¿Alemanes antipáticos?

28 julio, 2015 at 8:30 am

En 1958 dos autores entonces poco conocidos, Eugene Burdick y William J. Lederer, publicaron una novela, The Ugly American, que era una dura crítica a la política norteamericana de cara a un país ficticio del sudeste asiático. La caracterizaban rasgos tan poco deseables como la incompetencia, la corrupción y la arrogancia. Se convirtió en un best-seller. Al año siguiente la publicó Grijalbo bajo el título, literal pero no excelente, de El americano feo.  Probablemente no tardarán en aparecer obras, de ficción o no, que reconstruyan la antipática atmósfera por la que atraviesan una buena parte del electorado alemán, un sector de sus partidos políticos de centro derecha (CDU/CSU) y de extrema derecha y varios de sus abanderados, entre ellos el ministro federal de Finanzas Wolfgang Schäuble. A lo mejor surge incluso una pareja como Burdick y Lederer.
Angela_Merkel y Wolfgang_SchäubleEste va a ser mi último post antes del verano. Todo el mundo tiene derecho a vacaciones (aunque no todos puedan tomarlas) y servidor va a concentrarse por las mañanas un libro que se me resiste y, por las tardes, a leer algo que no tenga nada que ver con él.
En este post quisiera suscitar una cuestión que viene preocupándome desde hace años. No aspiro a originalidad alguna. Todo lo que puede preguntarse, por el momento, sobre la crisis griega ya se ha planteado. Los análisis en profundidad vendrán después.
En el reciente debate generado en Alemania sobre si convenía o no aprobar el principio del tercer rescate a Grecia una minoría, pero no diminuta, se pronunció en contra. Está respaldada por un segmento muy sólido de la población. Su exponente más conocido es nada menos que un ministro del gobierno federal de coalición. En las negociaciones dejó caer, como si no tuviera importancia, que una mejor alternativa estribaba expulsar a Grecia temporalmente de la eurozona. Luego ha repetido en público esta posición que ha levantado cierta indignación entre los socialdemócratas alemanes. Al menos de momento Schäuble no ha sido desautorizado.  ¿Se convertirá en un líder de opinión de los alemanes feos?
Muchos alemanes lo son porque parecen haber olvidado su propia historia. Se encuentran en todas las clases sociales y, por supuesto, entre los círculos dirigentes (con el Bundesbank en primer lugar). Ahora bien, si hay una nación o un pueblo que no tienen derecho a olvidarla, ni siquiera en el transcurso de las generaciones, es Alemania. Muchos países han querido asentar su hegemonía sobre el continente. Pocos lo han logrado y menos aún por mucho tiempo. En Alemania concurren dos circunstancias: fue el último país que lo intentó y el más efímero (ni siquiera cinco años). Aún así se las apañó para sembrar un reguero de destrucción y muerte que culminó en los horrores de la Shoah.
Naturalmente las generaciones actuales no tienen la culpa de ello pero no están eximidas del deber de olvido. Los alemanes fueron, en los años treinta y parte de los cuarenta, muy, muy antipáticos. Precisamente la integración europea se diseñó con dos propósitos esenciales: desterrar la guerra entre los países que en ella participan y fomentar su crecimiento económico, su bienestar y su solidaridad. El primer objetivo se ha alcanzado plenamente.  En los otros dos se han conseguido avances formidables. Alemania ha prestado a ello una contribución impagable.
Este palmarés se ha erosionado considerablemente desde el impacto de la crisis económica. Los nacionalismos y populismos han reverdecido. A veces de forma grotesca. En Alemania, de manera insidiosa. Lo más parecido que en Alemania hay a un santo laico, Jürgen Habermas, ha dado un grito de alarma: ¿asistiremos ahora a un tercer intento alemán en Europa de asentar la hegemonía política, después de haber logrado la económica?
Hábilmente Schäuble, y con él una parte del establishment político alemán, han argumentado que lo que la eurozona necesita es un nivel de integración más elevado. Saben perfectamente que, dejando las cosas a su inercia, el proceso no avanzará. Sería, ciertamente, una buena salida: en la medida en que el invento europeo de compartir soberanía ha ido avanzado, los problemas, incluso lo más intratables, han encontrado solución. Quizá no a gusto de todos, pero sí de forma tal que con ella todos han aprendido a vivir y a convivir.
El otro día, Hollande recogió el guante. ¡Hay que «comunitarizar» la gobernanza de la zona euro a través de la creación de una vanguardia que señale el camino! Lo hizo en el 90 cumpleaños de Jacques Delors, uno de los pocos franceses que supo cohonestar el interés francés con el comunitario. Pero dado que la política francesa se ha caracterizado en numerosos aspectos por el mantenimiento del grado más elevado posible de autonomía consistente con los compromisos integubernamentales dentro de la UE, hay lugar para la sospecha. Sobre todo porque detrás acechan las fuerzas que desean derrumbar la UE en todo lo posible.
Alemania y Francia son los dos países claves para el futuro de Europa. Mi sospecha es que Francia seguirá maniatada en el próximo futuro, con elecciones presidenciales en 2017, y una Marine Le Pen con su amenazante Frente Nacional. Es decir, corresponde a Alemania o bien dejar pasar el tiempo y que la situación se pudra más o dar un salto adelante. En otros tiempos, hoy lejanos, los alemanes encontraron figuras que lo dieron: Adenauer, Schmidt, Kohl. Y sus dificultades no fueron entonces menores que las que hoy existen.
Las cosas pueden empeorar. ¿Quién pone su mano en el fuego de que el tercer rescate a Grecia vaya a ser un éxito? Lo más probable es que no lo sea. Grecia se acerca peligrosamente a la situación, que nunca hemos esperado ver en Europa, de un «estado fallido» o, al menos, «cuasi-fallido» que no ha sabido adaptarse a un entorno en rápida mutación. ¿Pero lo ha hecho Alemania? Mi impresión es que no. Que su capacidad para detectar las rigideces estructurales griegas no la dirige con la urgencia necesaria a la mejora de la gobernanza de la zona euro ni a las inflexibilidades de su economía y de su sociedad. Es el clásico ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio.
De no hacer algo quizá se cumpla la advertencia que los socialdemócratas lanzaron en el Bundestag el otro día. Alemania consolidaará lo que ha perdido en cuarenta ocho horas: una buena parte del «goodwill» que tanto trabajo le costó conseguir a lo largo del tiempo como uno de los alumnos más aplicados de la clase. Y se olvidará que la idea de un núcleo duro conformado por una vanguardia la defendía Schäuble, con la aquiescencia de la clase política alemana, no hace tantos años. Tiempos, tiempos.
Con esta última nota deseo a todos mis amables lectores las mejores vacaciones posibles en estos tiempos de incertidumbre. Volveré  el 8 de septiembre.

