninguno se autotitula historiador, cosa que les honra porque servidor tampoco lo es por formación, aunque sí por vocación y enfoque. No es el caso de los mencionados autores.

El título del libro es Spin Dictators. The Changing Face of Tyranny in the 21st Century. Su propósito estriba en establecer un esquema diferenciador entre los dictadores del presente siglo y los del anterior. La caracterización de los actuales con el adjetivo “spin”, en general sustantivo y que significa camelo, imagen, propaganda distorsionadora, etc, no la había visto hasta ahora. Al menos no en el título de un libro, pero naturalmente esto es solo una confesión de que quizá no me he mantenido al día. Los autores lo utilizan como criterio necesario y suficiente por contraposición a los dictadores del pasado siglo XX, a los que no se caracteriza con un adjetivo uniforme. Como todo criterio es posible diferir de él.

‘Spin Dictators: The Changing Face of Tyranny in the 21st Century’, de Sergei Guriev y Daniel Treisman (Princeton University Press, 2022).

A mí, por razón de edad y formación, siempre me han interesado más los del pasado siglo (Stalin, Hitler, Mussolini, Oliveira Salazar, Franco, Mao) y no revelo ningún secreto si me he centrado en el penúltimo, que es el nuestro e inolvidable. No pasa un día sin que su nombre aparezca, enaltecido o maldecido, subido a los cielos o condenado a los infiernos, en la prensa, la tele, las redes, las revistas y los libros. Si he comprado el libro mencionado ha sido para ver que decían de ellos y, en particular, del propio. En los últimos años, además, ha estado muy presente en mis libros más recientes y en numerosos artículos sobre aspectos poco conocidos de su personalidad o hasta ahora no demostrados documentalmente. Tampoco faltará en los que he estado trabajando en estos tiempos de pandemia.

Más que hacer una exégesis o una crítica del libro de Guriev/Treisman, me concentraré en comentar algunas de sus peculiaridades desde el punto de vista de su tratamiento del inolvidable, inmarcesible e inmortal general Francisco Franco. Soy consciente de que para los dos autores se trata de uno más, y no el peor, de los dictadores del siglo XX. Las referencias que se hacen a estos se enfocan, en primer lugar, desde el punto de vista de la confrontación entre las religiones seculares (término acuñado por Raymond Aron) que fueron el comunismo y el fascismo. En consecuencia, destacan Lenin, Stalin, Hitler, Mussolini y Mao principalmente. Con pesos variados y siempre animados por el afán comparativo. Yo no lo discuto. Me parece interesante. Como historiador no demasiado entusiasmado por generalidades a veces hueras, he hojeado el libro con circunspección.

El libro se caracteriza por un uso abusivo de la literatura en inglés. A veces, hay alguna referencia en castellano, sobre todo para abordar los dictadores latinoamericanos (Castro, Chávez y Pinochet se llevan casi todos los honores con referencias muy limitadas. Perón, Trujillo y Videla solo se mencionan de pasada en dos ocasiones y ninguno de los numerosos dictadorzuelos centroamericanos aparecen en el mapa, a pesar de que la región ha sido siempre el patio trasero de Estados Unidos, que nunca hizo nada en serio para proyectar ayudas a la democratización que pudieran incomodarles). Los dictadores del África negra y de gran parte de Asia (salvo China, Congo, Irán, Egipto, Zimbabue) tampoco tienen mucho encaje.  Etiopía solo lo hace en una ocasión y Tanzania en el momento en el que el presidente empezó a recibir dinero chino y, entonces, achuchó a los periodistas. Un lector mal avisado (espero que no sea mi caso) podría llegar a la conclusión de que los autores se fijan más bien en aquellos casos que incomodan hoy a la política exterior de Estados Unidos. Por ello, quizá, ni Iraq ni Afganistán se mencionan.

Si nos acercamos al caso de Franco (no de España), en una referencia cuantitativa podríamos considerarnos afortunados. Se menciona nada menos que nueve veces. En comparación Oliveira Salazar solo lo hace dos, al igual que Lenin. La palma se la llevan, como parecería lógico, Stalin, Hitler y Mussolini en orden decreciente.

