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UNA PUGNA CONTRA LA DISTORSIÓN: INVESTIGANDO EL PASADO (V)

11 mayo, 2021 at 8:30 am

Ángel Viñas

Después de la aparición del libro de Coverdale, que adquirí inmediatamente en su primera edición en inglés, estuve dos años ocupado en diversos menesteres, para mí algo más importantes en aquella época. En primer lugar en ganar unas reñidas oposiciones a cátedra a la Universidad de Valencia, sobre las cuales diré algo en un libro en preparación.  En segundo lugar en continuar una nueva investigación (que iba dominar mi futuro) en torno al “oro de Moscú”. Con todo, no me olvidé del caso italiano. En cuanto me convertí en flamante catedrático fui a ver a Don Pedro Sainz Rodríguez. Debió de ser en 1976.  Me contó diversas anécdotas. Vivía en un enorme piso de la Avenida de América. Fue muy amable, aunque distante. No era la primera vez que servidor hablaba con un gran protagonista del golpe o de los principios de la guerra, pero sí fue el primero con quien me entrevisté ya asentados ambos en España. No extrañará que no lo haya olvidado.

De aquel ecuentro, del libro de Coverdale y de algunos papeles que encontré en el SHM me hice eco en una reedición muy actualizada y recortada en varios aspectos de mi trabajo sobre la Alemania nazi y el 18 de julio. La publiqué en 1977. Entre los documentos del SHM había un relato sobre la adquisición de los primeros aviones italianos que llegaron a Marruecos el 30 de julio de 1936. Lo que me contó Sainz Rodríguez (quien después lo reproduje en sus memorias) coincidía con dicho documento. Lo di, más o menos, por bueno. Cuando tales memorias aparecieron en 1978 me apresuré a escribir una encendida reseña a petición de César Alonso de los Ríos, entonces al frente de un nuevo semanario (La Calle), próximo del ya legalizado PCE. Salió en el número 4 a finales de abril. Sainz Rodríguez había revelado que poco antes del “Alzamiento” había conseguido que Calvo Sotelo, Goicoechea y Rodezno firmaran un pacto con Italia en los escaños del palacio de las Cortes. A mí me pareció que eso distinguía claramente el caso fascista del nazi. No me sorprendió porque ya me lo había dicho cuando lo visité y servidor, con toda honestidad, lo había recogido en la segunda edición de mi libro  (p. 305). Este apareció en el mismo año en el que lo hizo la traducción italiana del trabajo de Coverdale (I fascisti italiani alla guerra di Spagna, Laterza, Roma-Bari, 1977). De alguna manera, en lo que a los orígenes de la intervención italiana se refería, me adelanté un pelín a Coverdale.

Su libro tuvo, desde luego, una gran repercusión en Italia. Lógico. Era la primera obra académica, escrita por un no italiano, que abordaba la intervención de la dictadura fascista en un conflicto abierto europeo. Sentó cátedra. Reforzó su posición cuando a él acudió el exitoso biógrafo de Mussolini, el profesor Renzo di Felice, en una de sus obras, aparecida en 1986, y en la que incluyó el testimonio del general Emilio Faldella, una de las grandes figuras en la intervención italiana en la guerra civil. Por cierto, me apresuro a señalar que no podría decirse que desconozco la obra de de Felice (Mussolini il Duce. Lo Stato totalitario), ya que se la regalé a la biblioteca de la Facultad de Geografía e Historia de la UCM (amén de 3 o 4.000 volúmenes más) y tuve que pedir que me la reenviaran para revisarla a la luz de la investigación que ya había iniciado sobre el caso italiano. Lo he citado en repetidas ocasiones en ¿Quién quiso la guerra civil?.

Me había, eso sí, desentendido del caso en los años ochenta. Llevaba tiempo dedicado a poner en claro algunos de los mecanismos que se habían interpretado a la mayor gloria de Franco (los pactos secretos con Estados Unidos, nunca dados a conocer previamente ni en España ni en USA ni en ningún otro sitio, -en un reciente artículo en ABC ni se mencionan (¿por qué será?-  o los orígenes del crecimiento económico en los años sesenta, por señalar los más importantes). Cuando pasé a “disfrutar” de la condición de modesto testigo del proceso de policy-making en aquella época en el Ministerio de Asuntos Exteriores, un joven historiador español (y amigo mío), Ismael Saz Campos, publicó un libro en 1986 cuyo tema era el estudio de la política fascista antes del 18 de julio (Mussolini contra la II República). Demostró, entre otras muchas aportaciones, que no podía darse por bueno el relato que yo había encontrado en el SHM y Sainz Rodríguez reproducido. No reaccioné. Me ocupaba de otras cosas y tenía por delante de mí veinte años en Bruselas y Nueva York, aunque entonces no lo sabía.

Como muchos historiadores “beben” lógicamente de las aportaciones previas de otros (si no están de acuerdo suelen decirlo, aunque no siempre), en Italia las tesis de Coverdale/De Felice se impusieron en el grueso de la literatura. En España este fue también el caso de las de Saz. Cuando, andando el tiempo, en 2004 se publicó un nuevo libro sobre las relaciones hispano-italianas de Morten Heiberg (Emperadores del Mediterráneo. Franco, Mussolini y la guerra civil española) empecé a mosquearme. Era crítico de ambos y, en particular, de de Felice. A mi me dio la impresión de que Heiberg era un historiador concienzudo y fiable. Para entonces ya empezaba a volver a mis viejas preocupaciones sobre la guerra civil.

En aquellos momentos me movía, inquieto, entre tres o cuatro países (aunque no Italia) para descifrar lo que denominaría, gracias a Gonzalo Pontón y Carmen Esteban, La soledad de la República en la que no entré demasiado en los antecedentes.  

Lo que me preocupaba era avanzar en el conocimiento de los motivos y mecanismos por los cuales los republicanos españoles se habían quedado solos frente a la acometida nazi-fascista, casi como Gary Cooper en la película del Oeste que tan famoso lo hizo.  Tenía la suficiente experiencia para pensar que la respuesta se encontraría en un nuevo repaso a los archivos. Para entonces se habían abierto de par en par los británicos, los norteamericanos, los franceses y los rusos. Mi tratamiento del tema italiano no superó lo que se había escrito en relación con los antecedentes. Siempre me fío de los historiadores académicos de pro. Subrayo lo “de pro”, porque algunos (entre ellos el profesor Stanley G. Payne) no lo son. Con todo, dado que entonces en los archivos británicos ya se habían desclasificado las interceptaciones de muchos de los mensajes entre los italianos durante la guerra y entre Roma y Franco llegué a pensar que había muchos puntos oscuros en los relatos habituales.

En estos someros recuerdos, que no son completos sino que se refieren exclusivamente a una más que superficial  evolución del tratamiento en la literatura del acto de piratería o gansterismo internacional de Mussolini al que terminaré llegando, los lectores observarán que no he mencionado ninguna de las obras de un escritor y dentista prolífico (sin que esto implique el menor desdoro ante tales profesionales a quienes todos acudimos antes y temprano) porque, francamente, no me fiaba de él, como tampoco suelo fiarme de propagandistas y mucho menos de aficionados. Reconozco que al escribir esto me expongo a las críticas posibles de muchos lectores, pero es así. Por lo demás, no tengo empacho en reiterar que servidor tampoco escribe historia definitiva.  

Tal dentista publicó una serie de obras sobre intervenciones extranjeras en la guerra civil. Firmaba como José Luis Alcofar Nassaes y dedicó varios tomos a los legionarios fascistas, a la aviación fascista, a las fuerzas navales fascistas…. y fue extendiendo sucesivamente su repertorio. No soy injusto al no citar a Javier Tusell, ya que tampoco innovó en el tema específico de los antecedentes de la intervención italiana.

Lo que sí me obligó, más tarde que más temprano, a volver a dicho aspecto fue el descubrimiento que hice en 2012 de los contratos del 1º de julio de 1936 . Los firmó Sainz Rodríguez en Roma con el director de la Società Idrovolante Alta Italia. No tuve la menor duda de que eran genuinos y, como por el hilo se saca el ovillo, pensé que debería ocuparme personalmente del caso italiano.

Por fortuna, me vi obligado a demorarme. No se me ocurrió entonces pensar en lo que podría haber detrás de aquellos contratos (que algunos no tardaron en poner en duda, sin evidentemente aducir un pelín o migajilla de EPRE). Lo que me encandilaba  era descubrir el lado oscuro de nuestro führer de andar por casa. Fui haciéndolo en varias obras: La conspiración del general Franco; La otra cara del Caudillo; Sobornos y, sobre todo, El primer asesinato de Franco (con mi primo Cecilio Yusta y mi amigo Miguel Ull, ya fallecidos a causa de la pandemia).

Todos estos trabajos fueron reforzando para mí el carácter de proyección que tenía en algunos grandes temas la historiografía pro-franquista. Incluso fueron providenciales porque me permitieron ganar una serie de insights en la naturaleza de la conspiración de 1936 y en la peculiar mentalidad de Franco. Sin ello  hubiese cojeado a la hora de abordar lo que, sin duda, ha sido uno de los secretos mejor guardados de la dictadura: la promesa contractualizada de Mussolini de ayudar al futuro golpe contra la República española en un acto propio de gánsteres en el plano internacional. Aunque casos relativamente similares se habían producido habían ocurrido fuera de nuestros lares. El 1º de julio se encontraron en Roma un distinguido diputado monárquico español con los gánsteres italianos en uniforme fascista.  

(Continuará)

UNA PUGNA CONTRA LA DISTORSIÓN: INVESTIGANDO EL PASADO (IV)

4 mayo, 2021 at 8:30 am

Ángel Viñas

Los lectores de este blog ya se habrán acostumbrado a una de mis afirmaciones: la historiografía franquista estuvo (está) basada en la aplicación sistemática del principio de  proyección. Es decir, un mecanismo por el cual se achacan al adversario (enemigo, en la terminología de Carl Schmitt) rasgos del propio comportamiento. Es una percepción que no he visto en la abundante bibliografía sobre la guerra civil, sus antecedentes y sus consecuencias. Sin embargo, cuanto más profundizo en el conocimiento del período, más me doy cuenta de que respondió a tal realidad en casos de importancia para la mitografía franquista. El más sobresaliente se refiere a los orígenes de la guerra.

Cuando se echa un vistazo al Dictamen sobre ilegitimidad de poderes actuantes en 18 de julio de 1936 que redactó una comisión de notables (varios de entre ellos conspiradores contra la República antes de la guerra) se observa un dato esencial. Muchos de los principios que  inspiraron dicho engendro estuvieron presentes en la propaganda de quienes iban a hacer causa común con las sublevados (y en la de las derechas en general) para generar la sensación de “estado de necesidad”. Era una característica imprescindible para justificar la intervención “salvadora” del Ejército y de los hombres de bien.

Aquella comisión acusó directamente a la URSS de haber promovido la “ejecución de un plan revolucionario español y su funcionamiento, mediante la inversión de sumas fabulosas”. No aportó documentación propia sino que se basó en un informe presentado, estallada la guerra, por el Gobierno portugués ante el Comité de No Intervención. Recordemos que este fue un artilugio franco-británico designado con el fin de sustraer a la Sociedad de Naciones la competencia efectiva para pronunciarse sobre la agresión fascista y nazi. Se trataba de dotar de un contenido político, que no jurídico, a la politíca de no intervención decidida por los gobiernos de París y Londres.

Los resultados de la febril imaginación de los funcionarios de la dictadura salazarista (posiblemente estimulada por los sublevados a través de sus agentes en Lisboa, entre quienes figuraba Don José María Gil Robles) los he reproducido en EL GRAN ERROR DE LA REPÚBLICA. En el abanico figuraba el supuesto envío de armamento soviético previo al 18 de julio a Cádiz, Sevilla, Badajoz, Córdoba, Cáceres y Jaca. Constituyó el punto 4 (p. 68) de la reproducción hecha por el Dictamen.   