EL TERCER GRAN LEGADO DE FRANCO

21 julio, 2015 at 8:30 am

Echando un vistazo a la literatura neo o para-franquista no es difícil discernir que en ella ocupan un lugar preeminente tres «grandes» legados. El primero es haber derrotado a los «rojos» y a su cobertura, la Segunda República. El segundo haber preservado la neutralidad en la guerra mundial. El tercero presidir la época de mayor crecimiento de la economía española. Es el equivalente funcional del que, hasta 1939, se atribuía a Hitler: haberse encontrado con un país hundido económicamente y, en menos de seis años, eliminar el desempleo.

Franco y Carrero Blanco a bordo del AzorEn el caso alemán, claro, luego vino la guerra mundial, su larga serie de victorias y su final con el crepúsculo de los dioses nazis. La recuperación económica alemana de 1933 a 1939 se ha pasado por la lupa. Sus mecanismos se han explicado hasta la saciedad.

En el caso español también hemos hecho lo mismo historiadores y economistas. España disfrutó de una bonanza económica entre 1960 y 1970 pero ¿por qué?, ¿cómo?

Historiadores como Stanley G. Payne y Jesús Palacios no tienen ninguna duda en cuanto a las respuestas: la gran habilidad de Franco como «último regeneracionista», su deseo de hacer de España una potencia moderna y fuerte.

Esto no es sino una burda tergiversación de una historia que, formalente, se inició hoy hace 56 años, el 21 de julio de 1959. Aquel día Franco firmó el Decreto-ley de Ordenación Económica, base de la única operación estratégica de gran calado que la dictadura fue capaz de emprender en el plano económico y con consecuencias profundas.

Los lectores que tecleen en wikipedia «plan de estabilización de 1959» encontrarán una sucinta descripción ni particularmente mala ni particularmente buena (lamento que omita, además, el papel del profesor Manuel Varela, qepd, entonces secretario general técnico de Comercio).

Un apunte. Cuando el Banco Exterior de España (BEE) me encargó en 1976 que, con un equipo, preparase un estudio sobre la política comercial exterior desde 1931 a 1975 para conmemorar el L aniversario de su fundación, lo primero que hice fue pedir autorización para acceder a los archivos gubernamentales del franquismo.