Los autores mencionan alguna literatura en castellano (en general de procedencia latinoamericana).  Subrayo esto porque parecería que leen tal idioma. Por eso me llama la atención que de los cuatro autores españoles que mencionan (dos para mí totalmente desconocidos) solo citen títulos (tres artículos) disponibles en inglés. Eso sí, por razones que solo ellos podrían explicar, mencionan en una ocasión un mensaje de Franco de fin de año, extraído de una superconocida fuente de internet.

¿Qué nos dicen de Franco? Como no han leído absolutamente nada de historia española (salvo de la mano de dos obras de Sir Paul Preston) señalan (p. 8) que Franco y Oliveira Salazar optaron por un tercer modelo, que no era ni comunista ni fascista sino “corporativista”, y ello con el fin de “restaurar la deferencia social y la jerarquía católica”. En la p. 40 se afirma que con el fin de demostrar su carácter duro ciertos dictadores adoptaron títulos militares, como el de Generalísimo (al igual que Stalin y Trujillo) y se quedan tan panchos. Menos mal que en la página siguiente señalan que “los fascistas de Franco tuvieron como objetivo la eliminación de la izquierda“ (se supone que con el consentimiento del generalísimo). En materia de spin (que es su tema) solo se menciona, en la página 68, a utilización de cine cruzada (sic). Y eso es todo.

Me quedo sobrecogido de emoción.

Puedo imaginar que, a la vista de las entusiásticas referencias que he mencionado al principio, alguna editorial española ya haya incluso adquirido los derechos de traducción y publicación. Nos deslumbramos ante los autores extranjeros para que nos explique nuestra propia historia. Es un tic que tenía validez cuando la historia de España se escribía en el extranjero gracias a los “amables” cuidados de la censura y de la BPS. Cuarenta años más tarde la situación creo que debe invertirse. Los historiadores españoles consultamos archivos españoles y extranjeros. Luchamos porque se abran más y se mejore el servicio, hoy dependiente de la amabilidad y espíritu de servicio de los archiveros y demás personal. No habremos alumbrado todo, pero bastante más que lo que estos dos autores (cuya valía científica en otros temas no se me ocurre poner en duda) nos ofrecen como referencias gastadas a nuestro inimitable dictador y a su dictadura, que sigue echando sombras sobre la España actual, según se dice una democracia socialmente avanzada.  

PERO, ¿QUÉ DIABLOS OCURRE CON LA HISTORIA EN ESPAÑA?

17 mayo, 2022 at 8:30 am

Angel Viñas

Este título simplemente refleja mi creciente perplejidad. Por los círculos universitarios madrileños -y quizá incluso fuera de ellos- circula en busca de adhesiones un texto de queja al Defensor del Universitario de la UCM. Me llegó la semana pasada. Precisamente cuando, después de dos años y tres meses de encierro riguroso en Bruselas a causa de la pandemia, me disponía a tomar unas cortas vacaciones para ver a mi hija en su nuevo domicilio en Reino Unido. Cuando este post se publique estaré allí y alejado de mis papeles y libros. Por vez primera en tal lapso de tiempo.

No sorprenderá que apenas si tardase treinta segundos en adherirme después de leer el texto en cuestión. No sabía nada al respecto y no tengo conocimiento directo o indirecto si los hechos narrados sucedieron como en él se describen o no. Tampoco me parece que se trate de una broma pesada. En cualquier caso, si lo fuera no se tardaría en descubrir la superchería.

Para mí llueve sobre mojado. Hace algunos meses denuncié la orientación del contenido de la petición de VOX, elevada a la mesa del Congreso de los Diputados el pasado mes de septiembre por la portavoz adjunta de este partido, la Excma. Señora Doña Macarena Olona. Solicitaba la retirada del proyecto de ley de Memoria Democrática. Que yo sepa, nadie se hizo eco del caso. El “sabroso” texto de la petición tampoco se hizo público. No lo ha exhibido, que yo sepa, VOX ni tampoco ningún órgano de prensa de los que suelen aparecer digitalmente en mi bien baqueteado ordenador. Sí leí  la noticia de que tal petición había sido desestimada. Escribí un par de artículos sobre el caso en InfoLibre, para darles mayor publicidad que la modesta de que goza este blog, y me he permitido hacer una referencia en un próximo libro, CASTIGAR A LOS ROJOS, en el que colaboro. Se publica el 15 de junio y haré alusión a él en varias ocasiones en el futuro.