Siempre me he preguntado cómo se arreglarían los malvados comunistas para suministrar armamento hasta Jaca tras desembarcarlo en Algeciras el buque soviético Jerek (sic). No he encontrado ningún papel y no conozco si los eminentes miembros de la comisión montada por un Serrano Suñer siempre ocurrente indagaron en ello. Lo señalo a la atención de cualquier novelista que quiera escribir alguna obra de ficción sobre el episodio. En el bien entendido que el no menos inmarcesible Bolín (a quien todavía se remiten distinguidos historiadores) repitió la patraña en 1967 y, a la atención de sus lectores de lengua inglesa,  recalcó que armamentos más formidables que pistolas, máuseres, escopetas, etc. habían sido trasladados por barcos soviéticos a Sevilla y Algeciras (p. 151 de la versión inglesa de su camelo, Spain: the vital years). Obsérvese que redujo el abanico de puertos.

Todavía en 1973 (sí, 1973) todo un teniente general del Ejército, diplomado de EM, doctor en Ciencias Políticas y Sociología y licenciado en Derecho, se hizo eco de tal desvarío en un panfleto declarado de utilidad y de obligatoria adquisición para el Ejército, según OC de 2 de noviembre de 1973 (DO nº 249) y de utilidad para la Marina por Orden 518/73, de 25 de julio del mismo año. ¡Alabado sea el alto mando!

El nombre de tan imperecedero mílite era Don Manuel Chamorro Martínez. Remito a su inmortal, pero poco conocida, obra (que probablemente vendió a espuertas a militares ingenuos o amedrentados). El título hacía pensar en otro ejercicio de proyección: 1808-1936. Dos situaciones históricas concordantes. No lo publicó en una editorial (quizá para no tener que contentarse con el cobro de un porcentaje, mayor o menos, en concepto de derechos, sino embolsarse una mayor parte del precio de tapa). Apareció en diciembre de 1973 en Madrid y es la única obra suya que tengo en mi biblioteca. La referencia al inolvidable Jerek figura en la p. 316. Hubo hasta cinco ediciones (la última, publicada por Doncel en 1975, que no poseo pero que se dijo ampliada). La cuarta se encuentra en Amazon al módico precio de 5 euros. Animo a su adquisición.

La idea de que el Kremlin ordenase el envío de armamento a los futuros “sublevados”, es decir, a los comunistas que hicieron causa común con el Gobierno republicano, no dejó de estar presente en la literatura más oficial posible que se produjo durante la dictadura.  Claro que el Estado Mayor Central del Ejército, a través de su Servicio Histórico Militar, fue algo más prudente que el ilustre teniente general y príncipe de la milicia. En su Sintesis Histórica de la Guerra de Liberación, aparecida en 1968, adoptó otra maniobra. Como corresponde a militares avezados en evitar enfrentamientos frontales la referencia a la aportación soviética aparece en forma de movimientos laterales y solo a partir de la p. 52. Lo hizo en una referencia a los comienzos de la batalla por Madrid pero, de manera solapada y en plan de operación comando, se indica que “ya desde el principio de la guerra actuaba (…) una copiosa aviación, dotada de modernos aparatos llegados del extranjero…” Y los grandes historiadores al servicio del régimen despacharon el tema (p. 66) diciendo simplemente que la “ayuda extranjera recibida por los nacionales no alcanzó el volumen de la que obtuvieron sus adversarios, y no fue pagada, como lo hicieron estos, con una total sumisión a las consignas de fuera”. ¡¡¡¡Bravo!!!

Mera divagación obviamente, pero quién más y “mejor” abundó en el tema fue el teniente general Chamorro. A tenor de este autor (perteneciente al grupo de los “azules” y más ultramontanos de las FAS, según Roberto Muñoz Bolaños, durante la posterior transición hacia pagos alejados del franquismo), “el Alzamiento Nacional se preparó y ejecutó por el Ejército español sin ninguna ayuda personal ni material del exterior, actuando exclusivamente las guarniciones sublevadas -reforzadas en algunos casos por voluntarios civiles, españoles todos ellos– y sin utilizar más aramento y material que el reglamentario en nuestro Ejército, extraído de los almacenes de los Cuerpos y Parques” (p. 326). ¡Bravísimo! Que yo sepa nadie, ni los historiadores prorrepublicanos más enardecidos, ha imaginado que lo hubiesen adquirido previamente en el extranjero.

Las anteriores itálicas son del original. Pero yo pongo en negritas una afirmación descendida de las alturas del olimpo franquista: “al enterarse los dirigentes del bando nacional de las gestiones y peticiones del Gobierno frentepopulista español en París, y del decidido apoyo que tanto el Gobierno de la nación vecina como las organizaciones revolucionarias internacionales habían comenzado ya a prestar a su enemigos, determinaron acogerse -para contrarrestar tal acción- al ofrecimiento hecho en Roma, el 31 de marzo de 1934, por el entonces jefe del Gobierno italiano…. “ (las itálicas son también de servidor). Aquí salta el gato del saco en que estaba encerrado. Había que evitar por todos los medios posibles e imposibles que las tiernas mentes de los lectores españoles pudieran verse contaminadas por el veneno que solían verter los enemigos de España.

En nota a pie de página tan ilustre mílite e historiador se preocupó de ocupar el terreno ante un posible contraataque del adversario: “De este ofrecimiento de Mussolini a dos partidos españoles [Renovación Española y Comunión Tradicionalista] que no se adhirieron al Alzamiento Nacional hasta mediados de julio de 1936, nada supieron los organizadores del mismo antes de su iniciación, y no ejerció, por tanto, ninguna influencia en sus planes. Solo en vista del resultado indeciso del Alzamiento, y ante el manifiesto apoyo extranjero a los rojos, fue recordada dicha oferta -mal llamada por algunos “Pacto de Roma”- y se comenzaron las gestiones para hacerla efectiva”.  Las itálicas son del original.

Nada de lo que antecede en la narrativa declarada de utilidad para las FAS en las postrimerías de la dictadura respondía en lo más mínimo a la realidad. Si la traigo a colación aquí es para mostrar los dos extremos del arco de proyección incrustado en el corazón de la mitografía franquista más carpetovetónica.

Por un lado: la sublevación como asunto puramente militar para hacer frente a una revolución inminente inducida por el comunismo destructor o, en el mejor de los casos, por los “rojos”.  Por otro: la disminución de las ayudas extranjeras y, en todo caso, una guerra  presentada como asunto específicamente hispano. La España eterna contra la Anti-España. Y, sobre todo, la mera reacción de los “buenos” ante la previa injerencia extranjera a favor de los “malos”.

Se trató de un condimento muy potente que daría todo su sabor a la sopa boba que se distribuyó durante cuarenta años por todos los medios y por todas las formas. Con, en el caso italiano, los cuentos, bulos y “trumpismos” de Bolín para echar humo, en 1967, ante el avance de la historiografía extranjera y, en particular, de Hugh Thomas y de Herbert R. Southworth. En una España en que imperaba la censura continuó el lavado de cerebros. Dependió de dos factores: la censura y el cierre a rajatabla de los archivos.

El primero maniató a los historiadores. El segundo les obligó a depender de fuentes extranjeras, pero sin poder publicarlas en España, salvo en los casos de Fernando Schwartz y un servidor. En lo que a mi se refiere no me quedó más remedio que remachar la realidad documentable: no hubo acuerdos previos con los nazis. Fue así. No iba a inventarme lo contrario. En el mismo año que apareció mi libro lo hizo también el de otro historiador militar, el entonces teniente coronel Jesús Salas Larrazábal. Se tituló Intervención extranjera en la guerra de España. No se paseó por archivos foráneos. Hubiese sido algo más que sorprendente. Se limitó -en un avance considerable- a basarse en los documentos diplomáticos franceses publicados y en la versión francesa (y recortada) de los alemanes (conocidos desde 1949 en inglés), pero en la España de Franco no fácilmente accesibles al común de los mortales. Naturalmente se atuvo a la inefable versión de Bolín de pocos años antes que había sido prologada, nada menos, por el señor ministro de Asuntos Exteriores Fernando María Castiella. Toda la complejidad internacional del período que antecedió a la sublevación militar española Salas la despachó en las tres primeras páginas. Comme il faut!

Al año siguiente, 1975, apareció en la University of Princeton Press la investigación de John F. Coverdale,  Italian Intervention in the Spanish Civil War. Estaba basada en un intenso análisis de los archivos italianos abiertos en la época. Fue, sin duda, la primera obra académica sobre el tema. Coverdale, que ya trabajaba de profesor en Princeton, dedicó los tres primeros capítulos a los antecedentes. El libro, emanado de su tesis de doctorado, expandió una tesina de licenciatura que había realizado en la Universidad de Navarra bajo la dirección de Vicente Cacho Viu y que continuóampliando en Wisconsin bajo la batuta de Stanley G. Payne. En Madrid consultó fondos del Servicio Histórico Militar. Para su época fue una obra rompedora. De señalar es que su reconstrucción de los antecedentes está hoy superada, pero el mensaje final quedó claro. Con toda buena fé, y en función de las fuentes consultadas, Coverdale remarcó que después del acuerdo de 1934, la Italia de Mussolini perdió interés por España. Tout est bien qui finit bien

Conviene tener esto en cuenta para comprender las alusiones a la República que el Sr. Abascal inmortalizó, para el futuro, en su intervención ante el Congreso de los Diputados el 14 de abril del corriente año. Es de esperar que no se borren del texto que aparezca en el Diario de Sesiones.

(continuará)

UNA PUGNA CONTRA LA DISTORSIÓN: INVESTIGANDO EL PASADO (III)

13 abril, 2021 at 8:30 am

Ángel Viñas

Si la gente nacida después de la guerra no ha podido “pasearse” por los vericuetos de la República y las trincheras o retaguardia en la contienda, ¿de dónde pueden venir sus “representaciones”? Existe todo un amplio abanico de fuentes para extraer información, buena, regular o mala. En no particular orden destacaría, al menos en mi generación, en primer lugar y por activa o por pasiva, la familia; los amigos; los medios de comunicación; los libros y, en último término, el sistema educativo…. Y, con esas” representaciones”, se lanzan a vivir y ahora, en las redes sociales, a intervenir como autodenominados expertos. Los más audaces, que no han puesto en su vida los pies en un archivo ni lidiado con documentos de forma crítica, saltan a los medios y creen que las suyas son las únicas posibles.

Los historiadores, naturalmente, somos más exigentes. Los aprendices tuvimos, en una primera tacada, las obras (memorias, libros, novelas) proclives a los vencedores o contrarias a los vencidos, sobre todo a los comunistas, enemigos existenciales del régimen. El mito de la cruzada de Franco de Southworth data de principios de los años sesenta y ya no la actualizó, pero en lo que quedaba de dictadura los avances se contaron con los dedos de la mano. El resultado, me atrevo a señalar hoy, es una historiografía maloliente.

Para los no demasiados convencidos quedaron las obras de autores extranjeros (Brenan, Southworth, Jackson, Broué/Témime, etc.), que no complacían demasiado a una censura de guerra que prácticamente subsistió hasta la muerte de Franco y que había que leer a escondidas. Hacia finales de los años sesenta, gracias al Ministerio de (Des)información y Turismo, empezó tímidamente una “revisión” amable en la que Ricardo de la Cierva ofició durante largo tiempo de sumo sacerdote, pavoneándose en alguna ocasión de haber escrito “la historia definitiva”. Todo ello creó un entorno en el que se desarrolló un canon franquista algo más sofisticado, pero no exento de otras “trampas saduceas”, menos visibles.

Como era lógico, el cambio empezó a soplar con fuerza durante la Transición, esa que se hizo a partir de 1975 -como suelo decir a mis amigos extranjeros cuando me preguntan por ella- “a la sombra vigilante de las bayonetas”. La cita no es de mi propia cosecha. Si no recuerdo mal, tomé el título de un editorial del venerable ABC (azote de la República reformista e izquierdista y hoy del supuesto Gobierno “social-comunista”). Era del año 1959. El contexto lo dio la necesidad de ensalzar  lo poco que había habido de mejora económica durante el período autárquico o, según se caracterizó más prudentemente cuando nuevas teorías foráneas llegaron a conocimiento de los economistas españoles de puertas adentro, de crecimiento impulsado por la sustitución de importaciones.