Entre los puntos que pretendía aclarar era la génesis del plan de estabilización. El Decreto-ley de 1959 me pilló en Alemania y todavía recuerdo haber leído en el periódico de Hamburgo Die Welt la noticia. Poco después, lei también la referencia a una advertencia hecha por el Cardenal Primado y Arzobispo de Toledo a los peligros del baile agarrado. La España de la época era realmente diferente.

Gracias al entonces director general del BEE, profesor Rafael Martínez Cortiña (qepd) pude trabajar en los archivos de los Ministerios de Asuntos Exteriores, Comercio, Hacienda, Industria y Presidencia del Gobierno amén del Banco de España y del IEME (Instituto Español de Moneda Extranjera).

Los tres volúmenes que componen la obra, aparecida en 1979, abordaron documentalmente las etapas de la Segunda República, la guerra civil, la autarquía y la estabilización. La del crecimiento se hizo en plan analítico. Rastreamos, hasta donde fue posible, el proceso de formación de las políticas concernidas. Era algo que, hasta donde se me alcanza a recordar, no se había hecho todavía hasta entonces en España. No por falta de medios personales sino de facilidades institucionales.

Todos, salvo uno, de los compañeros que participamos en aquella aventura recordarán lo que sufrimos: el embajador Senén Florensa (jefe de fila para la Segunda República), el hoy secretario de Estado para la UE Fernando Eguidazu (transversalmente para la política contingentaria y de control de cambios), Carlos Fernández Pulgar (qepd) para el ambiente ideológico de la autarquía y Julio Viñuela (para el crecimiento tras la estabilización).

Hubo que sortear dificultades. Por ejemplo, la interpuesta por aquel genio de la política patria Leopoldo Calvo-Sotelo (qepd), a la sazón ministro para las relaciones con las Comunidades Europeas, que se enfureció porque el libro podría dar munición a los comunitarios en sus negociaciones con España. Revelaba, ciertamente, algunos de los mecanismos por los que la dictadura había introducido un alto nivel de protección encubierta contra las mercancías extranjeras. Muy a tono con los postulados en los que Franco siempre creyó.

Al Caudillo hubo que sacarle el plan con fórceps. Fue un parto duro, largo y difícil cuyos antecedentes se remontan, en ciertos círculos económicos ilustrados de la Administración, hasta por lo menos 1954. ¿Quiénes se opusieron a él con tenacidad? Franco y su escudero el almirante Luis Carrero Blanco, ministro subsecretario de la Presidencia del Gobierno.

De él encontré una «Introducción al estudio de un plan coordinado de aumento de la producción nacional» que redactó, o le ayudaron a redactar, en la primavera de 1957 y que constituye una sublime profesión de fé en las virtudes de lo que los economistas suelen denominar «crecimiento hacia adentro», una expresión edulcorada para lo que las potencias fascistas llamaban, pura y simplemente, autarquía. En sus virtudes creyó Franco, tras según él haber leído la tira sobre temas económicos, desde la guerra civil hasta que se vio obligado a tirar la toalla.

Carrero Blanco, que tanto ayudó al excelso Caudillo en sus maniobras políticas, también le había apoyado en sus curiosas estrategias económicas. Entre los dos se preocuparon cuidadosamente de que la economía española y la internacional se mantuviesen disociadas. Solo la amenaza de insolvencia en los pagos internacionales con unos débitos en divisas a corto, medio y largo plazos imposibles de satisfacer con las entradas en moneda extranjera indujo a ambos prohombres a dejar hacer a quienes sabían. El resultado fue el Decreto-ley de hace 56 años. Con ayuda del FMI y de otros técnicos extranjeros. Un francés, Gabriel Ferras, redactó incluso el borrador de justificación.

Años después de la publicación del libro tuve necesidad de bucear de nuevo en los archivos de la Presidencia del Gobierno. Encontré entonces en el acta de la primera o segunda reunión de la Comisión Delegada del Gobierno para Asuntos Económicos, probablemente en abril de 1957, un discurso anejo de Franco. Lo fotocopié y guardé como oro en paño hasta perderlo en alguno de mis mudanzas internacionales.