Se trata de una puesta a punto de las bases conceptuales, filosóficas, históricas y jurídicas que sirvieron de pauta a los sublevados del 18 de julio para realizar un sinfín de actos de puro terrorismo que duró a lo largo de la guerra e incluso después. Y, como es lógico, nos basamos en evidencias primarias relevantes de época. Las que, por cierto, jamás ha utilizado el profesor Stanley G. Payne a quien un medio digital ha sacado recientemente de la oscuridad.

Innecesario es decir que personalmente me relamo de gusto anticipando las reacciones, si las hubiera, de VOX y del PP y de los historiadores detrás de ellos. Ya han dado muestras de lo que valen, en mi opinión, en el curso del debate sobre si el ingeniero e inventor Juan de la Cierva estaba o no compinchado con la sublevación.

Pues bien, si las concepciones de la historia de España que tienen puerta abierta en los medios de la derecha sobre la República, la guerra civil y el franquismo me son familiares, no había prestado suficiente atención al debate sobre los orígenes de España. Lo que había leído al respecto había sido obra de, con todo respeto, aficionados o periodistas. Unos los sitúan en tiempos de los romanos, otros lo hacen en la época de los visigodos y no faltan quienes los ponen en los comienzos de la “cruzada” contra los moros invasores. La fecha mítica es el año 711.

No soy tan lerdo como para ignorar que fuera de España (aunque menos aquí en Bélgica) existen debates similares. Quizá porque en este país en que vivo la fecha de fundación del Estado belga está fuera de toda duda. Pero en el caso español la fecha 711 suscita connotaciones muy parecidas a las que vienen arbolando en Francia Mme Le Pen y el distinguido “historietógrafo” (tomo la expresión prestada al profesor Albert Reig) Mr Zemmour. ¿Será que, como en el pasado, todo lo bueno -para unos- y lo malo -para otros- sigue viniendo de Francia? Había leído que el trumpismo tiene grandes adherentes en la España democrática, pero quizá la patología norteamericana en temas de historia esté demasiado alejada de nuestras latitudes.

En cualquier caso, el escrito que he firmado denuncia el intento de ocupación de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la UCM el 1º de abril (sin duda la fecha no es una casualidad:  es cuando el invicto general Francisco Franco firmó su famoso parte final de guerra en 1939). Según dicho escrito para tan solemne fecha se había solicitado una reserva de sala para que una -para mi desconocida- “Plataforma 711 para la Reconquista Cultural” pudiera celebrar un acto. A la vez, en las redes sociales se anunciaba, al parecer, la “toma” de la Facultad.

Obvio es señalar que la fecha de 711 tiene unas connotaciones zemmourianas y lepenistas. El término “Reconquista” no solo se refiere a una división, más o menos arbitraria, en la historia española sino también a movimientos perfectamente definibles y definidos en el país vecino. Incluso copia el nombre del partido de Mr Zemmour. Una casualidad.

El escrito al Defensor del Universitario cita un programa de una hora de duración (https://www.youtube.com/watch?v=iku5eDrV8no) en el que un chaval actúa como locutor que explica el acto no autorizado y sus vicisitudes en una mezcla de estupideces y de ejemplos de proyección. Esta es una de las características más acusadas de la “teología” e “historietografía” franquistas: acusar al adversario del tipo de comportamientos propios y que no se reconocen como tales.

Leyendo algo de lo que se publica hoy en España sobre la República, la guerra civil y la dictadura no veo una gran solución de continuidad. Y me pregunto: ¿qué ha fallado en la enseñanza de la historia desde, digamos, 1976 en adelante para que se haya llegado a esta situación de banalización de un pasado nada glorioso, con las imprescindibles muestras de inculpación a otros por los desastres del pasado?

Para mí está resultando obvio que la labor callada, silenciosa, de los historiadores que vamos a archivos, que buscamos evidencias que permitan sustentar -o rechazar- unas u otras interpretaciones, es una condición necesaria para acercarnos a un pasado tumultuoso. Pero no es una condición suficiente.

