Una sombra sobre la España de la victoria

28 marzo, 2017 at 8:30 am

Ángel Viñas

Sobre el período inmediato tras la finalización de la guerra civil hay una inmensa literatura. Por lo general se ha concentrado en ámbitos como el de la sangrienta, permanente y duradera represión de los vencidos, la puesta en marcha del autoproclamado “nuevo Estado”, el enaltecimiento de la figura de Franco como supremo salvador de la PATRIA, etc. Menos en el ámbito económico en donde la atención se ha dirigido hacia los no demasiado impactantes esfuerzos de reconstrucción.

Esta atención no faltó del todo en la Administración del autoproclamado “nuevo Estado”. En el Ministerio de Agricultura, de corte falangista, preocupaba lo que podía avecinarse poco después del comenzo del militar en Cataluña. El 30 de enero de 1939 el delegado del Servicio Nacional del Trigo resaltó cómo la reducción de las siembras, una cosecha meramente regular y el aumento previsible del consumo iban a conducir a una situación deficitaria grave. Estimaba tan ilustre prohombre que el volumen de trigo que faltaba para el normal abastecimiento, sin restricciones, de la población se elevaba a casi 300.000 toneladas. Las necesidades iban a ser apremiantes y, para los siguientes meses hasta agosto, podían calcularse en unas 165.000.

Aunque la situación alimenticia de la autodenominada “zona nacional” no había estado nunca en peligro, los problemas se acumularían en el futuro inmediato. Las posibilidades de reducir la dependencia de las importaciones eran limitadas: el racionamiento, la mezcla del trigo con otros cereales y el aumento de los rendimientos harineros. El SNT se pronunció en contra de esta última alternativa, difícil, y elaboró una preciosa argumentación desechando la primera, porque presentaba “grandes inconvenientes económicos, sociales y políticos”.

Tal alternativa fue la que terminó adoptándose muy rápidamente. Estaba en consonancia con el espíritu falangista que reinaba en la dirección política de la agricultura española (había que buscar “Imperio” y repartirlo entre los nuevos conquistadores, un poco como en sus sueños Hitler hacía con las extensas superficies agrícolas soviéticas en busca de Lebensraum). Así, pues, se subrayó que la implantación del racionamiento era complicada; habría que introducir cartillas; fijar cupos de harina que entregar a los panaderos y ello produciría -suponemos que por aplicación de la “ley de hierro” inherente al derecho de conquista- un “reparto desigual en perjuicio de la parte más modesta de la población”. Las raciones, continuó el SNT, habrían de “establecerse en función de la situación económica de los individuos y la clase de trabajo que realicen”.

Los cálculos eran, en cualquier caso, estremecedores: la ración media necesaria para enjugar el déficit sería de menos de 300 grs por día, es decir  de dos tercios de la media que se aplicaba en aquellos momentos. Daría origen a una imputación de 330 calorías diarias, “imposible de sustituir por otros alimentos para la mayor parte de la población”. ¡Imagine el lector el caso de los obreros que realizaban trabajos físicos fuertes! Consumían hasta un kilo de pan al día. Además, el racionamiento fomentaría el comercio clandestino de harina y de pan a precios superiores a los de tasa “y produciría un retraimiento de las ofertas de trigo al SNT”. La ocultación aumentaría considerablemente.

Todo esto era cierto. Pero, ¿qué hacer? Como no había muchas divisas libres (el encorsetado comercio de la España de Franco no las generaba) el consejo de excelentísimos señores ministros, en su reunión del 10 de febrero de 1936, solo autorizó la adquisición de 200.000 toneladas de trigo en Argentina y de 50.000 en Rumania. Así, pues, se aceptaba de entrada un déficit equivalente a estas últimas.

