Un libro para iniciarse en Historia

22 enero, 2019 at 8:30 am

Ángel Viñas

 Puedo asegurar a mis amables lectores que el director de la Editorial Comares granadina, y buen amigo mío, Miguel Ángel del Arco, no me da comisión por referirme a libros por él publicados. Sin embargo, vuelvo a ella por tercera vez en este nuevo año porque hace tiempo que quería dar a conocer otro libro de los de su colección. Se trata de una obrita del profesor Antoine Prost, aparecida hace pocos años en Francia y que ha tenido un éxito fulgurante en los países francófonos. También aquí, en Bélgica. Sin embargo, salvo error u omisión, no he visto muchos comentarios sobre ella en España. Es una pena, porque es de lectura fácil y amena, en la edición de Comares se ve enriquecida con un excelente prólogo de dos colegas españoles muy respetados, Justo Serna y Anaclet Pons. Tras finalizarla muchos serán los interesados que se den cuenta de que interpretar documentos no es una tarea tan fácil y sencilla, sino que requiere alguna destreza que, eso sí,  se adquiere con la experiencia.

 El libro se titula Doce lecciones sobre historia. Está pensado para estudiantes de grado en la Sorbona, pero Prost lo escribió con la mente puesta en un número amplio de lectores. Ciertamente los ejemplos y las referencias que da se refieren a la historia de Francia o a la sociedad francesa, pero esto no es óbice para su interés en otros países europeos occidentales.

En España, que yo sepa, el análisis de documentos, fundamentales para todo historiador empírico que se base en evidencias primarias, no se enseña en el grado y queda por lo general restringido a los alumnos de postgrado, y no en todas las facultades de Historia. Para unos y para otros este librito debería ser de lectura obligada. Ahorraría, probablemente, mucho tiempo y mucho esfuerzo para aprender cómo analizar e interpretar esa documentación elusiva que se conserva en los archivos. Y aunque en la España democrática las autoridades siguen guardando con singular celo la que todavía no se ha desclasificado, quizá por eso de que en los archivos anidan serpientes venenosas que pueden dar un susto no a quienes las despiertan sino a los que leen sus productos, no cabe descartar una posibilidad. Quizá dentro de un tiempo prudencial (25, 50 o incluso 100 años) las generaciones futuras puedan familiarizarse con ellos, cuando el veneno con que fueron emponzoñados haya dejado de surtir efectos. Mientras tanto, con los documentos ya abiertos y consultables hay para tener entretenida a, por lo menos, una generación de alevines de historiador. Son quienes aprenderán de este libro. Incluso algunos docentes, porque siempre es más fácil retornar a la rueda que inventar una alternativa. Prevalece la máxima de que solo escribiendo historia se convierte uno en historiador.

En este sentido, al menos dos capítulos introductorios son de obligado análisis y de exigente reflexión. Uno se refiere a los hechos y la crítica histórica; otro a las preguntas que se hace el historiador. La historia no puede definirse ni por su objeto ni por documentos. Puede hacerse historia casi de todo y con toda suerte de fuentes. Pero son las cuestiones que se plantea el historiador lo que constituye el objeto de la historia y, en consecuencia, lo que determina la base de su trabajo.

En mi próxima investigación, ya en vías de revisión previa a la maquetación, las cuestiones que me planteo determinan el tipo de fuentes necesarias. Son tales cuestiones las que me han llevado a seleccionar un tipo de EPRE, alguna conocida -pero no siempre bien interpretada- y otra desconocida. También me han llevado a descartar otras. La aplicación de esta distinción me ha costado bastante trabajo porque he procurado superar mis propios prejuicios y limitarme rígidamente a la exposición, crítica interna y externa, contextualización y explicación de una masa nada despreciable de documentos encontrados en una decena de archivos. En tal labor he simplificado la clasificación de las cadenas de causalidad que describe Prost entre causas finales, materiales y accidentales y la he reducido a dos: condiciones necesarias y condiciones suficientes. Sin la menor intención, por supuesto, de sentar cátedra. Y, naturalmente, las cuestiones planteadas, casi como hipótesis al principio de la investigación, me han llevado a dar la preferencia a ciertos autores (nunca se parte de cero) y a dejar de lado otros. Aun así, la bibliografía es abundante.