Personalmente no tengo tiempo de seguir la política actual y dos años largos de ausencia total de España no me permiten tomar el pulso de la calle ni de los colegas. Volcado en la dura tarea de interpretar el pasado, no tengo tiempo de pensar demasiado en el presente. Por eso, quizá me sea permitido diseñar un futuro que, para mí, no es deseable en absoluto.

Si las controversias que más o menos he seguido de cerca continúan sin dar frutos, dicho futuro no me parece nada halagüeño. En tanto que historiador lo que me ha preocupado y me preocupa son los siguientes temas:

  • ¿Cómo dotar de recursos materiales a los archivos de titularidad pública? Su situación es con frecuencia lamentable. Para terminar el libro que he enviado a la editorial hace un mes tuve que esperar más de ocho meses a que pudieran reunirse los materiales necesarios al efecto, Todavía no pueden hacerse fotografías de los documentos. Hay que atravesar por un largo y lento proceso de petición a los funcionarios -pocos y sobrecargados de trabajo- para que se pongan en pdf. El proceso de pago dilata aun más el tiempo que transcurre hasta recibirlos.  Menos mal que por ordenador. Me pregunto: ¿por qué en una multitud de archivos extranjeros hace años que pueden fotografiarse sin limitación alguna los documentos consultables? La última vez que estuve en los Archivos Nacionales británicos pude hacer una media de 800 fotografías diarias.
  • La apertura, silenciosa y en general silenciada, de ciertos archivos no se ha visto acompañada de un incremento en las dotaciones de personal. ¿Acaso el Estado sigue en situación de amenaza de quiebra financiera? Porque el tema dura ya muchos años. En 1983 mi añorado amigo y compañero Julio Aróstegui y servidor fuimos a ver a un elevado personaje para rogarle que dotara de medios al Archivo de la Guerra Civil en Salamanca, ya abierto a la curiosidad de cualquier investigador (no como en la época de la dictadura). No olvidaré su respuesta: “pedidme que se construya otro edificio. No que se aumenten los gastos de personal”. En mi próximo libro en un largo prólogo alabo la profesionalidad y el espíritu de servicio de los funcionarios y empleados públicos que sirven en los archivos. ¿Hasta cuándo el orgulloso Estado español continuará dejando de lado el abordaje de los problemas estructurales de sus archivos?
  • ¿Y qué pasará en el Congreso de los Diputados con la Ley de Memoria Democrática, si no se aprueba y se blinda en esta legislatura? Porque si, como avisan observadores del acontecer político español, un futuro Gobierno que fuese de signo contrario, es de suponer que PP, Vox y tal vez de los residuos que quedan de Ciudadanos, no se apresurará a hacerla avanzar. La experiencia muestra que, por desgracia, en España las variopintas derechas tienen miedo, mucho miedo, a la historia.

No es de extrañar que haya dado comienzo a mis vacaciones lleno, muy a mi pesar, de preocupaciones.

PIRUETAS HISTÓRICAS: Ucrania, Rusia, años treinta, actualidad

10 mayo, 2022 at 8:30 am

Ángel Viñas

Un amigo me ha enviado hace poco copia de una biografía de E. H. Carr. Como muchos lectores quizá sepan, se trata del autor de un corto ensayo (¿Qué es la historia?) que hizo furor entre los estudiantes de mi generación. Lo escribió en 1961 y lo publicó Ariel en 2010 en traducción de Joaquín Romero Maura, otra figura para quienes habíamos leído La rosa de fuego. Este estudio sobre la Barcelona anarcosindicalista lo hizo instantáneamente famoso. El libro de Carr ha sido reeditado en inglés con un prólogo de Sir Richard Evans, pero no veo que se haya republicado en castellano.

La biografía a la que aludo la escribió hace más de veinte años uno de sus discípulos, Jonathan Haslam, a quien no conozco personalmente, aunque sí he leído algunos de sus libros. Es, como lo fue su mentor, un destacado sovietólogo.  La biografía es uno de los puntales en los que se basa la entrada sobre Carr en la versión en inglés de Wikipedia.

