18 de junio 1815: Waterloo

16 junio, 2015 at 8:30 am

Estamos en un año que es aniversario en números redondos de grandes acontecimientos: el final de la guerra civil norteamericana o de secesión, el de la segunda guerra mundial, el de la de Vietnam (incluso, para España, el del fallecimiento de Franco). Pero, para alguien que vive en Bélgica, Waterloo es esencial. La batalla se libró a veinte kilómetros de Bruselas y muchos de los turistas que visitan la capital no desdeñan una excursión a un pueblo que es ya casi una prolongación del extrarradio.

NapoleonyWellingtonDesde hace más de año y pico ha venido organizándose una celebración por todo lo alto del bicentenario. Hay, por ejemplo, previsto un simulacro de algunas de las escenas cruciales de la batalla en el que participarán millares de aficionados (ni que decir tiene que servidor compró tickets desde el primer momento). Los libros y los números especiales de las revistas de divulgación históricas son incontables (como también ocurre en Francia y en el Reino Unido).

El Instituto Cervantes de Bruselas participa en las conmemoraciones con una mesa redonda en torno a uno de los protagonistas de la batalla: un militar y diplomático español, el general Miguel Álava Esquivel. Un descendiente suyo, que se ha pasado años husmeando en los papeles de la familia, presentará una biografía (que todavía no he leído) de su antecesor. Fue embajador del Reino de España ante la corte holandesa y, bajo cuerda, ante el rey francés en el exilio, Luis XVIII, en lo que hoy es Bélgica. Pero, y sobre todo, fue amigo íntimo de Wellington (si es que el duque de Ciudad de Rodrigo, como se le conocía en España) tuvo amigos de tal categoría.

Hubo, pues, un vector español en Waterloo. A decir verdad, adoptó tres manifestaciones esenciales. La primera vino dada de manera implícita: el desgaste sufrido por los ejércitos napoleónicos en la guerra de la independencia (del francés, en Cataluña). Años de hostigamientos y de incesante batallar con los guerrilleros y fuerzas españoles. Esto conllevó la necesidad de atender a un teatro de operaciones que se resistía al vasallaje francés. Con ello se minó la capacidad ofensiva y defensiva francesa de cara a otros escenarios europeos. Las ventajas que Napoleón se prometía de la ocupación de España y Portugal se tornaron en costes no solo tácticos y operacionales sino, y sobre todo, estratégicas.

La segunda manifestación se reflejó en las enseñanzas que Wellington extrajo de sus campañas en España. Ya se había forjado un nombre en la India pero su camino hacia la gloria discurrió por los campos portugueses y, sobre todo, españoles. En este aprendizaje de la batalla del débil contra el fuerte (el ejército británico siempre fue pequeño), uno de sus interlocutores privilegiados fue Álava como representante ante su cuartel general de las armas españolas. En las batallas de la península entre Wellington y Ávila se forjó una amistad inquebrantable.

La tercera manifestación derivó del hecho que Álava, como embajador ante la corte holandesa, no tardó un minuto en echar su cuarto a espadas tan pronto como Wellington apareció en Bruselas. Durante la batalla de Waterloo el general español le sirvió prácticamente como una especie de jefe de estado mayor.

Desde el punto de vista español, y aunque parezca mentira, esta última manifestación tuvo consecuencias muy afortunadas. Ávila pasó a ser embajador en París ante la restaurada monarquía. Su talento natural y sus conexiones británicas compensaron en cierto grado el desastre diplomático sin paliativos que para España supuso enviar un inútil como representante en el congreso de Viena que debía organizar la Europa postnapoleónica.

Por razones largas de explicar aquí, uno de los países que más habían contribuído al desgaste de Napoleón se quedó prácticamente en mantillas a la hora de obtener frutos de la victoria. Pasemos en silencio uno de los episodios más vergonzosos de la historia de la diplomacia española.

Álava salvó el honor. Recuperó parte de los tesoros artísticos españoles robados por los franceses y jugó hábilmente su relación con Wellington, con lo que se aseguró que una parte de las indemnizaciones pactadas por Francia con sus vencedores se destinara a España. De no haber sido por él, y si el peor rey español que fue Fernando VII hubiese tenido como representante en París a alguno parecido al que tuvo en Viena, la debacle hubiera sido total.

A Álava le aguardaban horas sombrías. Tras el hundimiento del trienio liberal hubo de huir, vía Gibraltar, a Inglaterra. Wellington le acogió prácticamente como a alguien de la familia. Fue embajador en Londres y, andando el tiempo, de nuevo en París. Sus aportaciones fueron notables aunque no logró evitar una cierta deriva francesa a favor de los carlistas en la primera guerra contra estos. Los británicos siempre fueron generosos con él. Álava es probablemente el único español que ha sido condecorado con una de las más ansiadas distinciones inglesas: la gran cruz de la Orden del Baño, casi al nivel de la Orden de la Jarretera.

Para los españoles actuales Ávila no es un nombre conocido, salvo en Vitoria, su ciudad natal. Un autor muy empapado en las mores de la Europa de aquellos años, Ildefonso Arenas, ha escrito una novela con el sugestivo título «Álava en Waterloo» que presenta un cuadro magnífico del trasfondo del Congreso de Viena y de las intrigas que desató en París el regreso de Napoleón desde Elba, la fracasada campaña de Bélgica y las consecuencias inmediatas de la batalla de Waterloo.

Terminaré esta ligera evocación recordando que en la clásica obra de sir William Napier (History of the Peninsular War and in the South of France), aparecida entre 1828 y 1840, se hacen elogiosas referencias a la habilidad política, militar y diplomática de Ávila. No ocurre lo mismo con la de sir Charles Osman quien solo le cita dos veces. Una cuando fue herido y otra en el famoso brindis que Wellington dedicó a Luis XVIII en Toulouse tras conocerse la (primera) abdicación de Napoleón. Ávila respondió con otro brindis por Wellington, «liberador de España, de Francia, de Europa».

Por cierto, Álava fue el único hombre en Waterloo que había combatido contra los británicos en Trafalgar y con ellos en muchas otras batallas, por ejemplo en Busaco (Portugal) y Vitoria. Si en la España de aquella época hubo un soldado internacionalizado y que además combinó experiencia de primera mano en la guerra naval, la guerra terrestre y la diplomacia ese soldado se llamó Miguel Ricardo Ávila y Esquivel.