Archivos españoles: la dura lucha por el derecho a conocer el pasado (II)

1 octubre, 2019 at 8:30 am

Ángel Viñas

Quisiera, ante todo, pedir disculpas a aquellos amables lectores que hayan podido haberse sentido molestos por mi empleo de la máxima turística del nunca olvidado ministro de (Des)Información y Turismo de la España franquista en sus años de gloria. En un plano rigurosamente político e institucional no es aplicable, pero ¿cómo expresar en una sola y rotunda afirmación que, en materia de acceso a archivos, España no es como la mayor parte de los países europeos de nuestro entorno? Y si no es como ellos, algo la diferenciará. Lo cual sirve para introducir la cuestión del porqué. Tiene múltiples respuestas (lo que no significa que todas sean iguales). Depende del nivel de profundidad al que se busquen. En el plano estricto de la actividad archivística me parece que hay que distinguir tres: a) la legislativa, b) la de dispersión de repositorios, c) la falta de recursos materiales y humanos. Por encima de ellas, existen otras.

 

En el volumen que aquí nos ocupa el primer nivel se analiza en las aportaciones de Antonio González Quintana y de Eva Moraga. Hubo un comienzo relativamente prometedor (la aparición en la CE del artículo 105b), en cuya incorporación creo que tuvimos algo que ver cuatro personas. A pie de obra el profesor Juan Marichal y servidor. Como correa transmisora el diputado por el PSOE Enrique Barón. Finalmente, como impulsor decidido el también diputado socialista Gregorio Peces-Barba, miembro de la ponencia constitucional. González Quintana recoge que el principio de la Constitución de que “la ley regulará el acceso de los ciudadanos a los archivos y registros administrativos, salvo en lo que afecte a la seguridad y defensa del Estado, la averiguación de los delitos y la intimidad de las personas” se interpretó como un derecho plenamente reconocido y que con él España se sumaba a los países que lo plasmaban en su texto legal del mayor nivel jerárquico posible. No puede por menos de aplaudirse tal coincidencia.

Marichal y servidor habíamos espoleado el tema a raiz de una serie de conferencias en la Fundación Pablo Iglesias en la que participamos. Si no recuerdo mal, le había confesado mi frustración por los vacíos en la documentación del Ministerio de Asuntos Exteriores en el que estaba iniciando una investigación sobre la política comercial exterior durante la República, la guerra civil y el franquismo (el libro, obra que dirigí al frente de un equipo de entusiastas economistas -Senén Florensa, Julio Viñuela, Fernando Eguidazu y Carlos Fernández Pulgar-, se publicó en 1979). Ya ha llovido desde entonces. La idea que pasamos a Enrique Barón era que nos parecía intolerable que los ministros y altos cargos se llevaran a sus casas los papeles tras sus respectivos ceses. Después, la negociación en la ponencia constitucional fue por sus propios caminos y de ellos no supe nunca una palabra.

Pero si el resultado fue relativamente aceptable, su regulación por disposiciones inferiores al nivel constitucional fue una desilusión, para mí y para Marichal. González Quintana ha esquematizado el trayecto desde sus inicios hasta prácticamente la actualidad. El derecho de acceso fue cortocircuitado. Papeles fundamentales que incluso ví personalmente en aquellos años han desaparecido (el ejemplo que siempre cito es un discurso todavía desconocido de Franco en una de las primeras reuniones de la Comisión Delegada del Gobierno para Asuntos Económicos en marzo/abril de 1957 y en el que expuso sus ideas sobre la política económica española – resumible en tres palabras:  autarquía pura y dura). Así se salva la reputación, totalmente inmerecida, del “genio de la modernización económica de España”.

¿Resultado? España se ha ido alejando, y se mantiene alejada, de varias de las recomendaciones internacionales en materia de acceso a archivos e incluso de la legislación internacional al respecto, en la medida en que  ha chocado con el derecho interno o preocupaciones políticas más o menos inconfesables. Desde la ley de secretos oficiales franquista de 1968 a la ley de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno Eva Moraga hace un relato muy  completo de esta descorazonante travesía.