Gracias a una buena amiga, la profesora Paloma Villota, traté de localizarlo hacia 1998. Le dijeron que naranjas de la China. Volví a la carga hacia 2006. Era ya entonces secretario general de la Presidencia el embajador Nicolás Martínez-Fresno quien ordenó la búsqueda del famoso discurso. ¡Había desaparecido! Se encontraron, eso sí, varios saludas en los que López Rodó lo distribuyó a los ministros encareciéndoles su lectura. Se subrayaba la importancia de las manifestaciones de Su Excelencia el Jefe del Estado con respecto al guayule.

Consulten los lectores el diccionario: planta cauchífera que crecía (hoy ya no lo sé) en los arenales de Huelva. Fue la explotación industrial del guayule una de las brillantes ideas que SEJE introdujo en su discurso para remediar el problema de la falta de caucho. Y sin él, claro, los camiones y camionetas no podrían cumplir su esencial labor de «unir a todos los hombres y tierras de España».

No crea el lector que Payne/Palacios han perdido el tiempo leyendo la obra.

«HA LLEGADO EL DÍA DE LA GLORIA»: DE FIESTAS NACIONALES Y OTRAS COSAS

14 julio, 2015 at 8:30 am

flagEstas líneas aparecen el 14 de julio. Una coincidencia de calendario. Es el día de la fiesta nacional francesa de cuyo himno revolucionario-patriótico por excelencia, La Marsellesa, extraigo el título del post. La domina. En la España de Franco el equivalente fue el 18 de julio. Y como vivo en Bruselas no puedo dejar de recordar que el 21 de julio se conmemora el juramento del primer rey del Reino de Bélgica. Por no hablar del 4 de julio y de la Declaración de Independencia aprobada aquel día en 1776 por el segundo congreso continental que formaban las trece colonias que aspiraban a emanciparse de la Corona británica.  
Quisiera, no obstante, centrarme en la comparación entre los casos francés, belga y español. Hoy, el 14 de julio, es una fecha marcada por el habitual desfile militar en los Campos Elíseos y multitud de bailes populares. Siempre recordaré la primera vez que la viví en 1958. Para ver el desfile, y a De Gaulle, me pasé la noche anterior en una comisaría parisina. No tenía un centavo en el bolsillo para regresar a la Ciudad Universitaria. Los policías me dejaron en una celda y al amanecer me invitaron a café y croissants.
No siempre se celebró en Francia el 14 de julio que recuerda el día de la toma de la Bastilla en 1789 y también la celebración de la Fiesta de la Federación del año siguiente. En la combinación de ambas la Tercera República, instaurada tras el derrumbamiento del Segundo Imperio a consecuencia de la guerra franco-prusiana, quiso unir el carácter revolucionario y la unión nacional. En 1880 tal carácter quedó implantado sólidamente. Antes, sin embargo, había habido mucho movimiento. En la Monarquía absoluta se celebraba el nacimiento de San Luis. En el primer imperio, el de Napoleón el 15 de agosto. Para ello se buscaron además connotaciones católicas, como la fecha del concordato de 1801 que restableció como oficial tal religión. La Monarquía de Julio celebró los días de la revolución de 1830 que a ella condujo. El golpe de Estado de Luis Bonaparte reanudó, hasta 1869, con el aniversario imperial.
De este somero relato se deduce el carácter altamente simbólico de toda Fiesta Nacional. Francia  tuvo un siglo XIX atormentado y desgarrado por las pugnas políticas y memoriales que desató la revolución por antonomasia. Los años más ambiguos fueron los del «Estado francés».  El 14 de julio no desapareció pero Vichy se esforzó por contrarrestarlo teniendo en cuenta los «nuevos valores» que representaba. Para ello retorció fiestas de origen republicano y creó otras.
En el mes de mayo, por ejemplo, adicionó a la fiesta del trabajo,  debidamente «petainizada», el día de las madres y el nacimiento de Juana de Arco. Incluso recuperó el 15 de agosto. Un historiador francés, Rémi Dalisson, ha hecho un magnífico estudio que muestra la refuncionalización de las celebraciones precedentes  al servicio de un régimen apoyado tanto sobre una interpretación profundamente reaccionaria del pasado francés como sobre las bayonetas extranjeras.
En Bélgica un historiador, Hervé Hasquin, ha mostrado cómo se inventó una historia ad hoc a lo largo de los primeros cien años de existencia del Reino. Había que mostrar, con el más elevado sentido patriótico, que no se trataba de un Reino sin raíces y que Bélgica no era un accidente de la historia sino que su creación como Estado respondía a una auténtica necesidad histórica. Nombres que esmaltan el callejero recuerdan a los defensores de la gran historiografía nacional. Al principio se conmemoró el 27 de setiembre, en recuerdo de la revolución que en 1830 terminó con el dominio holandés. Desde l890, Leopoldo II, el rey que explotó vilmente «su» finca del Congo, se traspasó a la fecha actual para ligar estrechamente nación y Corona.
El caso español es singular.  José Álvarez Junco ha explorado muy bien por qué en el siglo XIX no llegó a instaurarse una fiesta nacional de carácter patriótico. Las dos fechas más utilizadas (2 de mayo y 25 de julio) no ganaron aceptación general. No fue hasta el siglo XX cuando empezó a celebrarse el 12 de octubre, aunque la reina regente María Cristina ya lo había propuesto sin éxito, quizá para edulcorar el sabor italiano que Estados Unidos había empezado a dar al «Columbus Day». En realidad, la primera fiesta nacional laica por excelencia fue el 14 de abril, día de instauración de la República. No duró mucho.
Franco impuso la conmemoración del «Alzamiento Nacional». De hecho su dictadura solía autodenominarse como «el régimen del 18 de julio». Fecha correspondiente a un año cero de carácter palingenésico. Le añadió un motivo de celebración mucho más popular: la paga extraordinaria que esperaban como agua de mayo millones de trabajadores y empleados. La fiesta del 18 de julio duró tanto como su dictadura. Un estudio que no sé si alguien habrá llevado a cabo compararía los mensajes políticos, intelectuales, ideológicos y culturales que los medios de comunicación social bajo el franquismo emitían alrededor de tal fecha. Primero, al socaire de una censura propia de los tiempos de guerra y más tarde bajo el imperio de la ley de prensa Fraga Iribarne. Si no está hecho, podría ser un proyecto estimulante.
Ahora, cuando se acerca de nuevo el 18 de julio será interesante comprobar qué se dice acerca de él en la prensa escrita y, de forma más representativo quizá, en el ciberespacio. Porque si el 18 de julio es hoy como la historia merovingia para muchos de nuestros jóvenes, no es menos cierto que sigue proyectando su alargada sombra sobre estos tiempos que corren. La discusión que se ha levantado ante la idea de cambiar los nombres de las numerosas calles que continenen claras reminiscencias franquistas es buena prueba de ello.
Siguiendo con las coincidencias de calendario: el post de la semana que viene coincide con el aniversario de la aprobación por Franco en 1959 del denominado Decreto-Ley de ordenación económica. Para muchos esto estará tan alejado  de la actualidad como la historia merovingia pero tiene su importancia.  Ya lo verán.