Lo que aquí deseo es llamar la atención sobre el hecho que Carr llegó tarde primero a la historia y después también a la sovietología. Diplomático durante veinte años (1916-1936) uno de sus primeros libros versó sobre las relaciones internacionales del período de entreguerras. En su versión inicial y en numerosos artículos de prensa y de revistas coetáneos se declaró abiertamente partidario de la línea de “apaciguamiento” de Hitler y del Tercer Reich. A ambos los consideró volcados en deshacer las trabas impuestas a Alemania en la Paz de Versalles a petición de los dirigentes franceses. Luego se pronunció en favor de un acercamiento entre el Reino Unido y la URSS. Desconfió un tanto de los norteamericanos.

Su inicial faceta proalemana a mí siempre me dio de patadas, pero reconozco que no me interesé en serio -es decir, en archivos- por el Tercer Reich hasta los 30 años cuando empecé a investigar en serio para lo que sería mi tesis doctoral. Entonces era más que obvio que la política hitleriana había sido descifrada en otra clave: la de la expansión territorial de la raza superior (la Herrenrasse) a costa de los eslavos, considerados como una raza inferior, casi de subhumanos (Untermenschen).

El Tercer Reich ayudó a Franco (teóricamente para impedir que el comunismo soviético sentara pie en la península ibérica, ¡qué generosidad!) y se engulló después, en passant, Austria y los Sudetes. Ya en Mein Kampf había declarado abiertamente que Alemania necesitaba buscar su expansión hacia el Este con el fin de hacerse con los ricos territorios agrícolas (ucranianos en primer lugar) y petrolíferos en manos soviéticas. Después, los nazis (doctores, médicos, politólogos, economistas, etc) siempre en  primer tiempo de saludo ante el Führer, ponían a punto los planes de esquilmación y genocidio correspondientes. Había que reducir a los Untermenschen eslavos a la condición de esclavos de la raza superior que colonizaría tan inmensas superficies una vez ejercitado su derecho de conquista, marcado por la exclusividad de la posesión de la única sangre buena y aristocrática.  Polonia, lógicamente, desaparecería.

Dadas tales circunstancias, la guerra europea empezó por dos errores de cálculo. En primer lugar, de Hitler. El Führer inmarcesible, todavía respetado por algunos descerebrados españoles, entre muchos otros, creyó que el Reino Unido y Francia contemplarían impasibles su ataque a Polonia en septiembre de 1939. Las garantías dadas a los polacos se las pasó por la entrepierna.  En segundo lugar, no cabe desconocer el egregio error de Stalin (también supuestamente infalible) que tampoco creyó que los arios atacarían a la Unión Soviética en junio de 1940. Incluso se equivocaron los japoneses lejanos que creyeron poder contener a los norteamericanos tras el ataque a Pearl Harbor en diciembre de 1941.

¿Moralejas? No hay que creerse demasiado lo que piensan o dicen los déspotas.  Se equivocan como todo el mundo. Eso sí, sus errores pueden tener, y han tenido, consecuencias devastadoras.

La URSS, antes de 1939, se había esmerado en dorar sus credenciales antifascistas, algo que terminaría llamando la atención de Carr. Su ayuda a la República española no fue un intento de sovietizar España (como siguen afirmando -impertérritos, el paso al frente, firme el ademán- variopintos historiadores, muchos periodistas y un número infinito de cantamañanas, pro-franquistas o, por lo menos, de las derechas contemporáneas más aristadas). Sí buscó, por el contrario, un acomodo con las potencias democráticas occidentales (Francia primero y el Reino Unido después).

¿La idea? Reforzar la seguridad colectiva a través de la Sociedad de Naciones. Sin el menor éxito. A pesar de todos los esfuerzos (hoy ampliamente documentados) del embajador soviético en Londres, Ivan Maisky, no logró deshacer las prevenciones de los Gobiernos británicos del período, con los franceses a rastras en su época de máxima decadencia en política exterior y de seguridad, como despiadadamente la caracterizó Duroselle.

Así, pues, todos se equivocaron: los alemanes, los soviéticos, los británicos y los franceses. No la República, que fue la primera en pagar los platos rotos porque en puridad perdió la guerra en sus mismos comienzos, dada la incipiente, pero duradera, no intervención. Los rojos del Este eran el peligro máximo.  