En la Transición y después, ya de manera imparable, la historiografía española conectó felizmente con la extranjera e importó de forma masiva libros, técnicas, enfoques, metodologías y, quizá lo más importante, formas de pensar. En conjunto,  rápidamente arrinconaron las obras redactadas por los periodistas, policías, militares y académicos condescendientes, o aprovechados, durante la larga etapa precedente. Manuel Tuñón de Lara, zaherido anteriormente desde las cotas del poder, conoció un merecido éxito.

Sin embargo, el canon creado durante la etapa de Franco, es decir, las representaciones dominantes sobre todo un período crucial de la historia de España, generaron un poso, formas de pensamiento e interpretaciones que todavía en la actualidad siguen teniendo feliz acogida en amplios sectores de la sociedad española. Esto  no constituye, de por sí, un desdoro particularmente carpetovetónico.

En una época remota leí bastante sobre la “desnazificación” en Alemania y acudí a los libros pioneros (generalmente escritos por extranjeros) que la presentaron. Muchos perfilaron cómo todavía en los años cincuenta, con el recuerdo vivo de lo que solía denominarse Zusammenbruch (catástrofe), y que no hace tanto tiempo pasó a caracterizarse oficialmente como Befreiung (liberación), existía una cierta renuencia a enfrentarse con un pasado infinitamente más negro que el español. En algún sitio leí, y se me ha quedado, que el canciller Adenauer, que había aguantado en el destierro interno los años de Hitler, al responder a un corresponsal norteamericano contestó algo así como “la República Federal se encuentra ante un dilema: puede promover la democratización o enfrentarse con el pasado. No puede hacer las dos cosas a la vez”.

A base de educación, educación y educación los alemanes fueron sacudiéndose el polvo del nacionalsocialismo (no del todo, como muestra la reaparición de ciertas tendencias en sectores de la sociedad e incluso de las FAS). En la historiografía, sin embargo, la querella de los historiadores de los años sesenta (Historikerstreit) ha sido superada. Aun cuando somos un gremio proclive a la greña (en realidad solemos discutir sobre representaciones) pocos son los que encuentran elementos redentores en el nacionalsocialismo. Es de esperar, y de desear, que con el paso del tiempo algo similar ocurra en España.

¿Qué hacer para acelerarlo? A los amables lectores no les sorprenderá mi receta: educación, educación, educación. Por mucho que VOX, el PP y sus antenas mediáticas clamen en contra de una supuesta interferencia del Estado a la hora de influir en las tiernas conciencias de las jóvenes generaciones, como ya ocurrió con la “educación para la ciudadanía”.

Las representaciones que se vehiculan por medio del sistema educativo no pueden dejar de lado los avances en historiografía y estos son, en parte, consecuencia del trabajo sobre fuentes primarias. Claro que  los archivos en España no son como en USA, Alemania, Francia, Bélgica, Reino Unido y otros países occidentales. Su apertura se ha hecho demasiado lentamente y fondos enteros están sustraídos a la libre consulta.

Se aducen con frecuencia problemas de catalogación. Se exageran su significación e importancia. LA DEMOCRACIA ESPAÑOLA NO TIENE NADA QUE TEMER DE LO QUE PUEDA SABERSE MÁS ACERCA DE LA REPÚBLICA, LA GUERRA CIVIL O EL FRANQUISMO. Ninguno de estos períodos existe. Tampoco su evocación provoca síncopes. Si se abren de golpe los archivos todavía cerrados no pasaría nada, aunque algunos puristas pongan el grito en el cielo. Lo único importante que habría que hacer sería extremar las precauciones para evitar sustracciones de documentación.

En los años 1974-1975 fui en varias ocasiones a los archivos del SHM. No dudé en agradecer a los soldaditos con sólidas propinas su rapidez en traerme los legajos que necesitaba. En una ocasión, que se me ha quedado grabada a fuego en la memoria, uno de ellos me dio las gracias porque no era como algunos “jefes” que se llevaban papeles y luego no los devolvían. Me dio varios nombres. Uno, al menos, no se me ha olvidado. No extrañará que no le tenga demasiado afecto en varios de mis libros. Hoy, con cámaras de vigilancia y revisiones a la salida, como se hace en los Archivos Nacionales británicos, la tentación sería evitable.  

También me permito traer a colación aquí otra anécdota personal que considero representativa. Desde 1983 trabajé en el Ministerio de Asuntos Exteriores como asesor ejecutivo del ministro. Una de mis preocupaciones estribó en que se abriera de par en par el archivo del Departamento. El ministro, Fernando Morán, dio su visto bueno. Un sector de la burocracia trató de retrasarlo aduciendo criterios y dificultades pueriles. Servidor  se ocupaba de ciertos temas entonces acuciantes y no podía seguir el caso. Sin embargo, en una ocasión, el responsable de los retrasos me espetó claramente: “Pero tú qué quieres, Ángel, ¿qué la gente se entere de lo que han hecho nuestros compañeros?” Evidentemente articulaba una forma de aproximarse a la historia ya que dicho caballero pasaba por interesarse por el pasado español de principios del siglo XIX.  Por una serie de razones internas, el ministro lo sustituyó.

A quién llegó le conté el caso y tras algunas semanas el archivo se abrió en virtud de una Orden Ministerial publicada en el BOE. (Más adelante, Francisco Fernández Ordóñez la reiteró). De un golpe España se adelantó a muchos otros países europeos al adoptar el principio de cierre a 25 años, uno de los entonces más liberales, si no el más liberal, de la UE. Ello permitió numerosísimas investigaciones, se escribieron tesis, se publicaron  libros en España y en el extranjero. Las preguntas que hay que hacer son, entre otras, las siguientes: ¿quedó en entredicho el prestigio de la democracia española?, ¿se conmovieron los fundamentos de las relaciones internacionales de España?, ¿fueron afectados negativamente los intereses permanentes del Estado?.

La llegada del Gobierno de Don Mariano Rajoy condujo al cierre durante  algunos años hasta que la documentación se reenvió al AHN y al AGA tras los alaridos que había lanzado un gran número de la grey de historiadores. La atención se desplazó hacia los fondos de Defensa. Otro caso.  

El señor ministro del ramo, sin duda muy informado, proclamó que la desclasificación de papeles de su Departamento podría afectar a nuestros amigos de fuera. Lancé  públicamente la retórica pregunta de si, por un azar, pensaba en la Francia de Vichy, en el Tercer Reich, en la Italia de Mussolini, en unos Estados Unidos que llevaban años abriendo más o menos acelerados sus propios archivos. Misterio. Tampoco hay que olvidar a su sucesora, miembro eminente de la alta dirección del PP. Retomó parte de las proclamaciones de su antecesor y se quedó tan tranquila. Ninguno de los dos ha mirado hacia atrás. Excelentes políticos.

Poco a poco ha ido abriéndose el acceso a otras documentaciones. ¿Se desestabilizará la democracia española? El demostrar que Franco no tuvo inconveniente en hacer asesinar, antes del golpe de Estado, al general Balmes; que falsificó su papel en la conspiración; que llevó a cabo su sublevación con pretextos espurios; que se hizo millonario mientras duraba la guerra; que enajenó parte de la soberanía nacional a Estados Unidos por un plato de lentejas; que no tuvo más remedio que consentir en la apertura de la economía en 1959, etc. etc. ¿habrá puesto por los suelos el prestigio español en el mundo?.

¿Por qué, pues, hay miedo a la historia? Es una pregunta para la que no he encontrado una respuesta racional. Deben existir impulsos profundos, enraizados en el siquismo de nuestros gobernantes y de nuestras burocracias, para no sobreponerse a él. Ahora bien, ¿qué gana la democracia jugando al escondite?

Conviene tener en cuenta este y los dos posts anteriores a la hora de abordar uno de los secretos más y mejor guardados durante el franquismo.

(continuará)

UNA PUGNA CONTRA LA DISTORSIÓN: INVESTIGANDO EL PASADO (II)

6 abril, 2021 at 8:38 am

Ángel Viñas

Ya he indicado que cuando me enfrenté a la tarea de escribir mi tesis doctoral flotaba entre dos mundos. Lo que en la RFA se escribía sobre la intervención nazi en la guerra de España tenía poco que ver con lo que se publicaba en la RDA. El único camino a seguir era ir a los archivos. Cuando a ellos regresé a principios de este siglo, había aprendido muchas cosas. Un pensamiento de Pascal me acompañó: «  Vérité en deçà des Pyrénees, erreur au delà ».  No hay que entenderlo en sentido estrictamente geográfico, aunque muchos lo han hecho. Si los alemanes, los británicos, los franceses, los norteamericanos escribían y reescribían su historia acudiendo a evidencias primarias, ¿por qué no podríamos hacerlo nosotros? Además, las viejas certidumbres que seguía prodigando una tras otra Ricardo de la Cierva (el hombre de la “historia definitiva”) chocaban con lo que ya afloraba en ciertos sectores de la historiografía extranjera. Nuevos enfoques, nuevas metodologías, nuevas áreas del pasado atraían la atención. Volver a los archivos fue, para mí, la cosa más natural del mundo.

En una ocasión, creo que hacia 2005, para leer algo ligero en el tren de regreso de París a Bruselas compré una novela de Michael Crichton, Timeline. A ella me he referido en las conclusiones de un libro colectivo, El primer asesinato de Franco. Es una novela de ciencia-ficción, traducida al castellano bajo el título de Rescate en el tiempo. De vez en cuando la releo en mi Kindle. En ella un grupo de arqueólogos que trabajan en una excavación en la Dordoña hacen un viaje hacia lo que era aquel lugar al principio de la guerra de los cien años. Se encuentran con que muchas de las tesis que mantuvieron durante la excavación no se correspondían a la realidad de aquel tiempo remoto. ¡Qué no daríamos los historiadores si pudiéramos sumergirnos en el pasado!

En aquel momento estaba inmerso en una recogida masiva de documentación en archivos  franceses, públicos y privados.  Había fotografiado masas de documentación en otros países. Con frecuencia incompleta. Comparar la EPRE que iba descubriendo con lo que se había escrito en la historiografía española y extranjera pronto me advirtió de las consecuencias de dos trampas.

La primera es, en puridad, del género idiota: el pasado no existe. Lo que existen son “representacionesE del mismo. Pero, ¿de qué dependen esas representaciones? De la cultura en sentido amplio y del tiempo en que escribe el historiador. Es obvio que nadie que escribe ahora sobre la República o la guerra civil se ha pasado por las amplias frondosidades del pasado y podido picar en ellas las flores que más bonitas le parecieron. Y aún así, es difícil que hubiese tenido acceso a todos los niveles de decisión e intelección que generaban documentación  y papeles hoy en  archivos. Olvidémonos, en passant, de lo que escribieron los periodistas del momento como fuente fundamental para la comprensión del pasado.

La segunda trampa es que “reconstruir” fielmente todo un lienzo del pasado (no el pasado entero que es de por sí inabarcable) es imposible: lo que se hace es un “acercamiento” al mismo manejando una especie de linterna intelectual para iluminar ciertos sectores o ciertas vetas con la esperanza de que sean más o menos importantes para no distorsionar el pedacito de pasado que se investiga.

A principios de este siglo la producción bibliográfica sobre la guerra ya era inmensa, pero pocos los autores que habían entrecruzado la documentación almacenada en una docena de archivos (y este número fue aumentando progresivamente) de varios países.  Me dí cuenta de que, en buena medida, la tarea del historiador empírico (aplicando la conocida máxima de Rosa Luxemburgo: zu sagen, was ist, bleibt die revolutionärste Tat, en castellano: “decir lo que es, sigue siendo la acción más revolucionaria”) consistía en separar el trigo de la paja pasando las afirmaciones de la historiografía por el cendal de la evidencia primaria relevante de época allí donde es posible.

