Sobre la sentencia del Tribunal Supremo y la jefatura del Estado de Francisco Franco

18 junio, 2019 at 8:30 am

Ángel Viñas

El tema objeto de este post ha generado una intensa polémica dirimida en los medios de comunicación a lo largo de las últimas semanas. La artillería de numerosos historiadores, individual y colectivamente, ha lanzado salvas de críticas contra los magistrados de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del TS. Se han unido diversos juristas y varias asociaciones. La polémica ha saltado al extranjero. Incluso servidor ha participado en ella, sorprendido, aunque quizá menos.  En este post me atrevo a aventurar una hipótesis, que no tesis, ya que no tengo forma de contrastarla dado que, como es habitual, ninguno de los magistrados que se pronunciaron sobre la consideración de Franco como jefe del Estado desde el 1º de octubre de 1936 ha efectuado la menor declaración sobre lo que les impulsó a introducir tan innecesaria precisión.

Mi hipótesis es que encaja, en primer lugar, con la doctrina contencioso-administrativa sentada en algún precedente a instancias del escalón competente de la Administración franquista, en un tiempo en que hablar de la separación de poderes fue totalmente ilusorio. En segundo lugar, que también encaja también, aunque no se explicite, con una conocida sentencia del TC de hace ya muchos años. A ambas les una cierta inclinación ante la fuerza normativa de los hechos y la nula consideración de la historia o del contexto histórico. Pero reconozco no ser jurista.

Recordemos lo obvio. Los militares sublevados del 18 de julio de 1936 se levantaron en armas contra el régimen constitucional y democrático al que habían jurado obediencia. Desvirtuaron torticeramente la Ley Constitutiva del Ejército de 1878, ya sin efecto y legalmente superada. En términos estrictos se situaron fuera de la ley. Las formulaciones a que acudieron -bandos de guerra parciales y el general dictado por la Junta de Defensa Nacional el 28 de julio- solo se basaron en la fuerza de las armas. Sus acciones fueron “legitimadas” a posteriori por el mero imperio de la violencia. Son numerosas las hoy expresa y explícitamente derogadas.

Dentro de aquellas disposiciones ha de ubicarse el Decreto 138 de la Junta de Defensa Nacional de 28 de septiembre (Boletín de la misma del 30) que nombró a Franco “jefe del Gobierno del Estado”. No hubo referencia explícita a otra norma. ¿Cómo explicarlo? Simplemente por el deseo de crear un orden jurídico propio, alternativo y en oposición al vigente en aquellos momentos. Por otro lado, es obvio que el 1º de octubre de 1936 no existía un Estado franquista.  Este se creó a lo largo de la guerra. Su existencia como sujeto de derecho internacional apareció de forma paulatina, a medida que fueron reconociéndolo la mayoría de las potencias extranjeras.

La cuestión de la licitud en 1936 (postura de la mayor parte de los historiadores) o de la ilicitud del Estado republicano (defendida por parte franquista) se dirimió en la guerra y en la postguerra.  Naturalmente el triunfo de las armas fue decisivo. Las declaraciones en 1936 del propio Franco en su alocución de final de año así lo hacían prever:

No es un Estado de hecho que tiene condicionada su licitud y legitimidad limitada por el tiempo necesario para recuperar la “normalidad” alterada, sino que él es el régimen históricamente normal y legítimo. Desde el primer instante “Estado de derecho”, y como tal se asentó sobre la aclamación, el plebiscito, la adhesión, el asentimiento y el consenso del pueblo español.

Para entonces la Junta Técnica del Estado ya había dado algunos pasos en tal sentido. La intención fue siempre borrar a la República y su marco jurídico sustituyéndolo por uno alternativo. El Dictamen sobre la ilegitimidad de los poderes actuantes en 18 de julio de 1936 discurrió en el mismo sentido.  Los juristas de la dictadura actuaron dentro de un marco estricto, limitado y excluyente.

En el caso de las controversias en materia contencioso-administrativa existe un ejemplo de gran importancia. Ignoro si en las recopilaciones doctrinales habrá salido a la luz  o no. Quizá pueda servir, en mi escasamente jurídica opinión, para explicar la postura de la Sala del TS. Se dilucidó en 1959 en el seno del Consejo de Estado, órgano asesor del Gobierno e integrado por la guardia pretoriana del régimen, militar y civil. Sus dictámenes no eran, ni son, vinculantes. Tuvo que ver con la petición cursada por el ministro de Hacienda, Mariano Navarro Rubio, para que el Consejo examinara si la evacuación del oro depositado en el Banco de España a la entonces Unión Soviética en 1936 se ajustaba a derecho o no. La peregrina idea que habían tenido Franco y su fiel ministro de Asuntos Exteriores Alberto Martín Artajo (a mayor abundamiento secretario del Consejo en 1959) era la de reclamar su devolución, incluso mediante un recurso ante el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya.