Las piruetas de la actualidad que presenciamos boquiabiertos, entre preocupados y preocupadísimos, son una inversión completa de las de los años treinta. El malo de la película no es Hitler sino Putin. Frente al Drang nach Osten del pasado nazi se suscita hoy el Drang nach Westen ruso, bendecido por el patriarca de la patria rusa. El papel de la República le toca desempeñarlo a Ucrania, tildada de “nazificada” por la propaganda del Kremlin. El de Austria y los Sudetes corresponde actualmente al Donbas, a la costa ucraniana del Mar Negro y, quizá, a Transnistria. Hay donde escoger. La historia se está haciendo y todavía no ha empezado ni a escribirse. Algunos están como el Carr de, por ejemplo, 1935.

¿Qué ha cambiado? En un plano puramente abstracto, los tres términos de la ecuación inserta en la crisis de los años treinta.

El primero, que las potencias democráticas occidentales (a la cabeza Estados Unidos) apoyan a Ucrania (cosa que no hicieron con la República, supuestamente en manos de políticos dedicados al pillaje, no como Franco y sus secuaces, patriotas impolutos por encima de todo).  El segundo que aquella crisis reflejó una pugna entre las ideologías dominantes en la época (nazi-fascismo, comunismo, liberalismo). Hoy los dos primeros han casi desaparecido (sustituidos por un nacionalpopulismo más o menos virulento, según los casos, pero profundamente reaccionario en todos ellos). El tercero que una eventual deriva hacia un conflicto armado entre Rusia y la OTAN puede llegar a convertirse en lo que púdicamente suele denominarse un “intercambio nuclear”, es decir, una confrontación dirimida con armamento que en nada se parece al utilizado en la segunda guerra mundial.

Los resultados de las equivocaciones de los treinta se conocen. Los que pueda legar a la posteridad la presente noventa años después se desconocen. Un estado de la cuestión podía leerse hace unos días en el Financial Times

https://www.ft.com/content/a1a242c3-9000-454d-bec7-c49077b2cc6c?desktop=true&segmentId=7c8f09b9-9b61-4fbb-9430-9208a9e233c8#myft:notification:daily-email:content

Mentes preclaras (en los Gobiernos, los Estados Mayores, los centros de reflexión sobre seguridad internacional, la prensa, los medios digitales) hacen cábalas. Comparan “activos”, diseñan escenarios, baten a rebato en algunos casos a la moderación y en otros (por ejemplo, la TV rusa) al pavor que deberían inspirar nuevas armas casi de ciencia ficción.  Pero ¿quién es capaz de determinar con un ciento por ciento de seguridad el panorama del futuro?

Los españolitos (quizá también los europeos o los norteamericanos de pie) podemos consolarnos con dos proposiciones. Una se debe a un antiguo primer ministro japonés: en política, adelantarse un paso es ya penetrar en terreno desconocido. La segunda está sólidamente establecida en la sabiduría popular de la España eterna e inmortal: los experimentos, con gaseosa.

Soy muy consciente de que aludir al relato típico de los “historiadores”, publicistas y políticos españoles en relación con la cantinela de la “sovietización” de España en los años treinta toca una cuerda sensible. Como he escrito varios libros en los que la he abordado, más o menos intensamente, y acabo de terminar otro sin repetirme demasiado, me interesaría recoger manifestaciones en contra de aquel aserto. Podrían servirme para incrustar una tonalidad colorista a la obra que saldrá, previsiblemente, el año próximo. Es deber de todo historiador enseñar sobre el pasado a quienes no lo conocen, incluidos quienes lo deforman o interpretan a su gusto y placer.

LA GUERRA DE ESPAÑA EN NUESTRAS RAICES. ANCESTROS, SUBJETIVIDAD Y EL OFICIO DEL HISTORIADOR.

3 mayo, 2022 at 8:30 am

ANGEL VIÑAS

Con los largos título y subtítulo anteriores ha publicado un colega, afortunadamente para él mucho más joven que servidor, un libro muy interesante. Contiene reflexiones autobiográficas de diecisiete historiadores españoles de, al menos, tres generaciones. Versan sobre las experiencias que los llevaron a hacerse tales. El todo está precedido por una larguísima introducción del responsable de la obra, Jorge Marco, sobre el significado de la historia y cómo se la escribe.