Naturalmente hay dos consideraciones que no cabe dejar de lado: es raro que la EPRE que logre encontrar el historiador no adolezca de huecos y lagunas. Por consiguiente, la “representación” en ella basada siempre tendrá sombras; en segundo término, el historiador no debe inventar nada. Lo que le interesa es alumbrar el proceso por el cual ciertos hechos, y no otros de entre diversas posibilidades, fueron los que habían llegado a existir. En mi último libro, lo he ejemplificado de gracias a los versos de un bello poema, The Road not Taken, del gran poeta norteamericano Robert L. Frost. 

Siempre me pareció que para el período que amaneció con los años treinta del pasado siglo el desafío más importante estribaba en analizar las conexiones entre el régimen republicano, la guerra civil y el franquismo. Tarea repleta de “trampas saduceas”, porque los planteamientos que se encuentran en la historiografía (me refiero a la que tiene pretensiones de seriedad, no a las fantasías difundidas por una propaganda que recuerda con frecuencia a la que distribuyó a espuertas el maestro Goebbels) suelen situar en el mismo capítulo el antes de la contienda como el preludio inexcusable de la guerra civil misma. Que antecedió a esta en el tiempo es innegable, pero ¿qué causalidades existieron? Sobre la discusión entre historiadores (no entre aficionados) siempre se añadió el peso muerto de lo que he denominado el “canon franquista”:  una serie de afirmaciones cuasi dogmáticas que postulaban una estrecha causalidad entre los dos períodos y explicaban la guerra como el resultado inevitable del trecho anterior.  Tal canon sigue estando presente en la sociedad española de nuestros días, aunque menos en la historiografía profesional.

Tras escribir una pentalogía (el último tomo con Fernando Hernández Sánchez) y tres libros (uno de los cuales con mi primo hermano Cecilio Yusta y el Dr. Miguel Ull, fallecidos durante la pandemia) en los que puse bajo la lupa el comportamiento de Franco y su participación en la conspiración, mi perplejidad no había disminuído.  Aunque sin duda cometí errores (en realidad,  si empezara de nuevo con lo que sé hoy escribiría ciertos capítulos de forma y con pesos diferentes) las tesis fundamentales no las he visto refutadas con documentos nuevos que permitan rechazarlas. En el bien entendido de que no hay nadie en el planeta que escriba historia definitiva. Personalmente me ha cansado de clamar por la apertura completa de los archivos oficiales y el acceso a ciertos archivos personales.

Todo investigador sabe que encontrar EPRE no es una tarea sencilla. Depende de muchos factores: ante todo, y sobre todo, del azar. Por mucho que se hayan catalogado los archivos, el resultado no siempre es lo suficiententeme instructivo para todos los puntos de la paleta de interrogantes. Y los españoles, por desgracia, sufren de un mal congénito: carencia de recursos en materia de personal, organización y catalogación. No son dificultades insuperables aunque las conoazco de primera mano ya que, desde que por edad dejé la Universidad en 2012, no me he dedicado a otra cosa.

A lo largo de este periplo (sé muy bien que el de otros historiadores es más largo,  pero servidor ha tenido la suerte de haber seguido otra carrera  y atendido a las exigencias de otra profesión),  he ido identificando ciertos ámbitos cruciales.  En estos, la desinformación promovida por la dictadura, y alentada por ciertos medios periodísticos y en las redes sociales en la postdictadura, se ha empeñado en realizar frecuentes maniobras de distorsión. Incluso se han acentuado a lo largo de los últimos años, con desparpajo y desvergüenza crecientes.  Creo que uno de los ámbitos más significativos es el de los orígenes de la guerra civil y su inserción en las coordenadas internacionales de la época.  Porque de él se desprenden muchas de las representaciones del pasado que siguió.

(continuará)

UNA PUGNA CONTRA LA DISTORSIÓN: INVESTIGANDO EL PASADO (I)

23 marzo, 2021 at 8:30 am

Ángel Viñas

Cuando era joven licenciado estaba muy de moda una obra de Thomas Kuhn titulada La estructura de las revoluciones científicas. Se convirtió en una referencia obligada y era imposible no mencionarla. Recuerdo que años después me la “trabajé” para ver si podía extraer algunas ideas a la hora de elaborar el preceptivo trabajo sobre concepto, método, fuentes y programa de las oposiciones a cátedra de Universidad, siempre con la vista puesta en las “trincas” que pudieran hacer los rivales en el equivalente académico de las sangrientas corridas de toros. De vez en cuando me he preguntado si aquella noción de Kuhn era aplicable a la Historia, en el supuesto de que esta sea no solo una narrativa sino también un intento de explicar con pretensiones científicas por qué suceden los fenómenos que marcan la evolución de las sociedades en el tiempo. En su momento, la aplicación de la metodología marxista indudablemente conmovió los cimientos de la disciplina. Dudo de si su contrapartida, el estructuralismo de Lévi-Strauss, llegó a lograrlo aunque intentos no faltaron.

En los últimos años me he dedicado a abordar el origen de la guerra civil sin “chupar rueda” de lo que ya habían escrito muchos otros. Al contrario, he querido abrir brecha y destruir mitos, porque con mitos no se construye la historia (lema de este blog). He dedicado a tal tarea tres libros desde perspectivas ligadas a la acción y actuación de quienes la buscaron. La sociedad española en su conjunto no la quería ni se la encontró por azar. Para ello me he servido de la documentación, española y extranjera, que alumbra la actuación de los hombres (no hay apenas mujeres en el relato) que plantearon un conflicto armado como respuesta a los problemas, más o menos desgarradores, que atenazaban a la sociedad española y/o amenazaban el estatu quo económico, social y cultural de las élites tal y como había cristalizado en el largo período de la Restauración.

La dinámica que condujo a la guerra civil forma parte integrante, en mayor o menor medida, de todo relato historiográfico a esta dedicado. El último que conozco, en inglés, del año pasado, la despacha en cuatro o cinco páginas. ¿Dice algo nuevo? No. ¿Es correcto? Limitadamente. Se basa en literatura que no ha abierto brecha.

Sin negar, en modo alguno, el peso de los factores estructurales, de modificación difícil y que en general lleva tiempo, siempre pensé que incluso en circunstancias de crisis son los seres humanos quienes hacen, bien o mal, su propia historia. No la hacen como la quieren y sí en condiciones dadas, con resultados que pueden variar de sus intenciones. Ocurre con suma frecuencia. La interacción de los factores estructurales, las coyunturas y el haz de comportamientos colectivos e individuales ha dado origen a grandes debates y controversias apasionadas. Algo consustancial con el ser humano, ser histórico por excelencia. Los mejillones, es un decir, no tienen historia ni tampoco la hacen.

Quizá por formación y experiencia he tendido a priorizar comportamientos, sin por ello caer en -espero- excesos conductistas. Al fin y al cabo me inicié como historiador con un estudio empírico sobre los antecedentes de la intervención nazi en la guerra civil. Lo hice en Alemania cuando estaba muy influído por la cultura y la historiografía de dicho país, dividido en dos Estados opuestos entre sí. Como de estudiante había estado en Berlín y me había paseado por la Alemania oriental y los países de su entorno, huelga decir que conocía lo que en aquella parte del mundo se había publicado en idiomas que dominaba (es decir, no tuve acceso a la literatura escrita en los idiomas locales). Con francés, inglés, alemán e italiano procuré apañarme.

No fue fácil lidiar con el peso de una literatura ya  abundante. Según ciertos autores funcionó el azar, la casualidad. Para otros fue el resultado casi inexorable del funcionamiento del capitalismo monopolista de Estado alemán. Unos acentuaron lo coyuntural. Otros se refugieron en argumentos económicos (que ha hecho revivir algún autor hace pocos años). Yo me apañé acudiendo a las fuentes primarias. Desde entonces no he sentido ninguna necesidad de cambiar de enfoque, aunque sí he ido adaptándolo a las circunstancias y temas concretos.

La guerra civil tuvo, es la evidencia misma, un componente exterior y se generó y desarrolló en circunstancias internacionales muy tensas. Hacia 1975 la literatura estaba muy consolidada y no creo que mis colegas me echen a los perros si afirmo que las aportaciones españolas a la misma eran absolutamente insignificantes, por no decir inexistentes.

Bajo la dictadura franquista la presencia española en la historia que se escribía en el exterior solo la defendieron los exiliados.  En España, cuando echo un vistazo hacia atrás, solo encuentro a un nombre que aportara resultados procedentes de la investigación en archivos foráneos. Un diplomático: Fernando Schwartz. Espero que los amables lectores no crean que me adorno con plumas que no me corresponden si afirmo que fui el segundo.

Tampoco extrañará que me haya mantenido al corriente de los avances que en la historiografía española y extranjera han tenido lugar en los últimos, digamos, cuarenta años en lo que se refiere a los orígenes de la intervención alemana. En general, he ido haciéndome eco de los mismos. Sin embargo, la tesis que presenté en 1974 en mi primer libro, La Alemania nazi y el 18 de julio, no ha variado sustancialmente. He mejorado el conocimiento de las tentativas de los conspiradores civiles y militares antirrepublicanos por alcanzar algún tipo de compromiso previo con el Tercer Reich para allegar armas o promesas previas de ayuda. No he conseguido encontrar nada definitivo. Ni la misión Sanjurjo/Beigbeder generó resultados tangibles, ni las conexiones establecidas probablemente con algunos elementos del partido nazi los suscitaron. Sé que mis afirmaciones las rechazan algunos. Sin EPRE y con tergiversaciones de la que no lo es.

Por el contrario, en este blog me he hecho eco en repetidas ocasiones de los conductos, todavía no conocidos, a los que se refirió el teniente coronel Barroso, agregado militar a la embajada en París, cuando fue a ver a un borroso y acaudalado norteamericano que vivía en la Île de la Cité, casado con una dama de proclividades ultraderechistas y carlistas, para que se desplazara  a Berlín a revivirlos. El interesado prefirió ir a ver las operaciones en la sierra madrileña. No explicó por qué de forma convincente.

El historiador es tributario de sus fuentes. Muchos se basan en la literatura ya conocida (aunque quizá poco circulada) y construyen sus aportaciones bien en forma de “estados de la cuestión”, siempre oportunos y necesarios, o acentúan sus propias valoraciones que pueden diferir de las tendencias consagradas. Son actividades respetables. Es frecuente que las generaciones que se suceden olviden parte, o mucho, de lo que las anteriores han aportado.

En general, no he seguido en esa línea. Trabajar sobre lo ya conocido no me interesa. El enfoque al que me atenido es el de acentuar la importancia fundamental de las fuentes primarias. He pasado meses y meses buscándolas en más de media docena de países. El énfasis en las mismas permite identificar nuevas vetas, aflorar nuevas percepciones. La actividad científica es, por definición, revisionista. Cada generación escribe una historia.

¿Por qué cuento esto? Por dos razones. La primera es que a lo largo de mi actividad investigadora pasé de los orígenes a la guerra civil y al franquismo. Abordé el “oro de Moscú” en varias etapas (me absorbieron mucho tiempo) y también hice alguna que otra incursión en la formación de la política económica exterior y la política de seguridad, interna y externa, de la dictadura. En 1974-75 ya empecé a brujulear por algunos archivos militares y civiles españoles y continué haciéndolo, más intensamente, en el período 1976-79. Todo ello me descubrió un mundo poco trabajado: el funcionamiento de ciertos rodajes esenciales en la inserción española en la economía y en la escena internacional. Después, avatares profesionales de diversa índole me mantuvieron alejado de los archivos. Hasta que volví a ellos hace unos veinte años con la sana intención de seguir abriendo brecha, fuera de los senderos trillados.