Parece indiferente, a decir verdad irrealista desde el punto de vista del Gobierno/Administración, que a lo largo de tal travesía las quejas de los historiadores, de las asociaciones memorialistas, de sectores de algunos partidos políticos y, no en último término, de los funcionarios y archiveros que han de lidiar con la realidad diaria, hayan seguido un curso exponencial. El desprecio del que han hecho gala algunos ministros, como el siempre mal recordado Excmo. Sr. Don Pedro Morenés, titular de Defensa, se ha saltado a la torera toda argumentación lógica y técnica fundamentada. No hablemos de su sucesora, la no menos Excma. Sra. Dolores de Cospedal, alma del PP durante largo tiempo.  En este Departamento y en el del Interior, en particular, la aplicación exhaustiva del equivalente al clásico njet soviético ha triunfado clamorosamente. La situación recuerda la que describían fuera de la URSS disidentes en relación con dosieres, papeles y documentos “cerrados para siempre” en los archivos (chranitj vetschno), por utilizar la terminología popularizada por Lev Kópelev. En el Ministerio de Interior debemos incluso reconocer que uno de sus titulares, estudioso de las apariciones y milagros de la Virgen, no debió de tener la fortuna de que esta última le aconsejara que “la verdad hace libres”, según el precepto evangélico.

¿Exagero? Solo hay que echar un vistazo a los testimonios de historiadores que se han enfrentado con las dificultades (a veces suavizadas por funcionarios que han cerrado un ojo) a la hora de entrar en cierto sarchivos. Sobre todo en aquellos en los que ha recalado -en la medida en que lo ha hecho- la documentación relacionada con las tareas de represión en caliente e incluso en menos caliente por los sublevados del 18 de julio. Francisco Espinosa, en su contribución al libro de que me ocupo (pp. 298-333), ha recogido datos y experiencias absolutamente abracadabrantes.  Expone, claro está, que se ha progresado mucho desde los años setenta y ochenta del pasado siglo (¡faltaría más!), pero que aun queda mucho por hacer en lo que se han denominado los “archivos del terror”, fondos todavía hoy no accesibles del Ejército, de la Guardia Civil y de la Policía, de los que muchos todavía se ignora dónde están y/o qué ha sido de ellos.

Para aquéllos amables lectores que crean que no tengo razón al utilizar la máxima fragairibarnesca les sugiero que echen un vistazo a las peripecias de Espinosa para acceder a los “fondos especiales” del Tribunal de Cuentas o a los “10.000 documentos” del Ministerio de Defensa, mediante los oportunos recursos administrativos y demás fórmulas previstas en la legislación de la democracia española.

En fecha reciente se ha publicado un libro sobre los más o menos trescientos campos de concentración franquistas. Su autor es un investigador y periodista: Carlos Hernández de Miguel.  Cuenta con un preámbulo muy personal en el que narra cómo la EGB, el BUP y el COU le fallaron miserablemente a la hora de proporcionarle un conocimiento mínimo sobre la República, la guerra civil y la dictadura. No fue un caso único.  Si esto ocurrió en su generación, ¡imagine el lector lo que podemos decir quienes somos ya, por desgracia, algo más talluditos!. El relato de Hernández de Miguel es, aparte de su interés intrínseco, una buena muestra de las dificultades de todo tipo que hay que sobrepasar para poder escribir, aunque no sea exhaustivamente, sobre los hechos negros de nuestra historia. Una historia que es negra para una gran parte de la población que desde julio de 1936 empezó a sufrir las consecuencias de un GMN (“Glorioso Movimiento Nacional”) en tanto que respuesta “ineludible” a las violencias de la democracia republicana (como si la derecha no hubiese contribuído a ellas). Eso sí, el franquismo tejió al respecto una densa red de mentiras y mitos que, alimentados por una publicística poco proclive a la investigación en los “archivos del terror”, continúa esparciéndola hasta nuestros días.

¿Resultado? A la afirmación, un tanto grotesca, de Ricardo de la Cierva del “no nos robarán la Historia” (por supuesto, por los historiadores no pro-franquistas) hay que oponer la otra, tan querida de aquel autor, de que aquí, y ahora, se sigue “legitimando la dictadura e incluso justificando sus crímenes” (Hernández de Miguel dixit). En esto los responsables de tal desastre, o sus sucesores, siguieron el ejemplo nazi: el despliegue de grandes esfuerzos para destruir todos los documentos que pudieran ser “inconvenientes”, ya fuese por el agua, el fuego, los traperos o la trituradora. Lo importante era que las huellas desaparecieran. Los franquistas de buena ley, y los eclesiásticos que los cubrieron, jamás quisieron que sus papeles se conservaran para siempre.

(La casualidad ha querido que este post aparezca el día en que, antes, se conmemoraba la “exaltación del Caudillo”. Como no sigo el calendario de efemérides, aseguro que con su publicación no persigo malévolas intenciones)

(Continuará)