‘La guerra de España en nuestras raíces’, Jorde Marco (ed.), Postmetropolis Editorial, 2022

El libro es poliédrico en su alcance. Por un lado, puede considerarse como una obra de historiadores y para historiadores. Por otro, tiene vocación de ser más generalista y apelar a un público más general. Lo que los historiadores han escrito, pensado y están pensando sobre un agónico período que ha determinado, más que ningún otro, la historia contemporánea española, no es solo algo que ataña a la profesión. No seré tan iluso como para pensar que lo que los historiadores digamos tiene necesariamente consecuencias en el plano de la acción política, pero si ejercemos algún tipo de magisterio moral cuando logramos reunir un consenso claro. Ocurrió con seudohistoriadores en el pasado con el PP. No debería extrañar que fuera de ellos, tesis contrapuestas tengan también alguna tracción. Al fin y al cabo, los problemas a los que nos dedicamos están, para bien o para mal, en la conciencia de muchos ciudadanos y ciudadanas y de los medios, tradicionales o digitales, De lo contrario no se explicarían muchas de las controversias sobre el sentido de la historia (remontándose hasta tiempos anteriores a la misma) que desde hace algunos años están presentes en el debate cultural. Por cierto, no solo en España. Solo hay que mirar hacia la cuna de varios de los historiadores actuales a los que remite la introducción: Estados Unidos.

Igualmente quisiera indicar que utilizo el término de generaciones en el sentido convencional como delimitador del trecho temporal en el que conviven personas de varias generaciones en un momento dado. Es, pues, una concepción que determina límites que se modifican con el paso del tiempo. Dentro de, digamos, diez años no quedará nadie que haya vivido o tenga recuerdos de lo que les contaran sus padres, familiares o amigos próximos sobre la guerra civil. Tal concepto elástico de contemporaneídad habrá dejado la contienda tras de sí, aunque no necesariamente sus consecuencias.

El libro es poliédrico también en su enfoque. Puede leerse por donde los interesados quieran. Los autores que desgranan sus concepciones sobre la guerra civil (ninguno la hemos vivido) son predominantemente hombres. Hay cuatro mujeres, de las cuales solo conozco personalmente a una. La variedad de edades es considerable. Confieso ser el más talludito, pero después de mi hay media docena que ya están jubilados. Las edades del resto los (las) hacen pertenecer a por lo menos dos o incluso tres generaciones. Alguno(a)s nacieron en el franquismo tardío e incluso después.

Jorge no dice cuando llegó a este valle de lágrimas, pero sí que empezó a estudiar Historia en 1997. Vino al mundo, pues, después de 1975. Fue alumno aplicado, ayudante del añorado Julio Aróstegui, me ayudó a buscar papeles cuando yo necesitaba a alguien que fuera a los archivos por mí. Los tres formamos una mini-piña, ya que personalmente debo a Julio (y a otro colega) haberme reincorporado a la UCM en 2007 (y, encima, a la Facultad de Geografía e Historia) donde compartí micro-mini-despacho con Julio durante varios años.

Los nombres de los participantes son los siguientes en el orden en que aparecen en la obra: Ángel Viñas, Juan José del Águila, Glicerio Sánchez Recio, Francisco Moreno Gómez, Alberto Reig Tapia, Francisco Espinosa Maestre, Lucía Prieto Borrego, Matilde Eiroa San Francisco, Pablo Sánchez León, Gutmaro Gómez Bravo, Ana Cabana Iglesia, Jorge Marco, Javier Rodrigo, David Alegre Lorenz, Alejandro Pérez-Olivares, Miguel Alonso Ibarra y Gloria Román. Jorge indica (pp. 100s) que se dirigió 34 pero que, por variadas razones, entre ellas el exceso de trabajo para la mayoría, varios declinaron participar. Esta negativa la entiendo muy bien. Servidor recurrió a algo que ya tenía escrito y que orientaba hacia otro ejercicio porque no quería desviarme de una investigación que acabo, en estos momentos, de concluir.

Ninguno de los 17 intervinientes se deleita en las trampas de lo que los franceses denominan ego-historia. Todos contamos, más o menos brevemente, nuestro desarrollo vital y sobre todo profesional. Muchos de entre nosotros gravitaron hacia la historia en la Universidad. Unos pocos, no. Hay dos bichos raros (servidor incluido) con carreras profesionales diferentes, pero ciertamente no de historiadores.