(continuará)

HISTORIA, NOVELA Y LA CONSPIRACIÓN DEL 36: el caso de Queipo de Llano

16 marzo, 2021 at 8:30 am

ÁNGEL VIÑAS

Retomando una de las ideas que expuse en el post anterior y, con todos mis respetos a los admirables y numerosos novelistas que se han acercado a la conspiración que llevó a la guerra civil o a los orígenes de ésta, me gustaría reiterar que una cosa es escribir una novela y otra un libro de historia. La primera, aun si se atiene grosso modo a los hechos históricos, no está forzada en virtud de ningún principio deontológico a aceptar lo que haya habido detrás de los mismos, es decir, al movimiento interno que los llevó a existir. Los hechos son conocidos. Es difícil negarlos. Hubo una conspiración. Tuvo éxito. Hubo una guerra con muchas batallas y sinnúmero de encontronazos. A partir de ahí, el entrelazamiento de los movimientos internos puede hacerse de muy diversas maneras. El libro de historia, sin embargo, no es libre de plasmar lo que plazca a su autor. Tiene que explicarlos de forma tal que no violente la EPRE, al menos la conocida.

Voy a ejemplificar estas afirmaciones echando mano de un caso que he expuesto en mi libro EL GRAN ERROR DE LA REPÚBLICA. Se refiere al general de división Gonzalo Queipo de Llano, a la sazón inspector general de Carabineros. Dejo de lado mucho de lo que tan connotado general había sido hasta entonces, enero de 1936, e iba a ser después: el carnicero de Sevilla y, en gran medida de Andalucía; virrey de la zona sur, sicópata empedernido y borracho de sangre. Sus restos mortales reposan desde hace tiempo en La Macarena bajo el signo de la Cruz. Algo absolutamente incomprensible y totalmente irracional.

 © Ministerio de Defensa de España

En el mes indicado hizo un viaje a París, contando con las bendiciones del presidente del Consejo y de los ministros que tenían que autorizarlo directamente. Fueron los titulares de Hacienda (el cuerpo de Carabineros dependía de este Ministerio) y de Estado. Fue acompañado de su ayudante. Quería preguntar en París, y así lo dijo al embajador de España, acerca de unas importaciones sospechosas de café procedentes de la Somalia francesa. ¿Quién iba a negar el permiso a un general tan republicano? Sin embargo, en cuanto llegó se me plantean  interrogantes. No puedo olvidar que en una vida previa me tocó trabajar en una ocasión como agregado comercial en la embajada de Bonn.  En la de París, por supuesto, una de las más importantes para España, había una bien dotada Oficina Comercial. Su jefe, Vicente Taberna, era un hombre eficiente, tan eficiente que tras pasarse a los sublevados unos meses después siguió una carrera fulgurante. Hoy su nombre solo es conocido de los hiperespecialistas.  

Las gestiones que llevó a cabo la misión llegada de Madrid no las efectuó Queipo de Llano. Sorprendente. Las delegó en su ayudante a quien acompañó Taberna, que conocía bien los rodajes de la administración francesa. Ambos se dirigieron raudos cual centellas a plantear la cuestión en el ministerio correspondiente. Lo hicieron ante quien correspondía en el escalafón burocrático. Fue el jefe de sección que se ocupaba de España en el Ministerio de Comercio e Industria. Un punto de referencia inexcusable. Naturalmente, fueron bien acogidos (no había razón alguna para lo contrario) y tan distinguido funcionario los remitió al adecuado que era el jefe del servicio correspondiente en el Ministerio de Colonias. Este caballero les dio, encantado, todo tipo de explicaciones.

¿Resultado? En la Somalia francesa no se producía café. Lo que se exportaba procedía de Abisinia. No creía que ninguna colonia francesa encaminara café a Somalia de su  propia producción, porque el consumo de café en Francia era considerable (así que exportarían directamente a la metrópolis). Añadió que los franceses no estaban interesados en que en el comercio bilateral hispano-francés se reservaran a Francia contingentes de café para las importaciones desde Somalia. Este fue el resumen que Taberna hizo al embajador (hombre de derechas y monárquico de corazón: en julio le faltó tiempo para pasarse a los sublevados).

A tan extraña misión le dediqué no cuatro líneas sino varias páginas porque lo que me intrigó es que, para aclarar un asunto tan trivial, hubiera debido desplazarse a París el mismísimo inspector general de Carabineros. Y luego ni se molestó en ir a ver a ninguna autoridad francesa. Lógicamente, me hizo sospechar teniendo en cuenta que en toda conspiración, por muy de andar por casa que sea, se conspira.

Las posibilidades de explicación que manejé fueron varias (aunque probablemente hubo otras). Por ejemplo, el general Queipo de Llano pudo querer ir a hacer una o varias visitas a algún burdel de lujo (entre los parisinos había varios muy reputados); o encontrarse con alguna amiguita suya (en las memorias de Hidalgo de Cisneros se cuenta que se había encaprichado de una monada durante su temporal destierro en París antes de la llegada de la República); o a hablar con alguien de lo que desde hacía algún tiempo se tramaba en España. Al final, me incliné marginalmente en favor de esta última posibilidad porque “encajaba” en la lógica de los contactos entre los conspiradores del interior y los apoyos del exterior. Recalqué, sin embargo,  que se trataba de una mera especulación. Si en algún momento se encuentra documentación al respecto será posible resolver la cuestión o, al menos, avanzar en su solución.

Me atreví a pensar que la pamema de pedir autorizaciones de alto nivel para hacer un viaje oficial a París bajo un pretexto espurio podría indicar que Queipo de Llano le atribuía  importancia. Una escapada galante no la hubiese necesitado a menos que fuese de varios días, o algunas semanas, de duración. Sabemos que Mola iba a visitar a March a Biarritz desde Pamplona y no se ha encontrado constancia de que solicitase autorización alguna para desplazarse a Francia.

¿Con quién podría encontrarse Queipo de Llano en París? En principio, con el exembajador de la Monarquía, José María Quiñones de León, a quien recordaría de los primeros meses de 1931. Años después se había convertido en la cabeza de la conspiración monárquica en Francia. [De notar es, para aviso a novelistas, que el expediente personal de tan distinguido diplomático ha sido depurado concienzudamente]  O, quizá, incluso porque Queipo quisiera entrevistarse con el propio exrey, el destronado Alfonso XIII, que estaba lampando por recuperar el trono con la ayuda de sus fieles incrustados en la conspiración. O tal vez  el taimado general se desplazó de la ville lumière a otro lugar en busca de una mayor discreción. No lo sabemos y tampoco he encontrado ninguna prueba de nada. Por consiguiente, no seguí indagando.

Un novelista, en su caso, probablemente hubiese seguido la trama desenredando el ovillo como mejor hubiera pensado que iba a tener efecto en el ánimo de sus lectores. Y habría tenido toda la razón del mundo.

Si servidor hubiese querido escribir una (sin duda mala o malísima) novela hubiera podido dejar rienda suelta a mi imaginación. Inventarme episodios más o menos verosímiles en los que Queipo de Llano habría podido aparecer con el encargo del exrey de sublevarse contra las izquierdas, si llegaban al poder, y de extinguir a sangre y fuego a todos los comunistas, socialistas, anarcosindicalistas, librepensadores, republicanos y demás gente de mal vivir. ¿Por qué? Porque todos ellos habían complotado llevar a cabo, por las buenas o por las malas, la reforma agraria que en el primer bienio se había aprobado. Una urgencia, ya que el horrible Frente Popular había anunciado o iba a anunciar que la continuaría, tras el parón sufrido (gracias a Dios) durante los gobiernos de derechas.

Y a partir de aquí habría podido inventarme varios planes sobre cómo hacerlo. Por ejemplo, anticipando los comportamientos de que hizo gala el general Queipo de Llano tras la sublevación, y jugando más o menos hábilmente, con su viaje y contactos en París también hubiera podido añadir  a estos los derivados de experiencias devastadoras o traumáticas para su hombría en alguna maison close. O, en plan más serio, hubiera podido afirmar  que  Alfonso XIII le habría prometido el oro y el morol Contando con la futura restauración monárquica, esto habría inflamado el corazón del corajudo general.

Ninguna de tales “posibilidades” hubiese tenido que ver con el relato que suele hacer un historiador, aunque la eventual novela podría anunciarse como contenedora de las claves para comprender y explicar el papel de Queipo de Llano de sumo sacerdote de la orgía de sangre y fuego que se abatió sobre la Andalucía occidental y parte de Extremadura a partir de la segunda mitad de julio de 1936. Y, a lo mejor, con visos de verosimilitud, porque hay que tener muchas agallas como “historiador” para exculpar al “libertador” del Sur y a sus hombres de mano. No debemos olvidar a quienes lo han intentado. Sin demasiado éxito. Pero, como los amables lectores comprenderán, tales y otras especulaciones no tienen que ver con la historia,

Cito el caso del viaje “oficial” de Queipo de Llano a París como uno de los muchos temas que pueden servir de patrón para escribir otras novelas sobre la conspiración, que no careció de momentos y personajes curiosos. Pero, para el historiador, en la medida en que tales aspectos no puedan documentarse, han de quedar como figmentos de la imaginación de los autores, con independencia de su mayor o peor calidad literaria. En realidad, se trata de dos oficios diferentes y cuyos estándares de enjuiciamiento han de ser diferentes ambién.

Y ahora tengo que entonar un “mea culpa, mea maxima culpa”.  Al releer el texto impreso he detectado casos de erratas, pleonasmos y hasta la milagrosa desaparición de varias palabras que cambian completamente de sentido una referencia a Casas Viejas. Ni que decir tiene que lo había revisado en ordenador varias veces. Pero se me pasaron. Se corregirán en otra tirada, si la hubiere. En el formato e-book ya se ha hecho. Mil perdones.

En respuesta a un amable comentarista

10 marzo, 2021 at 8:30 am

Ángel Viñas

Ayer se publicó en EL PAIS en red un artículo con una entrevista que me hizo uno de sus periodistas, Manuel  Morales, en relación con el libro que hoy sale a la venta. Reproduzco el vínculo:

https://elpais.com/cultura/2021-03-09/los-errores-de-azana-que-facilitaron-el-golpe-del-36.html

La editorial me avisa de que en los pocos comentarios que había suscitado ayer había uno que era el siguiente:

Angel Viñas tiene 80 tacos? Pero si parece un chavalín…

A mí eso de «en los archivos de Roma vi» me suena raro… si tiene pruebas, debería reproducirlas. Zanjaría muchos debates sobre las causas de la Guerra.

El lector lo firma con el seudónimo de “HigoChumbo de la Mata”, indudablemente muy gracioso, pero indescifrable.

Le agradezco ante todo sus buenas palabras hacia mi foto. Es verdad que no aparento los años que tengo. Será porque he llevado una vida relativamente virtuosa y, en lo posible, sana. Además, la pandemia no me ha dejado mucho margen para incrementar la magnitud de mis pecados. También le agradezco la pregunta que me hace en la segunda parte de su comentario.

Como no sé responder en la misma web de EL PAIS, y no me imagino ni por asomo, que dicho periódico, al que agradezco la entrevista muy encarecidamente, vaya a darme espacio para ilustrar a “HigoChumbo”, me permito hacerlo (un día señalado como es hoy para el autor del libro) por medio de este comentario.

Cualquier historiador que se precie, y más si es académico y se expone a las críticas -o elogios- de sus colegas, suele dar sus referencias. Además, si publica un libro con la esperanza, que es la mía, de que lo lea el mayor número posible de personas, se preocupa de ponerlas de relieve.

El resultado de mis pesquisas en los archivos de Roma (Ministerios de Asuntos Exteriores y de Defensa -Ejército de Tierra y Aeronáutica- y Archivo Central del Estado) lo expuse en mi libro de 2019 ¿Quién quiso la guerra civil? Historia de una conspiración. En este abordo el tema desde el ángulo complementario de por qué la República no la paró.

