Análisis de la carta a Franco de un alférez provisional

27 noviembre, 2018 at 8:59 am

Ángel Viñas

Desde el punto de vista de su análisis un documento, aislado, como el reproducido en este blog la semana pasada plantea interrogantes. El más importante es también el más obvio: ¿es creíble? Normalmente los historiadores trabajamos sobre temas para los cuales existe una multiplicidad de fuentes. A veces convergentes, lo que es la situación ideal. A veces contradictorias, lo que obliga a un análisis pormenorizado y separar el trigo de la paja. En general es en ello cuando se demuestra la destreza del analista. Los hay buenos y los hay menos buenos. Otros ni se atreven o eliminan lo que no les gusta. Pero, en general, no suele trabajarse sobre un documento aislado. ¿Por qué, pues, lo he reproducido?

La respuesta inmediata es porque creo que dice algo interesante y por el origen del mismo. La procedencia es en este caso, en mi opinión, determinante. Si la carta se hubiera encontrado, valga el ejemplo, en un archivo personal o, si se quiere, en el de un periódico habría que concederle mucha menor significatividad que la adquiere cuando se advierte que procede de los archivos de la Casa Civil de Su Excelencia el Jefe del Estado (SEJE). Es decir, este origen la dota de un mayor interés. Observaré que se trata de una perspectiva basada en un elemento externo.

Sin embargo, el historiador procede metódicamente, con arreglo a unos procedimientos generalmente aceptados. La consistencia interna y la contextualización adecuada son los más importantes.

Desde el primer punto de vista el contenido de la carta es congruente con el desasosiego sentido por un antiguo alférez provisional, que luchó, posiblemente derramó alguna sangre, propia y ajena, y fue parte de las fuerzas que proclamaron la victoria sobre quienes consideraron enemigos de la Patria (dejo fuera de órbita el que fuese solamente “su” Patria y no la de todos). Una guerra civil es dicotómica o en blanco y negro. La española lo fue en grado sumo.

Por lo que él escribió, el exalférez no aceptó las medallitas subsiguientes a la victoria. ¿Es creíble? Sí. Lo era si no seguía dentro de las fuerzas armadas. Nadie iba a obligarle a solicitarlas y a nadie le sorprendería que sobre el uniforme no llevara los pasadores de la campaña. Probablemente se trató de algún estudiante de derecho, tal vez licenciado después. En su carta se encuentran argumentos de cierta naturaleza jurídica, no demasiado desarrollados, pero para lo que él quería suficientes.

También es probable que fuese algún católico, cosa nada extraña en las filas de los vencedores, que al fin y al cabo combatieron con el fervor que despertaba una Iglesia que siempre he caracterizado como trentina, es decir, emanada casi directamente de los dogmas establecidos y apuntalados en el Concilio de Trento en el siglo XVI. (Para quien dude de mi caracterización sugiero que lea los documentos que la Iglesia triunfante obligó a firmar a quienes se retractaron, después de la guerra, de “demoníacas” creencias como las masónicas: la aceptación de los dogmas desde Trento, amén de los posteriores, fue una condición sine qua non).

No hay forma de comprobar si el firmante asistió al proceso contra Grimau. Él afirmó que estuvo presente en el mismo. Habría que comprobar quiénes fueron admitidos al mismo, pero eso no nos llevaría demasiado lejos porque probablemente hubo varios y el firmante bien pudo decir la verdad o haber mentido.

Que se sintió profundamente disgustado por lo que viese u oyera, y por el mantenimiento de una legislación que le pareció desajustada a los tiempos que corrían en 1963, es algo que se desprende de su escrito, redactado en tonos respetuosos para con su destinatario. Obsérvese la reiteración del “mi General”, que habría sido de uso obligado en la contienda.

El remitente se sintió herido por la existencia, en tal año, de una legislación que era absolutamente de guerra. Es lógico que así fuera en el contexto en que lo escribió. Ya habían surgido algunos brotes de oposición y habían tomado fuerza desde los primeros, producidos en torno a la mitad de los años cincuenta. El PCE, “los marxistas”, habían empezado a levantar cabeza.

En 1963, además, todavía no se habían hecho sentir con intensidad el “opio” que el régimen desparramó sobre los españoles como consecuencia de los frutos que arrojara si no la mística del “desarrollismo”, sí al menos la recepción de un volumen creciente de remesas de emigrantes, de la repatriación de capitales, de la incipiente inversión exterior y de los ingresos por turismo. Todos ellos contribuyeron, a lo largo de los años sesenta, a impulsar el crecimiento, ya que no el desarrollo, de la economía. Al expandirse la tarta, quedó algo más para las amplias mayorías, pero en 1963 el proceso estaba en sus comienzos y las migajas de tarta no se habían desparramado por lo que solían denominarse “las clases menesterosas”.