¡Ah! Pero el hombre propone y la realidad dispone. La ocupación total del territorio incrementó las necesidades previstas. En base a las existencias de trigo al 1º de abril de 1939 [DÍA DE LA VICTORIA sobre los malvados que habían llevado a la PATRIA al desastre] las importaciones adicionales imprescindibles se cifraban en, por lo menos, otras 250.000 toneladas. El déficit triguero en la zona ocupada se estimaba en un mínimo de 200.000.

¿Qué significa esto? Que había mucho hambre comprimido y reprimido en el territorio que había quedado fiel a la República hasta el final y que algo más había que hacer. En la reunión del Consejo de Ministros del 20 de abril se adoptó la decisión de adquirir trigo en tal volumen y se anularon las importaciones previstas de Rumania.

Se firmaron, pues, los necesarios convenios hispano-argentinos y el pimpante ministro de Agricultura, el prócer falangista Raimundo Fernández-Cuesta, no se privó de ilustrar a sus no menos ilustres compañeros que las adquisiciones se veían sombreadas “por la posibilidad de un conflicto internacional”.

Hay que ver, pues, desde este ángulo la importancia y significación de los amables signos de Franco de creciente aproximación hacia las potencias del Eje, sobre todo el Tercer Reich, y su desprecio olímpico a recabar la ayuda de las democracias occidentales, en particular Inglaterra,cuyas peticiones de regularizar los intercambios comerciales se encontraron con el desprecio más absoluto. ¡Faltaría más!.

Esta demostración de orgullo miserable, típico de la política exterior para-fascista del “invicto Generalísimo”, siempre se topó de bruces con la realidad. El 14 de junio de 1939, en una de las sesiones habituales del Comité de Moneda (encargado de gestionar el volumen de divisas con criterios típicos de una vieja ama de llaves), se expuso la situación de divisas. Esta fue siempre uno de los secretos de Estado mejor guardados de la dictadura. En la guerra, en la posguerra (en realidad, hasta el plan de liberalización y estabilización de 1959) solo los iniciados -unos cuantos funcionarios del Instituto Español de Moneda Extranjera y del Ministerio de Comercio- pudieron correr los velos que recubrían este santo de los santos.  Más de veinte años de “absoluta discreción”, salvo cuando no hubo más remedio, a partir de 1956, que decir algo a una inquisitiva institución como fue  la Organización Europea de Cooperación Económica (OECE).

Pues bien, en el primer mes auténticamente de “paz” (aunque la “campaña” contra los malos continuaba), el de mayo, las entradas y salidas de divisas (en torno a los 1,5 y 2 millones de libras respectivamente) habían incrementado el déficit. Solo había podido cubrirse tirando de créditos (45.000 libras) y reduciendo la posición (475.000 libras). Las tenencias en divisas libras de la orgullosa ESPAÑA DE LA VICTORIA apenas si pasaban de 700.000 libras. No comment. Con esta precaria base monetaria exterior Franco se preparaba a la conquista de un “Imperio”.  

¿Qué hacer? En primer lugar, reconocer la realidad. Uno de los periodistas más “pelotas” del régimen militar, el hoy prácticamente olvidado Francisco Casares, había celebrado alborozado la desaparición de las cartillas de racionamiento introducidas durante la guerra. Las había calificado tan preclaro turiferario de “señal infamante del período rojo, vestigio de socialización..” (Debo la cita a Rafael Abella, qepd). Pero la verdad es que la desaparición no duró mucho.

La Ley de 10 de marzo de 1939 creó la CAT (es decir, la Comisaría General de Abastecimientos y Transportes), uno de los grandes órganos de intervención y de distribución de productos sometidos al racionamiento de la posguerra. Dependió del Ministerio de Industria y Comercio (a partir de 1951 solo de este último) y fue también uno de los organismos en que con mayor ferocidad anidó la corrupción sistémica de la dictadura. Dentro de la CAT hicieron metástasis los militares que se incorporaron a la Administración civil del orgulloso “nuevo Estado”. No pasaron hambre. Los vencidos, y muchos otros, sí. Lo veremos rápidamente.