No puedo decir que el libro de Prost me haya alumbrado el camino (tras cuarenta años de investigación en media docena de países y en una treintena de archivos algo he aprendido) pero sí me ha servido de consuelo. Por lo demás, no se me ha ocurrido sistematizar las técnicas de análisis tal y como lo hace él para ligarlas al desarrollo del estudio de la porción de pasado que me interesa atravesando las etapas que median desde las primeras interpretaciones de esa porción hasta desembocar en unas tesis que remedan la formación de un texto histórico con vocación científica, es decir, contrastable, sujeta a la crítica interpares y siempre provisional. No siempre es fácil agotar todas las fuentes existentes que incidan en una determinada cuestión. Sin duda habrá documentos y archivos todavía cerrados a la investigación.

Hubo una época en que escribir historia tenía mucho de literatura. ¿Quién no se ha confesado absorto o trascendido al leer la Historia de la decadencia y caída del Imperio romano de Gibbon? A mí se me cayó la baba, cuando hace muchos años leí la edición abreviada que me regaló Hugh Thomas. En alguno de mis traslados se traspapeló y ahora, cuando me concederé un buen descanso, me he apresurado a adquirir la versión completa. Espero pasar unas buenas semanas leyéndola y comparándola con alguno de los libros de Mary Beard.

Hace ya mucho tiempo que la Historia, sobre todo la contemporánea, se ha hecho “científica”. Pongo el adjetivo entre comillas porque no es obviamente una ciencia como la química. Es una ciencia social, una ciencia blanda. Los resultados que arroja son contingentes. Nuevas fuentes, nuevos descubrimientos, nuevos enfoques pueden dar al trasto, y frecuentemente lo hacen, con los conocimientos que creíamos seguros.

En pocos casos se parte de cero. Para la historia, por ejemplo, del siglo XX mucho de lo que pueda decirse, ya se ha dicho. En algún momento, en algún tiempo, en algún lugar. Esto se aplica a las sociedades occidentales y también a la española. El papel del historiador estriba entonces en separar el trigo de la paja y en calificar como relevantes, irrelevantes, verdaderas o falsas afirmaciones que en algún momento hicieron autoridad. O que, como en las dictaduras, estuvieron protegidas por esas autoridades. Todo lo que he escrito está pasado por ese cendal.

Desde este punto de vista el librito de Prost tiene una utilidad suma. Su lema podría ser el que la historia no explica el pasado completamente, pero sí algo del mismo. La explicación dada no es totalmente determinante pero tampoco es totalmente aleatoria. Todo lo posible no puede ocurrir al mismo tiempo, recuerda Prost. El historiador tiene que establecer un diagnóstico y determinar las situaciones en que se producen contingencias. Por utilizar la terminología anglosajona: si el historiador analiza la dinámica a que se han atenido los fenómenos históricamente constatables (the road taken), tampoco puede dejar de identificar aquellos puntos de inflexión a partir de los cuales, de haberse producido, los fenómenos subsiguientes hubieran sido otros (the road not taken). Es una metodología modesta. Personalmente, no estoy muy de acuerdo con los intentos de “historia alternativa” o “historia contrafactual”, un enfoque reciente tan de moda.  Ni los hombres ni las sociedades actúan como prevén los algoritmos de los war games o de los juegos de ordenador. El número de variables a considerar es inmenso. Sus interacciones, imprevisibles.

Comares publicó esta obra en 2014. Según tengo entendido ya va por la segunda edición. Es una buena señal. Merecería penetrar más entre los lectores españoles y familiarizarlos con una serie de observaciones que les permitirían dilucidar las profundas diferencias entre historiadores serios y los seudohistoriadores con escasos escrúpulos que disertan como si fuesen profesores sobre los temas más complicados de, sobre todo, nuestra historia contemporánea. En definitiva, un libro claro, sucinto, sumamente interesante y de lectura obligada para quien quiera penetrar rápidamente en el trabajo nada misterioso, por cierto, del historiador. Un ejercicio interesante podría estribar en sustituir los ejemplos tomados de la historia francesa por otros de la española. Es lo que yo invitaría a hacer si tuviese que dar un curso de postgrado.