HISTORIA PARA EL VERANO

7 julio, 2015 at 8:30 am

Están a punto de llegar las vacaciones. Muchos no gozarán de ellas. Para otros serán cortas. Seguimos en la crisis. En algún momento, cuando echemos la vista atrás con la suficiente distancia, quizá podramos advertir que este habrá sido un tiempo de mutaciones. El campo preferido del historiador. Períodos tales abundaron en los años treinta y cuarenta del pasado siglo. Todavía seguimos lidiando con sus consecuencias. El verano, se trabaje (quizá menos) o no se trabaje, es tiempo favorable a la lectura de obras de historia y de ficción. Servidor va a compensar el mucho tiempo que he invertido en otras actividades. Aparte de intentar progresar, lentamente, en un libro que espero pueda salir el próximo año, trataré de leer de cubierta a cubierta tres obras que llevan en mi mesa varias semanas y que hasta ahora solo he podido ojear. Las menciono en este post por si logro convencer a algún amable lector de que se trata de libros que merecen la pena.

El primero es un grueso mamotreto que, sin duda, está llamado a hacer época sobre la historia de la segunda República española. Hoy es más necesario que nunca. Llevamos años sometidos a un bombardeo incesante en algunos medios de comunicación, en un sector del ciberespacio y en libros escritos apresuradamente o con intenciones de intoxicación sobre lo horrendos que fueron aquellos años. Hasta políticos de cierta relevancia como la nunca suficientemente alabada Doña Esperanza Aguirre ha ilustrado a sus lectores de ABC al respecto. Por no hablar de eminentes políticos o politiquillos de la escena patria. Apoyados, todo hay que decirlo, por autores, especialistas o no, que se han prestado a un juego que es probablemente muy lucrativo.