Estoy escribiendo en términos de una contextualización general. Es insuficiente. Hay que ir más cerca del motivo de la carta, es decir, estrechar o circunscribir la contextualización.  En cuanto se llega a estos niveles, lo primero que hay que decir es que el exalférez provisional llegó tarde. Fechó su carta el 20 de abril de 1963, es decir, el mismo día en el que, en la madrugada, Grimau había sido fusilado, a las pocas horas de terminada la reunión del Consejo de Ministros que se dio por enterado de la sentencia. No hubo la menor demora. Si la reunión de los señores ministros acabó el 19 hacia las 9 de la noche, el fusilamiento se produjo hacia las 6.30 de la siguiente madrugada.

En esta perspectiva de contextualización próxima debo recordar que sobre el proceso a Grimau se ha escrito mucho, pero que una de las obras de referencia que mejor lo ha tratado, en mi opinión, ha sido un libro que suele citarse poco pero que me parece fundamental para comprender los antecedentes y la renovación del aparato represor judicial en el franquismo, que venía derechito de la guerra civil. Me refiero a la obra del magistrado Juan José del Águila, El TOP. La represión de la libertad (Planeta, 2001).

En él se hace mucho hincapié en una conducta del general Franco, que hoy sigue siendo tan alabada en ciertos sectores de la sociedad española, que fue bastante poco habitual. Como se sabido, el ejercicio del derecho de gracia para indultar a condenados a muerte era de su exclusiva competencia. Lo había ejercido durante la guerra civil y la posguerra, pero con muchísima mayor frecuencia se había limitado a darse por enterado de las sentencias de los órganos e instancias competentes inferiores. En el caso de Grimau, el taimado general decidió, por razones que no he visto explicadas suficientemente, compartir la responsabilidad de la decisión con sus propios ministros. Es más, se sometió a votación formal y explícita. Como dice del Águila, siguiendo al constitucionalista Diego López Garrido, “una circunstancia que era absolutamente inhabitual, puesto que nunca ningún asunto fue sometido a votación en los Consejos de Ministros presididos por Franco”. Sí ocurrió en otros casos que Franco llamara a sus ministros, en consejo, a que participaran en determinadas decisiones para las cuales, en realidad, él únicamente era responsable pero aquí todo dios se mojó y votó. Ninguna abstención. Unanimidad. Estaban en juego, ya que no la dignidad que no abundaba, los garbanzos.

En el caso de Grimau es obvio que Franco buscó cobertura para amparar una decisión que supuso un importante costo político para su régimen. De lo que se trató en este caso fue, simplemente, de proceder con toda la fuerza de la vigente legislación, una legislación de guerra. Con tal fin se aparcó la aprobación de la decisión de remitir a las inefables Cortes franquistas el anteproyecto de Ley de creación del Juzgado y Tribunal de Orden Público. De haberlo hecho, el fusilamiento hubiera sido postergado automáticamente.

Juan José del Águila ha observado, además, cómo la dictadura ni siquiera quiso atenerse a sus propias normas. Cito literalmente: “no existe constancia en la causa ni de la hora exacta en que se produjo la notificación de la sentencia a Grimau, ni del momento del traslado del reo a la capilla (….) [ni] sobre la posible identidad de la persona que debió cursar la instrucción por la que el gobierno “se daba por enterado” (…) ni en qué momento aquel trámite se realizó, si es que realmente se produjo así (…) En realidad el origen de aquel “enterado” gubernamental sigue envuelto en el misterio”.

En tan insondable misterio participaron varios generales, “héroes de la Cruzada”, como Rafael García Valiño o Pablo Martín Alonso, sobre los cuales un próximo libro, que me ha cabido el honor de prologar, revelará algunas características personales por la pluma (o máquina de escribir, más bien) de uno de sus eminentes compañeros. Es decir, que algunas de las impresiones del exalférez provisional (“se conculcaron todas las normas del Derecho, desde el principio al fin”) resultaron ser rigurosamente exactas. Para más detalles, remito a la obra de Juan José del Águila de quien me consta que está trabajando afanosamente para ponerla al día. Espero que pronto lo haga y pueda salir de nuevo a la luz.

Una apostilla personal. A servidor la noticia del fusilamiento de Grimau me pilló “empollando” con el fin de no dejar colgada alguna asignatura porque tenía una beca para la Universidad Libre de Berlín. Un amigo mío, de quien he perdido la pista, José Manuel Serrano Parrondo, y yo nos quedamos helados. Más cuando empezamos a escuchar por las radios extranjeras otra versión de lo ocurrido en Madrid. Si no recuerdo mal, Le Monde dejó de aparecer en los kioscos unos cuantos días. A los pocos meses, cuando empecé a visitar la entonces República Democrática alemana (RDA) comprobé que, en Berlín oriental, Leipzig y Dresde. por lo menos, había Julian Grimau Strassen, calles en su honor. A mi vuelta uno de mis amigos comunistas ya fallecido, José Ramón Herreros de las Cuevas, que quería que ingresara en el partido, me llevó a ver alguna de las sesiones públicas del TOP. Me resultaron vomitivas, pero no ingresé. Había visto el régimen del SED en la RDA y, la verdad, me eché para atrás. Lo que sí me quedó fue una sensación de profunda repugnancia hacia el régimen de Franco. La tuve entonces. La mantengo hoy.