Bye-bye al “caso Balmes” con un interrogante

27 marzo, 2018 at 10:24 am

Ángel Viñas

Probablemente a estas alturas de la película los amables lectores estarán tan hartos como servidor. Once posts pueden parecer demasiados. Sin embargo, quienes se tomen la molestia de leer EL PRIMER ASESINATO DE FRANCO podrán comprobar que en tales posts no he repetido demasiado la argumentación del libro y que he abierto las puertas a alguna que otra elucubración. Hoy me despido del tema. Entre pitos y flautas, es uno de los problemillas históricos al cual he dedicado más tiempo y esfuerzo como historiador. He señalado, siempre, los huecos que faltan por rellenar y los papeles que, ¡ay!, todo hace pensar que han desaparecido. En este caso se cumple axiomáticamente el principio de que la tarea del historiador nunca llega a cristalizar en una versión final, a prueba de bomba. La revisión continua es la esencia y el motor de la historiografía. Mucho más en los temas de historia contemporánea. Hoy termino con un pequeño interrogante.

 

Es preciso hacer, ante todo, unas reflexiones generales. En primer lugar, respecto al vuelo del Dragon Rapide. Es, probablemente, el más citado de la historia de España en los años treinta y cuarenta. No fue ni por asomo la principal contribución del banquero Juan March a la preparación del “GMN”. Sin embargo, es frecuente presentarla como tal. Aunque March sigue siendo un personaje misterioso (sus papeles personales, si es que los conservó, no los ha investigado hasta ahora ningún historiador español o extranjero), su pago del alquiler del avión inglés (unas miserables 2.500 libras) palidece ante la inversión que hizo en favor de los monárquicos el mes de marzo de 1936 para adquirir material de guerra moderno en el extranjero. ¿Qué son 2.500 libras en comparación con el medio millón que entonces apoquinó?

En segundo lugar, ni siquiera este medio milloncejo es comparable a la movilización de oro y otros activos que rápidamente desencadenó para financiar, con divisas, los momentos iniciales del “GMN”. En mis cálculos (susceptibles de corrección y mejora) he llegado a sugerir que equivalió, más o menos, a casi el importe de la contrapartida en divisas de la parte del oro del Banco de España que fue enviándose a Francia desde finales de julio de 1936. Esta parte casi ascendió a casi un cuarto del total de reservas existentes en la entidad al comienzo de la sublevación. No se trata, pues, de sumas despreciables.

Así, pues, el alquiler del Dragon Rapide fue una gota de agua en el océano de la ayuda financiera que el banquero prestó a la rebelión militar. Se dice con frecuencia que sin Hitler ni Mussolini no habría habido Franco. Es absolutamente indispensable añadir el nombre de March.

Sobre el autor del asesinato no hemos llegado a determinar su nombre. Sí hemos identificado cuatro posibilidades. Lo hemos hecho atendiendo a varios criterios analíticos expuestos claramente para que los lectores puedan seguir nuestro razonamiento. Dado que hemos escrito un libro basado esencialmente en evidencias escritas (por mucho que esto pueda atraernos críticas de “documentolatría”), no hemos sido capaces de encontrar una orden firmada por Franco o por delegación. Ciertamente creemos que este tipo de actuaciones se ordenan oralmente, pero tampoco hemos hallado apuntes de ninguna conversación a tal efecto. No hemos descartado al chófer ni tampoco al general Orgaz (que ha pasado de rositas por la conspiración, como si no hubiese tenido mucho que ver en ella). Hemos subrayado el caso especial del teniente coronel en la época (luego general) José María del Campo Tabernilla, por la simple y sencilla razón de que, según su expediente personal, estaba pegado a Balmes, sin destino específico, en el período anterior a la sublevación y porque hizo declaraciones algo más que sospechosas. Finalmente, hemos mencionado a un entonces comandante, Eduardo Cañizares, sobre el cual Franco derramó numerosos favores, desde el primer momento hasta las postrimerías de la dictadura y nos hemos preguntado por qué motivo sería.

Quizá incluso pueda ampliarse este círculo concéntrico de personas en torno a Balmes, pero la aplicación de nuestros criterios analíticos no da, francamente, para mucho más. A lo mejor hay otros en los que no hemos caído. La clave, naturalmente, estará en Canarias. Los personajes que más intensa relación tuvieron con el camelo montado en torno al “accidente” eran canarios o estaban destinados en Las Palmas. Aquí recuerdo que hace años, cuando salió la primera edición de LA CONSPIRACIÓN DE FRANCO, un amable lector se puso en contacto conmigo para decirme que un amigo suyo, creo que en Tenerife, sabía de buena tinta lo que había pasado. Me ofrecí inmediatamente a ir a entrevistarme con él, pero no aceptó. Pudo ser una falsa alerta. O no.

Un colega y amigo mío, el profesor Alberto Reig Tapia, escribió hace años un libro de gran éxito (FRANCO, “CAUDILLO”: MITO Y REALIDAD, Tecnos). En él expresó, lógicamente, su sorpresa ante la forma en que se decía que Balmes había muerto y señaló que “el caso es tremendamente confuso y rápidamente pasó al olvido, siendo un tema del que nadie -que sepamos- se ha ocupado en profundidad”. Esto lo publicó en 1995. Después de dar unas cuantas vueltas al tema, recogió las declaraciones de un tal Ricardo Santana que estaba de telefonista en la Comandancia y que salieron en el número de la revista Interviú correspondiente a la semana del 18 al 24 de agosto de 1977.