P1020594Por ello la salida al mercado hace unos meses de un trabajo de síntesis y actualización, centrado en particular en el período que va de 1931 a 1936, es más que bienvenida. Se titula, escuetamente, LA SEGUNDA REPÚBLICA ESPAÑOLA. La ha publicado Pasado & Presente. Los autores (Eduardo González Calleja, Francisco Cobo Romero, Ana Martínez Rus y Francisco Sánchez Pérez), a tres de los cuales conozco personalmente, son expertos en el tema, vienen investigando sobre el período republicano desde hace años, han publicado decenas de títulos (de esos que, probablemente, Doña Esperanza Aguirre jamás habrá leído – ahora, en la oposición, a lo mejor encuentra más tiempo) y han acometido una tarea ímproba con serenidad y buen juicio. Naturalmente, ya han levantado detractores pero, como es habitual en nuestros pagos, ha dominado el ninguneo. Como si por ello, en condiciones de libertad de expresión (que brillaron por su ausencia durante lo que solía denominarse «anterior régimen» y que no fue sino una dictadura pura y dura, de toques y ribetes fascisto/clericales asentada sobre una base militar y gestapista), pudieran ponerse límites al viento del campo. De entrada, sugiero a los amables lectores que, si no tienen ganas de abordar de golpe la lectura de las 1.245 páginas, sin contar la bibliografía, de esta obra empiecen al menos con la introducción y conclusiones (la Segunda República en la memoria colectiva de los españoles) y que luego pasen a las peripecias por las que atravesó el primer intento serio de democratización y modernización de una España oficial bastante anquilosada.

P1020592El segundo volumen que tengo en mi mesa es complementario. Se titula EL PASADO EN CONSTRUCCIÓN. REVISIONISMOS HISTÓRICOS EN LA HISTORIOGRAFÍA CONTEMPORÁNEA. Lo ha publicado la Institución Fernando el Católico, de la Diputación de Zaragoza. Se trata de un conjunto de ensayos bajo la coordinación de Carlos Forcadell, Ignacio Peiró y Mercedes Yusta, sobre las manifestaciones de la historiografía seudorrevisionista en varios países europeos y en España. No somos tan especiales, aunque esto no suponga en nuestro caso ningún mérito (más bien demérito). Las querellas sobre la interpretación del pasado afectan también a países que quizá lo tengan algo menos oscuro que nosotros, en la medida en que las situaciones de coacción por las que atravesaron fueron con frecuencia más cortas que la española, pero también dejaron huella indeleble en su reciente recorrido, ya se trate de los antiguos países fascistas, de la Francia de Vichy, de algún que otro ejemplo del «socialismo realmente existente» como en lo que era Checoslovaquia, sin olvidar a Portugal. Es un libro que debería ser lectura obligada, al menos, para periodistas, forjadores de opinión y estudiantes de historia.

P1020593El tercer libro es de un amigo mío, Fernando Hernández Sánchez. Se titula LOS AÑOS DE PLOMO y lo ha publicado Crítica. Trata de los años más oscuros del PCE, años de resistencia, reconstrucción, sabotaje, persecución y heroísmo. Años que están incrustados en la memoria de los padres y abuelos de un sector de la joven generación pero cuya interpretación ha sido dejada por lo ganeral a las valoraciones de los «historiadores» oficiales (guardias civiles, exbrigada política social, militares e «intelectuales orgánicos») o a los celadores de la ortodoxia comunista. Contiene episodios increíbles que refuerzan la muy extendida opinión de que la realidad puede superar con creces a la ficción más desbocada.

Los tres libros comparten una misma preocupación metodológica: hay que volver a las fuentes primarias relevantes de época, publicadas o no; hay que aplicar los enfoques basados en la evolución de la metodología y de la teoría del conocimiento histórico; hay que practicar la autodisciplina, es decir, subordinar las posiciones personales a la contrastación con los datos y el debate con otros autores. Porque, no se engañe el lector, hay buenos y malos historiadores, como hay buenos y malos médicos, abogados o ingenieros. Es deber de los primeros desvelar, e impugnar, las falacias, las tergiversaciones, las omisiones y las construcciones seudocientíficas. El historiador, lo quiera o no, cumple una función social. No podrá pedírsele que sea imparcial pero sí debe exigírsele que sea objetivo. Es decir, que ponga al descubierto sus fuentes y su metodología y que clarifique su argumentación, sus supuestos y sus conclusiones debidamente apoyadas y contrastadas.

Cuando se aplica este criterio se advierte que nombres ensalzados en ciertos medios de comunicación son poco más que vendedores de ficción, cómoda tal vez para un Gobierno que tiene miedo del pasado (su comportamiento en materia de apertura de archivos así permite inferirlo) pero que no tienen mucho que ver con historiadores auténticos, del signo que sean.