Con independencia de las curiosas ausencias procedimentales (no se escuchó a la Abogacía del Estado ni a la Asesoría Jurídica Internacional del Ministerio de Asuntos Exteriores) la petición se abordó a los tres niveles habituales: el de la formación de un proyecto de dictamen, el de la discusión del mismo en el seno de la comisión competente y, por último, en su elevación al pleno del Consejo. En las sucesivas etapas interesa subrayar la postura del representante del Ministerio de Hacienda y director general de lo Contencioso José María Zabía Pérez.

Este distinguido caballero solicitó desde el primer momento que al dictamen final debía incorporarse nada menos que una afirmación tajante relacionada con la “ilicitud radical que […] tuvieron los actos del llamado Gobierno de la República”.  Es decir exhibió la postura franquista más dura. Mentes más preclaras que la mía podrán elucidar si el aserto de la sentencia de la Sala de lo contencioso-administrativo del TS no será quizá, mutatis mutandis, un trasunto. En la preparación del dictamen final Zabía lanzó con fuerza sus torpedos: los actos del Gobierno republicano era nulos, con ilicitud absoluta y plena. Se basó para ello en el decreto número 1 de la Junta de Defensa Nacional del 24 de julio que simplemente afirmó su constitución y su capacidad de representar al Estado español ante naciones extranjeras.

Sin embargo el pleno del Consejo de Estado aprobó, a pesar de las objeciones de Zabía, el proyecto de dictamen -que no las hizo suyas- y lo elevó al Gobierno con el voto contrario del director general.  ¿Y qué hizo el Gobierno? Desestimó totalmente el dictamen -lo cual era su buen derecho- y asumió por el contrario la postura de Zabía. Es decir, asentó la total primacía de las nuevas autoridades de 1936. No recurrió al hecho, bien conocido, que tras estas tronaba el general Franco con su capacidad, de tono nazi, de ser fuente del Derecho: su voluntad era ley, como reconoció la Orgánica del Estado de 1967 en su maravillosa disposición transitoria primera. Dado que tal norma superior fue derogada en los albores de la Transición el recurso a la misma y a sus antecedentes se me hace un poco cuesta arriba.

Es cierto que la Sala de lo contencioso-administrativo del TS podría acudir, aunque no lo hizo de manera explícita, a la de la Sala segunda del TC de 26 de mayo de 1982. A su tenor, “al término de la guerra civil, cuya proyección jurídica es precisamente la ruptura del ordenamiento, se integraron en este como únicas normas válidas las que efectivamente habían tenido vigencia en el territorio sustraído a la acción del poder republicano, a cuyas disposiciones no se les otorgó otra consideración que de puros facta, no solo carentes de fuerza de obligar, sino susceptibles incluso de ser considerados como hechos delictivos”.

No sé si esta bien conocida sentencia habrá dado origen a disputas entre expertos. No me parece que el haber reconocido, en dicho año, fuerza normativa a  hechos acaecidos entre 1936 y 1975 fuese una gran aportación pero Dios me libre de nadar en aguas ajenas. En qué medida pesó esta sentencia en la mente de los magistrados en junio de 2019 tampoco se ha explicitado. Por lo que se refiere a la argumentación de Zabía sesenta años antes, y a la adhesión del Gobierno a su postura (probablemente inducida desde el Ministerio de Hacienda), hay que constatar que no tuvo absolutamente el menor efecto.

El régimen de Franco jamás acudió al TIJ, pero es que ya el 1º de abril de 1939, en el momento dulce del día de la VICTORIA, el ministro de Asuntos Exteriores, teniente general Francisco Gómez-Jordana, dirigió una carta al Secretariado de la Sociedad de Naciones para denunciar  la adhesión de España al Acta general para el arreglo pacífico de las controversias internacionales. En 1959 carecía, pues, de la capacidad de pleitear contra la URSS, con independencia de que el oro hubiese sido vendido en su totalidad, tanto a ella como a Francia, durante la guerra civil.

La ley 52/2007 de 26 de diciembre, en su preámbulo, se remitió a la condena del franquismo contenida en el informe de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa de 17 de marzo de 2006. En él se denunciaron las graves violaciones de derechos humanos cometidas en España entre los años 1939 y 1975. Añadiré que al amparo de la normativa franquista  y con el beneplácito de las autoridades judiciales, incluido el venerable TS de la época. Sería, pues, de desear que la puesta al día y la adecuación de dicha ley -en mi modesta opinión deseables- a las condiciones creadas desde su entrada en vigor se utilizaran para actualizar la repulsa a los mismos y su reiterada condena. La idea estribaría en hacerla congruente con lo que a lo largo de estos últimos doce años los historiadores, sociólogos, politólogos, juristas y otros expertos hemos aprendido sobre el funcionamiento de la dictadura franquista, sus mecanismos y sus engaños, esos que siguen teniendo curso en ciertos sectores de una sociedad como la española que no termina de ajustar cuentas con el pasado común.

Dicho lo que antecede salvo mejor opinión.