El sangrante caso de la prisión provincial de Córdoba
Moreno Gómez ha ido identificando lo que pasó gracias a la acumulación de testimonios orales y algunas pruebas documentales. Entre los primeros destaca el del médico madrileño doctor Sama Naharro, que fue trasladado en noviembre de 1940 a la infame prisión. En un desbarajuste inimaginable los reclusos se hacinaban mezclándose los de tipo político y los comunes; las condiciones sanitarias eran terribles, con un solo urinario en el patio; la suciedad invadía todo; los presos estaban llenos de piojos y depauperados; él mismo pesaba 45 kilos; la alimentación era a base de nabos; la leche -para los enfermos, cuando se les daba- estaba aguada; no había medicinas; en el dispensario médico se robaba hasta el azúcar; los partes de cocina se falsificaban; aparecían comidas que no existieron; el estraperlo era habitual. Lo más importante era el resultado: los enfermos morían como chinches y la causa fundamental era el hambre. Ruego al lector que retenga este dato.
El testimonio de un antiguo diputado comunista, Adriano Romero, confirma que la prisión estaba abarrotada; que en los dormitorios, donde se hacinaban 350 personas, había solo un váter que no podía utilizarse durante el día; que la mugre recubría todo.
Francisco Gómez Herencia abundó en el tema fundamental de la comida: el único plato que recibían generalmente los reclusos era matas de coliflor hervidas con agua a la que se echaban tacos de grasa de la que se utilizaba para engrasar los ejes de las carretas; su olor era insoportable y su sabor indescriptible. Cuando se cambiaba el «menú» a la coliflor la sustituían los nabos forrajeros, destinados habitualmente a las bestias. Los reclusos llamaban a esta porquería «caldo nazareno».
Otro preso, Miguel Regalón, destacó las consecuencias: todos los días quedaban tendidos en el patio varios muertos de hambre; la deshidratación era pavorosa; en una temperatura de más de cuarenta grados a los reclusos se les privaba de agua; cuando uno logró cazar un pajarillo y se lo comió, los guardianes le dieron una paliza. Ya no se le volvió a ver.
En tales circunstancias no debía de sorprender, pero no se previó, que terminara produciéndose una epidemia de tifus exantemático. La mortandad volvió a dispararse. Así, pues, el hundimiento moral, la suciedad, el hambre, la enfermedad y la muerte se convirtieron en los compañeros habituales de una población reclusa desesperada.
La imagen puede extenderse a otras prisiones de la España de Franco cuando Falange soñaba con gloria imperial sin fin. Se han contabilizado 6.000 víctimas en una docena y aun quedan por explorar datos de otras cárceles muy importantes como las de Puerto de Santa María, Málaga, Hellín, Chinchilla, Cuéllar, Segovia, Madrid, Alcalá de Henares, Burgos, Palencia, Amorebieta, Santander, El Dueso, Santoña, Zaragoza, etc.
En este pavoroso panorama la dieta oficial, afirma Moreno Gómez, era de 800 calorías y a veces llegaba a menos. Yo no soy médico y para escribir este post no solo he acudido a Mr Google sino que me he asesorado debidamente de un médico forense de larga experiencia, buen amigo mío y antiguo discípulo de Grande Cobián. El Dr. Miguel Ull me dice (y los lectores que sepan de medicina podrán, imagino, contrastar sus afirmaciones) que las necesidades básicas para una vida normal oscilan entre las 2100 y las 2500/2700 calorías según nivel de actividad, edad y sexo. Un nivel de 800 calorías es de subsistencia y, en la práctica, para no tener actividad. Cualquier contingencia de salud (un catarro, una gripe, las omnipresentes diarreas) barrería a los reclusos por carecer de defensas. No tardaba en iniciarse la desnutrición, la depauperación y la caquexia en el camino hacia el único desenlace posible.
Es inverosímil que los médicos que servían en las cárceles de la época no pudieran anticipar lo que ocurriría manteniendo a los presos bajo una dieta tan hipocalórica como la establecida. Muchos de ellos no llegaban, además, a las prisiones pletóricos de salud y con sus fuerzas intactas. Lo contrario era lo normal. Tampoco podrían alegar desconocimiento los guardianes, carceleros, sanitarios y cuadros de mando que sisaban de las raciones distribuidas a los prisioneros. Su objetivo era desviar preciados recursos alimenticios hacia los infernales mecanismos del estraperlo y del mercado negro que habían hecho presa en la España de la VICTORIA (y que no desaparecieron hasta principio de los años cincuenta).
Por consiguiente, debemos pensar que el mantenimiento y el recorte de una dieta muy hipocalórica estaban destinados a conseguir determinados fines. No son difíciles de identificar: para preparar la exterminación física de la anti-España era preciso hundir la resistencia moral y anímica como paso previo a la depauperación de los prisioneros. Entre la humillación y la muerte se trazó una línea recta. ¿Quiénes lo hicieron? ¿Quienes formaban el cuadro de mandos en la prisión de Córdoba y en su entorno?
Moreno Gómez da una respuesta inmediata. Yo la completaré en el próximo post. El director de la prisión fue un hombre «tristemente célebre» y corrupto: Enrique Díaz de Lemaire. Fue destituido en marzo de 1941 a causa de disputas internas entre funcionarios. Le sustituyó Juan José Escobar Sánchez, «igual de exterminador y corrupto». El subdirector se llamaba Ramón García Lavello. El responsable de la sección de mujeres era Rafael Herreros, ayudado por la temida «Doña Dolores», una encarnación castiza de los viragos nazis. !Ah!, como es lógico, la prisión no carecía de capellán. Era un jesuíta. No sabemos si ya habrá llegado a la gloria. Se le recuerda, simplemente, como el padre García. La cárcel la frecuentaba también el párroco de la iglesia de El Salvador, el reverendo José Torres Molina. Quizá consignaran informes e impresiones pero, si fue así, se desconocen. Tal vez el Obispo de Córdoba podría contribuir a remediar tal carencia abriendo los archivos correspondientes.
El eminente «médico» a cargo de lo que pasaba por asistencia sanitaria era el doctor Celso Ortiz Megías. Los funcionarios de prisiones que más destacaron por su crueldad han quedado prendidos en la memoria de los supervivientes: Enrique de la Cerda, Antonio Justo, Manuel «y pico», Andrés «el boxeador», un tal «Don Ángel», «el Teleras», «el Negro Desperdicios». Apaleaban a los presos. «El Dientudo», Ángel Baena, y su lugarteniente, Segundo Rojas, torturaban a los presos en las celdas de castigo y los mantenían durante días a pan y agua. Imagine el lector las consecuencias.
A mi estos nombres no me dicen nada. Es probable que en Córdoba, o en Andalucía, se les conozca. En España se ha olvidado ya que, en la Europa de la postguerra, fue de aplicación el título de una película que hizo furor en Alemania cuando estudié allí: «Los asesinos están entre nosotros» (Die Mörder sind unter uns). Creo recordar que Castilla del Pino escribió algo de esto en sus memorias.
(continuará)