Las posturas ante la Historia son muy diversas. Las experiencias formativas lo son más aún. Juzgando por ellas somos una minoría los que nos hemos visto expuestos a influencias foráneas y ciertamente nadie me gana en este aspecto ya que, entre pitos y flautas, he pasado algo más de cuarenta años en el extranjero. Encima, no estudié Historia.

No extrañará, pues, que los resultados de nuestra labor escudriñando el pasado hayan discurrido sobre temáticas muy diferentes. Entre los más talluditos abundan quienes han pensado y escrito sobre la violencia y represión en la guerra civil y en la postguerra. A todos ellos los conozco y, es más, los considero muy amigos. Con varios de los intervinientes he colaborado en obras colectivas. Con otros menos y con varios de los más jóvenes casi nada. Lo lamento.

Partiendo del supuesto de que ninguno ha descubierto la luz imperecedera del conocimiento decisivo, para mí ha sido muy interesante leer la variedad de caminos que han llevado al colectivo a trabajar en Historia y, en general, desde la enseñanza.

Noto una disonancia entre la mayor parte de las experiencias efectuadas por los diecisiete y muchas de las variopintas perspectivas que Jorge Marco presenta en su introducción. No abundan quienes tengan una postura escéptica ante la importancia de la disciplina. En general creemos que la Historia sirve para algo, ya sea para formar a las nuevas generaciones, ya sea para conocer un pasado que sigue siendo oscuro y que necesita más desbrozamiento. No figuran entre nosotros eximios representantes de las modernísimas tendencias en la escritura sobre el pasado. Al menos tal y como se desprende de la larga síntesis introductoria y que está muy marcada por un sector de la práctica anglosajona, con alguna que otra referencia a autores franceses que oscilan entre la sociología, la ciencia política y la antropología. Personalmente he de confesar que para mí esa evolución intelectual es un tanto extraña. En términos ingleses, por ejemplo, yo me detuve en Carr, Evans y Hobsbawm y reconozco no estar demasiado familiarizado con muchos de los nombres que Jorge cita abundantemente. Quizá, pues, no sea tan buen historiador como desearía ser. Por lo demás, no me suenan tampoco demasiado muchos nombres que hayan revelado algo de interés para mí en los temas que me son más caros.

Probablemente soy víctima de una deformación positivista. Creo en los archivos, en los documentos, en la necesidad de analizarlos por dentro y desde fuera y prefiero el método inductivo al deductivo. Soy muy consciente de que no hay historia definitiva por la simple y sencilla razón de que cada generación escribe desde su cota temporal y desde el conocimiento acumulado en ella. Como el pasado, por definición, no existe me parece aventurado considerar que las ideas que de él nos hacemos en un momento determinado pueden ser estáticas o impermeables a ulteriores reflexiones sobre la base de otros instrumentos heurísticos. No hay historia definitiva.

Creo, sin embargo, que existen algunas líneas maestras comunes a los diecisiete historiadores que Jorge ha reunido para esta tan singular aventura. Cualesquiera que sean las epistemologías a las que suscribamos, el tipo de historia y de conocimiento del pasado que hemos heredado de quienes nos han precedido y trabajaron sujetos a las condiciones de la dictadura franquista está destinado a la papelera. O, para ser más explícito, al basurero de la historia. El régimen que ganó la guerra civil y marcó una larga postguerra de casi cuarenta años no aportó un ápice al conocimiento del hoy pasado español. Si, y mucho, a su distorsión con fines de autoengrandecimiento. Ya pueden gritar los políticos de VOX y los socios de la FNFF (meros ejemplos) lo que quieran.   Por mucho que los futuros historiadores devalúen el conocimiento documental, arqueológico -que hemos ido acumulando desde 1975- no tengo la impresión de que el futuro les pertenezca.

En tal sentido, y aunque solo sea por ello, leer los testimonios de los 17 historiadores (y, para los audaces, la introducción de Jorge Marco) dará una impresión de la riqueza de planteamientos de las generaciones que, todavía, hemos seguido escribiendo historia en  tiempos de pandemia.

(Libro publicado por Postmetropolis Editorial, Madrid, 2022, 439 páginas).