Santana afirmó que “al general Balmes lo mandaron matar y eso está más claro que el agua. Y lo mandaron matar porque un republicano de verdad y porque se oponía totalmente al golpe de Estado fascista”.

Nuestra investigación ha reivindicado la parte más sustantiva de las declaraciones de Santana y las sospechas del profesor Reig.  A la vez, ha abierto, creemos, una nueva ventana a través de la cual examinar un comportamiento concreto de Franco en una situación concreta. No es un comportamiento demasiado aleccionador, pero lo que resulta evidente es la falta de escrúpulos del posterior jefe del Estado, no solo en aras de un bien superior (el éxito de la sublevación) sino también al servicio de su propia carrera.

Y ello por el hecho no ya del asesinato sino de su taimado encubrimiento durante toda la dictadura, desde el principio hasta el final. En este sentido, el mito del “accidente” de Balmes pertenece, creemos, a ese núcleo duro de camelos que en su momento se adujeron, y en ocasiones todavía algunos aducen, para justificar el “GMN” y sus consecuencias. Este es el capítulo central, en nuestra opinión, de la mistificación franquista y neofranquista de la historia contemporánea española. No por nada lleva el profesor Payne deglutiendo los mismos camelos desde hace más de cuarenta años.

Habrá historiadores que arruguen su nariz despectivamente ante la investigación concreta de un caso concreto. Para ellos traeré a colación que en 1915, en la cárcel, Rosa Luxemburgo escribió un panfleto titulado “La crisis de la socialdemocracia” (suele conocérsela, al menos en la literatura alemana, como la Junius-Broschüre). En tal panfleto se encuentra una rotunda afirmación que bien puede servir de lema a más de un historiador:

“Decir lo que es es el acto más revolucionario que existe” (Zu sagen was ist, bleibt die revolutionärste Tat).

No hay, evidentemente, que predicar la revolución (la del tipo que preconizaba Luxemburgo está algo más que démodée) para defender la continuada validez de tal cita, sobre todo en un período de bulos, “hechos alternativos” y fake news a la moda de Trump y de tantos otros. Me parece que haber demostrado, con documentos en la mano, que Franco fue un asesino y un ladrón de guante blanco a lo largo de una guerra en que sus soldados morían o se desangraban por la PATRIA debería inducir a reexaminar con lupa el comportamiento real de la persona que impuso su sello a cuarenta años de la historia de España, en adición a los esfuerzos de construcción social de su imagen como “Caudillo”, que han analizado, entre otros, Laura Zenobi y Paul Preston. Tampoco se insistirá lo suficiente es que no hay historia definitiva. Ni siquiera en el “caso Balmes”.

Ahora el interrogante.

Nos hemos topado con una cuestión existencial de la que en el libro no hemos extraído todo el jugo posible. Si los lectores tienen la bondad de ojearlo, en la página 195 verán que en la nota 21 el juez militar encargado del caso dictó varias diligencias, entre ellas, las de constitución de su Juzgado en el Hospital Militar y de depósito en él de las siguientes prendas: guerrera kaki, pantalón corto kaki, camisa de seda rayada y una bala de cartucho de 9 mm de diámetro.

No tenemos mucho que objetar a la bala. Da la impresión de que Balmes vestía una guerrera, pero nos preguntamos ¿también, con ella, iba de pantalón corto? Porque esto implica que el general en jefe de la guarnición de Las Palmas habría llegado al campo de tiro de La Isleta en una combinación un tanto curiosa. Según los testimonios que se adujeron en relación con el caso posteriormente, primero visitó un cañonero varado y pasó revista a la guardia en los cuarteles de Ingenieros e Infantería. Pues bien, esto NO NOS LO CREEMOS. No creemos que un general en 1936 fuese vestido de tal suerte en el desempeño de su cargo. El Ejército español no era como el británico en la India o en África, en los cuales los pantalones cortos eran de rigor en los calurosísimos veranos.

Dicho en román paladino de 2018: ¿es imaginable hacer tales visitas en shorts y poco menos que una guayabera? Podríamos aceptar que Balmes fuese un dandy y que utilizara camisas de seda de color kaki. Pero una camisa rayada, de seda o no, no era en absoluto reglamentaria, como tampoco lo eran los shorts. Es decir, algo fundamental no encaja y lo que no encaja es la descripción estándard de cómo fue Balmes al campo de tiro. A lo mejor no hizo la visita al cañonero ni pasó revistas. A lo mejor lo que se contó acerca de las circunstancias en que se produjo el suceso fue un “hecho alternativo” à lo Trump.

Pero nosotros, historiadores empíricos, nos basamos en evidencias existentes, por malejas que sean. Como lo son, hemos destrozado literalmente las aducidas y comprobado que están supercontaminadas. Nos preguntamos si tal vez no solo lo fueron la supuesta autopsia y las declaraciones del único testigo amén de las de los diversos oficiales y jefes que participaron en una pantomima burocrática. También otras dan la impresión de que lo fueron igualmente. Tal vez los brillantes, los denodados, los previsibles historiadores, gacetilleros y tertulianos pro-franquistas querrán aclarar nuestras dudas y, sobre todo, apuntalar documentalmente su argumentación. Hasta ahora, no lo han hecho. Bye-bye.

Pero no teman los amables lectores. Puesto a encordiar, seguiré con Franco.

Fin de la serie