También indico en él las referencias (la evidencia primaria relevante de época) en que me baso. Cuando, en un momento, se me olvidó apuntarla, lo indico. En cualquier caso expongo el documento en que la encontré, a saber el expediente personal de un capitán de navío, agregado naval en la embajada en Roma, que figura en los archivos del Ministerio de Estado/Asuntos Exteriores que se hallan en el AGA. Cualquiera puede ir a ellos y verificar que no me inventé nada.

En ambos libros, en el 2019 y en este, he incorporado anexos (más gruesos en la presente ocasión) en los que he reproducido los documentos que me han parecido más importantes. En una segunda categoría, porque encajan con la narrativa, van en el texto mismo. En una tercera los comento, pero no los reproduzco por diversas razones (son largos, prefiero añadir mis observaciones al paso de la narrativa, intercalo cosas que no vienen en ellos, etc.).

De entre los centenares de documentos que he manejado dos son los más importantes: los contratos que Pedro Sainz Rodríguez firmó con los italianos el 1º de julio de 1936 sobre suministros de aviación y la minuta preparada por los funcionarios italianos de cara a la entrevista de Antonio Goicoechea con Mussolini en octubre de 1935. Los primeros los reproduje con todos sus anexos en un libro colectivo de 2013 y reimpreso el año pasado (Los mitos del 18 de julio) y sin los anexos en la historia de la conspiración. En el que hoy aparece no venía a cuento. Los republicanos no se enteraron de ellos.

En ambos casos he dado la referencia. Para los primeros cualquier hijo de vecino puede pasarse por la Fundación Universitaria Española, en la madrileña calle de Alcalá, casi enfrente de la estatua de Espartero a caballo. Allí encontrará la copia original. No hay que ir a Londres, París, Washington, Berlín, Roma o Moscú. Sin dichos contratos, la conspiración queda coja, pero la tesis la he reforzado en el último capítulo del libro que sale hoy. Pedir más a un humilde historiador es como pedírselo a la luna. Tal vez haya más evidencias, pero dejo a otros el honor de encontrarlas.

Para los segundos, hay que ir a Roma, a los archivos de La Farnesina, y consultar en la carpeta “Nominativi”, el expediente “Rivolta Spagnuola, Nominativi, Italiani e Spagnuoli”, en la busta 1109.  Naturalmente, puedo equivocarme. Ya lo cuenta la conocida locución latina  errare, humanum est (los lectores podrán aprender sobre la misma en  https://fr.wikipedia.org/wiki/Errare_humanum_est,_perseverare_diabolicum).

En la página 19 de mi nuevo libro no es difícil encontrar una explicación de mi norma de conducta: No existe historia definitiva. Porque si se trata de historia, no lo es por definición. Si es definitiva, no será historia. Es un principio heurístico al que siempre me he atenido. Y para quien se moleste, y probablemente habrá muchos a quienes el libro que hoy sale les moleste, les recuerdo la máxima de Oscar Wilde que lo preludia: Sarcasm is the lowest form of wit, but highest form of intelligence.

En el refranero castellano hay una expresión también muy apropiada: “quien se pica, ajos come”.

Hay que embaucar a jefes y oficiales

9 marzo, 2021 at 8:30 am

ANGEL VIÑAS

Desde hace años vengo defendiendo una tesis muy precisa: la historiografía patria sobre la República y la guerra civil, tal y como se configuró durante la dictadura y cómo continúa perviviendo en algunos ámbitos castrenses y políticos de la actualidad, es esencialmente un caso de PROYECCIÓN: es decir, atribuye al adversario (o al enemigo, en la terminología de Carl Schmitt, siempre bienquisto de los intelectuales que hicieron pachas con los sublevados) comportamientos propios a la vez que los presenta como una aberración que era imprescindible estirpar. Llegué a tal conclusión hace varios años y me apresuré a indicarla en mi libro LA OTRA CARA DEL CAUDILLO, tras consultar con una médico siquietra de formación alemana y británica. Ciertamente, poco influenciada por las mores españolas.  Desde entonces, investigaciones posteriores no han hecho sino reforzarla. Claro que es posible que quizá ya no dé para más, pero lo cierto es que no he leído nada que me haya hecho cambiar de idea y eso que servidor, creyente firme en la inexistencia de las historias definitivas, está siempre dispuesto a modificar mi opinión, si se ofrece la EPRE adecuada.

Los lectores de este blog quizá recuerden una serie de posts que hace algunos años publiqué bajo el título general “Sobre las justificaciones primarias del 18 de julio”. Entonces me basé esencialmente en una crítica acerada de lo que se había publicado sobre la supuesta “necesidad” de la sublevación y en autores que todavía hoy no sé por qué continúan haciendo “autoridad”. B. Félix Maiz fue uno de ellos. Ciertas historias oficiales, como la primera no ya oficial sino oficialísima de los orígenes de la guerra civil publicada por el Servicio Histórico Militar en 1945, reforzaron tal idea: los marxistas -diabólicos- iban a levantarse en armas y lo más granado del Glorioso Ejército Españolhubo de prevenirlo para impedir que España poco menos que se convirtiera en una nueva República soviética. No de otro tenor lo argumentó el Dictamen que aquella luminaria jurídica del “nuevo Estado” que fue Serrano Suñer se esforzó en que escribiera una mezcla de intelectuales, políticos, funcionarios, conspiradores de 1936 y JURISTAS adictos. Hoy ya no suele citárselo abiertamente, pero la tesis continúa haciendo estragos. A pesar de que los historiadores más avispados de derechas hayan desviado la atención desde los malvados comunistas a otros no menos malvados, pero más acordes con las necesidades políticas e ideológicas del presente. En general, los socialistas de izquierda. Ya hemos visto cómo los gerifaltes del Excelentísimo Ayto de Madrid han procedido simultáneamente contra Francisco Largo Caballero y su “oponente”, Indalecio Prieto, mezclándolos en la misma salsa ideológica. Que no se diga que los ilustres concejales que apoyaron la moción de un desconocido militante de VOX se anduvieron con remilgos. ¡Al pozo, los dos!

En esta perspectiva, no me llevé una gran sorpresa al hojear los nada polvorientos legajos en que se conserva una probablemente pequeña porción de la propaganda sediciosa que se difundió dentro del Ejército durante el período 1934-1936. Fue captada por las vigilantes antenas de la Sección Servicio Especial (SSE), del Estado Mayor Central, que disponía de  redes muy tupidas en todas y cada una de las guarniciones ubicadas a lo largo y a lo ancho de la geografía patria. Resultó que lo que el Dictamen y el SHM habían escribieron después en páginas inmortalizadas ya para todos los tiempos respondía a la misma lógica que imperó en los años 1934 a 1936.  

A la oficialidad potencialmente levantisca, a sus jefes y a algunos de sus generales se les inundó con una lluvia completamente ridícula. Prevenía de todos los males posibles que se derivarían de una revolución roja inminente, impulsada desde Moscú. Algunas de estas estupideces refulgen todavía hoy en Internet. No es de extrañar. En 1965, lo he escrito muchas veces, el tan alabado canciller de la dictadura, Fernando María Castiella, no tuvo el menor inconveniente en prologar, con su pluma y con su autoridad, las memorias de uno de los periodistas y conspiradores de la época, Luis A. Bolín, corresponsal del venerable ABC en Londres y muñidor, por encargo del señor marqués de Luca de Tena, del famoso vuelo del Dragon Rapide.  Algunas de sus páginas, en las que Bolín se refirió a  las barcazas llenas de armas soviéticas que remontaban el Guadalquivir para distribuirlas a las hordas rojas de los pueblos vecinos, merecen el equivalente de un premio Nóbel de la sandez y una mención muy honorable en el libro de los disparates de Guinness. Que yo sepa, Bolín -que también había hecho de las suyas en torno a la leyenda divulgada por la dictadura sobre la destrucción de Gernika- nunca fue desautorizado. Antes al contrario.

Con todo, mentiría si ocultase que no me he llevado sorpresa tras sorpresa. Es lo que ocurre cuando se bucea sin respiración asistida en las profundidades de la EPRE. Siempre creí, por ejemplo, que la leyenda de un Béla Kun sanguinario (siempre con las atrocidades de la República roja en Hungría a sus espaldas) espoleando a las huestes comunistas en España había sido una invención del maestro Goebbels, sin duda uno de los agitadores, propagandistas y cuentistas más hábiles de todos los tiempos. La difundió aquel compendio de “trolas” y pre-trumpismos que distribuía la Wilhelmstrasse bajo el título de Deutsche diplomatisch-politische Korrespondenz a la prensa internacional.

¡Me equivoqué! Los supuestos viajes de Béla Kun a España hicieron tilín-tilín a varios periódicos, casi todos de derechas, por no decir de la derecha más cerril, y llevaron a algún servicio de inteligencia a preocuparse por sus devaneos. Gracias a Fernando Hernández Sánchez me enteré de que hasta el augusto MI5 (el servicio de contraespionaje británico) había creado un dossier sobre Béla Kun. Está disponible para el público como ejemplo de lo que puede dar una política durable de apertura de documentos sobre sus actividades durante los años treinta y cuarenta y que se dirigieron contra agentes soviéticos y nazis principalmente. (Siempre he dicho que los españoles deberíamos aprender algo de los rectores de la política archivística británica y poner a disposición de la Administración correspondiente los medios necesarios para sostenerla).

Pues bien, en dicho dossier se recogieron noticias no solo de la prensa británica y otras sino también alguna comunicación con los colegas franceses del correspondiente servicio. El resultado está un poco embarullado pero al final, ¿qué resulta? Pues que la idea nació en Cataluña y, probablemente, de alguno de los conspiradores más enfebrecidos del lugar. De allí se extendió a toda Europa y no valió que Béla Kun lo negase a través de la prensa francesa, afirmando que él no se había movido de Moscú. Todavía no hace tanto tiempo, distinguidos autores españoles de la derecha más rancia se hacían eco del subterfugio e incluso alguno le dio toda su bendición.

Sobre la utilización en tan preclara historiografía de fuentes tan sospechosas como Je suis partout o Action Française no me extenderé demasiado: los creadores de tales trumpismos avant la lettre pasaron en su  mayoría entusiasmados a la colaboración con el ocupante nazi en los años cuarenta, pero militares e historiadores españoles han seguido acudiendo a ellos. Que no se diga que los bulos no tienen larga vida. Banon y QAnon no han inventado nada. Simplemente han aplicado nuevas tecnologías y de la misma manera que hay idiotas que se las creen en USA también hay parecida gente que se las cree (o que hace que se las cree) en nuestro amable país.  No daré nombres.

Como no soy novelista tampoco he entrado a especular en lo que podría pasar por las cabezas de los inteligentes mandos de la SSE (en una época en que en el EMC tronaba el superglorificado general Francisco  Franco) al leer los opúsculos que se distribuían por los cuartos de banderas de las guarniciones de toda España. Cabe pensar en dos posibilidades: a) que se alegraran un montón; b) que no hicieran nada. No son incompatibles entre sí. En la primera alternativa, se sentirían llenos de alborozo. Al fin y al cabo Franco estaba abierto a todas las posibilidades. En la segunda, porque daría muestras de su proverbial sagacidad. Que se calentasen otros. Cuanto más, mejor.

También, si fuese novelista, especularía hasta qué punto habría estado enterado el entonces ministro de la Guerra y distinguido líder de la CEDA Don José María Gil Robles. ¿Sería posible que malvados militares izquierdistas evitaran que no se le tuviera al corriente de lo que circulaba por los cuarteles? Estaba rodeado de conspiradores de derechas, pero quizá la Masonería podría haberse infiltrado, insidiosa, entre sus fieles. La pluralidad de escenarios de novela barata que cabe diseñar es muy amplia.

Retengamos, pues, dos cosas: 1ª a los militares, temerosos del futuro de la PATRIA, se les suministraron dosis masivas de sopa boba y 2ª los jefes se callaron cuidadosamente dejando que el tiempo siguiera obrando su obra destructora. Malas cosas ambas pero, sobre todo, para la República. No, por supuesto, para quienes estaban decididos a ofrendar sus vidad (y las de los demás, preferentemente) para salvar a España.  

