Guerra civil o guerra de España

28 febrero, 2014 at 8:48 am

La demostración documental de que la sublevación militar del 18 de julio de 1936 contaba con la promesa, rigurosamente contractualizada, de suministro bélico moderno por parte italiana me ha obligado a introducir la noción de que el conflicto estaba ya internacionalizado antes de que estallase. También me ha hecho ver que los monárquicos calvo-sotelistas (entre ellos muchos reaccionarios de tomo y lomo) se preparaban para una contienda, que presumían –supongo- relativamente corta. Para sublevar a las guarniciones de los centros urbanos no se necesitaban, en efecto, bombarderos, cazas e hidroaviones.

Lo que antecede, debidamente documentado y contrastado y no tomado de algún otro autor, como hace por cierto el campeón norteamericano del copy and paste, refuerza la idea de que en el corazón mismo del estallido estaba inserta la política expansionista o imperialista de la Italia fascista, aunque tradicionalmente quien se ha llevado la palma ha sido la intromisión del Tercer Reich. Los nuevos descubrimientos documentales han sugerido, nuevamente, a algunos historiadores el replanteo de la cuestión de si no sería mejor hablar de “guerra de España” en vez de guerra civil. A la vez, en la derecha más cerrada se utiliza el primer concepto para describir el conflicto como algo profundamente español, arraigado exclusivamente en variables endógenas. Una modificación de los enfoques que popularizó al comienzo de los años cuarenta, nada menos, Gerald Brenan.

Confieso que no me agradan demasiado las querellas nominalistas aunque no ignoro que tienen importancia. Es obvio que, en buena medida, la guerra tuvo un carácter de conflicto internacional por interposición y que fue el preludio a la que las democracias occidentales debieron aceptar después para contener la marcha, al parecer triunfante e imparable, de los regímenes fascistas.

Hipertrofiar la dimensión antifascista del conflicto español es comprensible históricamente. Ahogados por la no intervención, los republicanos no tuvieron más remedio que hacerlo. Sin demasiado éxito. Las democracias europeas (pocas en realidad) estaban asustadas ante el peligro comunista y fascista. Sin embargo, casi sin excepción prefirieron sobreestimar el primero antes que el segundo. Los británicos incluso pretendieron introducir una cuña entre la Italia fascista y el Tercer Reich, cuya agresividad potencial por cierto no ignoraban aunque el Gobierno de la época la subestimó. También es comprensible que los sublevados enfatizaran el carácter anticomunista de su “cruzada”. Lo habían hecho antes. Lo magnificaron después. Ahora sus “sucesores”, más o menos larvados, descontado el peligro comunista, ponen en su punto de mira a los socialistas. Genera réditos políticos.

La guerra tuvo numerosas dimensiones. Fue una guerra de clases, algo que hoy muchos autores ya ni se atreven a mencionar. Para un amplio sector de historiadores (no hablemos de politólogos o sociólogos) hacerlo es asumir algo que huele demasiado a marxismo y eso, hoy, no es de buen tono. Fue, también, una guerra de religión, en el sentido en que en ella se ventiló el papel político y cultural de la Iglesia en la configuración del futuro de España. Naturalmente, este vector lo subrayaron en la época numerosos prelados seguidos de su fiel infantería. Incluso aflora hoy en las loas a y beatificaciones de los mártires de la fe. Fue una guerra igualmente por la definición territorial del Estado. Finalmente, pero no en último término, por la orientación del país en los ámbitos socioeconómico, político, ideológico y cultural, que cuentan entre las apuestas  más importantes.

Todas estas dimensiones (podrían aducirse otras) estaban íntimamente relacionadas con los factores internos y  estructurantes de una sociedad. Es lo que estuvo en juego, por ejemplo,  sin forzar las analogías, en la guerra civil norteamericana (que nosotros llamamos de secesión). O lo que se ventiló en la guerra civil rusa. O lo que se debatió en China. Sin olvidar Vietnam. Es decir, en conflictos anteriores y posteriores al español. Todos, por supuesto, con un vector internacional más o menos activo.

Querer subsumir las dimensiones anteriormente enunciadas dentro de la pugna fascismo-antifascismo resulta, en mi opinión, empobrecedor. Salvo que difuminemos los conceptos, es posible reivindicar la conveniencia de seguir llamando a la guerra civil guerra civil.  Los conceptos que se le han aplicado han variado, por lo demás, con los tiempos y las perspectivas. No se olvidará que para los sublevados la denominación oficial, al menos así figura en la documentación conservada tanto tiempo como duró la dictadura y algo más en el Servicio Histórico Militar, fue “guerra de liberación”. Se supone que de las asechanzas y del yugo marxistas. Tanto republicanos como franquistas hicieron propaganda en torno al concepto de “guerra de la independencia”. Incluso un ilustrado militar franquista, nada menos que un teniente general, todavía publicó en el franquismo tardío un libro (declarado de utilidad para el Ejército) que establecía presuntos paralalelismos entre uno y otro conflicto.

Es decir, los conceptos cambian pero algunos, y no otros, terminan imponiéndose. Hoy, por ejemplo, en Estados Unidos caracterizar su guerra civil como “guerra entre los Estados”, algo que hizo furor en un tiempo entre los proclives a la causa sudista, es relativamente insólito y sitúa al autor que lo utilice en un campo ya casi al margen de la historiografía consolidada. No que la tentación se haya extinguido. Recientemente en Londres, con la exhibición de la película 12 años de esclavo, que se llevó varios premios BAFTA, los medios se han hecho eco de las tesis de algunos norteamericanos que siguen negando, erre que erre, que su guerra civil se dirimiera en último término para abolir la esclavitud.

Tal vez, con un poco de suerte, los historiadores españoles terminemos poniéndonos de acuerdo sobre ciertas conceptualizaciones por encima de equívocos nada inocentes, y condenemos al fuego eterno, es decir, a la ignominia historiográfica a aquellos que, como algunos autores del Diccionario biográfico de la RAH, todavía no se han enterado de que la guerra fue todo menos, enfáticamente, una “cruzada”.