PS: Por cierto, mañana miércoles se pone a la venta mi último libro, EL GRAN ERROR DE LA REPÚBLICA. En el próximo post seguiré con la diferencia entre historia y novela.  

De nuevo, sobre la República

2 marzo, 2021 at 8:30 am

ÁNGEL VIÑAS

El pasado 1º de diciembre me despedí temporalmente de los lectores de este blog. Anuncié que no estaba en condiciones de mantenerlo cuando me caía encima un volumen de trabajo que no podía posponer. Tres meses más tarde lo reanudo. En este lapso de tiempo he hecho el índice onomástico y analítico del libro a punto de salir. Una tarea penosa y que no hay forma de delegar o subdelegar. Espero que sirva de orientación a los lectores. También he avanzado, hasta donde me ha sido posible hacerlo sin recurrir a material de archivo, con un futuro libro sobre capítulos oscuros de ciertas relaciones exteriores de la República en los años treinta. He tenido que pararlo porque para desentrañar algunos enigmas que aún subsisten necesito consultar nueva EPRE y, con las limitaciones que impone la pandemia, hoy por hoy es imposible hacerlo. Finalmente, he concluído de manera provisional otro trabajo que empecé hace algunos años, que dejé en reposo durante tiempo y que he llevado a una versión si no final, sí al menos para mí satisfactoria. Lo que queda es, según la editorial, darle la forma adecuada. Por vez primera en los últimos diez años, desde que me jubilé en la Universidad, me encuentro sin un proyecto definido. Tengo dos ideas, pero su realización no depende de mí. Depende de la EPRE necesaria y esa EPRE tampoco la tengo en mi poder.

Explico lo que antecede, hoy que es el día de mi cumple, con un fin determinado: que los amables lectores comprendan que no es por mero capricho por lo que en las próximas semanas me dedicaré a exponer los supuestos conceptuales que no explícita pero sí implícitamente han rodeado a lo largo del pasado año de pandemia la redacción del libro que ahora se publica. Como,  para mi desgracia, ya no soy un autor novel que no sabe cómo manejar la información, que se aturulla, que entra en senderos que luego abandona a medio camino, en EL GRAN ERROR DE LA REPÚBLICA he sido consciente de que debía mantenerme dentro de los límites impuestos por la evidencia primaria de época que, antes de que golpease el maldito virus, había conseguido localizar. En un caso, casi un mes antes de que nos confinaran en Bélgica. Ya no pude regresar a los archivos en cuestión.

Mi preocupación ha sido, ante todo, no avanzar una pulgada que no esté cubierta por evidencia documental. Es decir, me he abstenido de, en lo posible, hacer elucubraciones vanas y de inventarme vínculos no corroborados. No hay un ápice inventado. A decir verdad, tampoco me he sentido tentado. Sobre la República se han escrito millares de libros. Es, probablemente, el período con mayor densidad bibliográfica de la historia de España, fuera de la guerra civil.

Además, todo el mundo (o casi todo el mundo) tiene una idea formada de ella. ¿Cómo contribuir, pues, a mejorar o a situar en coordenadas debidamente documentadas la respuesta a una pregunta fundamental? ¿Por qué los gobiernos de la primavera de 1936 no pararon el golpe que se avecinaba? En lo que yo he podido colegir, de pasada, unos y otros historiadores, desde posturas muy dispares, han dado una respuesta a tal cuestión pero, en general, con trazos bastante gruesos.

Inmodestia aparte, a mi me ha llevado casi seiscientas páginas (con anexos) dar una respuesta que sigo considerando provisional. Es verosímil que, si la documentación que he echado en falta, no ha desaparecido, algún día se encuentre. Y si tal es el caso, otra respuesta ulterior mostrará en qué medida mis conclusiones deben ser matizadas o, ¿por qué no?, descartadas. NO HAY HISTORIA DEFINITIVA.

Naturalmente podría argumentarse que, a la hora de intentar dar respuesta a cuestiones existenciales del ser o no ser, insistir en la carencia de documentación es un tanto absurda. Desearía discrepar de esta tesis.

La literatura apologética, proyectista, narcisista y blanquinegra, que el franquismo apoyó para explicar los orígenes de la guerra civil (y que no difiere en lo sustancial de las afirmaciones contenidas en el Dictamen sobre la ilegitimidad de los poderes actuantes en 18 de julio de 1936), ha dejado huellas permanentes, ha condicionado los términos de la discusión hasta la más rabiosa actualidad y sigue teniendo una influencia nefasta sobre grandes sectores de la sociedad española.

Un ejemplo: a lo largo de los últimos años la oposición al Gobierno actual ha puesto de moda su caracterización como “social-comunista”. Es una adjetivación meramente política, que sirve exclusivamente a los intereses de quienes la promueven. Claro que cabría argumentar que también representa un epifenómeno. En el sentido de que, por vía interpuesta, representantes del PCE se sientan hoy en el Consejo de Ministros. ¿Y qué?

¿Significa esto que el Consejo de Ministros vaya a ser impulsado en una dirección acorde con los principios que dominaron los regímenes comunistas? ¿Se han visto por ventura en el programa de gobierno? La respuesta a ambas preguntas es, pura y simplemente, un no rotundo. Un país europeo, integrado en la Unión Europea y en la Organización del Tratado del Atlántico Norte, no puede desarrollar las bases institucionales y materiales para derivar hacia un sistema comunista. Es literalmente imposible. Uno de los pilares fundamentales característicos de los regímenes comunistas fue el monopolio estatal del comercio exterior y su utilización como arma para la reestructuración interna y el impulso para su industrialización y  mantenimiento del nivel alcanzado. Que me expliquen, por favor, cómo esto sería compatible con la UE.

Los lectores de mi libro quizá vean que la antedicha caracterización, exclusivamente política e ideológica, no es si no la aplicación a la situación actual del tipo más fuerte y duradero de ataques lanzados contra los gobiernos de la primavera de 1936: su inventada disposición a abrir las compuertas a un régimen comunista. ¿Podríamos entender tal caracterización como la emanación de una estrategia destinada a:

  • Subvertir el orden político y constitucional (¿cómo?)
  • Activar un aparato de agit-prop en las vías utilizadas por el franquismo para explicar la necesidad de una guerra civil (seguro)
  • Despertar la conciencia de unas masas derechistas supuestamente sensibles a los cantos de sirena patrioteros?

Innecesario es decir que el libro explicita tales coordenadas en su propio contexto. Pero ya era difícil argumentar, con documentos al apoyo, que en 1936 la posibilidad de una revolución comunista estaba en el próximo horizonte; también que otras fuerzas de izquierda (socialistas, anarcosindicalistas) coadyuvaban a su preparación; que la Patria estaba en peligro de desintegración inminente; que a la Iglesia Católica la amenazaba el fuego sagrado heredado de la revolución a la francesa y, por último, que uno de los objetivos de los dirigentes republicanos estribaba en triturar al Ejército, guardián de las esencias fundamentales de ESPAÑA.  A pesar de eso, fueron argumentos esgrimidos, salvando el factor religioso, que no he encontrado que desempeñara ningún papel.

Casi todos incidieron en las actividades subversivas, tal y como llegaron a conocimiento de los mecanismos de seguridad interior y exterior republicanos como manifestación de lo que fue una manipulación consciente de las Fuerzas Armadas para encaminarlas hacia la sublevación.

Pregunta: ¿será un reflejo de este martilleo ancestral el que ha llevado a unos militares, jubilados, a volver hace unos meses a las estupideces de antaño? Precisamente por el riesgo de caer en la tentación de escribir historia desde las preocupaciones del presente he hecho un esfuerzo, no sé si exitoso o no, para atenerme estrictamente a un análisis lo más pegado posible a la documentación primaria relevante de época. No sin pena, porque la tentación al berrinche ha estado presente desde el principio al fin. Espero no haber caído en ella.

Franco, ejemplo de diplomacia y de ‘savoir-faire’ internacional ¿émulo para Vox? (y V)

1 diciembre, 2020 at 8:30 am

Ángel Viñas

VOY A INTERRUMPIR DURANTE VARIOS MESES ESTE BLOG. El presente post aparece el 1º de diciembre, mes de festejos y celebraciones. Lo pasaremos, me temo, autoconfinados y con escasas alegrías, salvo la de sobrevivir a la pandemia.

Este blog me ha quitado demasiado tiempo en unos meses en que he estado muy afectado sicológicamente por lo que nos ha caído encima. Ahora tengo que repasar la revisión final y preparar el índice onomástico y analítico de mi próximo libro, EL GRAN ERROR DE LA REPÚBLICA. Aparecerá en marzo.

Ya llevo muy adelantado el previsto para 2022 en el que abordo algunos capítulos sumamente oscuros de la guerra civil. Hoy me encuentro perplejo ante unos vericuetos todavía vírgenes y, por tanto, de difícil comprensión. No me consta que por ellos hayan transitado con la EPRE adecuada, esa maldita EPRE que a tantos disgusta, historiadores españoles o extranjeros.

Para elegir el correcto camino tendré que realizar un esfuerzo que amenaza con ser superior a mis fuerzas. Los próximos meses, todavía de autoconfinamiento, son el momento adecuado para intentarlo. Así las cosas, en este post me limitaré a cerrar,  deprisa y corriendo,  el capitulito del “oro de Moscú” no sin recordar que con la debida EPRE ya lo he documentado a trancas y barrancas en seis libros, de los cuales al menos tres están todavía en el mercado. Sin embargo, como no estoy encerrado en una cápsula en la que no penetran las noticias y sigo leyendo prensa española y extranjera en formato digital no dejaré de elevar a FB y a Twitter algunos de los artículos que considero interesantes desde el punto de vista de este blog.

Cierro, pues, la serie de posts pero con una pequeña reflexión previa. La lectura de muchas de las obras aparecidas últimamente sobre el general Franco, que espera la resurrección en un cementerio que no es el que la incipiente democracia le había asignado y luego la democracia entera le mantuvo hasta el año pasado, no me ha llevado a cambiar mi opinión sobre él en su para algunos genial conducción de la PATRIA. Sobre todo en los planos de la  represión, la política económica y la política exterior. Debo de ser algo lerdo.

Ahora bien, si la PATRIA se vio cortocircuitada, herida, maltrecha, despojada por el  “fabuloso saqueo” que, como recogió el venerable ABC el 10 de abril de 1957, le infligieron los malvados dirigentes de la zona roja, ¿qué decir de las fórmulas que ideó Franco tras la denuncia de Pravda para recuperar el tesoro expoliado y que todavía no ha regresado en 2019? ¿No sería que no fuesen las adecuadas o que no estuvieran basadas sino en mera propaganda de cara al interior para engañar alevosamente a una opinión pública maniatada y aherrojada? Y algo, claro, aunque en menor medida a la opinión  exterior.

Las reflexiones que siguen las encomiendo ante todo a los lectores con una formación jurídica de la que yo carezco. Y, por supuesto, a los eminentes letrados que figuran en las filas de VOX  o pagan óbolos para mantener en su gloria a la FNFF.  Entre tales letrados hay algunos que dejan siempre oir una voz tonante (aunque probablemente no con los resultado que quizá ellos esperen) en los debates de la Cámara desde, sobre todo, el comienzo del año que ahora termina.¿Por qué será?

Para dar una lección imperecedera e inmortal a los “rojos”, a los republicanos, a los “malvados comunistas”, a los liberales, a los masones, a la anti-España en una palabra, Franco siguió, si no indujo, los consejos del exministro de Asuntos Exteriores Don Alberto Martín Artajo. Así empezó, con paso firme, recio y marcial, a explorar las posibilidades de acudir al Tribunal Internacional de Justicia (TIJ) de La Haya. Pero, estratega genial, también quiso explorar las posibilidades de éxito, no en vano fue un glorioso general vencedor en mil combates. (O bien alguien le aconsejó que lo hiciera). Este alguien fue, con toda probabilidad, Don Mariano Navarro Rubio, capitán de un Tabor de Regulares en la guerra civil, letrado del Consejo de Estado, general del Cuerpo Jurídico Militar, letrado del Consejo de Estado y, solo secundariamente aunque en años trascendentes para la GRAN historia, ministro de Hacienda desde 1957. Una eminencia.

Dejo de lado, no porque sea irrelevante sino porque no viene a cuento, la afiliación opusdeística de tan destacado militar y político. Según sus memorias, fue la persona que convenció a Franco de la imperiosa necesidad de aceptar el plan de estabilización y liberalización (julio de 1959) que cambió el rumbo de la economía y de la sociedad españolas. Su argumento, en unos años en que ya volaba hacia risueños horizontes azules la Comunidad Económica Europea, fue al parecer que si no daba su visto bueno habría que volver a introducir el racionamiento. El orgulloso régimen se había quedado sin divisas, aunque siempre con su abroquelado honor,  si bien estaba endeudado hasta por encima de las cejas de sus más empecinados conductores.

Para recuperar el oro Navarro Rubio creyó en la necesidad de ir de la mano con los norteamericanos. Ya había hecho algunas exploraciones por los aledaños de Washington, aunque nada oficialmente. Incluso, hombre de Estado, pensó en la posibilidad de endosar el acta de recepción del oro en Moscú en 1937, al gobierno norteamericano. (Dislates peores ambundan en la historia que no se cuenta del franquismo). Así, los EEUU echarían una mano por la cuenta que les habría tenido.

No contaba Navarro con que la persona que tendría que hacerse cargo de tan disparatada operación era el nuevo ministro ocupante del Palacio de Santa Cruz, Fernando María Castiella, catedrático de Derecho Internacional. Es de suponer que para entonces ya habría olvidado las reivindicaciones de su España y no se colgaría en los actos formales en el extranjero a que acudiera su preciada cruz de hierro, tan bien ganada en tiempos pasados.

Con la connivencia de Martín Artajo, a la sazón ya secretario del Consejo de Estado (CdE), Navarro Rubio se apañó para que se solicitara un dictamen del mismo sobre el tema del oro. El expediente se conserva en el archivo de este organismo y veo muy probable que doctos juristas lo examinarán con lupa para comprobar si servidor se equivó cuando di a conocer tal primicia y por si sigo persistiendo en el error como un protestante cualquiera del siglo XVI.

Sin embargo, para un no jurista lo que importa destacar es que después de una peripecia burocrática por los pasillos y covachuelas del CdE se preparó por fin un proyecto de dictamen. En él se reconoció hasta cierto punto, ¡cómo no!, la argumentación de Hacienda (ni el Ministerio de Asuntos Exteriores ni la Asesoría Jurídica Internacional participaron en el procedimiento según se desprende de la documentación, pero a lo mejor yo no la ví entera o ha desaparecido). El dictamen preliminar recomendó, desde luego, una trayectoria que sin duda tuvo que tener en cuenta los planes del glorioso ocupante de El Pardo. El ponente sugirió que convenía acudir en primer lugar a los tribunales soviéticos (¡), hacer gestiones diplomáticas en paralelo y solo en último término ir con las mejillas enrojecidas por el rubor, o el esfuerzo previamente desplegado,  al TIJ. (Explicaré lo del rubor algo después).

Este proyecto suscitó la ira jupiterina del director general de lo Contencioso, representante del Ministerio de Hacienda. ¡Total y absolutamente inaceptable! No en vano el derecho español primaba sobre el internacional. No para nada estaba fundamentado en el decreto nº 1 de 24 de julio de 1936 de la Junta de Defensa Nacional que asumió todos los poderes del Estado y  en la Ley subsiguiente de 1º de noviembre del mismo año. Es decir, que el “derecho” que había creado un puñado de militares rebeldes tenía que dejar en la cuneta cualquier otro que se le opusiera.

(Incidentalmente sería muy interesante conocer los entresijos en la preparación de aquella famosa ley. Hubo de hacerse a lo largo del mes de octubre de 1936 que, como es sabido, fue un tiempo de gloriosa plenitud para Franco. Había llegado al pináculo del poder; nazis y fascistas le habían confirmado su apoyo; a la chita callando habia  empezado a desviar saldos procedentes de suscripciones “nacionales” a sus cuentas privadas y, para colmo,  alguien le había preparado una disposición que suponía una ruptura total con el pasado.  A no ser, claro está, que hubiera sido una ocurrencia de su privilegiada y polivalente mente militar. Como en alguna ocasión afirmó Franco que había mantenido largas conversaciones con el abogado del Estado Don José Calvo Sotelo sobre temas jurídicos y económicos  podríamos preguntarnos si no se habría apañado para tener acceso a los papeles en que el vilmente asesinado tribuno había pergeñado los contornos del Estado futuro. O, alternativamente, podríamos también preguntarnos si alguno de los co-conspiradores monárquicos no se habría aprovechado de cierto papelín que puso a disposición de Franco. Quizá en la creencia en que con ello rendía tributo al hombre encargado de preparar la restauración de la Monarquía).

Volvamos al oro. El pleno del CdE, dicho sea en su honor, no siguió del todo el proyecto de dictamen. Tampoco se alejó demasiado. Al fin y al cabo no hubiera sido muy inteligente discrepar de la versión maximalista. La final se aprobó, pues, con la discrepancia rotunda y solitaria director general de lo contencioso. Esta, ni que dicer tiene, la asumió el polivalente Ministro de Hacienda, es decir, el eminente jurista y político Don Mariano Navarro Rubio. Y, como es lógico, del dictamen y de la discrepancia se dio traslado a la Superioridad.

Es sabido de los dictámenes del CdE no  eran ni son vinculantes para el Gobierno. El que aquí nos interesa se discutió en la reunión del Consejo de Ministros el 5 de febrero de 1960 (tras el  macroeconómico éxito rotundo del plan de estabilización). Así que, ¡ojo al canto!, el Gobierno se situó detrás de la postura del Ministerio de Hacienda y del voto discrepante del señor director general de la Contencioso. Sin, naturalmente, conocer las discusiones internas entre los ministros, el resultado fue una victoria por goleada en favor de Navarro Rubio y una derrota sin paliativos de Castiella. El 12 de marzo el ministro secretario de la Presidencia,  el polifacético almirante Luis Carrero Blanco, se lo comunicó formalmente.

Con buenas palabras el almirante sugirió a Castiella que se las apañara como pudiera y que pusiese en marcha la decisión. ¡A convencer, pues, a los soviéticos que tendrían que aceptar las consecuencias del decreto de 24 de julio de 1936 y las disposiciones subsiguientes!.

Por desgracia, los papeles no dicen si por la mente de alguno de tan renombrados paladines del régimen pasó la noción de que en 1936 la República española era la única representante reconocida internacionalmente del Estado español y que la URSS mantenía relaciones diplomáticas plenas con la misma, también aceptadas formalmente por la misma comunidad internacional.  Así que un alma inocente y estudiante de licenciatura de Derecho podría pensar que sería más que razonable que Moscú no jugara el papel que desde El Pardo se le había atribuido generosamente. Sobre todo cuando Pravda ya se había preocupado de afirmar que la República había quedado a deber a la URSS.

Hélas! Juzgando por los papelines que han sobrevivido a lo que sin duda fue un expurgo malintencionado, nada hace pensar que Castiella cumpliera las instrucciones del Consejo de Ministros. Tampoco es difícil adivinar la causa, aparte de la “pequeña” consideración anterior.

Llegamos ahora a la demostración del genio inmarcesible de Franco y de sus inmediatos asesores. Uno se descumbre, adecuadamente impresionado, ante el de uno y otros. El plan de Hacienda, y por ende del Gobierno en pleno, no parece que se llevara a la práctica. ¿Por qué?

Esta es la cuestión del millón de dólares de la época. Salvo demostración en contrario, tengo la impresión de que ni Franco, ni Martín Artajo, ni Navarro Rubio, ni el director general de lo contencioso,  ni el augusto Consejo de Ministros parecen haber tenido la menor idea de dos “pequeños” temas. El primero era que el Estado Español NO estaba legitimado para pleitear ante el TIJ contra otro Estado miembro de Naciones Unidas. El segundo, que la URSS se había negado tercamente a aceptar la posibilidad de ser demandada ante el TIJ. Ambas circunstancias las conocería, sin la menor duda, la Asesoría Jurídica Internacional y por ende también Castiella. ¿Qué hacer? Pues callarse y a otra cosa mariposa.

Ahora bien, los amables lectores podrían preguntarse  por qué no estaba legitimado el orgulloso Estado Español bajo la incomparable férula de su insigne y avezado Caudillo.  Simplemente porque el 1º de julio de 1939, día de la VICTORIA, el triunfante gobierno del mismo Caudillo, por la vía de su ministro de Asuntos Exteriores, el teniente general Francisco Gómez-Jordana, conde de Jordana, sin duda una eminencia jurídica, se había apresurado a telegrafiar al Secretariado de la Sociedad de Naciones (un producto execrable de la palabrería y de las grotescas aspiraciones de los países democráticos de la época). En tal telegrama, ¡qué conducto tan diplomático y tan cortés!, anunció tersamente la denuncia de la España victoriosa, por supuesto con efectos inmediatos, del Acta general del arreglo pacífico para las controversias internacionales concluida en Ginebra el 26 de septiembre de 1926 (para más inri en tiempos de la dictadura primorriverista)  a la que la España monárquica se había adherido y que, naturalmente, la República ni tocó.

Incidentalmente, con gran verosimilitud los lectores ignorarán que el Estado español, bajo el franquismo, solía introducir la reserva correspondiente en los acuerdos y tratados que firmaba. Así creó una tradición robusta aunque no necesariamente ejemplar. Digo esto porque duró nada menos que hasta octubre de 1990. Entonces, bajo el ministro de Asuntos Exteriores Francisco Fernández Ordóñez, con el segundo Gobierno de Felipe González se superó la animadversión a La Haya y se declaró formalmente la aceptación española de la cláusula correspondiente.

Por si alguien lo hubiese olvidado, en su discurso de fin de año de tan gloriosos, pero ocultados hechos, y para conocimiento y solaz de los millones de seguidores que le escucharían embelesados, SEJE proclamó orgullosamente refiriéndose a su creación política:

“No es un Estado de hecho que tiene condicionada su licitud y legitimidad limitada por el tiempo necesario para recuperar la “normalidad” alterada, sino que él es el régimen históricamente normal y legítimo. Desde el primer instante es plenamente “Estado de derecho”, y como tal se asento sobre la aclamación, el plebiscito, la adhesión el asentimiento y el consenso del pueblo español”

O sea, ya ven los amables lectores con qué armas el gran conductor de la PATRIA se había provisto para echar un pulso contra el expolio del “oro de Moscú” y conseguir su restitución.

¿Resultados? ¡Ah!, en el tema que nos ha ocupado en los anteriores posts y en el presente cabe afirmar que fue absolutamente ninguno (tampoco demasiados en otros). Solo en un aspecto tuvo éxito: todavía hay gente que cree en las leyendas franquistas. Y, a lo que parece, también VOX, la FNFF y quienes diseñan campañas mediáticas en loor de Franco por las redes sociales. La moraleja la dejo al mejor juicio de quienes esto leyeren.

Notas

  1. La argumentación jurídica, aquí muy resumida, la he tomado de un excelente diplomático, gran conocedor del tema y cuyo nombre no viene a cuento.
  2. El artículo 1º de la Ley de 1º de octubre de 1936 estableció: “Se declaran sin ningún valor o efecto todas las disposiciones que, dictadas con posterioridad al 18 de julio último, no hayan emanado de las autoridades militares dependientes de mi mando, de la Junta de Defensa Nacional de España o de los organismos constiuidos por Ley de 1º de octubre próximo pasado”

Con mil perdones por la anómala longitud de este post, queda de los amables lectores hasta marzo de 2021 cuando ya esté en la calle El gran error de la República, su muy agradecido

Angel Viñas